Baza de espadas

Baza de espadas


Primera parte. Vísperas setembrinas » Alta Mar » XXXIX

Página 9 de 15

—¿No es usted ruso?

—He nacido en ese país de esclavos, pero he renunciado al honor de ser súbdito del Zar.

Se infló el relojero:

—¡Si usted hubiese nacido francés, no renegaría de serio!

El calmuco le miró fríamente:

—¿Cree usted que su Emperador vale más que el Zar?

Coqueteó Doña Baldomera:

—Comprendo que no quisiera usted ser inglés. Yo tampoco. Inglaterra es un país antipático. ¡Qué hipocresía en las costumbres! En Londres los hombres se mueren de hambre y de frío en las calles, pero, en cambio, no faltan sociedades protectoras de animales.

El calmuco reía atiplado y sarcástico:

—En Inglaterra todo el mundo tiene un poco alma de solterona.

—¡Es verdad! ¡Usted los conoce! Sólo se enternecen leyendo novelas. ¡Todavía no he conseguido un poco de café caliente para ese infeliz que va en la barra!

El marsellés inquirió, acariciándose la barba, anublado por una sombra de celos:

—¿Se interesa usted mucho por su compatriota?

Doña Baldomera le flechó:

—¡Oh, sí!… ¡No puedo ver una lástima! ¿Quiere usted acompañarme? Los golpes de mar le han calado hasta los huesos, y le prometí con qué abrigarse.

Doña Baldomera no dejaba el juego de ojos. El marsellés tomó el rulo de la manta por el asa de cuero, y, dándole gran aire, se infló con generosa suficiencia:

—¡Su compatriota no tiene mala escuela de canto!

XXIV

Indalecio, lívido con la fatiga de la noche en vela, la ropa pegada a los huesos, chorreando agua, parecía un cuervo mojado. Adoctrinábale Don Teo con patético sermón que el chulo contradecía exasperado y afónico:

—¡A esa maula le pico la nuez!

—¡Estás ciego! El hombre que no sabe capear la vida es un primavera, y tú, con esas melopeas, te declaras juguete de las pasiones, pipi de Real Orden. Ni una mujer, ni cien mujeres, ni todo el ramo femenino reúnen méritos para que un hombre hipoteque su cabeza.

—¡A mí esa tía no me hace de menos!

—¡Si fuese tu legítima consorte, aún!… ¡Pero tratándose de un apaño!

—¡Una hora libre para beberle la sangre!

—¡Es un por demás!

—¡Que pueda agarrarla por los pelos y darle lo suyo!…

Don Teo se arrugaba con una mueca sarcástica:

—¡La Sofi a la tumba fría y tú a la horca! ¡Vaya tragedia!

—Si usted no lo comprende, será porque haya nacido para cabrón.

—Inda, te vas de la lengua, y no sabes agradecer un consejo. La Sofi, estaré yo ciego, no me parece que reúna encantos como para justificar esa obcecación criminal.

—¡La Sofi es una diosa!

—Y tú un artistazo. La has idealizado y no eres capaz de la fría reflexión.

—¡Beberé su sangre! ¡Así, bebería, y después me quitaré la vida!

Don Teo se ladeó la gorra de músico, y se rascó la sien con un gesto cínico, madurado de filosofía estoica:

—No lo hagas sin dormir con ella una noche. Puede ser que se te vuele ese acaloro criminal.

Indalecio le miró con los ojos desorbitados:

—También lo he pensado. ¿Imagina usted que no lo he pensado? Pero la mataré primero.

Saltó, inmutado, el vejete:

—¡Eso, no! La camelas. Y si después de la dormida te queda algún resquemor, le das a la diosa para el pelo. ¡Lo justo, nada más que lo justo!

El chulapón rechinaba los dientes:

—¡Usted me aconseja como si menda fuese un cabra!

Don Teo alzó los hombros, dándose un castañetazo en la visera de la gorra:

—Te aconsejo para que no seas un delincuente. Camelas a la diosa, la conduces al catre, y después del himeneo, la dejas con un corte de mangas. ¡Ésa sería una faena de órdago!

Indalecio agachó la cabeza:

—Esa faena tampoco estaría mal… Pero la otra… La otra… Lo he pensado, y ya no tiene remedio.

Se atufó el vejete:

—¿Cómo que no? Primero la tanteas llevándola al catre.

—Primero la mato… ¡Y aluego me la masco a besos!

—¡Vaya programa!

El chulapo estalló en un sollozo:

—Esa arrastrada será mi perdición. No crea usted que me pesa morir por ella. Es un final de mi cuerda.

—¡Vamos, que te has propuesto ser un héroe de novela!

Indalecio se bebía una lágrima:

—¡Le pico la nuez! ¡Me mato! El corte de mangas que usted me ha propuesto se lo hago a esta perra vida.

El vejete enseñaba el diente verdino, con una risa solapada:

—¡No te comprendo! Tienes a la diosa negra de golpes, parecía que no te importase, y ahora esos calderones. Te creía más filósofo, y más veterano en el conocimiento del bello sexo. ¡Me admira tu virginal inocencia!

Bramó el chulapón:

—Hable usted por derecho y sin derrotes.

El vejete se arrató con un guiño de compadreo:

—¿De veras te sorprende la conducta de la diosa? ¿Pero es que te sorprende?

El chulapo espumajaba de rabia:

—¡Usted tiene conocimiento de alguna zorrería de la Sofi!

Don Teo le guipaba con un párpado alicaído:

—¡Inda, deja esos papeles!

—Y usted el veneno.

Don Teo se arrancó ladeándose el quepis:

—La Sofi te ha ganado más de un duro haciendo señores.

