Baza de espadas

Baza de espadas


Primera parte. Vísperas setembrinas » Alta Mar » XXXIX

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ALTA MAR

I

La Antorcha de Gades, logia del rito escocés, famosa en los anales setembrinos, acordó enviar parlamentarios al Desterrado de Londres. Los Hermanos Tiberio Graco y Claudio Nerón, una noche de aquellos idus julianos, salieron de escondite para embarcarse en Gibraltar. Esperando pasaje hicieron conocimiento con dos tenientes, capitanes graduados por la Campaña de África: Otro día se les juntó un clérigo sin licencias, que mediaba en los tratos para sublevar al Fijo de Ceuta: Reunidos en camarada, tomaron pasaje a bordo de un viejo vapor perteneciente a la casa armadora Lewinson y Calvo —el Omega, abanderado en Cádiz—. Embarcaron una tarde de bochorno, aburrida en la lectura de la Biblia. Tarde dominical, con la quietud y el cromatismo de una estampa litográfica —azoteas, mástiles y banderas, gorretes colorados, reductos y cañones, geometría castrense.

II

Asomaban por la borda jipis y gorras a cuadros, cofias y pañuelos: El pasaje de cámara balconeaba, contemplando los reductos y oyendo las cornetas militares: Se aburrían al filo de la obra muerta, rubicundas carátulas con salacot y monóculo, barbas judaicas, desgarbadas misses, cabezas morenas de levantinos, un mundo abigarrado de aventureros y turistas burgueses, embarcados en los puertos del Mediterráneo —Alejandría, Malta, Nápoles—. En el sollado el pasaje de tercera permanecía indiferente, acomodado al sol entre maletas, fardeles y canastos. Lloraba un crío en el regazo de la madre, algunos hombres jugaban a los naipes, una rubia se desenredaba la mata del pelo con un peine sin púas. A la sombra del foque, un gigante barbudo, imprecador, enorme la boca desdentada, los ojos azules arrebatados de alocada inocencia, reunía un grupo de franceses e italianos: Hablaba gesticulante, con grandes ademanes: Le oían, cambiando guiños burlones, dos prójimos que fumaban recostados en la amura de babor: Habían embarcado por la mañana, y se mantenían aislados del pasaje, con un secreto y agresivo resentimiento de españoles fuera de España. El capitán, con uniforme azul, paseaba en el puente. La marinería patuleaba descalza, subiendo y bajando las escaleras de lucientes bronces. En el corro de oyentes, a la sombra del foque sobre el azul luminoso de la tarde abría los brazos el barbudo gigante, y los dos compadres españoles, recostados en la amura tirando de la colilla, entornaban displicentes la pestaña.

III

La rubiales del peine sin púas, luego de hacerse el moño, sacó de la faltriquera un espejillo redondo, con marco de latón, limpió la luna frotándole en la falda y se miró ajustándose las horquillas: Era una mujer joven, pálida y marchita, los ojos verdes, la boca pintada: Quedó suspensa, fija en el gigante barbudo, que abría los brazos con patéticas voces de un significado oculto: Llenóse de dudas al advertir el gesto con que le oían los dos compadres recostados en la amura, y se juntó con ellos:

—¿Entendéis alguna cosa?

El más joven lanzó una salivilla al mar:

—¡Mochales perdido!

—¡Pues ésos bien atentos le oyen!

—Porque son unos papanatas.

—Pero ¿tú sacas alguna cosa de lo que hablan?

—Bastante.

La rubia le miró de reojo:

—¡Lo que menda!

El otro compadre, un vejete cargado de espaldas, gorra de seda, corbatín negro, y el aire ambiguo de falsedad y petulancia que suelen tener algunos sacristanes, enseñaba un diente verdinegro:

—La oratoria de ese punto no vale un pimiento.

La rubiales torció la boca con popular desgaire:

—¡También usted chamulla ese latín, Don Teo!

Don Teo jorobó los hombros, arqueó las cejas, ladeó el cuello, se frotó las palmas:

—¡Alguna cosa!

La rubiales engalló el moño:

—¡Miau!

El otro compadre, que asestaba salivillas al mar, se despegó de la amura con petulante parsimonia:

—¡A ver si te la ganas!

Era alto, flaco, verdino, rizoso, con zamarra de pana, pantalón abotonado y quepis. La prójima fulguró sobre el chulapón el veneno de sus ojos verdes:

—¡Me estoy cansando de ser tu esclava!

—Pues toma asiento, que va para rato.

—¡Habría que verlo!

El verdino la atenazó por el brazo:

—¡Repítelo!

—¡Escárbate la oreja!

Terció Don Teo:

—Sé más filósofo, Indalecio.

La prójima se desprendió con un remangue. Indalecio la traspasó con una larga mirada de reproches sentimentales: Tenía el romanticismo menestral de los chulos que viven a costa de las mujeres, las azotan, las aman y las celan:

—¡Sofi, no busques que te encienda el pelo!

Formuló la amenaza socarrando la voz, con los dientes apretados: El gigante barbudo había cruzado los brazos con teatral silencio: Sus ojos azules fulminaban un anatema sobre la desavenida pareja, y el círculo de oyentes, las cabezas vueltas, levantaba marea de airadas reconvenciones. El verdino los encaró con reto, pero el vejete le puso la mano en la boca hablándole a la oreja:

—Repara a quien tenemos aquí. ¡Prudencia!

IV

Agarrándose al pasamanos, con el credo en la boca, bajaba la pina escalera del sollado un pasajero de la primera cámara, señorón obeso, bamboleante, jipi y terno de piqué blanco, muchos dijes y cadenas. Los dos compadres se desviaron de la rubiales para acantonarse más lejos, recostadas las espaldas en la obra muerta. Sigiló Don Teo:

—Aquí no media conocimiento. Hay que esperar cómo opera el jefe.

