Belinda

Belinda


Cuarta parte

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La jugada decisiva

El largo fin de semana en la tranquila, grande e irregular casa de Alex, situada en un desfiladero en Beverly Hills, transcurrió despacio y como en un sueño. Belinda y yo hicimos el amor con frecuencia, aprovechando el inalterado silencio de nuestra habitación. Incluso llegué a dormir doce horas de una tirada, más profundamente de lo que había dormido nunca desde que era un niño. El eterno sol sureño de California se filtraba por entre las muchas ventanas francesas, desde las que podía contemplarse un precioso jardín con un césped que parecía moqueta y que estaba tan bien cuidado como las habitaciones interiores. La inmensa paz apenas quedaba turbada por el ruido de algún coche que ocasionalmente circulaba por la distante carretera del desfiladero. El avión de Susan nos había traído hasta Los Ángeles sin incidentes. Las primeras veinticuatro horas por lo menos las pasamos sin que nadie supiera que estábamos allí.

El lunes por la mañana, la prensa del corazón ya publicaba la historia:

LA HIJA DE BONNIE SE CASA CON EL PINTOR:

JEREMY Y BELINDA SE CASAN EN RENO.

BELINDA ESTÁ VIVA, BIEN Y CASADA.

En miles de quioscos modernos de todo el mundo ya estaba a la venta la cinta de vídeo de la ceremonia.

Aunque la noticia local más importante era el anuncio de Blair Sackwell, a página entera, en el

San Francisco Chronicle y en la edición nacional del

New York Times:

BELINDA Y JEREMY SE CASAN

ATAVIADOS CON UN MIDNIGHT MINK.

Debió de tratarse de una de las primeras tomas que hizo Blair. Yo aparecía sin afeitar, con el cabello revuelto y tenía una expresión de sorpresa; Belinda, a su vez, tenía los ojos muy abiertos, apretaba su boquita de bebé y tenía la seriedad inconsciente de una niña. Lo único que se veía eran dos caras, arropadas con pieles blancas. La lente que había utilizado con la Hasselblad, y el tipo de negativo, proporcionaban a la fotografía una sorprendente cualidad granulada, en la que resaltaban todos los poros y donde cada cabello ofrecía un contraste. Tal como Blair se había propuesto. Ése era el tipo de foto que Eric Arlington le entregaba siempre.

La foto superaba la realidad misma. Se nos veía más reales que en vivo.

Como en otra ocasión, Blair sabía que ya no necesitaba gastar más para difundir aquella foto. Todos los periódicos de la tarde del país la habían reproducido y era inevitable que las revistas semanales también la incluyesen. Todo el mundo iba a ver la marca de Blair. Midnight Mink era noticia igual que lo había sido años atrás, cuando Bonnie posó como su primera modelo llevando el abrigo medio abierto y mostrando su pierna derecha cuan larga era.

Estaba previsto que el anuncio apareciese, en su momento, en las páginas de

Vogue y en las de

Harper’s Bazaar, como sin duda lo haría también en un sinnúmero de otras revistas. Tal era siempre el destino de todos los que posaban para Midnight Mink.

El lunes por la tarde empezaron a llegar docenas de rosas blancas de larguísimos tallos. A media tarde la casa estaba llena. Y estaba claro que era Blair quien las había enviado.

Todas las noticias que nos iban llegando resultaban reconfortantes. El departamento de policía de Los Ángeles había retirado el mandamiento judicial de busca y captura de Belinda. Daryl Blanchard declaró «estar muy aliviado» de saber que su sobrina se encontraba bien. No tenía intención de impugnar la autorización de G. G. para la celebración de la boda. Aquel sencillo y ciertamente perplejo hombre de Tejas reconoció el viejo y conocido poder del ritual del matrimonio. Bonnie vertió lágrimas desconsoladas en todas las cadenas de televisión y Marty volvió a derrumbarse.

La policía de San Francisco decidió anular la orden de detención que tenía contra mí, ya que hubiera resultado imposible imputarme crímenes contra una menor que en el momento presente era mi esposa. Por otra parte, cuando me marché de San Francisco no me hallaba bajo arresto y no había forma de acusar a Susan por contribuir a mi escapada.

Seguían formándose colas de gente para entrar a la exposición de mis pinturas en Folsom Street. Rhinegold me comunicó que la totalidad de los cuadros habían sido vendidos. Además de los cuatro que había adquirido el conde Solosky, dos habían ido a París, uno a Berlín, otro a Nueva York, uno a Dallas y ya había perdido la cuenta de dónde acabarían yendo todos los demás.