—¡Falso!

—Ella propia me lo ha contado.

—Pues ella miente.

—¿No se la has propuesto al Comisario de la Latina?

—Y aunque así fuese. Pudo venir esa carta forzada. Pudo salirme de los redaños, y hasta pudo suceder que la obligase con dos patadas. No es el caso presente: Entonces no hacía su gusto, sino el mío.

—¿Y ésos no son cuernos?

—No lo son, porque no media engaño, y la mujer no se divierte, ni hace al hombre de menos. Si usted no lo comprende es porque nunca ha pasado de ser un mandria, un sufrido sin mano para gobernar a las mujeres.

Don Teo saludó con reverencia burlona, sacándose un botellín del paletó:

—Inda, ofendes mi dignidad, pero soy magnánimo, y te convido a un trago.

Destapó el botellín, y puso el gollete en la boca de Indalecio. Al retirarlo, el chulapo le miró colérico.

—¡Ni me ha mojado la garganta!

—¡No seas ansioso! Ahora le toca a un servidor.

Bebió con los ojos entornados: Al acabar se tumbó con el botellín sobre el corazón, sonriendo soflamero, bajo el chaparrón de invectivas que le lanzaba Indalecio.

Se incorporó, le dio otro tiento al botellín, y vuelta a tumbarse. Lentamente se le fue mudando la sonrisa en una pena lela y lacrimosa:

—¡Inda, te amo como un padre!

XXV

Se oyeron los gorjeos de Doña Baldomera: Pechona y rozagante, apoyada en el brazo del relojero, tenía un mecimiento de oca. El marsellés, suspendida la manta por el asa de cuero, sacaba el vientre como una proa triunfante. Detrás asomaban algunos pasajeros de tercera. Caras curiosas: Expresiones de burlas y lástimas. Se oía el avispero de sus voces: Hablaban y reían al mismo tiempo. A la cabeza, dando humo de la pipa, la hopalanda flotante, la melena al viento, venía el apóstol de la revolución universal: Los ojos azules del gigante traslucían una expresión piadosa y exaltada: A su lado el escuerzo calmuco arrugaba las cejas, y ponía los atisbos sobre Indalecio: El Boy permanecía en solapado silencio, las cejas obstinadas sobre las pupilas en acecho, la boca contraída por un gesto de recelo, todo huido y como disimulado en el desmedro de su figura. Indalecio torcía los ojos sobre Doña Baldomera: El chulapón, lacio y desmayado, chorreaba agua salobre, y la jamona animábale con verboso desgarro, al mismo tiempo que le tendía la manta por los hombros:

—¿Ya no cantamos? ¡Ay amigo, qué pronto se le han caído los palos del sombrajo! ¡Eso no está bien! ¡A mal tiempo, buena cara! ¡Hay que sacar ánimos! Creo que usted también es madrileño: Somos paisanos. ¡Vaya que se está mejor en la Puerta del Sol! Allí no hay balances, ni remojetes, ni capitanes de barco. Los guindas madrileños son más humanos. Tomará usted un café bien caliente, con una copa de ron. Eso le dará ánimos.

Don Teo se arrugaba frotándose las manos con meloso descaro:

—Me permito recomendarle la ginebra: Es más estomacal.

Indalecio le miró con despectivo soslayo, lanzando una escupitina:

—A usted nadie le pide vela.

—¡Inda, eres ingrato! Sabes que te amo como un padre.

Indalecio apretó los dientes:

—¡Payaso!

—¿Y por quién hago mis payasadas? ¡Por ti! ¡En obsequio tuyo! ¡Por divertirte la murria, por espantarte las malas ideas! Soy un esclavo de la amistad. ¡Un esclavo! ¿Puedes dudarlo? Di que lo dudas. Me complacería que lo dijeses. Yo te probaría lo contrario. Voy a probártelo. Ten el botellín. Ginebra de primera, de la que apimpla el Príncipe de Gales. Atízate un trago. No dejes una gota. Emborráchate, Inda: ¡Emborráchate! Te quiero como a un hijo. Te aconsejo como un padre. Doña Baldomerita, usted que es una barbiana, y una madre para el amigo, aconséjele usted que se apimple. Es lo más recomendado en la desgracia. ¡Ah Doña Baldomerita! ¡Lo había olvidado! Nombre histórico. Nombre símbolo. Un servidor ha sido miliciano. Este humildísimo solfista se ha batido como un león en las barricadas.

Le zahirió Indalecio:

—¡Ha cambiado usted veinte veces la casaca!

—Hijo, la necesidad, la vida paupérrima de los artistas. Me ha tentado la gloria de Apolo. ¡Ah, si me hubiera tentado la gloria de Marte!… He sido soldado, donde ponía el ojo ponía la bala. Eso se sabe en Madrid. Lo sabe quien debe saberlo. Pude ser un héroe de los Castillejos. Pude serlo… Estuve en esa batalla, que no ha sido tanto como dicen. ¡Se infla mucho el perro!

Doña Baldomera, volviéndose a derecha e izquierda, preguntaba con un borbotón de risa:

—¿Quién es este prójimo?

—Un amigo, un amigo de todos ustedes, un artista, un hombre serio. Inda me conoce. Inda dirá quién es Teolindo Soto. Teolindo Soto, profesor de guitarra por cifra. ¡Un artistazo! Si ustedes tienen gusto en ello, esta noche les daré un concierto.

