Baza de espadas

Baza de espadas


Primera parte. Vísperas setembrinas » Alta Mar » XXXIX

Página 10 de 15

Se descaró Doña Baldomera:

—Así se guardará usted de espiar lo que no le importa.

Se columpió Don Teo:

—¡Que un servidor espiaba! Es usted algo improcedente al afirmarlo. Un servidor echaba un sueñecito. El derecho al sueño está universalmente reconocido. ¡Podría decir que se me ha despertado! ¡Podría achacarlo a los trinos de esa rubiales! No lo hago… Soy ecuánime y progresivo… Reconozco que la palabra no delinque…

Don Teo se columpiaba dando vahos de ginebra. Doña Baldomera le lanzó una mirada despectiva:

—Está usted sobrando.

—¡Es una opinión! Una opinión muy respetable, pero poco justificada. Digo poco justificada porque a un servidor le gusta ser galante con el bello sexo. Piso esta cubierta en uso de un perfecto derecho. ¿Quiere usted que baje al fondo del mar en busca de mi gorra? ¿Desea usted que me haga buzo?

Don Teo se dejó caer en el banco: Babeaba una risa felona: Fermín, perdida la paciencia, con la súbita cólera de los tímidos le sacudió, por los hombros.

—Si usted sigue molestando, sale por la borda.

El vejete le clavó una mirada insolente, mientras a recato, con farfullos de lengua torpe, hundía una mano en el bolsillo del paletó:

—¡La gran siete!

Se puso por medio la Sofi:

—¡Déjele, don Fermín! Haga cuenta que habla la bebida.

Don Teo se tumbó en el banco y cruzó las manos bajo la cabeza:

—¡Muy bien, niña! ¡Muy bien! ¿Y eres tú quien me lanza esas palabras imprudentes? ¡La bebida! ¡Una copa de ginebra! ¡La bebida! ¡La bebida! ¡No miras que puedo ser tu padre! Oye, niña, la luna se ha bajado al mar. Y ese pipi, que me ha tomado por un quepis viejo. ¿A qué te has metido por medio? ¡Le hubiera abierto un ojal! ¡Sofi, francamente, eres un solemnísimo pendón! Doña Baldomerita, usted es una persona decente. Un servidor quiere desengañarla: Inda no merece que usted se apasione. ¿Quién es Inda? Un sinvergüenza. Ese pipi se la ha ganado. Y a ti, niña, te corta la cara. ¡La gran siete! ¡La luna arriba! ¡La luna abajo! ¡Esto es un baile!

Cayó con balidos de risa felona: Dio una vuelta y rodó del banco. Se incorporó restregándose los ojos. Estaba solo sobre cubierta. La farola de mesana tenía un envase de niebla. A proa, el acordeón acompañaba el nocturno de las olas.

XXXII

—¡Qué hora negra!

La Sofi, vencida, resignada, con un clavo en las sienes, había vuelto a las lobregueces del sollado. Sentada sobre las tablas del suelo, con la cabeza descansando en el borde del baulete, rememoraba las palabras de aquel santo sin hieles: Las inflexiones de la voz, el silabeo apagado y prudente, del que trascendía una austera resolución. Ecos de palabras, nieblas de imágenes, volvían en confuso y acalorado devaneo. Con las inflexiones de la voz recordaba la boca, grave de reservas, y los ojos que la habían mirado todo el tiempo con una tristeza reflexiva. Se obstinaba en la evocación de aquella mirada, al mismo tiempo que se repetía las palabras conminatorias. En medio de su abatimiento la encendían súbitos rencores contra Doña Baldomera. Temía como algo aciago e inexorable la venganza de Indalecio. Sobre el supuesto de que las instancias del pasaje le alcanzasen el indulto, se prometía salirle al encuentro para que satisficiese en ella el fuero de su mala sangre. Ni un momento dudaba de aquellas traidoras intenciones: Obsesa de presentimientos, tenía como una conciencia irreal de hallarse cubierta de sangre. Asoporada, con la cabeza sobre el borde del baulete, su angustia adquiría la amargura macerada de un dolor pretérito: Dolor de lágrimas secas y un clavo en las sienes. Se adormecía en los negros círculos de aquel afligido y monótono pensar: Sentía cada vez más fuerte el taladro de las sienes, y pasaba del sopor a la vigilia con repentino sobresalto. Puesta de rodillas, atropellando palabras confusas, levantó la tapa del baúl. Sus manos veloces registraron entre las ropas, y sacó un cuchillo: Llevándolo oculto, huyó del sollado: Alada y furtiva atravesó la cubierta, con el fulgor de las estrellas en los vidrios del collar: El corazón le golpeaba contra la hoja del cuchillo, que oprimía bajo el toquillón: Se detuvo sacándolo a hurto, reluciente en su mano de luna: Era un cuchillo grande, con el cabo negro: Lo contempló adementada, sañuda, y volvió a esconderlo: Corría en el impulso de una ráfaga, con la greña suelta, apretado el toquillón sobre el pecho. Un golpe de mar la arrastró sobre la borda, y cayó de cara, lastimándose, abrazada con el cuchillo. El toquillón se le fue en el viento. Avanzó de rodillas, con la boca dando sangre, los ojos en acecho sombrío. La luna que iluminaba la cubierta, caía con trémulos brillos sobre la espalda de Indalecio. La Sofi reconcentraba todo al fulgor da sus ojos sobre la nuca de aquel verdugo. Quedó sobrecogida oyendo sus renegados textos, y el cuchillo se le escurrió de la mano. Enfrente, sobre el fondo de mar y luceros, sentado en un rollo de cables, estaba el santo sin hieles. Entre las luces del mar y del cielo, en la clara soledad de la noche, resonaba, negra de rencores, la voz de Indalecio:

—¡Falso! ¡Más que falso! ¡No creo una sola de tus fulleras palabras! ¡Eres un blanco y quieres ganarme! ¡Por la leche que me han dado, tú no eres más que un blanco!

Fermín le oía con serena expresión, sentado en el rollo de cables:

—No es cuestión de mi valentía… Pero tampoco me asustan tus baladronadas. Si he solicitado del Capitán que te indulte de la barra, ha sido por una obligación de conciencia.

—No pido a nadie compasión.

—No es necesario que la pidas. El Capitán ya te hubiera rebajado la pena.

Bramó Indalecio:

—¿Por qué no lo hace ese tío vaina?

—Por tus baladronadas.

—¡Todavía se pretende que me achante como un mandria!

—Que te muestres arrepentido.

—¡Mal rayo me parta! ¿De qué? ¿De no haberte mascado la nuez?

Fermín le clavó los ojos severos y acusadores:

—Has intentado robarme y matarme.

—Volvía por mi honra.

Fermín, sin mudar la expresión de los ojos, tuvo una sonrisa de lástima:

—Si lo estimas provechoso para tu defensa, puedes calumniarme.

Indalecio escupió colérico:

—¡Eres más blanco que la cochina saliva!

—Es posible.

—Pónteme lejos. ¡Un rayo me parta, ya nos veremos las caras! ¡Ningún nacido hace cabrón a Indalecio Meruéndano!

Fermín le amonestó con sosegada resolución, ocupado en liar un cigarrillo:

—No creo que me busques… Si tuvieses esa mala ocurrencia, darías con tus huesos en la cárcel.

—¡Después de comerte los hígados!

Sonrió Fermín:

—Probablemente en ayunas.

Jactóse el chulapo:

—No temo la cárcel: Eso se queda para ti, gran falsario. ¿De dónde tú marinero? ¿De dónde? Tú no eres lo que aparentas, tú eres un fugado de presidio.

Fermín se encendió con una sonrisa de ingenuo asombro:

—¿Eso sospechas? ¿Y cómo no me delatas?

El terne le observó capcioso, con la mosca de haberse equivocado:

—¡Tienes muy pulidos los dátiles! ¡Son propiamente de monedero falso!

—Es posible. No tengo estudios sobre las manos de los monederos falsos.

Fermín se miraba las suyas, con apuro zumbón. Atropelló el bergante:

—Quien puede dar la cara, no lo excusa, y tu ropa de marinero es un engaño. ¡Esos dátiles tan pulidos no son de lo que aparentas!

Fermín se consternó con un gesto de piadosa ironía:

—Sin embargo, tampoco son de falsificador de moneda… Te lo aseguro.

Apremió Indalecio:

—¿Por qué te disfrazas?

—Cosas de la vida.

—¡Rejo de Dios! ¡Aún vas a dártelas de revolucionario!

—¿Crees que no pueda serlo?

—¡Me haces demasiado panoli! También ese papón de las barbas, que no tiene ni tabaco, saca la pantalla de arreglador de mundos. ¿Tú serás de su cuerda?

—No te has equivocado.

—¿Para fumar de gorra?

—Para hacer la revolución social.

—¿Sois amigos de Prim?

—Somos amigos del pueblo.

