Baza de espadas

Baza de espadas


Primera parte. Vísperas setembrinas » Alta Mar » XXXIX

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—No vamos. En este bolso hay trescientas esterlinas destinadas al Comité Revolucionario de Londres. Tómalas. La única revolución decente es la rusa. Cuando pierda la última peseta, me haré anarquista. Toma la bolsa, Fermín.

—Échame el aliento.

—¿Sospechas que estoy borracho?

—Borracho, no… Pero has bebido.

—Yo bebo siempre.

—¡Y siempre estás exaltado!

—¿Tú no bebes nunca?

—¡Jamás!

—¡Pues no sabes lo que es bueno! Sin vino, sin tabaco y sin fornique, el mundo sería como para pegarse un tiro.

—Sin esos tres anzuelos, la vida nos retiene.

—¡A los santos!

—Y a los revolucionarios.

—Toma la bolsa, Fermín.

—Retiraré el préstamo, y si durante el viaje piensas otra cosa, me lo dices y recobras la suma sin otra merma.

—¡Voy a tirarte por la borda!

—Te hablo en conciencia.

—Tú pasas a cámara con el apóstol.

—Los lujos acostumbran mal el cuerpo. El Maestro aceptará porque su salud no le consiente otra cosa.

—Voy a entenderme con el sobrecargo.

—No te precipites. Déjalo siquiera hasta mañana.

—Lo que puedo hacer hoy, nunca lo dejo para mañana.

Los dos revolucionarios se estrecharon las manos. El Compañero Salvochea pasó por el mundo austero y candoroso como los pescadores que escucharon la sagrada palabra, a la sombra roja de las velas, en el lago Tiberíades. Con la bolsa oculta en el pecho se alejó en busca del Maestro. Un bulto que salió de la sombra le siguió los pasos a recato. Se oía el tumulto de las jugadores que zurrados abandonaban la partida y en alborotada cuerda salían por el postigo del fumador. Lumbres de cigarros en fila lucieron sobre la amura, y las entreabiertas braguetas vertieron aguas en el mar de estrellas.

XVI

El Maestro iluminaba el nuevo alojamiento con su ancha sonrisa barbuda de apóstol eslavo. Los ojos claros, de una jovialidad campesina, no mostraban asombro, y su expresión podía ser de amorosa confianza en la caridad de los hombres. Ordenaba libros y papeles en el fondo de un maletín de cuero:

—En caso de naufragio, procuraré salvar mis manuscritos, como el poeta Camoens.

El Compañero Salvochea, con fantasía andaluza, en un rápido y emotivo lostregar, tuvo la imagen del apóstol saliendo con sus manuscritos a una costa de nieblas y faros ingleses:

—No ocurrirá esa desgracia.

El Maestro abrió el cajón de una mesilla y sacó dos velas de esperma.

—No falta detalle. La burguesía occidental vive con refinamientos desconocidos en Rusia.

La ancha y barbuda sonrisa, la frente calva, los claros ojos, inocentes como dos berzas, producían una emoción religiosa en el Compañero Salvochea.

—Maestro, usted está necesitado de descanso.

—Sin duda, esta noche no podré trabajar mucho tiempo.

—Vive usted sin dormir.

—Llamo al sueño, pero no acude.

—Esta noche no será lo mismo. La litera es más blanda que el sollado. ¡Maestro, hasta mañana!

—Compañero, escúchame. No quisiera disfrutar esta litera sin agradecérselo primero a tus amigos.

—Maestro, eso queda para otro momento.

—¡Una brava gente tus amigos! Siempre los españoles seréis nietos de Don Quijote.

—Amistad solamente tengo con uno, amistad fraternal, desde la escuela… A los otros cuatro no los conozco.

—Tu amigo, ¿es de los nuestros?

—Muy cercano.

—¿Cómo has dicho que se llama?

—Paúl y Angulo.

—¡Paúl y Angulo! ¡Buen nombre de revolucionario! Vamos a saludarle. ¡Paúl y Angulo! ¡Nombre de convencional!

El apóstol de la religión anarquista se alzó de la litera donde había permanecido sentado. Era, en aquel momento, un dulce gigante, con la sonrisa barbuda, campesina y jovial de los santos románticos. El Compañero Salvochea abrió la puerta del camarote: Al extremo del corredor resonaba la perenne, disputa de los cinco españoles:

—Prim no ha hecho declaraciones republicanas.

—Aún puede hacerlas.

—No las hará.

—Don Juan Prim es un patriota.

—Y un monárquico rabioso que está en tratos con la Reina Madre.

—¡Baba de envidiosos!

—Si busca una solución monárquica, es natural que se entienda con las Personas Reales.

Paúl y Angulo enronquecía asegurando el triunfo del ideal republicano en España y Portugal.

—Don Juan dará un manifiesto.

El Capitán Estévanez pone acotaciones al margen:

—¡El ideal republicano! ¿Qué ideal republicano? Son muchos y contrapuestos los ideales republicanos. ¿República unitaria? Pues este cura no está conforme.

Y sacando un juego de bufas concordancias, saludó con una genuflexión al clérigo sin licencias. Saltó el aludido:

—El cura está conforme. Quien no parece estarlo es el simpático hijo de Marte.

—Mis ideales no son, no pueden ser, una República unitaria.

Vociferaba Tiberio Graco:

—Usted es un pimargaliano.

—Creo que soy un socialista federal. No estoy muy seguro.