Se quitó el quepis saludando, y se lo encasquetó con aire bravucón, repentinamente ensombrecido. Sentíase observado por la mirada de unos ojos de rana, amenazadores y hostiles. El Pollo de los Brillantes estaba allí, confundido con el pasaje del sollado: La blancura de su flux habanero brillaba al sol de la mañana, entre el humo de la pipa que fumaba el barbudo gigante. El humo de aquella cachimba extendíase sobre el mar como una bruma, se enredaba en las jarcias. Y el gigante, sin haber entendido una palabra, reía con su ancha risa jovial que le estremecía la barba. Lo más absurdo era que encendiese la cachimba, cuando el humo apenas si permitía verle la cara. Aquella niebla tenía gorjeos de sol: Todas las cosas se desvanecían en la musicalidad difusa de una luz acuaria. El Omega se desdoblaba en un miraje, y otro vapor de fantasía navegaba por sotavento.

XXVI

Don Teo hundió las manos en los bolsillos del paletó, y alzando los hombros con desvergonzada indiferencia, comenzó a pasearse en tres palmos de cubierta: De pronto se detuvo, guiñó un ojo, abrió la boca, y se rió descaradamente, enfrentándose con el Pollo de los Brillantes. El antiguo matón palideció de rabia. Don Teo enseñaba el diente limoso, apuntando una mueca de imperioso cinismo. El Pollo, recalmado, se puso los pulgares en las sisas del chaleco, y de soslayo, por encima del hombro, miró a otro lado, silbando despectivamente. El pasaje se agolpaba sobre la amura de sotavento admirando el fenómeno de espejismo y parecía olvidado de Indalecio. El tuno, con la manta resbalándole por los hombros, y el pelo pegado a las sienes con luces mojadas, tenía un bramido melodramático:

—¡Así se trata a un hombre honrado! ¡Toda la puñetera noche en este cepo como un animal montes! ¿Y cuál es mi culpa? Venga a mi presencia ese miserable capitán, y, de hombre a hombre, le diré que es un tío vaina. ¡Declárese qué ley autoriza este mal trato! ¿De dónde un cochino capitán inglés tiene fuero sobre los naturales de España? ¿Cuál es mi culpa? ¡Volver por mi honra, no avenirme a ser un cabra!… ¡Indalecio Meruéndano los tiene como la copa de un pino, que se entere ese capitán con más pitones que un toro de lidia! España no es la Inglaterra… Ese hijo de la gran cabrona de los mares, todavía no sabe quién es Indalecio Meruéndano. Indalecio Meruéndano da la cara aquí y en todas partes. A Indalecio Meruéndano no hay nacido que le ponga mancha en su honra. ¡Ni hombre, ni mujer! ¡Y adonde lo haya lavará su honor con sangre!

El Pollo se le acercó con gesto de disimulada advertencia:

—Me interesa usted por ser español…

Indalecio le miró con zaino desabrimiento:

—¡Pues haga usted algo por sacarme de este cepo!

—Empiece usted por no agravar su situación. Esas voces y esos insultos no conducen a nada.

—¿Quiere usted que me achante?

—Me limito a darle un consejo.

—¡Vamos, que sea un manso!

Don Joselito bajó la voz:

—Que sea prudente.

—Pues saque usted la cara por mí: Vea usted al capitán. Pero usted no quiere comprometerse por un pelanas. ¡Toda la noche a la intemperie, sin un mal chaquetón de aguas! La sola persona con sentimientos humanos ha sido la Doña Baldomerita.

Don Teo, que alargaba la oreja, se arrugó compungido, golpeándose el pecho.

—¡Inda, eres ingrato! ¿Cuál ha sido mi proceder? Buscarte en la bodega, pasarte la mano por el lomo, aconsejarte, confortarte con un trago de néctar holandés. ¿Que no he podido proporcionarte un chaquetón de aguas? ¿Y cómo, mi noble amigo? Tampoco he podido calmar las olas agitadas. ¡Rectifica, cuerpo gitano! ¡Rectifica! ¿Cuándo me has visto escurrir el bulto? Eso se queda para los potentados.

Indalecio escupió rencoroso. Luego, con una sonrisa zaina y humillada, se volvió al Pollo:

—¡La Sofi!… Avístese usted con la Sofi. Esa tía malaleche abriga la más negra traición. Como ella pueda, me manda al palo, y sin dársele cosa se va de dormida con el gilí que la camela. Ese punto tampoco es lo que aparenta. ¿Le ha mirado usted las manos? Muy pulidas. Ésas son manos de monedero falso.

El Pollo de los Brillantes denegó con un gesto pomposo de señorón improvisado. Don Teo, buscando congraciarse, le hizo el acompañamiento con feble risa de badulaque. La niebla se adensaba sobre la cubierta borrando los contornos de las cosas: Las figuras, al moverse, parecían adquirir una naturaleza gaseosa e ingrávida. Desvanecido el fenómeno óptico, el pasaje hacía rueda en torno del cepo, donde el chulapo, con vanidad de primer actor ganoso de aplausos, declamaba su monólogo de melodrama.

XXVII

El apóstol de la revolución social, con empaque de rancio gentilhombre, que contrastaba con su indumentaria de arista bohemio, se dirigió a Doña Baldomera:

—Señora, permítame usted que me presente: Miguel Bakunin, ciudadano del mundo.

La jamona se animó con una sonrisa de burgueses arreboles:

—¡No es usted el ogro que cuentan! Su nombre me es muy conocido, y sus ideas…

Bakunin rió con su ancha risa de santo románico, que conservaba un encanto de remota infancia:

—Es usted muy amable, señora. Su opinión no puede menos de halagarme porque coincide con la mía. Efectivamente, no creo ser el monstruo que propalan mis enemigos.