Time y

Newsweek llegaron a los quioscos el lunes por la tarde y sus páginas iban llenas de comentarios desagradables, y ahora fuera de lugar, sobre la «desaparición» y el «posible asesinato». Por otro lado, ambas hacían un amplio reportaje sobre mi exposición en el que sus críticos de arte ensalzaban mis pinturas de mala gana.

El mismo lunes por la tarde, Susan encontró un distribuidor nacional para

Jugada decisiva, Limelight. De inmediato, sus laboratorios se pusieron a trabajar haciendo un buen número de horas extraordinarias, para realizar copias suficientes de la película. Susan se había unido a este esfuerzo, asegurándose de que las cintas destinadas a Chicago, Boston y Washington fueran verdaderas joyas. La prensa ya disponía de los anuncios del estreno, que iba a tener lugar en unas mil salas de cine de todo el país.

Susan había conseguido también que Galaxy Pictures le diera la aprobación definitiva para filmar

De voluntad y deseo, estaban de acuerdo en que ella hiciera el guión y en la participación de Belinda. Sólo quedaba pendiente que Belinda diera su confirmación y revisar el informe sobre posibles localizaciones para el rodaje que había traído Sandy Miller de Río. A principios de año Susan estaría lista para ir a Brasil.

En cuanto a Alex, tal como había dicho él mismo, era más famoso que nunca. Los anuncios televisivos de champán seguían emitiéndose y directivos del medio le pedían hacer algo basado en su autobiografía con renovado interés. «¿Le gustaría representarse a sí mismo en una obra?», le preguntaban los productores. Recibía múltiples invitaciones de programas de entrevistas y tenía ofertas para participar en otras dos series.

Susan también quería a Alex para

De voluntad y deseo e intentaba por todos los medios que el estudio estuviera dispuesto a pagar sus honorarios, que eran muy altos.

Por su parte, él prometía no aceptar las ofertas televisivas para hacer una verdadera película, siempre y cuando los respectivos agentes llegasen a un acuerdo.

Aunque, en aquel momento, lo único que a Alex le apetecía era tumbarse al sol en la terraza enladrillada y ponerse moreno y más moreno, mientras conversaba con G. G. Éste, a su vez, no dejaba de repetir que se lo estaba pasando mejor que nunca y que, en su opinión, las complicaciones de abrir el salón de peluquería en Beverly Hills se presentarían muy pronto.

Cuando llegó al conocimiento de los amigos de Alex que G. G. pensaba abrir un salón en Beverly Hills, no pararon de recibirse llamadas solicitando los servicios de G. G. a domicilio.

La única nota discordante en aquel paraíso era Belinda.

No había dicho todavía si estaba conforme en actuar en la película y Susan se estaba poniendo nerviosa. Todo indicaba que Belinda no estaba contenta.

Se mostraba dubitativa en todas sus acciones y tenía la mirada nublada y huidiza. En ocasiones, me recordaba extrañamente a Bonnie y los momentos que pasé con ella en la habitación del Hyatt Regency.

Me preguntaba a todas horas si yo estaba seguro de sentirme bien. Pero yo me daba cuenta, cada vez que le decía que sí, de que quien estaba insegura y tensa era ella. A mi modo de ver, no podía respirar con tranquilidad.

Leía todos los artículos del periódico que hablaban de su madre.

En los noticiarios de la noche contemplaba en silencio cómo Marty y Bonnie se revolvían para limpiar sus respectivas reputaciones y comportamientos.

La prensa del corazón todavía se metía con Bonnie y con Marty. Al mismo tiempo, se oían comentarios sobre la posible emisión de

Champagne Flight en la televisión por cable.

Por otra parte, Belinda había hablado por teléfono con su tío Daryl el domingo por la tarde. La conversación no había sido demasiado agradable. Entre otras cosas, cuando ella le dijo que días atrás había llamado a su madre al hospital, el hombre no la creyó.