El obeso pasajero traía el cigarro apagado, y se detuvo solicitando lumbre: Solapaban una ambigua advertencia sus ojos sin pestañas, saltones y redondos, que tenían el iris amarillento de las ranas. Don Teo, con falsa premura, acudió a cachearse los bolsillos del paletó: Arqueaba las cejas, y hacía grandes aspavientos, enseñando el diente limoso:

—¡Pues servidor poseía un yesquero!

Indalecio, a lo tunante, encendió una cerilla en la nalga. Don Teo le dio un codazo, y la mató de un soplo. Al fin el taimado vejete extrajo el yesquero, y comenzó a batir el eslabón: La piedra daba chispa, pero sus lumbres no prendían en la mecha. El orondo pasajero, con el cigarro apagado en la boca, observaba de reojo:

—Pudiera ser que la salitre del mar hubiese humedecido el artefacto.

Don Teo jorobó los hombros con servil asentimiento:

—Así será.

Se apresuró a liar el yesquero, guardándoselo en el paletó: Enseñaba el diente limoso, y ponía hocico de ratón. El abotijado pasajero silabeó capcioso:

—¿Habrá dónde comprar cerillas?…

Saltó Don Teo:

—En la cantina.

—¿Adónde cae?

—Un poco complicado… Servidor puede guiarle.

Indalecio se alzó picajoso:

—¡A menda se le da esquinazo!

El orondo pasajero echó sobre el tuno los ojos saltones:

—Yo hago lo que me sale de los redaños.

Aquel soplado del jipi, los dijes, las cadenas y el terno habanero, matón jubilado de los garitos madrileños, no era otro que el Pollo de los Brillantes, Don Joselito Cartagena.

V

La cantina, bajo el escotillón de proa, estaba penetrada de olor de tabaco: Las candilejas de petróleo apenas alumbraban en la niebla de humo. El cantinero era gaditano, fugado por un proceso a Gibraltar. Residía allí de muchos años, amancebado con una inglesa sargentona, que le ayudaba en los negocios de contrabando. Con el apaño de la cantina sacaba también muy buenos patacones: Vendía tabaco, naipes, velas, arenques, café y bebidas. Hallábase encorvado sobre el anafre, donde tenía una gran cafetera. El vapor llevaba anclas. En la niebla de humo, la candileja del mostrador tenía una luz triste y remota de faro en niebla de naufragio. Percibíase el retemblar de las cuadernas, y el ferroneo de las cadenas al ser arrolladas. La parroquia era escasa: Tres jugadores de cartera y un marinero silencioso, que esperaba al pie del mostrador: Como corría el tiempo y el cantinero no se daba prisa por servirle, repitió la demanda con reposada urbanidad:

—Un arenque.

El gaditano colgó el soplillo con que avivaba la lumbre del anafre, y se limpió las manos en la faldeta del mandil:

—¿Bebida?

—Agua clara.

Con desabrida chunga, el gaditano alcanzó un botijo y lo asentó de golpe en el mostrador:

—¡Toma, y jártate!

—Gracias.

—¡Pero qué vas a estropearte la salud, esgraciado! ¡Arenques con agua! ¿Estás en tus cabales?

El marinero, un mozo de barbujas rubias y ojos claros, tenía la expresión serenada de firmeza:

—El agua es mi bebida.

—¿Roña, o penitencia?

—Gusto.

El cantinero ceceó con desdeñosa sentencia:

—¡Pues has nacido para rana!

VI

El Pollo de los Brillantes y Don Teo ocuparon una mesilla de rinconada. El Pollo, con mucho guiño y soflama, lució una fosforera de oro y puso lumbre al cigarro: Luego, por hábil juego de manos, extrajo un papel hecho menudos dobleces:

—Son las señas: Están escritas con tinta química… Guárdeselas usted en la badana de la gorra, y hasta Londres… Hay que operar con mucho quinqué, y no es conveniente que volvamos a vernos.

Don Teo hacía frunces al hocico con husma arratada:

—Comencemos por justificar nuestra presencia en este santuario pidiendo unos chatos.

—Pídalos usted.

—¿De ginebra?

—De ginebra.

—Patrón, unos chatos de ginebra. ¡Este punto la tiene de buten!

El Pollo de los Brillantes encarnizó los ojos de rana sobre el hiperbólico vejete:

—Es usted un borrachín impenitente y sus exploraciones son peligrosas cuando media un negocio tan serio. Como llegue a sospechar que usted puede irse de la lengua, antes se queda sin ella.

Don Teodolindo Soto sacó el diente verdino, corcovó los hombros, ladeó el cuello, se acarició las manos:

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! No ignoro con quién trato… Conozco mis autores… Por eso, si este servidor alguna vez experimentase la tentación de berrearse, tocado en el corazón por lo que sea, no por intemperancia alcohólica, antes vería de darle a usted mulé. Este servidor también es un hombrecito.

—¡Todavía nadie me ha madrugado, Don Teo!

El vejete tenía una expresión de rata regocijada:

—Indudablemente. Pero mientras tomamos el sol en este valle, todos podemos argumentar lo mismo. ¿Cree usted que a mí me han madrugado, o al patrón, o al marinerito aquel que chupa la raspa? Por cierto que ése no es lo que aparenta… Repárele usted a las manos. ¡Son manos muy señoritas!

El Pollo, recalmado, paraba los ojos sobre el marinero: Hecha la comprobación, dio algunas chupadas al cigarro y lo tiro, apagándolo con el pie:

—¡Esta puta tagarnina no arde!

Apuntó metafórico Don Teo:

—El traidor no es menester siendo la traición pasada.