Indalecio retrucó cínicamente:

—¡Amigos de sacarle los cuartos!

A Fermín le dardeó el enojo en las pupilas, al mismo tiempo que apagaba la voz con fervores demagógicos:

—Si llegase el reparto social, yo sería más pobre.

Soflameó Indalecio:

—¿Tiene usted posibles?

En la duda, instintivamente, dejaba de tutearle: Cedía al servilismo de todos los pícaros por el dinero, y un rictus de rencorosa envidia le atembloraba la boca. Fermín se ruborizó:

—Puedo vivir sin trabajar.

—¡Vaya un cuidado! ¡Y parece que se avergonzase!

Indalecio escupió de soslayo, con mueca de sarcasmo. Fermín volvió a ruborizarse:

—Me avergüenzo porque no siempre he comprendido mi deber, y viví mucho tiempo como un vago.

Indalecio le clavaba los ojos con expresión obtusa y maligna:

—Si tiraba usted de lo suyo…

—¡Lo mío! Pero ¿puede ser mío lo que otros han ganado? ¡El trabajo ajeno!

Abrevió Indalecio:

—¡Leche!

La maleante suspicacia del chulapo, llenó de sorpresa y confusión a Fermín:

—¡Haces mal no creyéndome!

Rajó Indalecio:

—¡Si no son papeles, es usted un primavera!

Protestó Fermín con azorado resentimiento:

—¡Así es como hablan los burgueses!

Indalecio asomaba una mueca zaina de dudas y menosprecio:

—Nada me va de quien usted sea. Solamente le advierto que conozco sus entrevistas con la Sofi.

Maduró Fermín con desabrida austeridad:

—La Sofi te aborrece, y ningún derecho tienes sobre ella.

La voz del terne se veló de cólera:

—¿Negará usted que esa gran maula le ha pedido consejo?

—No lo niego. Me ha pedido consejo, y se lo he dado.

—¡Metiendo cisma!

—En estricta conciencia.

Recalcó Indalecio:

—Y acaso buscándose un compromiso.

—No lo temo.

—¿Sacaría usted la cara por esa perra?

Fermín le miró con lástima:

—Nuestras vidas siguen rumbos muy diferentes. Desembarcaremos, y no espero volver a tropezarme ni contigo ni con ella.

—Usted tiene los sesos aguados, y aún puede camelarle.

—No lo temas.

Borróse de pronto la sonrisa de ingenua y puritana rigidez que asomaba en la boca de Fermín. El chulapo le vio demudarse y alzarse del rollo de cables con inesperado sobresalto. Un grito de mujer se retorcía por el claro de luna: Trasmudaba el estremecimiento convulso y sagrado de una boca epiléptica: La Sofi, dramática, con el cuchillo sobre el pecho, ponía los ojos adoloridos en Fermín:

—¡La vida me pesa!

Se desplomaba gimiente. Fermín corrió a sostenerla, y el chulapo, cautivo en el cepo, se volvía, enrevesado el torso como un pabilo negro: Alzaba sus voces blasfemas bajo el cielo de luceros:

—¡Ah gran zorra, estabas a la escucha!

XXXIII

La Sofi sólo tenía un rasguño en el pecho. Fermín se inclinaba sobre la desfallecida mujer, y al advertir lo leve del daño, inquieto para acallar el suceso, la instó a que viese de incorporarse: Con timorata zozobra la condujo al camastro del sollado. La Sofi rechinaba los dientes, la boca blanca, los ojos adustos, la expresión enloquecida y frenética: La greña, sudorosa y enredada, le oscurecía la frente. El médico de a bordo, luego de atender a restañarle la sangre, había dispuesto un antiespasmódico. La Sofi, incorporada en el camastro, con los dientes apretados, obstinábase en rechazar la pócima: Entre la maraña del pelo, el rostro tenía un lívido claror transparente y lunático. Fermín le sostenía la cabeza acercándole el vaso a los labios. La Sofi, acongojada, caída en un estado de dócil abatimiento, acabó por ceder: Entrechocaba los dientes sobre el borde del vidrio, presa de histéricos temblores, levantados los ojos, vueltos a Fermín: Apartando el vaso, que salpicó el último resto de la pócima, le besó las manos con apasionada demencia. Fermín las esquivó reconviniéndola.

—¡Qué haces! Son extremos que me desagradan.