El clérigo, entornando la puerta del camarote, se colaba por el rendijón:

—Es usted un hombre sano de espíritu y de cuerno, y con ese simpático optimismo se pueden profesar todas las utopías libertarias, sin contaminarse. Caballeros, la conversación es muy agradable, pero aún tengo que rezar el breviario.

Se desgañitaba Claudio Nerón:

—Una vez por todas reniego y maldigo de la revolución hecha por espadas. Temen al pueblo y quieren tenerlo en la puerta de las tabernas jaleando el paso de los soldados. Un pronunciamiento más, para que dirija una proclama a los españoles el hijo de Luis Felipe. ¡Que no acabe con toda esa canalla un cólera morbo asiático! ¡Una viruela negra! ¡Un rayo del infierno!

A lo largo del corredor alumbraban nebulosas candilejas de petróleo. La llama tenía un aire miope en el abombamiento de los tubos, gruesos como vidrios de linterna. El gigante eslavo aún permanecía en la puerta de su camarote. La figura, enorme, tocaba con la cabeza el dintel. El Compañero Salvochea, en el corredor, bajaba los ojos sobre el paso de hule. Le cohibían las interjecciones y sacrilegios con que los cuatro españoles apostillaban propósitos y discursos revolucionarios. El apóstol eslavo, en la puerta del camarote, asombraba los ojos alucinantes, bajo el ceño del evangelista:

—Ese violento, sin duda es tu amigo Paúl y Angulo…

—El mismo, Maestro.

—Presentí que lo era. ¿De qué maldice?

—Es el estilo nacional. La revolución española significa la protesta de todo un pueblo que exige buenos ejemplos en las alturas.

—Una revolución no es una bullanga romántica, ni un cadalso. ¿Qué fruto promete al pueblo español el castigo de su Reina? ¿Le concede libertades? ¿Establece el reinado de la justicia social? Vuestra Capeta, ajusticiada, es un episodio para figura de cera. Carlos Estuardo, Luis Capeto, María Antonieta, una cabeza más, las cabezas de todos los tiranos, no son un concepto revolucionario ni una filosofía política. Las nuevas revoluciones no son contra los reyes, sino contra la burguesía. Una revolución es como el soplo del espíritu eterno, que no destruye y no suprime sino por ser fuente de toda vida. La pasión de la destrucción es una pasión creadora. Urge educar al pueblo, imbuirle el sentimiento de la dignidad humana.

Enrojeció Salvochea:

—¡Para que no grite vivan las cadenas!

Fermín Salvochea, encendido de probidad revolucionaria, asentía a las palabras del apóstol eslavo, y entre sí acendraba íntimos votos de llevar al pueblo la buena nueva y convertir al paria en ciudadano. El ingenuo gigante, sonrojándose a su vez, recordó ejemplos de Rusia:

—El mujik también ama el látigo de los Zares. Hace miles de años que lleva llagadas las espaldas. Compañero Salvochea, en nuestra peregrinación por el mundo, aún oiremos muchas veces el grito de ¡Vivan las cadenas!

Sentíase el barco alegre y marino, con el ruido del mar por el costado y el crujir de las cuadernas. El Maestro salió del umbral de la puerta y fue hacia los disputadores, seguido del Compañero Salvochea. Con honrada simplicidad expresó su reconocimiento a Paúl y Angulo. El marchoso andaluz, ganado por la barbuda sonrisa, mudó del improperio menestral a fórmulas corteses de andaluz señorío:

—Yo soy el deudor: La deuda yo la contraigo, Maestro soy un entusiasta de sus ideales, y con esa exigua suma se me admite a colaborar en los futuros destinos revolucionarios del mundo.

Los otros compañeros, con diversos estilos, también expresaron sus sentimientos cordiales al gran revolucionario. El Capitán Estévanez, emocionado y francote, finchándose, solicitó del Maestro autorización para abrazarle:

—Ya estoy compensado del viaje.

Luego, el gran revolucionario, abrazó a los otros, y finalmente todos se abrazaron, sellando obligaciones fraternales, con un entusiasmo candoroso por el ritual del Triangulo. El apóstol, con un giro oriental, indicó su deseo de retirarse:

—En el mar no cantan los gallos.

Acompañaron al Maestro hasta la puerta de su camarote, y ungidos por la apostólica y barbuda sonrisa, reanudaron en el extremo del corredor las letanías revolucionarias. Fermín Salvochea, muerto de sueño, después de escucharlos un momento, se fue a dormir al sollado.

XVII

El Compañero Salvochea, en el momento de tomar la escalera, se sintió detenido. La Sofi, en cabellos, toquillón y enaguas, crispaba los falsos anillos, tirándole de la blusa, llamándole a un lado: Lívida, con cara de susto, espantaba los ojos explorando las sombras del sollado:

—¡No pases! ¡La muerte te espera! ¡Por tu madre, no pases! Yo estoy aquí con la orden de camelarte y ponerte indefenso en sus manos. La intención es matarte y robarte la bolsa de oro que llevas sobre ti. No me desmientas, que acabo de palpártela.

El Compañero Salvochea, con risueño escrúpulo, advirtió los corales del descote, la mustia flor de trapo que llevaba en el pelo la prójima:

—¿Tu hombre quiere matarme y robarme?

—¡Así es!

—Pero ¿indefenso?…

—Indefenso en mis brazos…

—¿Sin esa condición?

—No te le enfrentes esta noche, que muy fácil acontece una desgracia. Déjale venir contra mí y que desahogue la rabia primero poniéndome negra.

—¿Te enamora su mal trato?

—Nada me enamora, que le aborrezco.