A Doña Baldomera no se le iban los azorados arreboles, fluctuaba indecisa y deseosa de iniciar un coqueteo. El apóstol abría sobre ella las flores azules de sus pupilas, y la jamona se inquietaba, deseosa de producir en el grande hombre una impresión inolvidable. Doña Baldomera escogía las frases, alambicaba su pronunciación francesa:

—Caballero, me he educado en un medio intelectual; mi padre ha sido uno de los más grandes escritores españoles; le perdí muy niña, pero he conservado siempre, como una tradición familiar, el respeto a la inteligencia.

Bakunin no le apartaba los ojos, de un azul exaltado, donde alternaban luces de malicia y candor:

—Señora, es usted tan amable, tan sin prejuicios burgueses, que no dudo ha de ser bien acogida mi demanda. Quería rogarle a usted que admitiese un pequeño socorro mío para aliviar el suplicio de ese hombre castigado en el cepo. No le juzgo, acaso sea un criminal, pero es un semejante mío, y el cepo es un suplicio infamante.

Había tomado entre las suyas la mano de la jamona, y oprimiéndola con efusión cordial, deslizaba en ella algunas monedas: A Doña Baldomera le brillaron los ojos agarenos, descaradamente pintados:

—¡Oh, qué gran corazón! Crea usted que no ignoro los lazos de amistad que le unen con el rival de ese desgraciado.

Bakunin hizo un gran aspaviento de extrañeza, y miró al calmuco, que escuchaba con taciturno sarcasmo:

—¡El Compañero Salvochea, rival de ese brigante! ¿Qué suerte de rivalidad?

Doña Baldomera inició un lance de ojos:

—Rivalidad amorosa. ¿No han reparado ustedes en una mujer rubia?

El gigante levantaba los brazos con las barbas estremecidas:

—Pero ¿quién ha forjado esa novela?

La jamona se dirigió al calmuco fluctuando zalamerías:

—¿Para usted también es una novela?

El calmuco sacudió las greñas con movimiento despectivo:

—¡Absolutamente!

Doña Baldomera parecía un poco cortada:

—Dos hombres que luchan a muerte… ¡Es inexplicable si no existe alguna rivalidad!

Abría los ojos atónitos: Sentíase defraudada ante la sospecha de que no fuese un héroe de folletín aquel jacarandoso condenado a la barra. El gigante velaba de ironía las flores azules de sus ojos:

—Mi querida señora, no hay novela. Ese desgraciado ha cedido a la tentación de matar y robar. El Compañero Salvochea, que es un santo, le ha perdonado, y las monedas que yo acabo de poner en manos de usted son suyas.

El calmuco escuchaba silencioso, con un gesto solapado. Doña Baldomera aún parecía perpleja:

—¿No habrán sido los celos el móvil de todo? ¡Una tempestad de celos! Ese hombre es un violento, ¡hay tal pasión en sus palabras! ¡Si ustedes pudiesen entenderlas, acaso no le juzgasen tan criminal!

Indalecio, en la rueda de pasajeros, romanceaba su desventurado ejemplo, y ponía por disculpa las traiciones de una mala mujer. El calmuco formuló con sagaz intuición:

—Es probable que prepare su defensa declamando el papel de Otelo.

XXVIII

Venían moviendo bulla los conspiradores españoles. Arrastraban una añeja disputa apostillada de retos y votos, augurios y jactancias. Doña Baldomera los acogió haciendo bucheos de paloma:

—¡Ni llovidos del cielo! Para ustedes, ese desgraciado de la barra ¿puede ser un malhechor?

Ceceó Paúl y Angulo con bronca guasa:

—Un amigo de lo ajeno.

—Pero ¿usted ha oído sus protestas?

—¡Un punto de cuidado!

—¿Ustedes también le condenan?

El Capitán Estévanez se puso la mano en el pecho con solemnidad socarrona:

—Yo respeto todas las morales, Doña Baldomera. Ese pinta puede ser un proudhoniano y considerar que la propiedad es un robo. El Señor Bakunin seguramente le absuelve.

Encendióse la jamona:

—¡No! ¡También le condena!

—Pues no es lógico ni consecuente con su apostolado.

Coqueteó Doña Baldomera fraseando en la lengua de Molière:

—¡Oh Señor Bakunin, que usted no es lógico, que debe usted sacar la espada por ese paria! ¡Oh, sin duda se burlan un poco de mí, Señor Bakunin! Me han tomado por una romántica. Es probable que lo sea. Una mujer sensible, toda la vida. Los hombres están siempre sobre la vuelta, las mujeres somos más crédulas.

Alternaron sus chanzas, con babélico chapurreo, los hermanos del triángulo, los milites desertores y hasta el clérigo sin licencias. El gigante eslavo sonreía entre sus barbas:

—Mi querida señora, sus compatriotas son gente de buen humor y no debe usted apurarse. Crea usted, señora, que si ese cantante de la barra fuese un enemigo doctrinal de la propiedad privada, no hubiera intentado hacer suya la bolsa que guardaba el Compañero Salvochea. Es un brigante doblado de asesino, por eso yo le condeno.

El Boy soslayó una mirada rencorosa sobre el Maestro:

—El injusto reparto de las riquezas, puede, en cierto modo, justificar a ese hombre. Para mí lo justifica plenamente. La desigualdad social es tan irritante, que los atentados contra la propiedad, cualquiera que sea su forma, son avances en el camino de la revolución comunista. Nuestro deber es defenderlo, ampararlos y provocarlos. No hacerlo es una traición a la causa.

Hablaba sin gestos, con una pasión fría y dogmática: Sus ojos, encendidos de rencores, acabaron levantándose audaces sobre el Maestro. El Capitán Meana, que todo el tiempo había asentido con un movimiento de las cejas, le alargó la mano:

—Cuanto usted ha dicho es el evangelio de la revolución social.