Permaneció un momento indeciso al pie del camastro, sobrecogido de incertidumbres y suspicacias puritanas. La Sofi gemía con la frente oculta en las almohadas, y unas compadecidas mujeres que habían asistido a la cura, alternaban sus viajes consolándola. Fermín se apartó sigiloso, llevándose un dedo a los labios: Se alejaba con el propósito de salir a cubierta, y sumirse en sus pensamientos: Temía los impulsos sentimentales de aquella infortunada, y al mismo tiempo reconocíase inclinado a no desampararla. —Un escrúpulo triste, desabrido, incierto, le ensombrecía el ánimo—. Cuando asomaba por el escotillón para salir a cubierta, avizoró al calmuco en secreto coloquio con un hombre alto, vuelto de espalda. Por la sombra que se alargaba y movía, sacó la sospecha de que fuese el Capitán Meana: Huidizo, tornó a sepultarse en el sollado: Daba por fallido el propósito de hallarse a solas, si salía a cubierta, y se recogió a su petate, cruzando con pisadas furtivas ante el camastro de la Sofi. Se acostó vestido, sin levantar las cobijas. La luz remota de un farol le caía sobre los ojos, y se los cubrió con la mano: Permaneció así mucho tiempo, con caótica pesadumbre, difusa, sin imágenes, sin recuerdos, sin incidencias ni mudanzas del pensamiento, toda una, monótona, invariable. Lentamente la tribulación de su ánimo se abolía en una angustia sensorial de peso sobre el corazón. Apartó la mano que le sofocaba los párpados, y con el reflejo de la luz en los ojos creyó entrever el bulto de la Sofi. Era una imagen confusa y doliente, que volvía como las imágenes de los sueños. La Sofi le miraba como ya le había mirado otras veces, recogida sobre el apoyo del baúl, sentada en la sucia humedad del suelo. Fermín no tuvo el más leve signo de sorpresa ante aquella reversión del tiempo que concitaba sus fantasmas en los mismos lugares:

—Sofi, ¿por qué he de verte siempre ahí?

Suspiró la sombra huraña, recogida al pie del baúl:

—Cierra los ojos si no quieres verme. De antes los tenías cerrados.

—No te sentí llegar.

—He venido descalza.

—Acaso dormía…

—Tú sabrás si dormías o cavilabas.

Fermín volvió a ponerse la mano sobre los ojos, con un gesto de apática contrariedad:

—¿Sofi, por qué no te recoges?

—¿Más recogida me quieres?

Insistió Fermín con repentina impaciencia:

—Es absurdo que permanezcas en ese rincón.

Suplico la sombra, obstinada:

—No me miras… Te duermes sin hacer caso de mí… Figúrate que soy un perro…

Fermín, que se había salido del camastro, la requirió de un brazo:

—¡Es intolerable lo que haces!

La sombra se incorporó sobre las rodillas, con agoniada protesta:

—¡Maltrátame, santo del cielo! Me resisto a obedecerte, arrástrame de los pelos.

Siempre de rodillas, le besaba las manos, mojándoselas de lágrimas. Fermín no intentó retirarlas, esperaba que consintiéndole aquellos extremos, habría de mostrarse más razonable. En los camastros vecinos se erguían algunas cabezas, con asoñarrada protesta, y volvió a requerirla por el brazo:

—¡Me pones en evidencia!

—¿Por qué no me dejas aquí?

—Obedece.

—Pues llévame a cubierta.

—¡Al infierno!

La Sofi le siguió sumisa, secándose los ojos:

—Tengo un clavo en las sienes, y el aire me refrescará la cabeza.

Salieron a la noche de estrellas. Fosforecían las olas, cantaba el viento. El Capitán Meana y el calmuco conversaban reclinados en la borda. Fermín se desvió tirando de la Sofi. En la banda contraria se les ofrecía un banco todo metido en luna: Era el mismo donde habían estado anteriormente. Fermín experimentaba un alarmado despecho ante el infortunio de la Sofi. Árido de casuismos puritanos, sentía enfriársele el corazón con repulsa y desgana del piadoso sentimiento que, fuera de sus propósitos, le movía a remediar el desamparo de aquella mujer, carne de prostíbulo. Anduvieron entre balances. Con la cara vuelta a las estrellas, dormía la mona Don Teo. La Sofi, enjugándose los ojos, se recogió al extremo del banco: Con afligido miramiento procuraba apartarse de Fermín:

—Estoy sabedora… Tú no eres lo que representas… Por las palabras que has tenido con ese negro mala sangre, estoy sabedora… ¡Ni siquiera comprendo cómo tan ciega para no ver que eres sujeto de principios! Después de todo, como si fueses el más último de los hombres. Para mí, la misma cosa… Que algún día me visites en la cárcel, si te da esa ventolera. Esta noche te has interpuesto, todo lo trastornó hallarte en conversación con ese verdugo. ¡Tan dispuesta que iba a clavarle el cuchillo!