Con un docto entorne de párpados acentuaba la cita del clásico: Don Teodolindo Soto, entre sus varios oficios, había sido traspunte de comedia cuando el mecenazgo del Conde de San Luis.

VII

Asomó un mozalbete huraño, desmedrado, greñudo, los ojos suspicaces bajo el entrecejo de un rojo almagreño, la máscara de calmuco. Desde la puerta, con brusca obstinación, hizo señas al marinero apostado al pie del mostrador: Esperó a que pagase el gasto, y salieron juntos. El mozalbete inició la conversación en mal francés:

—¿Lo creerás, hermano? No resta ni un cópec del fondo recaudado en Cádiz. ¡Ni un cópec! El Maestro lo ha repartido entre los parias del pasaje… Tiene agujereadas las palmas.

El marinero alzó los ojos sin mostrar la menor extrañeza:

—Ha dado lo que era suyo.

—¿Y ahora? ¿Qué hacemos ahora? ¡Ni un cópec! ¡Nada! ¡Ni para fumar!

—¡Ejemplo admirable!

—Lo sería si luego no renegase como un energúmeno. Se ha echado en la litera, y ruge que esta noche abrirá un barreno al barco.

Al marinero le salían lumbres a la cara:

—¡Es el caso que yo tampoco tengo plata!

El mozalbete le clavó los ojos:

—¿No has reservado nada de la colecta hecha en Cádiz?

—¡Nada!

—Conociendo al Maestro, has debido hacerlo.

El marinero se detuvo, con la expresión encalmada del hombre prudente que domina su enojo:

—No lo hice, ni lo haré en ninguna ocasión.

El mozalbete torció la boca con una sonrisa de cínica superioridad:

—Acabo de convencerme de que eres un sentimental.

—Acaso.

—No debes enojarte conmigo, hermano.

La máscara calmuca del mozalbete tenía una expresión de astucia burlona que contrastaba con el tono de sus palabras. Al marinero no le pasó inadvertida esta duplicidad y permaneció silencioso, esforzándose por ocultar el sentimiento que experimentaba, la antipatía ahora casi dolorosa, pero adormecida y vergonzante en las oscuridades de su conciencia, desde el momento en que se habían encontrado sobre la cubierta del vapor.

VIII

La luz penetraba por el escotillón. Se habían detenido al pie de la escalera. El barco navegaba con grandes bandazos: Soplaba duro el viento de Levante. El marinero permanecía silencioso, cohibido por aquel sentimiento de repulsión que surgía en su alma y al cual se entregaba pasivamente, con un oscuro disgusto de sí mismo. No era hombre de rencores, y hubiera querido mostrarse amistoso; pero incapaz de simulaciones, sentía los ojos cobardes, irresolutos. Aquella máscara calmuca, aquellas greñas color de buey, aquellos ojos oblicuos, brillantes de astucia, se le hacían insoportables. Era suplicio la voz, que repetía obstinada:

—Ha sido un error lo que has hecho, y debes reconocerlo. ¡Un error, hermano! No has debido poner la suma íntegra en manos del Maestro. Te enojas, y no tienes razón, hermano. Lealmente te manifiesto mi opinión, y todas las opiniones tienen opción a ser oídas. ¿Cuáles son nuestras obligaciones respecto al Maestro? ¿Las obligaciones de los que seguimos la luz de su doctrina? Hermano, si te enojas, lo sentiré, pero no conseguirás que silencie mis reproches. El Maestro es un niño gigante, y cuantos le amamos hacemos poco ensangrentándonos las manos por apartarle las zarzas del camino. ¿Qué hubieras hecho con un niño? El Maestro es un niño y necesita tutores.

El marinero objetó con austera timidez:

—El Maestro, al repartir sus bienes entre unas pobres gentes necesitadas de amor, de pan y de justicia, nos da ejemplo… Y nosotros, sus discípulos, no podemos incurrir en la culpa de impedirlo solamente porque nos falta la virtud para imitarlo.

La máscara calmuca adquirió una expresión de dureza colérica, la boca se contraía con rictus sarcástico, las greñas color de buey le oscurecían la frente y se le metían por los ojos, que adquirían un ligero estrabismo. De pronto estalló en una risa insolente:

—El Maestro distribuye su dinero entre los menesterosos, pero a condición de que los amigos no le cierren la bolsa. Se adelanta a la hora del reparto social con una bella sonrisa para todos los Cresos. Ahora ruge en su litera porque no tiene un cópec. Vive en un mundo de fantasma, con una despreocupación de bohemio contrae deudas que no piensa en pagar, siempre rodeado de una corte de pícaros y de bufones que le comen los ojos. Esta inconsciencia en cuestiones de dinero, este epicureísmo odioso oscurece la claridad de su doctrina.

Hablaba con apasionamiento rencoroso y clarividente, era un cernícalo encarnizado sobre su presa. El marinero ahora le miraba con enérgica protesta, los ojos dolidos de reconvenciones:

—El Maestro tiene flaquezas como todos los hombres, pero bien compensadas están por sus virtudes.

El otro estranguló una carcajada rabiosa:

—¡Un santo con los pies en el lodo!

Arsenio Petrovich Gleboff, aquel mozalbete desmedrado, de ojos brillantes, de ademanes bruscos, tenía el alma envenenada y heroica. Maníaco de la destrucción universal, era de una singular rigidez de costumbres, cruel para sí mismo y para los demás: Intrigante por doctrina, díscolo por temperamento, capaz de soportar las mayores privaciones, de mantenerse con un mendrugo y de dormir sobre una piedra, de una sequedad calvinista, de un renunciamiento absoluto, amaba y odiaba al Maestro. Se apartó las greñas que se le metían por los ojos, hizo un gesto vago y comenzó a caminar de prisa por el mal alumbrado corredor que conducía al entrepuente donde se hacinaba el pasaje de tercera. Se volvió con una sonrisa capciosa:

—El Maestro desea hablarte.