El calmuco adormeció los ojos en un ensueño taciturno:

—¡Sellaremos con sangre nuestro evangelio!

El Capitán Meana, que, como antiguo garibaldino, era un afiliado de la secta carbonaria, se proclamaba ateo y anarquista por principios:

—Es siempre oportuno despertar los malos instintos y aniquilar cualquier asomo de moral individualista para construir una moral social.

Bakunin sonreía entre las barbas, porque eran aquéllas sus propias expresiones en la Guía Secreta. El antiguo garibaldino, al repetirlas, había puesto en ellas una intencionada alusión: Su boca de labios sutiles, grande y sinuosa, se plegaba enigmática, en tanto que los ojos, socavados bajo las cejas, no se apartaban del Maestro. Corría por la cubierta un apurado repique, aviso del almuerzo, y entraba la dispersión en los corrillos del pasaje: Bakunin posó una mano en el hombro del antiguo garibaldino, y murmuró en voz baja:

—Ya tendremos ocasión de explicarnos…

XXIX

El gigante eslavo penetró en el comedor rodeado de los conspiradores españoles, que, con verbosas instancias, le obligaron a ocupar la cabecera de una mesa, bajo la luz marina del ojo de buey. El comedor de caobas oscuras, tapizado de reps verde, era triste y opaco, con la expresión embalsamada de una moda en fuga. El techo, muy bajo y de vigas simétricas, tenía esa leve comba que se origina de la arquitectura naval. A cada balance el horizonte de olas y espumas mudaba la perspectiva en el campo óptico del ojo de buey. Las mesas tenían puestas los violines, y por los rincones oscuros alumbraban algunos mecheros de petróleo. Bakunin, con sus barbas fluviales, sus melenas de bohemio, sus gestos de inspirado, sus ademanes proféticos, atraía las miradas: Sentado a la cabecera, en la mesa de los revolucionarios españoles, hablaba con abundante verba, enredado en una de esas místicas y pueriles divagaciones tan gratas a los eslavos:

—La vida, al modo de los sueños, tiene una cuarta dimensión que apenas podemos intuir. La vida no es el cómputo de las vidas: Es algo ajeno a ellas, como el mar es ajeno a los peces, y el aire a los pájaros, y el espacio a los astros. La vida no es alegre ni triste, ni buena ni mala: ésos son sentimientos humanos, y la vida es superhumana. Indiferente ser santo o asesino, marchar hacia la derecha o hacia la izquierda. Cualquiera que sea el rumbo de nuestros pasos, la vida los sitúa fuera de toda previsión lógica, con la antigeometría inflexible de su cuarta dimensión. Todo extravaga, todo está en fuga hacia un fin remoto, acaso todavía no previsto, y cualesquiera que sean nuestras acciones, siempre son una y la misma. No mudan en su íntima raíz, como el dedo que hago rodar en torno del círculo permanece en el mismo lugar con referencia al centro, sin que el movimiento engendre mudanza. Esa cuarta dimensión que sitúa la vida fuera de los sentidos es por naturaleza inaccesible para nosotros. Sólo en los sueños podemos intuirla. Pero todo intento de interpretar la vida dentro de fines morales es absurdo. El bien y el mal desaparecen en la última intuición que todo lo reduce a unidad. En el seno difuso de la vida las acciones humanas se trasmudan fuera de nuestra voluntad y de nuestra inteligencia. Todos los cálculos, todos los intentos por dar un sentido moral y trascendente a la existencia son vanos ante ese último extravagar que trastorna esta pequeña e inestable vida que nosotros concebimos, y ordena esa otra vida que proyecta su sombra en la caverna de los sueños…

Apuró la copa que tenía delante, miró el plato colmado y se puso a comer vorazmente. Comentó irónico el clérigo revolucionario:

—¡Confesemos que, a pesar de nuestra ignorancia respecto al principio vitalista, está apetitoso este guisado de carnero!

El apóstol levantó la cabeza, le miró y después miró al Capitán Meana:

—Usted me ha supuesto en contradicción con mis doctrinas, de las cuales en ningún momento reniego. Es preciso desencadenar todas las malas pasiones, pero no con un fin particular, sino universal. No contra el individuo, sino contra el Estado. El Estado es la negación más odiosa del concepto de Humanidad: Su ley suprema es el aumento de poderío, con el fracaso de todos los derechos innatos que dignifican al hombre. La vida nunca podrá ser una cristalización jurídica, y la única manera de salvar su íntima esencia es destruir cuanto tienda a concretarla en una moral arbitraria. Contra el orden impuesto por los intereses de una minoría burguesa, el proletariado debe imponer un excelente y bienhechor desorden. La rebeldía es un estado de gracia. Marx considera el proletariado como clase social, y es el error de ese judío intrigante. Yo amo decir las masas, porque tal palabra define mejor ese océano de lavas ardientes que un día habrá de inundar el universo. La acción de las masas jamás podrá concretarse en un sistema de cristalizaciones.

El clérigo sin licencias entornaba los ojos piadoso y benévolo, dispuesto a confundir las heréticas utopías de aquel grande hombre. ¡Qué absurdos filosóficos, qué ignorancia de las Sagradas Escrituras! El Señor Alcalá Zamora tomó la servilleta, y, muy pulcramente, se la pasó por los labios: Juntó los pulgares y asoñarró los ojos con doctrinal suficiencia:

—¿Me permite usted algunas objeciones? Santo Tomás nos habla de una armonía inmanente preestablecida por los inescrutables designios del Supremo Hacedor.