Cuando me di cuenta de lo que estaba pasando, cogí el teléfono y le expliqué a Daryl que Belinda estaba bien, que nos habíamos casado y que quizás era mejor dejar pasar un tiempo para que las cosas se calmasen. Daryl se quedó confuso. Resultaba obvio que Bonnie le había mentido en todo y que Marty había hecho lo mismo. Entonces me explicó que fue él quien insistió en que se emitiera una orden de búsqueda de Belinda, en un intento desesperado de encontrar a su sobrina y averiguar si estaba viva, también mencionó que ni Marty ni Bonnie habían estado de acuerdo. Ahora no sabía muy bien lo que tenía que hacer. Deseaba ver a Belinda pero ella se negaba a verle. Quedamos en que ella le escribiría y que él también lo haría. La conversación terminó con frases de despedida amables pero forzadas.

Tras la conversación ella se aisló en silencio. No parecía sentirse nada bien.

Aquella noche cuando nos sentamos alrededor de la mesa para cenar y Susan se puso a describir las escenas de

De voluntad y deseo, ella parecía algo más contenta. La amante de Susan, Sandy Miller, estaba todo el tiempo a su lado y nos divertía con anécdotas sobre su alocada estancia en Río. Me fijé en ella, era una joven muy atractiva y tan seductora como aparecía en la pantalla.

Tuve que admitir que la película que iban a rodar en Río sería fantástica. La relación entre la prostituta adolescente que debía interpretar Belinda y la periodista que la rescata, encarnada por Sandy, era muy buena. Me atraía mucho la idea de unirme a ellas durante el rodaje. Comenzaba a acariciar la posibilidad de ver la majestuosa bahía de Río de Janeiro, pasear por las extrañas y peligrosas calles de aquella vieja ciudad y pintar cuadros bajo la luz brasileña.

Aunque la decisión debía tomarla Belinda. Y por el momento era obvio que Belinda no la podía tomar ya que no dejaba de decir que tenía que pensarlo. Así es que me quedé esperando y observando, intentando adivinar qué le impedía aceptar.

Una posible respuesta era bastante obvia: la razón por la que Belinda no se decidía era Bonnie.

El martes por la noche nos apilamos todos en el Mercedes negro de Alex y bajamos a cenar a Le Dome en Sunset. Susan se había vestido con un elegante traje de rodeo de satén de color negro. Sandy Miller iba maravillosamente envuelta en seda blanca y era la estrella perfecta.

Belinda se había puesto el clásico vestido negro y las perlas, había cogido el abrigo blanco de visón largo hasta el suelo, que le había regalado Blair y se lo había puesto sobre los hombros; no se lo quitó en toda la noche y durante la cena le caía de la silla como si fuera un poncho.

Alex y G. G. volvieron a vestirse de etiqueta porque la única ropa decente que yo tenía, además de tejanos y jerséis que me había comprado Alex, era el esmoquin, y tanto él como G. G. se habían empeñado en que debíamos ir conjuntados.

Llegamos a Le Dome y nos dejamos envolver por la romántica y suave penumbra del lugar. Bebimos mucho vino y la cena fue deliciosa, la presentación de los platos era exquisita. A pesar de que mucha gente nos miraba, nadie nos interrumpió ni nos molestó. Y Belinda, que estaba radiante y triste a la vez, con el visón cayendo por el suelo y el cabello como una nube de oro que le rodease la carita angustiada, se limitó a picotear la comida. Su estado de ánimo no parecía mejorar, más bien al contrario.

No podía hacerse otra cosa que esperar.

El miércoles, cuando me desperté temprano y salí a respirar el aire fresco del jardín, vi a Belinda nadando en la piscina rectangular sobre el agua limpia y azul. Llevaba puesto el biquini negro más pequeño del mundo occidental —un regalo que le había traído Sandy Miller de Río— y se había recogido el pelo en un moño alto. Estar allí de pie mirando el pequeño trasero y los sedosos muslos que se deslizaban sobre el agua me resultó casi imposible de soportar. Di gracias a Dios porque Alex fuese homosexual.

No sabía si la típica polución de Los Ángeles estaba presente puesto que ni la percibía ni la olía. Lo único que me llegaba era el olor de las rosas, limones y naranjas que crecían todo el año en el jardín de Alex.

Llegué a la cabaña del jardín paseando, era un lugar amplio y fresco, construido con madera de secoya y con cristales blanquecinos. Alex había llevado allí mi caballete, el mismo que dejé en su casa veinticinco años atrás, y se había ocupado de que su asistente, Orlando, recorriese Los Ángeles para encontrar telas tensadas e imprimadas adecuadamente, muchos pinceles, trementina, aceite de linaza y pinturas. Alex, también había reunido platitos de porcelana china para que yo los utilizase a modo de paleta y me había dado viejos cuchillos de plata, que yo había estropeado con el triturador de basura, para que los utilizara como quisiera.