Fermín le ahondó los ojos:

—¿Y luego a matarte?

La Sofi se abismó en un gesto incoherente, con la boca trémula y perpleja:

—Ese impulso me vino después… Creo que me vino después… Casi no me recuerdo… Yo iba a por él. Le hubiera enfriado. ¡De una vez para siempre me quitaba el recelo de sus malas intenciones! ¡No llevaba otro acuerdo! La idea de volver el cuchillo contra mí, me vino después… A lo primero, no… A lo primero me conformaba con ir a la galera… Si acaso, que tú me visitases alguna vez…

Fermín movía la cabeza:

—Es preciso que rechaces tales absurdos.

—¡Son luces!

—Son insensateces. Debes pensar en rehacer tu vida.

—Mi vida no va a ser más cautiva en la galera. ¡Son luces! Consiénteme que mire por ti, santo sin hieles. Ese Caín se recome de malas ideas. ¡Es un malvado muy traidor! De haber podido enfriarle, ¡qué sosiego para mi alma!

Fermín se levantó, amonestándola con alarmada severidad:

—Sofi, te prohíbo…

Ella le miró adementada por ofrecérsele con las manos llenas de sangre como conjuros de amorosa expiación:

—¡No me mires tan fiero! ¡No me prohíbas cosa ninguna! ¡He de matarle para que no te mate! ¡Si resguardo tu vida, ya habré hecho alguna cosa buena en el mundo!

Los ojos tenía cerrados, la boca entreabierta por temblor epiléptico. Fermín le impuso una mano en la frente:

—Sofi, procura serenarte. Tú realizarás en el mundo otras buenas obras. Ésa no lo sería. Por lo demás, estate segura de que mi persona no corre ningún riesgo. Las baladronadas no son sentencias de muerte.

—Es un malvado muy traidor.

—Déjalo de mi cuenta.

—¿Y si te mata?

—Me entierran. Tú sólo debes pensar en rehacer tu vida honestamente.

—¿Para qué? A ti de mi vida se te da bien poco. Llegando a Londres, me tiras al agua con una piedra al cuello.

—¡Sofi, no desatines!

—¿Por un casual has venido a significar cosa diferente en lo que hablaste con ese veneno?

—¿Cómo puedes atribuirme palabras que jamás han salido de mis labios?

—No son tus palabras, son tus pensamientos… Tú has mentado solamente el diferente rumbo de nuestros caminos. Fue entonces, al oírte, cuando reviré el cuchillo contra mí.

El viento le arrebataba la madeja del pelo, descubriéndole la frente blanca y lunática. Fermín la miraba con piadosa resolución, le acudía del fondo de la conciencia una lástima generosa y redentora, sentía como un precepto religioso la obligación de remediar el oprobio de aquella vida de prostíbulo. Tomó una mano de la Sofi:

—¡El rumbo de nuestros caminos nadie lo sabe!

XXXIV

Don Teo se incorporaba bostezando: El maligno vejete guiñaba el ojo:

—Aquí sobra uno. ¡Buenas noches!

Don Teo se alejó refitolero, sesgada la boca por una mueca cínica: Con pérfido regocijo daba por seguro los cuernos de Indalecio. Le acudió un estornudo, y friolero, frotándose las palmas, se encaminó a la cantina: Aún se tambaleaba, y sus pensamientos en fuga hacían revoloteos entre el naufragio del quepis y Doña Baldomera: Instintivamente miró al mar: El guedejón que le valía para disimular la calva, le flameaba sobre una oreja. Desde la puerta de la cantina, con atisbo de raposo, alargó la pestaña, sospechando que había de encontrarse con el Pollo de los Brillantes. Le descubrió entre la niebla de humo, aislado y pensativo ante una copa intacta, con el veguero atravesado en la boca: Se allegó corcovándose, fruncida la husma:

—¡Nos atrae un poderoso imán!

Reía con gallos santurrones, apuntando el diente verdino. El Pollo le miró recalmado:

—¿Ha dormido usted la mona?

Don Teo bajó los párpados y alzó los hombros con taimado aspaviento:

—No discutamos bagatelas. Usted lo resuelve como le haga más el gusto.