El barbudo gigante rebañaba el plato:

—Usted me permitirá que recuse ese testimonio.

—¡El testimonio del Doctor Angélico!

—Santos Doctores, Santos Padres y Santos Patriarcas no me hacen fe. Exponga usted sus razones, las suyas, y es probable que me convenza.

El clérigo dobló la sien, con mónita de seminario:

—Yo me considero tan poca cosa, que necesariamente busco fortalecer mis argumentos con las autoridades de la Iglesia.

—En tal caso no espere usted convencerme.

Intervino el Capitán Estévanez:

—La armonía sideral no es un dogma católico que requiera el testimonio del Doctor Angélico: Basta apelar al testimonio de los propios sentidos. ¿Puede negarse la coordinación de las esferas, el orden que rige los mundos?…

El gigante eslavo acautelaba una mueca irónica:

—El espacio es anterior a los astros, y de la fatalidad del espacio, no de la voluntad de los astros, proviene ese orden. Paralelamente, de igual manera que el espacio es anterior a las formas, el principio vital es anterior a las vidas, y les señala un ritmo al cual hacen violencia todos los prejuicios de la moral burguesa.

El clérigo conspirador se abeataba juntando los pulgares:

—¿Y por qué, admitiendo que de la fatalidad del espacio proviene el orden de las esferas, no admitir igualmente que de la fatalidad de nuestra humana naturaleza proviene el orden social?

Saltó el Capitán Meana:

—Lo que usted llama orden social es la desigualdad entre los hombres, el crimen del Estado. Entre todos los seres, sólo los hombres tienen Códigos.

—Porque su razón es superior al instinto de los animales.

A Bakunin le temblaron las barbas:

—¡Siempre el mito de la razón! ¡La razón por encima del instinto de las especies! ¡La razón por encima del impulso que mueve los astros! ¡La razón por encima del Universo!

El Capitán Meana ponía sus ojos ardientes en el Señor Alcalá Zamora:

—Es el dogma de un ridículo satanismo burgués.

—La razón es un reflejo de la Divinidad.

—¿De la Divinidad, o del infierno?

Le aconsejó el Maestro:

—No se pierda usted en disquisiciones teológicas.

Ceceó Paúl y Angulo:

—Es el reclamo para la caza de codornices incautas.

Tomaban el café, y el rumboso jerezano pagaba los vegueros y el coñac. Con la proyección de los balances, el comedor columpiaba la quimera de haberse trasmudado la vida al fondo oblicuo de un espejo. Todo subía y bajaba con el ritmo del horizonte marino en el ojo de buey.

XXX

El Pollo de los Brillantes dobló pausadamente la servilleta, encendió un habano y se dirigió a la puerta del comedor: Al paso se detuvo saludando a los conspiradores españoles, como asaltado de una súbita idea, aun cuando no era otra su intención: Al acercarse, condenó el lamentable espectáculo de aquel silbante que escandalizaba en la barra: Deslizó entre bocanadas de humo:

—Creo que la víctima tiene amistad con alguno de ustedes… Doña Baldomera me ha impuesto de que es persona educada y de posibles.

Abrevió Paúl y Angulo, despectivo y lacónico:

—Uno de los pocos hombres capaces de salvar a España.

Concluyó el Pollo:

—Pues ésos son los que hacen falta. Ya es cosa fuera de lo corriente el rasgo de dormir en el sollado y comer el rancho habiendo pasta. La Doña Baldomera es algo fantástica, pero me ha contado que el amigo de ustedes es todo un santo laico. Pues ya tiene toda mi simpatía. Para un servidor, ésos son los mejores. ¡Los santos que canoniza el pueblo soberano! ¡La opinión pública! Si ustedes me lo permiten, me sentaré un rato de charla. Creo que el señor es un famoso personaje europeo.

Se había sentado, y con un guiño de sus ojos de rana designaba a Bakunin.

Aclaró el tonsurado con un dejo de ironía:

—¡El señor es nada menos que el apóstol de la revolución universal!

—La Doña Baldomera es un tanto fantástica, y uno no sabe nunca si mete el corvejón.

El Pollo hablaba con buena sombra, y aquel juicio sobre la jamona promovió risas y comentarios. Inquirió Paúl y Angulo:

—¿Conoce usted mucho a, esa señora?

—¡Quién no la conoce en Madrid!

Declaró el Capitán Estévanez:

—Yo sospecho que es hija de Fígaro.

—¡Hombre, el apellido suyo es Larra!

—¡Justamente!

—¿Un escritor que se ha saltado los sesos allá por los tiempos de Mendizábal?

—¡Para mí, la primera figura entre los románticos!

—Pues si el autor de sus días era alguien escribiendo, la hija tiene un talento financiero que no le cabe en la cabeza. ¡Un Salamanca con faldas!

Paúl y Angulo arrecelaba los ojos miopes y pitaños:

—¿En política no torea?

—Torea en todas las plazas, en todos los terrenos, y sin volver la cara a ningún morlaco. No hay cosa en que no tercie, desde correr alhajas hasta negociar credenciales, grandes cruces y títulos del Reino.

Encomió con sorna el Capitán Meana:

—Pues ¡es una potencia la Doña Baldomera!

Aseguró el Pollo:

—¡Sí, señor, una potencia! Y lo ha sido más, pero se ha significado con algunos viajes a San Telmo…

Paúl y Angulo apuntó una mueca burlona:

—¿Es partidaria del Naranjero?

—Es partidaria de la Infanta. Eso dice…

—¡Mala carta juega!

—¡Eso ya se verá!

—El General Prim tiene pocas simpatías por el franchute.