—¿Por qué le sigues?

—Será mi destino seguirle.

—¿Por qué esta noche le desobedeces?

—¡Antes que hacer contigo papeles de mujer mala, prefiero la muerte! Tú me has mirado tan compasivo, que con gusto te hubiera contado todas las amarguras de mi perra vida. ¡Tú eres muy otra cosa de lo que dice esa ropa de marinero! ¿A qué marinero le confían un capital como el que tú llevas contigo en la hora presente? Ya que la bolsa te suena, págate pasaje de cámara. ¡Por tu madre, no pases! ¡No más lo dudes! Antes de separarnos permitirás que te bese la mano.

El Compañero Salvochea la vio de rodillas, el toquillón de estambre cayéndole por las caderas, la garganta consartales, la flor de trapo en el pelo, triste lupanaria. Le abrazaba trabándole las piernas, lívida, dramática: Con un escorzo epiléptico volvía la cara y espantaba los ojos en las sombras del sollado. El bulto de un hombre salió de improviso: El enorme facón que levanta lucía suspendido bajo la luna. La mujer, atrevida, convulsa, cortándose las palmas, se lo arrebata, y con remangue del brazo lo envía a las lunas del mar:

—¡Sin herramienta!

El Compañero Salvochea sucumbía en la lucha ronca y brutal con aquel hombre que le agarrota, que le hunde las rodillas en el pecho. Las manos de la mujer, tibias de sangre, corrían ligeras registrándole bajo la blusa. Dueña del bolso, escapa hacia la borda:

—Al mar lo tiro como no sueltes a ese hombre. Al mar se va conmigo como sigas apretando.

Las voces estridentes de la lumia alarmaron al coime, que, vuelta la cabeza, seguía apretando con una mueca forzuda y patibularia. De repente intuyó que acababa su fuero sobre aquella mujer con las carnes llenas de golpes: Su instinto erótico aleteó asombrado en una sima de resplandores románticos:

—¡Mujer sin alma, husmas perderme!

La mujer se vencía tanto sobre la borda, que ya no tocaba la cubierta con los pies: Enseñaba las medias listadas y los broches de las ligas:

—¡Ladrón, asesino!

—¡No ladres, gran maula!

El Compañero Salvochea debatíase con las uñas clavadas en los pulsos del facineroso. Corría por la borda la luz de un farol, y la mujer, pugnando por tirarse al mar, en lucha con el sereno del barco, llenaba la noche de gritos. Enredado por los flecos flameaba el toquillón, y perseguido por los gritos de frenética, pegándose a la amura, escurríase el coime. El Compañero Salvochea, desconcertado, confuso, probó a incorporarse. Dolorido de la garganta, el pecho con angustias, la frente con fríos sudores, anublándosele los ojos, vio el mar en un plano oblicuo, y la obra muerta con la luna, y la blanca mujer en cabellos colgando por las enaguas. Se desmayó en un tumulto de luces y de voces. Recobró el sentido sobre una litera. La ancha sonrisa barbuda del gigante eslavo le acompañaba.

XVIII

El vigilante nocturno, con una mano sobre el cuello de la frenética y la otra levantada con el bolso de oro, testimoniaba ante el piloto de guardia:

—Pasaje de Gibraltar. Rol de tercera. Viaja en compañía de un amigo. Hubo disgusto y, desesperada, ha intentado tirarse por la borda.

El piloto cargó la pipa, se la puso en los labios, le dio fuego, tragó el humo dos veces y estiró las piernas:

—¿Y el amigo?

—Largó escota.

—Pues hay que buscarlo.

—A lo que parece, la desavenencia estuvo en esta bolsa.

El piloto recogió las piernas, al mismo tiempo que se retiraba la pipa de los labios para interrogar a la desesperada en un chapurreado de fantasía:

—¿Es tuya la dinera?

¡No! Se la robé, a un santo del cirio.

El vigilante nocturno, redujo el hecho a raíces prosaicas:

—Se la robaron a un español, ésta y su coime.

Saltó la rubiales, los ojos ardientes de luces adivinas:

—¡Yo sola se la robé, y no ha sido por menos que por salvarle la vida! El propio interesado no diría cosa diferente. Pregúntenle, si por suerte no la diñó a manos de ese satánico, que cuanto más goza es cuanto más negro tengo el cuerpo por su maltrato. Pregúntenle, si es vivo. ¡Que le pregunten de mi culpa! Sobre la borda, por la bajera, me salvó de la muerte este bárbaro. Pregúntenle por quién daba mi vida tan desesperada.

En la puerta del camarote apareció el médico de a bordo, tocándose la visera. Bajo el brazo sostenía un estuche con instrumental:

—¡No ha hecho falta nada! La cosa estuvo seria. Un intento de estrangulación.

El piloto volvió a ponerse la cachimba en la boca y a estirar las zancas. Sacó el revólver que tenía en el cajón de la mesa, sobre la caja de puros habanos, y lo descargó escrupulosamente. Con el mismo reparo y parsimonia, volvió a incrustarle los siete balines. Ordenó perentorio:

—Un cabo con dos hombres. ¿Quiere usted acompañarme, doctor? Voy a poner en la barra al amigo de madame.

La clamorosa cruzó sobre la cadera las puntas del toquillón y accionó con una mano:

—Señor míster, a una servidora usted le pone grilletes, la encuelga de un palo, pero la remite de ir a la barra en pareja con ese moreno. ¡Sorda me quiero antes que oír el relato de sus textos! ¡Ciega antes que verle! Usted, señor míster, me carea con el dueño de la bolsa, y que ese santo me acuse. Primero de todo, séame devuelta la bolsa para que a la presencia de todos ustedes una servidora se la entregue.