IX

El vapor daba tumbos, y el respingo de las olas empaña de espumas el ojo de buey que clarea la luz del ocaso al extremo del corredor. Entre el marullo del oleaje desgranaba sus notas un acordeón de emigrante. Parpadeaban las candilejas: Abrían y cerraban desconcertados ángulos de sombra. Por un paso de tres escalones se bajaba al sollado: El ácido olor de las heces viciaba el aire: Las literas se repartían a babor y estribor. De raro en raro algún bulto doliente se incorporaba con las bascas del mareo: Las pálidas cabezas casi tocaban la viguería. Los más de los lechos estaban vacíos; otros, ocupados por maletines y atadijos de ropas. Indalecio, sentado en su litera, los pies colgando, cantaba con un acompañamiento de acordeón. Letra y música eran de un sentimentalismo menestral. La Sofi, con el moño deshecho y las horquillas sueltas, se quejaba en otra litera pareja:

—No me atormentes, Inda. Calla, por favor, que se me saltan las sienes.

El tuno remató un arpegio con muchas florituras, y alargando el zancajo, hizo rodar el balde que la desgreñada tenía a su cabecera.

—¡A ver, tú, si te enciendo el pelo para que dejes la monada!

—¡Y serás capaz, mala sangre!

El chulo volvió a teclear, con un postinero entorne de párpados:

—¡Parece que no me conoces!

La rubiales se incorporó, oprimiéndose las sienes, y salió del camastro, desatadas las faldas, un pecho fuera:

—¡Verdugo!

Arrimada a la tierra, se mecía los zapatos. Indalecio ponía en la coima un ojo atravesado:

—Cúbrete ese pecho, relajada.

—¡Vas a enseñarme tú decencia!

—¡Y tanto!

La prójima, sin cubrirse el pecho desnudo, se ataba las faldas:

—¡Pirante!

—¡Abotónate!

—¡Y que me quede con el fandango al aire!

—¡Abotónate, so pingo!

—Cuando me ataque las enaguas…

—¡Que vas a ganarte una solfa!

El chulo había soltado el acordeón y se rascaba tras de la oreja. La coima se descaró con un impulso de rabia:

—¡Luzco lo mío!

—¡Tirada!

Indalecio la tomó del moño, zarandeándola con requemada soflama:

—¡Lo tuyo!… Guárdate esa gaita… ¿Tienes tú algo, so pendón?… ¡Lo tuyo! ¡Esto es lo tuyo!

De un revés le llenó la cara de sangre.

X

—¡Salop!

La voz resonó en las profundidades del sollado: En un camastro vecino se erguía la barbuda cabeza del Maestro: Se arrancó de los labios la pipa apagada, levantándola como una maza. El chulo se volvió tanteándose la herramienta:

—¿Qué se ofrece?

El Maestro se incorporó: Su cabeza tocaba el techo: Siempre enarbolada la pipa, avanzó algunos pasos: Injuriaba al rufián con voces de sochantre: Repetía las mismas imprecaciones en ruso, en alemán, en italiano, en francés. Indalecio había sacado la herramienta y picaba una tagarnina con bravucona jactancia:

—Tío Papamoscas, hable usted en cristiano.

Echaban lumbre los azules ojos del gigante. Atropellado, se puso la pipa entre las mondas encías y se registró los bolsillos a la busca de una brizna de tabaco. La tagarnina que picaba el chulo le encendía el apetito de fumar. Tornó a retirar la pipa de la boca, y golpeando con ella en la palma, barboteó en francés:

—¡Oh! ¿Es que se puede así maltratar a una mujer? La pareja humana tiene los mismos derechos.

Indalecio presumió el sentido de aquellas palabras, y repuso contoneándose, arrastrando las palabras con dignidad marchosa:

—Míster, esta mujer se ha comportado como una mundana.

El Maestro insistía registrándose los bolsillos, la cachimba apretada entre los labios: Indalecio dobló la navaja y le brindó con el tabaco que tenía picado en la palma:

—Sírvase, míster.

Aquel gigante barbudo le contempló con sonrisa de ogro benévolo. Cargó la pipa, le puso lumbre y fue en busca de la coima, que se lavaba la sangre: Tomándola de la mano, la condujo a donde había quedado el chulo, ocupado en liar un cigarro, y amonestó en francés, con el barbolleo de un pope ruso:

—Yo os conjuro para que os deis un ósculo de perdón.

Los ojos de gigante tenían una claridad de azules infancias, una efusión toda echa de poder de olvido, de inconsciencia y de ilusiones. Como en aquel momento vio revolar las greñas color de buey, y más lejos aparecer una gorrilla de marinero, levantó los brazos con ademanes de triunfador, saludando con la pipa, dando al aire bocanadas de humo.

XI

El marinero de las manos pulidas se acercó con un gesto de reserva. El barbudo gigante le llevó aparte, hablándole en inglés.

—En Gibraltar han embarcado algunos revolucionarios españoles. ¿Los has visto?

—No, Maestro.

—Haz por verlos… Es probable que alguno sea tu amigo…

—¿Y han embarcado en Gibraltar?

—Ciertamente… El sobrecargo me ha confiado que son masones… Cuanto antes debes avistarte con esos hermanos…

—Veré de hacerlo.

El calmuco los observaba desde lejos, con expresión recelada y burlona. El Maestro parecía inquieto:

—Es cuestión de nosotros dos… El Boy debe permanecer ajeno… Procurará espiarte, sonsacarte… No te dejes aprisionar en sus redes. Engáñale sin escrúpulos… ¡Guárdate del Boy!