—El franchute, señores, tiene mucho parné, y si suelta la mosca…

Paúl y Angulo se atizó un latigazo de coñac:

—Si suelta la mosca, se queda sin ella.

—Hay mucha hambre en el ramo de sargentos y generales.

—La revolución la hará el pueblo soberano.

—¿Me autoriza usted para dudarlo? La harán los espadones, como todas hasta la fecha.

—¿Usted no cree en la revolución?

—Yo creo que caerán unos y vendrán otros, para seguir como antes. La revolución todos la temen.

—El pueblo no la teme.

—El pueblo está dormido.

—Hoy el pueblo tiene noción de sus derechos.

—No quiero contradecirle, pero si usted me lo autoriza, le diré que un servidor no cree en los milagros: Ni en los del pueblo ni en los de Sor Patrocinio. Vendrá Don Juan Prim, y gobernará como otro Narváez.

—Vendrá la República, que es el gobierno de las democracias.

—Más segura creo la baza de San Telmo.

Bromeó el Capitán Estévanez:

—Me parece que a usted le ha camelado Doña Baldomera.

Tosió el Pollo, haciendo jugar los dijes del reloj sobre la panza:

—Yo las necesito más tiernas… Y no le niego la sandunga a Doña Baldomera. Soy el primero en reconocer sus encantos físicos y morales. Sobre todo tiene un corazonazo que no puede ver una lástima. Ahora se le ha puesto en el moño solicitar el indulto del punto filipino que va en la barra. ¿No ha hecho con ustedes ningún avance?

El Pollo humeaba el veguero con apompado deleite, disimulando el secreto propósito que le había guiado a la mesa de los conspiradores. Apuntaron alternas voces con despectiva indiferencia:

—¿Un avance?

—¡Que se las componga sola!

—¡La clueca sentimental!

¿A cuenta de qué un avance?…

Camanduleó el Pollo:

—¡Señores, qué ojazos me ha puesto para que la acompañe a presencia del Capitán! Está muy volada con todos ustedes. Se duele de que la hayan tomado por una romántica. Con todo, me extraña que no haya intentado…

Interrumpió Paúl y Angulo con chunga marraja:

—Usted, amigo, lleva plomo en el ala.

Fluctuó el Pollo:

—Hombre, a mí, como patriota, me repudre que un español, así sea el más criminal, sufra el despotismo de un Capitán inglés. ¡Para qué negarlo! Y a usted y a todos ustedes les ocurre lo mismo.

La trinca revolucionaria tomó a chacota tales alardes:

—¡Se impone una reclamación diplomática!

—¡Que lo cuelguen de una antena!

—¡Le declararemos la guerra a la pérfida Albión!

Atajó el Pollo:

—Señores, me la envaino.

El Pollo de los Brillantes representaba la farsa del filisteo patriota, atento solamente al logro de un callado propósito: Barruntaba el despecho del chulapón si no acudía a remediarle; le sobresaltaba que pudiese cantar sus secretas connivencias, y encendía aquellas bengalas patrióticas al soslayo de sacarle de la barra. Con el jolgorio que movió la trinca conspiradora, despertóse el apóstol de la revolución universal. —Había dado cuenta de la botella de coñac y echaba la siesta de bruces sobre la mesa—. Sus ojos azules tenían una niebla de vagas e indolentes interrogaciones. Impensadamente aparecióse Doña Baldomera: Llegaba abanicándose, corretona, todo un temblor de pechos y nalgas:

—¡Con ustedes no quiero nada! ¿Qué es de su amigo? ¡Vaya duende! He revuelto todo el vapor… La declaración que ha prestado es un rasgo… Vengo de avistarme con el Capitán: Muy bien dispuesto para aminorar los rigores del castigo… Pero el héroe, el protagonista del drama, ¿dónde se esconde? Es necesario que se ratifique en su declaración.

La jamona retaleaba con simpático garbo, jugando del abanico y de los ojos. La trinca revolucionaria, dando humo de los habanos, con motas de ceniza por barbas y chalecos, encendidos los ojos, acalorada la verba, salió a cubierta escoltándola. El sol se hundía en el mar. Lloraba en la proa un acordeón de emigrante. Las olas se teñían de violeta, y un sendero de oro rielaba por la banda del Poniente.

XXXI

Fermín Salvochea, con silenciosa obstinación, esquivo a todo regalo corporal, se había vuelto al refugio penitente del sollado: Leía a la luz de un cabo de vela. La Sofi, sentada en las tablas del suelo, la sien reclinada en un baulete, contemplaba aquella luz con ojos tristes:

—¡Muy sabio debes de ser leyendo tanto!

Fermín levantó los ojos y la observó un momento con vergonzante sonrisa:

—¿Qué haces ahí?

—Mirarte.

Fermín no contestó: Confuso y sin saber qué decir, volvió los ojos al libro, pero le turbaba saber que no dejaban de mirarle los ojos de la Sofi: Al mismo tiempo le acudía un recelo compasivo, una alarmada timidez de mostrarse duro con aquella desvalida criatura. Lentamente dobló el libro sobre el pecho:

—Se me cansa la vista.

La Sofi le reconvino con la voz temerosa y cálida:

—¿Por qué lees siempre? ¡Podías hablarme!…

Fermín miró el cabo de vela, como si buscase su respuesta en el temblor de la luz:

—¿Eres muy desgraciada, Sofi?

—¡Más no cabe!

Quedó callada, con las manos en cruz y los ojos bajos. Fermín perdió su timidez, asistido de una efusiva compasión:

—Cuéntame tu vida.

—Para qué te voy a contar… Una vida arrastrada.