Cortó el piloto humorísticamente:

—Usted y la dinera quedan depósitos sobre la mesa, con un guardia de guipo, hasta el vuelto de mi. ¡Andando!

Del mamparo de la cámara despegaron dos bultos con carabinas, el farol del condestable y una bocamanga galoneada. Ritmo de marcha y vaivén de la bocamanga.

XIX

El tunante, agatado entre fardos en el oscuro de la bodega, atacaba la boca de un trabuco, el ojo atento a la escala del escotillón. Por allí llegarían a prenderle. En la oscuridad, dispersando a las ratas, alumbró una linterna. En el vértice del cono luminoso negreaba la minúscula figura de un vejete con paletó y gorra de músico:

—¡Indalecio, no te juegues la vida!

—¿Cómo usted aquí, Don Teo?

—Te sigo los pasos.

—¿Que usted ha entrado cegándome? A otro con ésa. Usted, Don Teodolindo, solfeaba algún negocio entre estos fardos.

—Mi solfa es darte un buen consejo. Estás, hijo, en una ratonera, y con la resistencia agravas un hecho que en sí no es nada. Dos hombres que riñen ciegos por una mujer. He procurado enterarme, y al interfecto, en el término de ocho días, no le quedan ni señales del daño. Te arrebataste cuando has visto que la mujer de tus delirios recibía el bolso de dinero. Ésa es tu defensa, Indalecio. Buena defensa, si no te dejas envolver. Todo lo más, un mes a la sombra, cultivando relaciones con la mejor sociedad de Inglaterra.

—Para ser así había usted de presentarme en un plato la lengua de la Sofía. ¡Don Teodolindo, esa viperina me delata!

—¿Porque te aborrece?

—Así es.

—¿Busca perderte?

—¡No es otro su deseo!

—¿Concertaba fugarse? ¡Abandonarte! ¡Hundirte un agudo puñal en el corazón de cal y canto! ¡Otra mujer de Putifar!

—Sí, señor, y tómelo usted a soflama.

—Indalecio, esa historia hace época en los Tribunales de Albión.

—Don Teodolindo, usted no cuenta con mi genio. Seré una mala cabeza, lo que usted quiera, pero me sobra dignidad para dejarme conducir a la barra como un manso cordero. Los primeros que asomen por esa escala, palman.

—Y de una culpa honrosa, según habíamos convenido, te haces reo de muerte. Indalecio, olvida, las matonadas y sé hombre de provecho. Considera que estás llamado a un cambio de fortuna. Mira que nos regeneramos si sale el negocio de Londres. ¡Y tal como está planeado, no falla!

—¡Yo voy a ciegas!

—Según lo entiendas.

—¿Qué se me ha dicho? Que al desembarque recibiré el diario de una esterlina, y que usted me dará la consigna.

—Pues ya sabes bastante. Una libra esterlina para darte postín, y pagados los gastos de hospedaje tuyos y de la Sofi.

—¿Y por cuánto tiempo ese bizcocho? ¿Se me ha dicho? ¡No se me ha dicho nada! Las esperanzas de usted no son las mías. Usted conoce a fondo el cúrelo, y un servidor va a ciegas.

—¡Indalecio, no te hagas el guaja! ¡Tú sabes demasiado!…

—Lo que usted y el otro socio han querido decirme. Que se va sobre un negocio de contrabando.

—¿Eso le han dicho?

—¡Eso!

—Recuerda algo más.

—Usted me preguntó si había cosa que se me pusiese por delante.

—¿Y has respondido?

—¡Que no la hay! ¡Porque no la hay! ¡Usted pronto va a verlo!

—¡Aquí no! En Londres, Indalecio… Ese trabuco lo descargarás en Londres…

—¿Contra quién?

—Lo sabrás a su tiempo.

—¡Contra Prim! El día que embarcamos tuvo un sueño la Sofi.

—Indalecio, no delires con grandezas ni te guíes sobre los infundios de la Sofi. No son para nosotros esos honores. Un crimen político, para las mismas familias no era una deshonra, tendríamos defensores en la Prensa. En caso, el golpe había de estudiarse despacio, con planos del terreno. ¡Tú no sabes cómo se trabaja en Londres! En el día, uno de los más finos planistas de aquella plaza es un español por todos reconocido como la primera cabeza. Esa visita tenemos que hacerla. Entrégame el trabuco, lo esconderé entre estos fardos. Ahora salimos, vas a la barra, y fumando un cigarro y cantando playeras aguardas a que te cumplimente el piloto de guardia.

—¡Tampoco estaría mal el golpe!

—Dame el trabuco. Lo descargarás en Londres. Ten presente que eres un amante celoso, un tipo de novela. Eso da categoría.

—Asegure usted la lengua de la Sofi.

—Le hablaré al alma.

—Que esa tía mundana declare cómo el gilí, para camelarla, le hizo tomar la bolsa al peso, y mi pena no es ninguna.

—Me alegro que lo entiendas.

—Vamos.

—No es prudente que me vean contigo. Echa tú por delante.

—Se pierde usted de oír un buen tenor en la barra.

Fue a tientas hacia el reflejo de luna en el escotillón, y gateó por la escalera. Se le oyó cantar con estilo de trémolos menestrales.

A tus plantas rendido vivía,

con tu imagen en el corazón.