Me pareció que nunca un artista había disfrutado de semejante bienestar. El único problema era la musa que, sin quejarse y de manera reservada, se sentía desgraciada. Pero aquella situación no podía durar, tenía que cambiar.

Hacía dos días que había comenzado a pintar

El martes de carnaval en una enorme tela de más de dos metros por tres.

Había terminado ya los grandiosos robles sombríos y dos de los relucientes palios de cartón piedra repletos de parrandistas.

Ahora tenía que pintar al portador de antorchas negro, completamente borracho, con el candelabro inclinado hacia delante, vertiendo aceite sobre las guirnaldas de flores de papel y salpicando el suelo del palio.

Tener la posibilidad de volver a pintar me hacía sentirme bien. En esta ocasión estaba explorando un terreno nuevo y diferente, dibujaba cosas sencillas y normales que nunca antes había reproducido; como por ejemplo caras de hombres, algo que jamás había pintado. Era como si de pronto la vida circulara por partes de mi cerebro que no había sentido antes.

La luz apenas se filtraba por los paneles blanquecinos de cristal que formaban el techo y caía sobre las flores; los pocos geranios y lirios que, aun en los meses de invierno, daban a este lugar un olor de frescura y de tierra. También iluminaba la tela blanca y calentaba mis manos.

A través de las puertas abiertas, divisaba el tejado inclinado de la irregular casa blanca y me invadía esa sensación reconfortante que se tiene cuando otras personas del entorno hablan entre sí y pasean con placidez. En ese preciso instante salía G. G. para nadar con Belinda. Susan Jeremiah, que se había instalado en su casa de Benedict Canyon Road, había venido de visita. Llevaba unos tejanos viejos, blusa azul de trabajo, un sombrero blanco polvoriento y las desgastadas botas de piel de serpiente, que solían componer su indumentaria.

Me puse a trabajar. Empecé con grandes pinceladas rápidas de tierra siena tostada para hacer la cabeza y la espalda del portador de la antorcha. De pronto sentí aquel control absoluto de mis facultades, la confianza plena en el hombre que podía pintar a una jovencita a la perfección, y que por lo tanto también podría reproducir el brazo musculoso y la mano nudosa de un hombre adulto.

Pero a medida que avanzaba, otra pintura que se había formado en mi mente, durante la noche, empezó a obsesionarme. Se trataba de un retrato oscuro de Blair Sackwell con el esmoquin de color lavanda, sentado en el asiento abatible de la limusina y con los brazos y las piernas cruzados. Blair resplandecería si yo era capaz de llevar a la pintura aquella mezcla de vulgaridad y compasión, aquel revoltijo de temeridad… y de magia. ¡Era el mismísimo Rumpelstiltskin! No había duda. Y en esta ocasión había salvado a la criatura.

Tenía que hacer multitud de cuadros. Muchos. Alex era el primero a quien tenía que pintar, incluso antes que a Blair, de eso estaba seguro. Después haría el de

Los perros y las muñecas, ese cuadro me perseguiría hasta que me entregase a pintarlo, tendría que trasladarme mentalmente a la casa victoriana durante el tiempo necesario.

Pero ahora tenía que concentrarme en el portador de la antorcha y en el pálido fulgor de las llamas recortadas sobre los árboles.

No recuerdo haberme distraído del trabajo hasta dos horas después. La piscina estaba vacía, de eso ya hacía un buen rato. Alex venía hacia mí y, a pesar de que sonreía, se le notaba en la cara que algo le rondaba por la cabeza.

—Siento venir a molestarte, Jeremy —dijo—, pero creo que ha llegado el momento de que tengas una conversación con Belinda.

Cuando entré en la sala de estar y vi la cara de Belinda, supe que sucedía algo malo. Se había vestido con un jersey de tenis y una faldita corta y estaba sentada sin mirar a nadie, abstraída, con las manos apoyadas en sus rodillas desnudas. Se había hecho trenzas como a mí tanto me gustaba, pero le dejaban la cara especialmente indefensa. Parecía que alguien la hubiese tocado con un fino soplo de viento entre los ojos. Con aquella expresión absorta e inmóvil se parecía a Bonnie. G. G. estaba sentado a su lado y le cogía una mano entre las suyas.