Aseguró Fermín:

—No es curiosidad, no creas…

La Sofi se mordía los labios:

—Será por haberte dicho que me hablases.

—No, tampoco es eso… ¿Cómo has podido pensarlo?

La Sofi le miró con los ojos brillantes:

—Ya sé que no es eso…

—Creo que después de contarme tus penas habías de quedar más consolada…

—Y tú, cuando supieses toda mi perdición, ¿dejarías de mirarme?

Estalló en sollozos, escondida la cabeza entre las manos. Fermín esperó un momento, y luego aseguró con esquiva cortedad:

—Yo nunca sería tu juez…

La Sofi le miró entre lágrimas:

—¡Te contaré mi vida! ¡Te la contaré toda!…

A Fermín le entró de súbito una fría y recelosa sequedad, una desgana egoísta de oír el relato de la Sofi. Ella le miraba indecisa, los labios trémulos de mudas palabras. Fermín salió de aquella aridez espiritual con un atribulado sonrojo:

—Sofi, acaso no merezco tu confianza.

La Sofi se tapó la cara:

—¡Me avergüenza que me veas!

—¿Por qué?

—¿No se te alcanza? Apaga la luz.

Fermín apagó la luz. La Sofi se arrastró sigilosa a besarle las manos:

—¿Qué haces, Sofi?

—Déjame estar cerca de ti. Como no sea con la voz más baja, no podré hablarte.

Le sobrevino una congoja. Fermín, dulcemente, la sacó fuera del sollado para que recibiese la brisa del mar. Lucían las primeras estrellas, cantaban su nocturno las olas. Fueron a sentarse en uno de los bancos del entrepuente. En silencio, un poco separados, con la luna en las caras, no se atrevían a mirarse. La música del acordeón pasaba en el viento. —Taconeo. Rumor de enaguas almidonadas. Una sombra pompona. Doña Baldomera:

—¡Si estorbo, me retiro!

Fermín se puso en pie con un gesto confuso:

—¿Qué desea?

Doña Baldomera le llevó aparte. La Sofi, mustia y taciturna, quedó distanciada, recogida en la punta del banco. Fermín esperaba con una sonrisa irresoluta. Doña Baldomera garbeó los ojos, cruzó el chal de cachemira sobre el vasto pecho:

—Usted perdone: Olvidé su gracia…

—Fermín Salvochea.

—Es verdad. ¡Qué cabeza la mía! Ya usted tendrá ocasión de conocerme: Soy una mujer toda corazón, y como usted ha declarado tan noblemente… Sin esa circunstancia no me decidiría a dar este paso.

Y Fermín se defendió con un gesto huraño:

—No merezco elogios. Usted me dirá qué desea.

La jamona le caló los ojos:

—Repito que sin el rasgo de usted, porque es un rasgo de lo más hermoso… Pero no quiero herir su modestia. Se trata de hacer menos duro el castigo del delincuente. El capitán parece bien dispuesto… Se han recogido firmas entre el pasaje, y si usted quisiera encabezarlas.

Fermín asintió, sin recatar un gesto de extrañeza:

—No puedo negar mi firma a esa petición, sin embargo de creerla inútil. Dice usted que ha visto al Capitán. Yo también le he visto.

Doña Baldomera se retocó el moño: Parecía un poco confusa:

—¿Que usted le ha visto?

—Sí, señora, y con la misma solicitud. No me ha parecido tan bien dispuesto como usted dice.

La jamona hizo grandes aspavientos:

—¿Es posible? ¡No me explico! Acaso mi buen deseo me ha llevado a interpretar como una promesa las ambigüedades del Capitán. De todas suertes, si usted quisiese formar parte de la comisión que debe entregarle la solicitud… Yo creo que sería de un gran efecto.

Fermín iba a prometerlo, cuando sintió sobre el brazo una mano crispada:

—¡No se comprometa, Don Fermín!

El respeto del tratamiento le produjo una sensación de honesta y confiada gratitud. La Sofi tenía un fulgor de estrellas en los falsos collares. Fermín la miró con reservada expresión de reconocimiento. Sin embargo, al responderle lo hizo tuteándola, dando a sus palabras un acento de suave reflexión, como sólo se habla a los niños:

—Sofi, hay cosas que tú no alcanzas.

—¡No tenga compasión de esa alma negra!

Los ojos verdes de la apenada mujer suplicaban atemorizados. Fermín hizo un gesto de perpleja impaciencia:

—Sofi, procura serenarte.

Ella le miraba sombríamente:

—Sepa que me matará.

Fermín se estremeció:

—¡Estás loca!

—No temo que me mate… Temo que aún pueda cometer una acción más negra.

Hablaba presa de atribulado sobresalto: Le lucían los verdes ojos, áridos y febriles. Fermín adivinó y le impuso silencio con lacónica entereza:

—He formado mi propósito.

Clamó la Sofi:

—Libre de la barra, nunca mucho tarda en afilar el cuchillo. ¡Y si solamente fuese mi verdugo!

Intervino Doña Baldomera:

—¡Hija mía, está usted delirando!

La Sofi cayó de rodillas, juntando las manos:

—¡No temo por mi vida! ¡Es por la suya! ¡Ay, qué ruin estrella!

El viento trajo rodando una gorra de músico. Bajo la luna, al arrimo de unos fardos, corría a gatas la sombra de Don Teo. Doña Baldomera detuvo la gorra con el pie y la empujó al mar. El fantoche salió corriendo de su escondite: Batía los brazos bajo la luna:

—¡La gran siete! ¡Vaya una producción! ¡Y se llama usted señora!

Ir a la siguiente página

Report Page