¡Y tu pecho de nieve escondía

para mí la más negra traición!

XX

El melodramático chulapo cantó toda la noche en la barra. El piloto, que en el camarote de cubierta escribía las diligencias, se quedaba escuchándole con la pluma suspensa. El doctor, sentado en el diván de gutapercha, cabeceaba espabilándose por momentos súbitos, entre dos compases. La Sofi, con aire lánguido de tísica ardiente, se recogía el toquillón sobre los hombros, se alisaba las ondas, escupía en la punta del moquero:

—Ya puedes dar el do.

Interrogó el piloto:

—¿Ser cante jondo?

—No, míster.

—¿Andaluz?

—Por todas partes se canta.

—¿Gitano?

—Habanero.

—¿De los negros?

—Y de los blancos.

El doctor, a una guiñada del barco, se despertó batiendo con la cabeza en los tableros. El piloto empezó a descargar la pipa golpeando la mesa:

—¿Doctor, usted se duerme?

—¡No me deja ese canario romántico!

—¿Tiene usted redactado el parte?

—Lo redactaré mañana.

—Haremos la indagatoria entre los españoles amigos de la víctima. A ser posible, las diligencias deben pasar ultimadas al compañero que entre de guardia.

La Sofi oía con los ojos. Instintivamente se puso en pie al borde de la banqueta de hule, el cuello lívido brillante de sartas, mal prendida en las ondas del pelo la flor de trapo.

—¿Van a carearme con ese santo del cielo? Míster, que usted se vea recompensado.

El sereno tomó su farol y salió alumbrando, la mano libre sobre el cuello de la prójima. La disputa de los españoles resonaba a babor, en el pasillo de primera. Habían sacado banquetas a la puerta de los camarotes y fumaban en camisa y calzoncillos para estar frescos. Una voz tronaba contra el nombre de Prim. La histérica mujer se santiguó, brizada por las imágenes de aquel mal sueño que había tenido, frente a las luces de Gibraltar. Un sueño dramático, salpicado de sangre como estampa de novela por entregas. El trabuco del amante, que ella había pasado bajo las faldas, comparecía en una rueda de puñales, puesta de medio la gorra del moreno. El trabuco sacaba un baile. ¡Vueltas, vueltas, vueltas! La gorra, puesta de medio lado sobre la boca del cañón, salía disparada. Se despertó, y al removerse —lo recordaba—, le saltó de encima una rata. Juntaba los enigmas del sueño al enigma de aquel pasajero vestido de blanco, con cadena luciente en el chaleco. Reclinada en la borda, con un clavo de dolor en las sienes, le había visto hablar secretamente con Don Teo. Por alguna palabra indujo que el negocio que tramitaban era de compromiso, y no menos que la muerte de un hombre. La Sofi, en el primer momento, no experimentó ningún sobresalto, triste, desidiosa, razonable. Después, aquel pasajero vestido de blanco daba cuerda al reloj de oro, que cantaba haciendo la rana. Luego, Don Teodolindo le pagaba unas copas a Indalecio. Como aún le duraba la ceguera, entonces fue el sobresaltarse. ¡Y tan mareada! ¡Y tan mareada! ¡Con el dolor fijo en las sienes! ¡Todo a dar vueltas!

—¡Ay mi madre!

El sereno no pudo sostenerla. La Sofi, golpeándose, rechinando los dientes, cayó convulsionada. Entre el desgarre de las ropas palpitaba la carne desnuda y lívida, con un furor de mal sagrado. Frenética, torcía la boca con un alarido espumante. La sujetaron brazos forzudos. El doctor, gesticulando, pedía a todos una cuchara para ponérsela entre los dientes y prevenir que se tronzase la lengua. El pasaje asomaba en las puertas. Una señora con papillotes y peinador de lazos ofrecía su frasco de sales. La Sofi, pasados los primeros furores, estrangulaba risas incoherentes. Exánime, la pusieron en una litera. Movía la cabeza sobre la almohada con acelero obsesionante. La señora de los papillotes le aflojó las enaguas, mientras advertía a los hombres que no mirasen. La Sofi, desmelenada, lívida, muy azules los ramos de las venas, trascendía un encanto melodramático de figura de cera. El doctor se puso intratable y la dejaron sola. La de los papillotes, que removía la poción antiespasmódica, pasó el vaso y la cucharilla a una enfermera y se retiró majestuosa:

—Me alegraré que se mejore. ¡Buenas noches!

La Sofi, desvelada, sentía el balance y el rodar de las olas por el costado. Era un saltar alegre, con rumores como palabras. Muchas veces hablaban en las olas muchas almas: Almas de mujeres afligidas, negras por los golpes de sus enamorados: Mujeres como ella, fatigadas de llorar penas en el mundo. Un dolor de pensar, incoherente y difuso, le taladraba las sienes. ¡Todo tiene un fin! ¡Todo para en la muerte! Todo se acaba. El amor más a prueba se acaba. En el fondo del mar, los más grandes infortunios tienen remedio. Se develaba. La puerta y el ojo de buey estaban abiertos para que se renovase el aire del camarote. La enfermera roncaba con ceremoniosos saludos. Dos alegres pasajeros cruzaban el pasillo:

—¡Tenemos un tenor en la barra!

XXI

Eran ley para mí tus antojos.

Yo vivía rendido a tus pies.

¡Me miraba en la luz de tus ojos,

esos ojos que son dos quinqués!

El Capitán Estévanez parodiaba con gracejo el alarde del valentón que no dejaba de cantar y tenía en vela al pasaje de tercera:

—¡Más éxito que Tamberlick en Puritanos!