Con este nombre solía designar al calmuco cuando hablaba entre iniciados. El marinero asintió con serena sonrisa:

—Nunca seremos amigos.

El Maestro le estrechó la mano:

—Así evitarás que un día te traicione. Sin que lo advirtieses, procuraría apoderarse de toda tu persona. No es un canalla, pero cuando cree actuar en provecho de la causa, nada le detiene. Introducido en tu intimidad, te espiaría, te calumniaría, abriría todos tus cajones, leería toda tu correspondencia, y cuando una carta le pareciese interesante, es decir, comprometedora, no vacilaría en robártela. Si le presentases a un amigo, inmediatamente se propondría enemistaros. Su primer móvil es siempre sembrar el odio y la discordia. Si tienes una hija o una hermana, intentará seducirla, hacerle un chico para arrancarla a las leyes morales de la familia e inducirla a una protesta revolucionaria contra la sociedad. Su única excusa es su fanatismo: Ha identificado completamente su propia persona con la causa de la revolución. Es un gran ambicioso, pero no un egoísta atento al medro personal, porque lleva una vida de mártir, de privaciones, de trabajo. Cuando hay que servir a la causa, no vacila ni se detiene ante nada: Es un fanático abnegado, pero al mismo tiempo un fanático peligroso… Y ésta es, sin embargo, la cualidad que principalmente me atrajo y me ha hecho durante mucho tiempo buscar su alianza. Hoy nada me pesa tanto, pero estamos demasiado unidos, y ya no podemos romper. Mutuamente nos aborrecemos y nos queremos. Voy a llamarle; no es conveniente despertar sus recelos… Tú busca a esos revolucionarios españoles, entérate de quiénes son. Su ayuda en estos momentos nos sería muy provechosa… Si son hermanos, no podrían negarse… Acerquémonos al Boy. Luego ya te daré instrucciones… ¡He administrado deplorablemente el fondo colectado en Cádiz!… ¡Una vez más he sido la cigarra de la fábula!

Volvieron a juntarse con el Boy. El Maestro, bromeando, le tiró de las greñas: Aquel gigante de ojos azules ni siquiera se daba cuenta de la comedia que representaba: Incapaz de rencores, voltario y lleno de contradicciones, sentía una vaga aprensión por la dureza con que acababa de juzgar al discípulo: Después de haber desahogado toda la hiel de su resentimiento, se persuadía de volver a quererle. El Maestro mixtificaba sus escrúpulos tirándole de la greña.

XII

El marinero de las manos pulidas subió a cubierta: Le urgía averiguar quiénes fuesen aquellos revolucionarios españoles que habían embarcado en Gibraltar. Pensó salir de dudas entrevistándose con el sobrecargo del vapor: Sabía que era masón y recordaba haberle visto alguna vez en las logias de Cádiz. La suerte se le deparó a la boca del escotillón: Bajaba muy acalorado, en disputa con el contramaestre, la pluma tras la oreja y un cuaderno de anotaciones en la mano. El marinero pensó que no era ocasión de interrogarle, y puesto de refilón, saludó a soslayo, con mímica masónica. El sobrecargo, casi sin verle, todo encendido de sanguíneas lumbres, se metió por la bodega, precedido del contramaestre, un hombretón con sueste y ropa de aguas. El marinero fue a sentarse en un banco del entrepuente: Permaneció mucho tiempo absorto en sus vagos sueños de revolucionario, los ojos dormidos sobre la lontananza marina, el ánimo suspenso en la visión apostólica de unir a los hombres con nuevos lazos de amor, abolidas todas las diferencias de razas, de pueblos y de jerarquías: Anhelaba una vasta revolución justiciera, las furias encendidas de un terrorismo redentor. Sobre las hogueras humeantes se alzaría el templo de fe comunista —destruir para crear—. Intuía la visión apocalíptica del mundo purificado por un gran bautismo de fuego: El soplo sagrado de un Dies Irae que volviese a las almas la gracia perdida, el sentimiento de la fraternidad universal. Le distrajo de su sueño el llanto de una mujer acurrucada al extremo del banco: Lloraba monótonamente, la cabeza cubierta por un toquillón, el pañuelo enclavijado entre las manos dolorosas, bañadas de luna. El marino la contempló con tímida expresión: Hubiera querido dirigirle alguna palabra de consuelo, y permanecía mirándola indeciso, asaltado por el deseo de alejarse y retenido por el primer impulso de hablarla, de conocer el motivo de aquella pena. Esperaba que la llorosa mujer hiciese algún movimiento: Tal vez se enjugase los ojos, y si levantaba la cabeza, entonces sería ocasión de hablarle. Reparó que el pañolito bañado de luna entre las manos de la llorosa tenía salpicaduras de sangre: Se inclinó para cerciorarse: Compadecido, le retiró el pañuelo de las manos, murmurando una pregunta tímida y anovelada:

—¿Está usted enferma del pecho?

La mujer levantó la cabeza, sonriendo burlona a través de las lágrimas.

—¡Ojalá!

—¿Por qué dice usted eso?

—¡Porque acabaría pronto de penar! Mire usted cómo me ha puesto ese mal hombre.

Retirándose el toquillón que tenía caído sobre la frente, mostraba el rostro acardenalado. El marino la miraba con lástima:

—¿Y ha sido ese hombre que te acompaña?…

—¡Ese renegado!

—¿Por qué no le dejas?

—¿Y adónde voy? Ha jurado picarme el cuello. ¿Tú ves mi cara? Pues así está todo mi cuerpo.

—Debes dejarle.