—Ash Levine y Marty vienen hacia aquí —dijo Alex—. Marty quiere hacerle una proposición a Belinda, ya te la puedes imaginar, desea que ella arregle la situación en que se han quedado Bonnie y él mismo. Ya sabes.

¿Lo sabía? Creo que incluso yo estaba demasiado aturdido para reaccionar. No sólo por lo que Alex acababa de decir, era por la manera en que parecía tomárselo. ¿Acaso todo el mundo sabía que esto iba a suceder? Porque yo no.

Me di la vuelta y miré a Belinda. G. G. parecía sentirse tan desgraciado como ella, pero para mi sorpresa dijo:

—Belinda, acepta. Entrevístate con él. Averigua qué es lo que tiene que decir, hazlo por ti misma.

Lo que G. G. quería decir me pareció comprensible.

Ash Levine y Marty llegaron al cabo de quince minutos.

Belinda me pidió que me quedara en la misma habitación. Pero G. G. y Alex se esfumaron.

Era la primera vez que Marty y yo nos veíamos cara a cara, y creo que yo no estaba preparado para la seguridad y firmeza con que estrechó mi mano y me sonrió.

—Me alegro de conocerte, Jeremy.

¿Había dicho eso? Parecía un político en busca de votos en vez de un hombre que intenta conservar su trabajo. Iba ataviado como me habían dicho, con un traje gris plateado y muchas joyas de oro, y, en efecto, tenía el cabello negro y unos ojos penetrantes y vivos que te miran con la fiebre de un drogadicto. Uno puede sentir su presencia aun cuando él está lejos.

—¡Hola, cariño! —le dijo a Belinda con la misma espontánea afectación—. ¡Qué feliz me siento de verte, bonita!

A continuación se sentó a su lado y puso el brazo sobre el respaldo del sofá por detrás de ella. Y yo me di cuenta de que no la tocó.

Ash Levine, que era un hombre moreno por el sol, llevaba un traje azul marino, tenía el pelo demasiado canoso para su edad y un cuerpo tenso y delgado, se sentó en el sillón de cuero de la mesa de despacho de Alex. Fue él, con una sonrisa que mostraba unos dientes relucientes, quien comenzó a hablar.

—Bueno, Jeremy, lo más importante en este momento es que todo el mundo salga de esto oliendo como una rosa. Ésa es la razón de que estemos aquí, ¿de acuerdo? Tú ya sabes cuánto admiro a Alex. Todos adoramos a Alex. Me refiero a que Alex es Hollywood, ya no hay actores como él, ¿no es cierto? Pero es gracias a

Champagne Flight que Alex puede disfrutar de una vuelta al mundo del espectáculo muy emocionante y satisfactoria, y creo que no me equivoco al decir que Alex sería el primero en estar de acuerdo en que lo que es bueno para

Champagne Flight es bueno para todos los que estamos aquí, ¿verdad?

Mientras él seguía hablando de esta manera, yo miré a Belinda y ella levantó la cabeza para mirarme; me pareció ver un asomo de sonrisa en la comisura de sus labios, que de inmediato desapareció. No creo que se sintiera mejor a causa de Marty, quien en ese momento nos miraba a uno y a otro con rápidos movimientos de los ojos.

—Nos gustaría incluir a Alex y a Belinda en un par de episodios de

Champagne Flight —decía Ash Levine—. Después de todo lo que ha pasado, estoy convencido de que la publicidad sería fabulosa para Alex y también para Belinda. Para ella sería maravilloso, desde luego. El público ha oído hablar de ella, la ha visto en fotografía y ahora podría verla en escena, y no en una película extranjera con una filmación granulada ni en un relumbrón anuncio de visones, sino en la hora de máxima audiencia. Ella sería el centro de atención. Estamos hablando de la serie más vista en todo el país, la número uno, y cuando volvamos a emitirla, vamos a romper todos los récords. Quiero que sepáis que se han recibido montones de cartas de seguidores de la serie, una correspondencia sin precedentes, y todas ellas muestran su indignación porque

Champagne Flight se dejara de emitir, todos manifiestan estar disgustados. Os estoy diciendo que si no se cometen errores en esto, bueno, que las cadenas de televisión por cable, las independientes, nos están haciendo ofertas, incluso podemos crear tranquilamente nuestra propia cadena sólo con la serie… Alex y Belinda en el mismo episodio, les devolveríamos al hombre que echan de menos y ¡a Belinda! Ya no hablaríamos de la serie de más audiencia sino de un verdadero acontecimiento nacional.