Sentenció Paúl y Angulo:

—¡Que le pongan una mordaza!

—Tendríamos una revolución a bordo. Se ha hecho el amo del sollado.

Maduraba el Capitán Meana:

—Y es el caso que yo conozco a ese punto.

Comentó Estévanez:

—Parece un chulapo romántico, que son los peores. ¡Vaya repertorio de polcas y habaneras, sembrado de besos ardientes, corazones, puñales y celos!

Paúl y Angulo se limpiaba los ojos, ligeramente enrojecidos, y volvía a ponerse las gafas azules.

—Un Espronceda de Ceuta.

Estalló el Capitán Meana:

—De Ceuta le conozco. Sirvió en el Fijo. Estuvo en la banda.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. Estos tiempos navegaba por los cafés de Madrid. Tú también le conoces, Nicolás. El guitarrista del Minerva.

—¡El melenudo!

—¡El melenudo!

—¡Pues mucho ha cambiado!

—Le he tenido en filas sin adornos capilares y no se me despinta. Ya entonces se pasaba los arrestos cantando ese repertorio.

—Hubiera estado bien darte a conocer. Seguramente le hubiera parado un poco. ¿Fermín de qué le conoce?

—No le conoce.

—La cosa iba de veras.

—¡Y tanto!

—¿Cuál ha sido la declaración?

—Un infundio para salvar a esa pareja de pícaros.

—¡Qué absurdo!

Sentenció Paúl:

—Muy de Fermín.

—Pero ¿qué ha declarado?

—Que la prójima recogió la bolsa con el santo propósito de entregársela.

—Se le había caído.

—Se supone. Al tomarla recibió un golpe, cayó y no sabe más.

El apóstol de la revolución universal se llevaba un dedo a los labios:

—¡Un poco más bajo! De todo se entera. Comparto su escrúpulo de no meter en la cárcel a esos desgraciados: En la cárcel no se harían mejores.

Paúl y Angulo esforzó la voz con jocoso imperio:

—Fermín, procura dormirte y no seas pelmazo.

Se oyó la voz mustia del Compañero Salvochea:

—¿Y vosotros qué hacéis toda la noche sin acostaros?

—La noche ya se fue.

—¿Amanece?

—Amaneció.

La Sofi asomaba sigilosa y descalza:

—Permitirán ustedes que me explique con ese santo.

Sorpresa, dudas, recelos. Todos miraban a la prójima que, descalza, mal ceñidas las enaguas, envuelta en el toquillón, apoya el hombro en el tabique del pasillo y se lleva una mano a la frente. Paúl y Angulo murmuró en sordina con guasa chispona:

—¡Una artista! ¡Ésta canta La Traviata!

La mujer se despegó del tabique:

—Para ustedes soy una grandísima ladra… En sus caras lo leo. Ladra, otras veces lo habré sido, y una esclava de ese mala sangre para todo lo peor.

El Compañero Salvochea salió de su camarote, en mangas de camisa, abrochándose los tirantes. Un vendaje blanco en torno del cuello le sujetaba las compresas de árnica:

—Dice verdad. La vida me ha salvado.

Se animó la prójima con una vibración popular y dramática:

—Y si no acude el vigilante, con los peces está la Sofi.

Paúl y Angulo, en lucha con las tiernas efusiones del mosto jerezano, se mostró cruel:

—¡Una Ristori!

La Sofi le miró con indiferencia:

—¡Una desgraciada! Caballeros, ustedes me dispensen que les haya molestado.

Recogido el toquillón bajo el codo y apuntando con dos dedos, dio a todos la mano, despidiéndose en rueda. Tenía una gracia marchita de costurera provinciana que lee novelas y anda de bailes. Al Compañero Salvochea, último en el turno de la despedida, le sofocaba el sobresalto de que la prójima intentase besarle la mano. Se la representaba sobre cubierta, tísica, ardiente, rodeándole las rodillas con los brazos desnudos, el pelo suelto y la flor de trapo en el pelo, como una Dama de las Camelias. La recordaba bajo el cielo de marinos luceros, y la penosa incertidumbre, la sensación de que había procurado trabarle las piernas de acuerdo con el amante, volvía de lo inconsciente, avergonzándole. La lívida mujer solamente le alargaba dos dedos entre los flecos del toquillón:

—¡Santo del cielo, usted sabrá mucho, pero usted no sabe de la misa la media, y ha declarado muy malísimamente queriendo redimir de la cárcel a un negro de la Guinea! Al alma que tiene, a una servidora le pica la nuez. Diga usted que tanto se me da de la vida como de la muerte. Y en el fondo del mar no hay penas.

Balbuceó el Compañero Salvochea:

—¿Qué teme usted? ¿Que la asesine?

—Naturalmente. Una servidora, al esquiciarse con el bolso para librarle de cometer una muerte, de más sabía lo que se buscaba. No se hable más. ¡Con Dios todos!

Paúl y Angulo levantó una mano sobre la cabeza de la Sofi:

—Quédese usted aquí.

La lívida mujer le clavó los ojos:

—¿Para qué?

—Para estar defendida.

—¡Si no me mata a borde, me mata en el muelle!

—Creo que no le sacarán de la barra, pese a la favorable declaración del amigo Salvochea.

—¡Veremos la chiripa que me cae!

Se alejó desgonzada por los balances, tocando con los hombros las paredes del pasillo. Salvochea, atemorizado por aquellos agüeros, corrió a detenerla, alcanzándola al pie de la escala. Balbuceó, ruborizándose:

—Quédese usted.