—¿Y adónde voy? ¡Dejarle! Eso se dice pronto. ¿Dónde hallo otro que me acompañe los bailes? Ahora vamos los dos contratados a Londres. ¡Dejarle! ¿Creerás que no lo he pensado? Pero ¿adónde voy sola con mis bailes? No hacen número, necesito un guitarrista que me acompañe. Formamos pareja. No creas, es de los buenos tocadores: Por algo le dicen Manos de Plata. Él ha sido quien arregló este contrato de Londres. Parece ser que allí gustan ahora los bailes españoles. Si fuese verdad… Pero ya todo me da lo mismo. Un día le dejo. Y no sé qué te diga de este contrato… Por veces me parece mentira… Y malo es que a mí se me ponga una cosa en la frente… Temo que este viaje no es para cosa buena. Pero ¡ya todo me da lo mismo! ¡Quisiera morir! ¡Acabar de una vez! ¿No me crees?

—Sí, te creo.

—Tienes cara de infeliz. Lástima que tú no seas guitarrista. Nos contrataríamos juntos, y ganarías muy buenos cuartos.

Hablaba entre suspiros, voluble y alocada, riendo por veces y por veces llevándose el pañolito a los ojos. El marinero la contemplaba con una sonrisa de honesta reserva:

—Me das mucha pena.

—No me hagas caso. Oye: ¿Dónde podré tomar una taza de café? ¡Se me parten las sienes!

—¿No sabes la cantina?

—No conozco el barco. Hemos embarcado esta tarde… ¿Hacia dónde cae?

El marinero vaciló un momento:

—Si no temiera causarte un disgusto, te acompañaría.

—¿Un disgusto? Ya veo por dónde apuntas… Puedes acompañarme.

El marinero murmuró confuso, con una sonrisa ingenua:

—¿Y tu hombre?

—¿Temes que nos mate?

—Por mí no temo nada.

La miraba muy fijo, con una expresión de severa tristeza. Ella desgarraba el pañolito con los dientes entre risas y lágrimas. Pasó el contramaestre balanceando un farol de mar. Recostado en la amura de babor, tomaba la luna el sobrecargo. El marinero pensó que podría hablarle más tarde, y bajó a la cantina acompañando a la rubiales.

XIII

Antes de entrar en la cantina percibieron cálido tumulto de voces: Delante del mostrador, una rueda de amigotes en francachela chocaba los vasos: Menudeaban las rondas. Pagaba el gasto un relojero marsellés, pequeño, ventrudo, fachendoso, con maneras de charlatán: Cumplía cuarenta años, y no cesaba de repetir:

—La edad en que el hombre comienza a darse cuenta de los grandes problemas vitales.

Gesticulaba enrojecido por el reflejo de la pipa, con gesticulación desorbitada y verbosa que preludiaba la borrachera. Las candilejas, adormiladas en la niebla de humo, tenían una luz remota de faros marinos. Los brindis, las risotadas, las efusiones sentimentales y babosas, giraban en círculo mortecino de las luces con soporífera insistencia. La Sofi se detuvo:

—¿Darán aquí café?

El marinero hizo un gesto asegurándola. Fueron a ocupar una mesa apartada: No acababan de sentarse cuando vieron aparecer al Maestro: Le seguían Indalecio y Don Teo. La Sofi alzó los hombros, arrebujándose en el toquillón, con un gesto de provocativa indiferencia. El marinero salió al encuentro del Maestro. La Sofi le detuvo agarrándole por la manga:

—¡Empálmate! Si te dice la menos, asegúrale un golpe, que es muy traidor.

El marinero la miró reposado, con sonrisa indulgente. La prójima fijó un codo en la mesa, y agarrándose la frente, muy pálida, le siguió con los ojos. El Maestro abría los brazos sobre sus acompañantes y explicaba en inglés:

—Hemos hecho conocimiento por señas. Se han puesto en que los acompañe y sellemos nuestra amistad chocando los vasos. No he podido excusarme.

La risa jovial y estruendosa le corría por la barba. El marinero murmuró con tímida reserva:

—Maestro, ¿sabe usted de qué gente se acompaña?

El Maestro guiñó los azules ojos con ingenua malicia y bajó la voz, aun sabiendo que ninguno de los dos acólitos podía entenderle:

—Nuestro conocimiento es reciente y por señas… Pero no creo engañarme. Con toda certeza estos nuevos amigos son dos brigantes, y precisamente me interesan por eso… Si los ganásemos para la causa, los haríamos volver a España… Allí necesitamos agentes que nos pongan en relación con los brigantes de la Andalucía. Maduro un proyecto del cual habré de hablarte. La primera idea ha sido del Boy. ¡Qué diablos, las revoluciones no se hacen con obispos!

El marinero de las manos pulidas sonrió con disgusto: Luego se disculpó:

—Todavía no he podido entrevistarme con el sobrecargo.

El gigante descubrió las mondas encías, con su ancha sonrisa de ogro benévolo:

—Lo comprendo. ¿Acaso te lo ha impedido esa Bella Samaritana?

Al marinero se le puso la cara hecha una lumbre, e instintivamente se volvió con rápida ojeada sobre Indalecio. El tuno, con las dos manos en la faja, apurando una colilla, reparaba de través a la coima. El barbudo gigante le tocó en el hombro con la pipa, y luego, vaciándola en la palma, le pidió tabaco con un gesto expresivo. Indalecio le alargó el petacón, adornándose postinero. El gigante observaba de soslayo la honesta contrariedad del marinero, cargó la pipa recreándose: Le apuntaba en el fondo de los ojos una expresión regocijada y maligna. Volvióse buscando al guripa, y no hallándole a su vera, puso a recaudo el petacón en las profundidades de la hopalanda que traía por los hombros y casi le arrastraba. Indalecio se había llegado a la rubiales y le atenazaba el brazo, sofocando la voz:

—¿Qué haces aquí?