La cara de Belinda estaba cambiando. No sonreía, pero su mirada estaba recuperando la serenidad que yo recordaba. Miró a Ash, se quedó mirándole largo tiempo y después volvió la vista lentamente hacia mí. Me pareció volver a ver aquel indicio de sonrisa. ¿De amargura? No, más bien de franca diversión. ¿Acaso iba a ponerse a gritar?

—¡Escucha, Ash! —le dijo Marty haciendo gestos para que se callase—. ¡Oye! No es necesario que le hagas estas consideraciones a Jeremy; escucha, Belinda es una chica inteligente, ¿no es cierto, cariño? Belinda sabe muy bien de lo que estás hablando.

Su voz cambió de repente al pronunciar la última frase. Se volvió hacia Belinda. Hubo un repentino silencio. Nadie decía nada y Ash seguía sentado con los dedos cruzados en torno a su rodilla. Yo me limitaba a mirarles sin abrir la boca.

—Hazlo por Bonnie, querida —le rogó—. Sólo te pido eso. Podemos acabar con todo lo que se está diciendo por ahí, cariño. Enderezar este entuerto está en tus manos.

Belinda no le contestó. La expresión de sorpresa había desaparecido de su cara. Estaba mirando a través de las ventanas cristaleras, quizás al invernadero. Parecía como si no hubiera oído las palabras de Marty. Era como si estuviese sola en la habitación.

Marty me miraba a mí. No tenía una expresión concreta, sólo me miraba, tenía la cara sorprendentemente tranquila en comparación con el cuerpo que parecía el de un animal dispuesto a saltar.

—Marty, quiero hablar un momento con Jeremy, a solas —dijo Belinda. Entonces se levantó y yo la seguí hasta el vestíbulo. Pero una vez allí no me dijo nada, se quedó mirándome como si esperase que hablase yo y así lo hice.

Puse las manos sobre sus hombros.

—¿Recuerdas que en tu carta me escribiste algo que te había dicho Ollie sobre tu poder? —le pregunté—. ¿Recuerdas lo que te dijo?

Asintió. La expresión aturdida se había ido definitivamente, aunque sus ojos, que se movían con rapidez, mostraban una cierta preocupación. Esperó a que yo continuase.

—Cariño, Ollie tenía razón —proseguí—. A ti no te gusta tener poder sobre otras personas. Tú no deseas tener que usarlo.

Asintió otra vez, pero no me transmitió lo que estaba pensando. Con la cara despejada y el pelo recogido con aquellas ocho trenzas, me estaba observando, y como siempre, su expresión era una mezcla de inocencia y de determinación.

—Éste es uno de esos momentos en que tienes que luchar contra ese sentimiento y utilizar tu poder —seguí diciendo.

Ella permanecía en silencio, así que continué:

—Sé lo que estás pensando. Estás pensando en G. G. y en los rumores. Piensas en la llamada que le hiciste a tu madre cuando volviste.

—Y también en ti, Jeremy —dijo por fin—. En lo que intentaron hacer contra ti.

—Ya lo sé. Decidas lo que decidas nadie va a culparte. Pero lo que yo te digo es que si haces lo que te piden y contribuyes a que las aguas vuelvan a su cauce, y si actúas en esos dos episodios de ese

Champagne Flight de marras, bien, si lo haces podrás vivir tu vida con la tranquilidad de haberles sacado del atolladero y sabiendo que lo que les suceda a continuación será sólo asunto suyo.

Una sonrisa sutil asomó en su cara visiblemente radiante. Era como si el sol llenase poco a poco de luz una habitación en sombra.

—¿Me estás diciendo que acepte? —preguntó sorprendida como noches atrás cuando salimos de San Francisco en la furgoneta.

—Sí, eso parece. Ayúdales en esto y podrás volver la espalda para seguir tu propio camino.

Levantó los ojos y me miró, parecía dudar y estaba confundida.

—Yo pensaba que tú no querrías que yo aceptase —me explicó—. Creía que tú no lo entenderías y que nunca me perdonarías.

—Mira, tal como yo veo las cosas, todavía existe la posibilidad de que todos salgamos airosos de ésta, de que todos podamos ser libres.

—¡Oh, Jeremy! —susurró. Se puso de puntillas y me besó—. Gracias a Dios.

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