La Sofi cayó de rodillas:

—¡Aquí no permanezco!

—¿Por qué?

—¡Tu vista me mata!

Fermín Salvochea volvió a sentir los brazos desnudos apretándole las rodillas con un afán amoroso. Le reprendió:

—¿Quieres hacerme caer?

—Por segunda vez. ¡Dilo! ¡Acaba! Me estás mirando todo fijo y no sabes leerme. Es verdad, como estoy a tus plantas, que cuando vi el puñal levantado pensé que tu sangre me cubriese. Fue un querer y no querer. Entrar y salir del deseo. ¡Un rayo por una ventana, aquel pensamiento! Y solamente me quedó la firme voluntad de salvarte. Ya lo sabes todo. Ahora dame con el pie como a mi perro.

El Compañero Salvochea tenía una expresión agitada y confusa. La lívida mujer le miraba, y sentíase sobrecogido ante el enigma de aquellos ojos, asombrado de responsabilidades puritanas, rígido y dogmático. La llama de lujuria que ardía en los ojos verdinos de la desafortunada mujer le daba miedo. Experimentaba un sentimiento confuso de antipatía, de terror y de lástima. Alargaba el tiempo sus momentos. No supo cómo, le dio la mano para levantarla. Pero al verla resistir, sollozando humildemente, comprendió que estaba en la obligación de ser humano, y al reconocerse culpable experimentó un gran consuelo. En el otro extremo del corredor tronaba irónico Paúl y Angulo:

—El demagogo de Judea no rechazó a la gachí de Magdala.

El Compañero Salvochea se ruborizó sonriente:

—Imitemos al Maestro.

La señora de los papillotes bajaba envuelta en un abrigo de pieles. Venía de cubierta. Con apresurado taconeo penetró en su camarote, y un momento después reapareció batiendo las palmas:

—Garçon! Garçon!

Era una morena ajamonada y muy flamenca. El Pollo de los Brillantes asomó en la puerta vecina:

—¡Mucho ha madrugado usted, Doña Baldomera!

—¿Es que ha podido dormir alguien esta noche?

—Un servidor no lo ha hecho mal.

—¿Que usted ha dormido?…

—Como un patriarca. ¿Acaso había alguna razón para permanecer en vela?

—¡Menuda!

—¿Qué ha sido ello?

Doña Baldomera se puso la mano en la boca, apagando un cuchicheo:

—No hable usted alto.

El Pollo se asomó con soflama marchosa:

—Diga usted.

—No es momento.

—Está usted misteriosa.

—Hay moros en la costa. ¡Un broncazo que a poco se matan dos pasajeros!

—¿Y eso le quita a usted el sueño?…

Doña Baldomera jugó los ojos con garabato:

—No hable usted alto. Todo ha venido por esa rubia…

—Son el diablo ustedes, las mujeres.

—No generalice, Don Pepe.

El Pollo disimulaba su alarma liando un cigarrillo, con los ojos de rana sobre la Sofi.

Apuntó despectivo:

—Conozco a esa rubiales.

—¡Menudo punto está usted!

—La conozco como aficionado al género andaluz.

—¿Es bailarina?

—Y no está mal. Es una estrella del Café Minerva.

—Tiene un chulo.

—El chulo es carta forzada.

—Pues el chulo es el de la bronca. Ha querido matar a un pasajero.

—Sin duda se la pegaba la niña.

—No está claro.

—Esas cosas nunca están muy diáfanas.

Doña Baldomera gachoneó los ojos:

—¡Mire usted qué cuadro!

La Sofi se despedía. El compañero Salvochea, confuso y avergonzado, le rehuía las manos a la despenada estrella del género andaluz, que con el toquillón resbalándole por los hombros, intentaba besárselas.

XXII

Indalecio enronquecía cantando en la barra, y el pasaje de tercera anovelaba comentarios del mejor estilo popular y folletinesco: Indalecio aparecía con un prestigio de jaque enamorado. Aquellas polcas y playeras, de un romanticismo menestral, encendían candilejas de melodrama. La Sofi, recogida al extremo de un banco, arrebujada en el toquillón, pálida, con un clavo en las sienes, cerraba los ojos sumida en irritado silencio. Don Teo, corcovándose con arrumacos de gato viejo, vino a sentarse en el banco. Se ladeó la gorra de músico, arrugando una sonrisa capciosa:

—Ese mala cabeza…

La Sofi se incorporó con adusto remangue y fue a reclinarse en la borda. El vejete la siguió garatusero. Se le encaró la prójima con un gesto trastornado:

—¿Va usted a dejarme?

—¡Pero niña!

—¡Que tome usted soleta!

—Recapacita, Sofi.

—He recapacitado.

—¡Muy bien! Eso quiere decir que has reflexionado. ¡Muy bien! Has reflexionado. Te haces cargo de que estamos en país extranjero, sometidos a las leyes de Albión. ¡De Albión, niña, que no son las leyes españolas!… Que se te quite eso del moño. Sofi, nos conviene a todos un rato de miramiento.

La Sofi se despegó de la borda, recogiéndose el toquillón:

—¡Eso, antes!

—No te falta razón. Yo soy un juez imparcial.

—Tengo el cuerpo negro de golpes.

Don Teo bajó la voz:

—Y sin embargo, ciega por ti ese trueno.

—¿Que ciega por mí?

—Y tú por él.