—¡Ya lo ves!

—¿Y ese que te acompaña?

—Un amigo.

—¿Desde cuándo?

—¿Cuentas me pides?

—Y tanto.

—¡Vamos, aparta! ¿Cuentas de qué?

El tuno se enderezó, escupiendo una salivilla por el canto de la boca:

—¡Ya lo pondremos en claro!

El marinero los avistaba con secreta zozobra. Don Teo requería por señas al gigante para que se acercase: Corcovando los hombros, frotándose las palmas, hizo el elogio de la ginebra que expendía el gaditano, y rogó al marinero que se lo tradujese al Maestro:

—¡Va usted a decirle que de picho canela!

De reojo observaba las manos pulidas del marinero. Se acomodaron en torno de la mesa. Don Teo persistía en el elogio de la ginebra. Delante del mostrador, el relojero marsellés lucía su voz de barítono: Contoneándose con la copa en la mano, sacaba el vientre rotundo y ponía los ojos en alto. La romanza del relojero, sentimental y empalagosa, irritó al barbudo gigante: De pronto, arrancándose la pipa de la boca, comenzó a cantar la Internacional. El relojero guiñó un ojo a los amigos y se acercó a la mesa con la copa en alto. Declamó fanfarrón:

—¡Viva la fraternidad universal! Cumplo cuarenta años, lo cual quiere decir que nací bajo el signo de la Revolución de junio. Mi primer vagido, señores, se mezcló con la fusilería de las barricadas. Marsella, mi patria, ha sido el último baluarte que en aquellas memorables jornadas arrió la bandera roja.

El Maestro le tendió la mano con un gesto teatral:

—El 23 de junio de 1848 señala una fecha sangrienta en las luchas del proletariado. ¡He sido testigo de los combates librados en las calles de París! Mi primer disparo partió del cuartel de los Montañeses: Yo estaba allí entre los Amigos del Pueblo. Las masas proletarias, después de una lucha heroica, cayeron vencidas por la dictadura militar que más tarde había de prostituirse bailando el cancán en las orgías del Segundo Imperio.

El relojero se enternecía:

—Simpatizamos en ideas. ¿Una copa la aceptarán ustedes? Hoy cumplo cuarenta años, la edad en que el hombre comienza a comprender los grandes problemas vitales. En absoluto no lo afirmo. Me limitaré a decir que es mi caso. Sin duda no somos todos iguales. Nunca me había preocupado la construcción de los cronómetros náuticos, y de pronto, una mañana, me embarco para estudiar los progresos de la relojería en Londres. El hombre es hijo de ventoleras. Hoy celebro mi fiesta onomástica entre el mar y el aire. Ustedes me dispensarán el honor de aceptar una copa. Se la ofrezco de todo corazón. Soy hijo de Marsella. Podía no serlo. Reconozco que podía no serlo. Vamos a chocar los vasos. Si ustedes lo autorizan, llamaré para fraternizar a los camaradas que me acompañan. Gentes del mejor trato. Nos hemos conocido a bordo y ya somos como hermanos… Es lo que tienen los viajes… ¡Oh mis buenos amigos, no permanezcáis alejados! Propongo un brindis en honor del bello sexo.

Arrastró una banqueta, acomodó el vientre rotundo delante de la mesa, puso los ojos tiernos a la rubiales y con grandes palmadas reclamó al cantinero.

XIV

Después de beber subió toda la trinca a refrescarse sobre cubierta. Una farola encendía su ojo escarlata en el palo de mesana. Fosforecían las olas. Cabeceaba el vapor en la noche de bruma y marejada. La arboladura mecía sus cruces en mundos de estrellas. La luna tenía un halo verde. Algunos pasajeros envueltos en mantas dormitaban en sillas, de lona. El piloto de guardia paseaba sobre la toldilla: Su sombra difusa marcaba los vaivenes del barco. Resplandecía de luces la cámara de primera, en una lejanía que la noche llenaba de prestigio, inaccesible para el pasaje del sollado. Cantaban las olas. La sombra encumbrada del piloto se vestía de luna. Lloraba a popa un acordeón de emigrante. El relojero se quitó la gorra, saludando al mar y al cielo:

—¡Vendaval duro! Me agrada este tiempo.

Murmuró una voz burlona:

—¡Valiente lobo marino!

—Hijo de Marsella. Lobo marino de toda la vida. Desde tiempo de los griegos.

—Pero ¿no cumples cuarenta?

—¡Y cuarenta mil! Vengan tempestades. ¡Volvemos en alas de la tormenta! ¡Avante! ¡Hurra!

El barbudo gigante, con los ojos arrebatados, cargaba su pipa: Había hecho suyo el petacón del chulapo, que le miraba socarrón y maligno:

—¡Buen petacón! Permite que lo vea.

Como alargaba el brazo, el gigante presumió el sentido de las palabras, y sin el menor embarazo le alargó el petacón: Se puso la pipa en la boca, y con un alzamiento de hombros bostezó en inglés:

—No recuerdo quién me lo ha prestado. Acaso…

Miró al chulapo y se echó a reír con su gran risa jovial, que le estremecía la barba. Indalecio, con guiño maleante, deslizó en la faja el casi vacío petacón:

—¡Vaya un tío frescales!

Al marinero de las manos pulidas se le enrojeció la cara. El Maestro, humeante la pipa, le llevó aparte:

—Sería ocasión de ver si tus amigos los revolucionarios españoles pueden abrirnos un crédito hasta llegar a Londres.

El marinero insinuó confuso, con una vacilación de tímida reserva:

—Todavía no sé sí son mis amigos.

—Son revolucionarios, sacerdotes de un mismo ideal… Los hermanos nos debemos protección… ¡Mi nombre les será conocido!