—Yo le aborrezco…

—Porque no has reflexionado bastante. ¿Puedes olvidar cómo alguna vez se ha comprometido para sacarte de la ratonera?

La prójima se cruzó el toquillón con la cara hecha una lumbre:

—¿Y quién me había metido en ella? ¿Quién me procuró la llave falsa? ¿Quién me había sacado el molde? Ese malvado se aprovechó de mi ceguera.

—Otro te hubiera dejado en las astas del toro. Inda, no puedes olvidarlo, se ha portado como un caballero.

—¿Qué hizo?

—Cegar a la poli. La ingratitud no está bien en ningún momento.

La coima se arrebató:

—¡Cegar a la poli! ¡Sinvergüenza! Hacer el cabestro para que me acostase con el Comisario. ¡Y luego, llamarme pingo y ponerme negra!

Don Teo abrió los brazos:

—¿Y en esa conducta no se manifiesta un volcán de amor? ¡Mentira parece que así te obceques! Ahora hay que no irse de la lengua y proceder con decencia: La bolsa estaba en tus manos porque te la había dado ese otro punto para camelarte.

La prójima tenía los labios blancos y apretaba los dientes:

—No diré ninguna cosa que no sea cierta.

Don Teo se arrugó, enseñando el diente limoso:

—¡Pero si es la chachipé!

—¡So sinvergüenza!

—¡Niña!

—¡Quiero redimirme!

—¡Pero, hija de mi alma, ésas son novelas!

—¡Querer salirse del mal camino no es novela!

—¡Pura novela!

—¡Cambiar de conducta!…

—¡Purita novela!

—¡La Sofi que usted ha conocido se ha muerto!

—No seas histérica.

—¡Usted lo verá!

—¡Reflexiona! ¡Ten miramiento! Sobre esta cubierta nos hallamos en país extranjero, sometido a las leyes de Albión. Ciertos pleitos no deben ventilarse fuera de la patria. ¡Todo el pasaje se pronuncia por Indalecio!

—¡Nada se me da!

—Una palabra tuya puede salvarle.

—¡Pues no la diré!

Don Teo le clavó los ojos, atenazándola por un brazo:

—¿Sabes lo que te juegas?

La Sofi se desprendió con huraño remangue:

—¿Acaso la vida?

Don Teo sesgó una sonrisa de burla insolente:

—La vida es una cosa muy seria. No voy tan lejos. Con todo, no sería extraño que viendo a ese trueno entre rejas entrase contigo un remordimiento que te secase.

—¡Tío marrajo!

El vejete se arrugó con melindre puritano:

—Hablas de volver al camino recto. ¿Pero cuál es el camino recto? ¿Lo sabes acaso? ¿Puede ser el camino recto meter en la cárcel a ese chalado que canta en la barra? Óyele cómo matiza. Para ti son todos esos trémolos. ¿Es posible que no te conmueva? ¡El camino recto! Para una mujer sensible, el camino recto sería salvarle de la condena que tiene sobre su cabeza.

La Sofi tenía los labios convulsos y una expresión de agotamiento dolorosa y apasionada. Pegó el rostro a la borda, reprimiendo un sollozo:

—¡Tendrían que arrancarme la lengua!

Don Teo sonrió con sarcasmo:

—El llanto te hará bien. ¡Ni tú ni nadie sabe cuál es el camino recto!

XXIII

—Garçon! Garçon!

Doña Baldomera apareció sobre cubierta: Corría tras un camarero, le llamaba sofocada: Pudo alcanzarle y le apremió a recibir el lío de una manta que traía en correas. Hablando a gritos, le ordenó que inmediatamente la llevase al desgraciado que iba a morir entumecido en el cepo. El camarero, con flemática impertinencia, puso el lío en un banco, y oponiendo el pretexto de otras obligaciones, trepó a la toldilla. Doña Baldomera se desbocó con despechada y pomposa perorata, condenando la grosería de los camareros ingleses. Algunos pasajeros mostraban su asentimiento. La jamona, interrumpiéndose, corrió al procuro de la manta, que rodaba sobre cubierta. Se le adelantó con apremio galante el relojero marsellés. Doña Baldomera le sonrió jugando los ojos:

—Oh, merci!

—Parlez-vous français, madame?

—Mais oui. Je le parle bien.

Doña Baldomera, voluble y verbosa, contó que su padre, un grande hombre, uno de los más famosos escritores españoles, la había hecho educar en las Ursulinas de Montparnasse. Conocía la vida francesa: Sus mejores recuerdos, sus mejores amigos, los tenía en Francia. Francia era para su corazón como una segunda patria. ¡Oh, qué gran pueblo!

El marsellés sonreía con fatua complacencia. A su lado revolaban las greñas del calmuco, que reía muecas de agresivo desdén:

—Se pavonea usted de un modo absurdo, como si llevase en el vientre todas las victorias napoleónicas.

El relojero volvió la cabeza con lentitud farolona:

—Amo a mi patria. Usted acaso no puede comprender ese sentimiento.

Al calmuco se le aguzaron los ojos aviesos y burlones:

—Lo comprendo, pero no lo comparto. A mí sólo me interesa la causa de la Humanidad. Lo que usted llama amor patrio es para mí un sentimiento burgués y criminal causa de todas las guerras entre naciones.

Se llenó de suficiencia el hijo de Marsella:

—El amor patrio es como el amor a la madre. ¡No se discute!

—Todo eso es mala retórica.

Aspaventóse Doña Baldomera:

—¿Pero usted no ama a su patria?

—Mi patria es toda la tierra.

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