Se habían detenido al pie de la escalera que subía a los entrepuentes. El discípulo se mostraba indeciso:

—Los revolucionarios españoles no comparten nuestros ideales… En su mayoría son militares monárquicos: Generales desechados… Algunos, muy pocos, profesan ideas republicanas. Los demás…

El Maestro le interrumpió con un balbuceo apasionado:

—¡Te falta resolución, te falta audacia, te falta carácter! ¡Prefiero al Boy con su falta de escrúpulos! ¡Lo prefiero! No basta ser capaz de morir en una barricada. La lucha es de todos los días, de todas las horas. ¡No basta tener vocación de mártir! ¡No basta! ¡No basta! Admito tus excusas. Seré yo quien se aviste con esos hermanos. Admite tú mis referencias. ¡Son exactas! ¡He sido bien informado! ¡Seré yo quien afronte la situación!

Jadeando había subido al entrepuente, y su figura gigante parecía tocar las estrellas. Caminó algunos pasos seguido del discípulo, que se disculpaba con honesta entereza:

—No he formulado una negativa…

—Creí entenderlo.

—No la he formulado, aun reconociendo mi incapacidad para ciertas gestiones.

—Tus escrúpulos son orgullo de burgués.

—Dejé de serlo para servir a la causa.

—No basta. Es preciso saber triunfar de los prejuicios sociales. Todo es de todos.

—Me avistaré con esos supuestos hermanos.

—¡Nada de supuestos! Uno de ellos tiene órdenes sagradas.

—¿Sacerdote y masón?

—Aunque te asombre.

—Les hablaré. No respondo del resultado…

El Maestro, humeando la pipa, clavaba los ojos en la iluminada cámara de primera, donde un piano desafinado acompañaba el baile de algunas parejas: Rugió reconcentrado:

—Sobre la cubierta de un barco, la injusticia de las diferencias sociales se hace más cruel y depresiva para la dignidad humana. La reducción de espacio actúa como un alambique. ¡Con gusto arrojaría una bomba en medio de esa saturnal!

El marinero sonrió perplejo ante aquella inesperada violencia. La saturnal era el dulzarrón acompañamiento de danza que una miss puritana tecleaba al piano y el pausado girar de dos parejas cumplimenteras.

Rodearon la luminosa cámara, y por otra escalera se sumieron bajo el alcázar. El sobrecargo trabajaba en una cabina estrecha, inclinado sobre los libros de contabilidad: Al verlos, se alzó los anteojos a la frente. El Maestro se había detenido en la puerta y trazaba sobre el pecho un lento signo masónico. Respondió el sobrecargo con parecida mímica: Se estrecharon las manos, y el barbudo gigante presentó al discípulo, que saludó con iguales ceremonias. Luego explicó que deseaba ver las listas del pasaje y poner en claro quiénes eran aquellos hermanos embarcados en Gibraltar. El sobrecargo buscó entre los papeles de su mesa y le alargó una hoja. El Maestro se la pasó al discípulo, que a mitad de lectura levantó los ojos cegatones y con recatada sonrisa miró al Maestro:

—Hemos tenido suerte…

El barbudo gigante hizo un gesto fanfarrón:

—Lo esperaba.

—Amistad sólo tengo con uno…

—Es bastante. ¿Cuándo piensas verle? Creo que debe ser ahora mismo.

El discípulo vaciló:

—Ahora acaso sea tarde… Ya se habrá recogido.

—Se le despierta. Vas a escribirle dos letras.

El Maestro le puso en las manos una pluma, y el sobrecargo le alargó un pliego. Aseguró flemático:

—Hay partida de juego.

XV

Con el primer bandazo había surgido la partida de monte. Llevaba la banca el Pollo de los Brillantes: Eran puntos los hermanos del triángulo, los militares, el clérigo sin licencias y varios desconocidos del pasaje que hacían la oreja. El Hermano Claudio Nerón —Paúl y Angulo— sobresalía por sus puestas. Apuntaba contra los reyes y jugaba en las sotas: No cobraba ni perdía sin darse un latigazo del néctar jerezano. Estaba pendiente en el descarte de un entres, cuando el camarero le entregó un papel misterioso. En pie, dando lumbre a la tagarnina, cobró su puesta y salió a la noche multiplicada de estrellas en el salsero de las ondas. Caía la luna sobre la obra muerta y destacaba el bulto de un hombre recostado en la amura de babor. Paúl y Angulo se acercó con desconfianza cegatona:

—¿Eres Fermín?

—El mismo.

—¿Dónde embarcaste?

—En Málaga. Salí de Cádiz disfrazado de marinero, como me ves, y a bordo de un laúd contrabandista pude arribar a Gibralfaro.

—¿Vas a Londres?

—Voy a Londres.

—¿Sin dinero?

—Con muy poco. Pero va un amigo con menos dinero que yo, y para ése necesito que me haga un préstamo. En el sollado, pareja conmigo, duerme el gran revolucionario Miguel Bakunin. Digo, no duerme, que sus grandes pensamientos le tienen en vela. En Cádiz reunimos un socorro: ¡Poca cosa! La Logia de Málaga contribuyó también con algo. Allí, disimuladamente, pasamos a bordo tres compañeros: A mí me conmovió verle tan desvalido, y tomé de mi cuenta acompañarle. El apóstol del pueblo ni un jergón tenía, ni una almohada donde reclinar la cabeza. Así va ese justo al destierro de Londres.

—¡Me has conmovido, Fermín! El gran revolucionario tiene toda mi simpatía.

—¿Qué puedes hacer por él?

—Lo que tú harías.

—¿Tanto?

—Más.

—Yo le tomaría pasaje en la segunda cámara.

—Yo, en la primera.

—No vamos a pujas.

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