El Pollo tascaba el veguero:

—La conducta de usted es incalificable. Se conduce usted como un novatón; olvida usted que toda prudencia es poca. El Indalecio es un irresponsable, usted no, usted sabe la enorme responsabilidad que pesa sobre nuestras cabezas.

El vejete arrugaba una mueca felona:

—No creo que haya motivo para esos ditirambos.

Sofocó la voz el Pollo:

—Se nos ha designado para ejecutores de una sentencia que baja de muy alto, de muy alto, Don Teo.

—Me está usted hablando como si me hubiese rajado. Una copa de más, francamente, no justifica que usted olvide mi modesta historia. En cuantas ocasiones se me ha propuesto, jamás me rajé, y me he visto en casos muy apurados, casos de jugarse la pelleja, y el busilis en el alero. ¿Puede estimarse como suficiente recompensa a mis servicios una plaza de segundo organista en el oratorio del Olivar? Pregúntese al Señor Conde de Cheste, y él dirá si es hombre de ideales Teolindo Soto.

El Pollo tiraba del habano, atentos los ojos al ingrávido volar de una mosca en torno de la copa que permanecía intacta: Murmuró en una nube de humo:

—Me tiene usted disgustado, profundamente disgustado.

Se atufó el vejete con gallos santurrones:

—El hombre es frágil… La humanidad es frágil… Verdades eternas y patentadas.

—A usted una copa de más se le antoja un catafalco.

Interrumpió el Pollo:

—En estas circunstancias.

—Yo con una copa soy un astrónomo. Una copa para mí es un telescopio. Una luz que ilumina el caos. ¿Sabe usted que son perfectamente auténticos los pitones del amigo Inda? ¡Perfectamente auténticos! ¡Y eso supone una complicación de muchos bemoles! ¡El trío de baile y guitarras era una pantalla de primera!

El Pollo se solemnizó, con apesadumbrada jactancia:

—¡Era algo bien planeado!

Aclaró Don Teo:

—La rubiales le ha puesto los ojos al propietario de la bolsa. Y ese punto no es lo que aparenta.

—Como que es un demagogo de los más rabiosos.

—Me lo había guipado.

Remató el Pollo:

—Hay que dar el golpe pronto y sobre seguro, para salvar a España. Usted va a dejar ese feo vicio…

—No se hable más.

—Estamos investidos de una misión sagrada. La hidra demagógica amenaza como nunca los cimientos de la sociedad española.

Apuntaba Don Teo una sonrisa aduladora:

—Que la musa le inspire a usted, y adelante. El Inda y la rubiales, tal como han rodado las bolas, representan un estorbo.

El Pollo adormecía los ojos de rana: Maduraban sus pensamientos, como frutos de cuelga, en las arrugas del entrecejo:

—Al Inda habrá que sellarle la boca.

Batió un párpado el vejete:

—Usted dirá el sello.

El Pollo se frotaba el pulgar y el índice:

—Convendrá tramitarlo a bordo.

Asesoró Don Teo con mónita santurrona:

—Hay que darle boleta para los patrios lares.

El Pollo anubarraba el gesto:

—¡Me temo la mala leche de ese pinta!

Sigiló Don Teo:

—Se le expide pasaporte para un viaje de placer.

El Pollo acompasó con la mano:

—¡Prudencia!

—Usted cuenta para todo con la devoción de este acólito.

La mano redonda y pecosa, enjoyada de gruesos anillos, reiteró sus compases:

—¡Prudencia! ¡Prudencia!

—Sabe usted que la rubiales es una Ristori. ¡Milagrosamente no lloramos la defunción de Indalecio!

—¡Lástima que no haya rematado la faena!

—Aún puede…

—No estaría mal.

—Cuestión de cultivarla.

—Pues a ello.

El Pollo de los brillantes humeaba el veguero con flemática indiferencia, como si en cada bocanada quisiese disipar un incierto compromiso que podía trascender de sus palabras: Inducido por aquella camándula, se puso en pie finalizando el coloquio. Descendía el vapor con largo balance, y hubo de apoyarse en la mesa. Entrando la noche, había saltado el viento y arreciaba un temporal de mar duro con chaparrones y rachas del Sudeste. El Omega, alternativamente, remontábase en la cresta de las olas y se abismaba como si le faltase el mar bajo la quilla.

XXXV

Don Joselito Cartagena se alejó con medrosos compases, abiertos en balancín los brazos de rana: Iba en busca de la partida de monte, sobre el atisbo de pujar la banca, y alzarse con el dinero de los puntos por las flores del salto, el pego y el amarre: Cuando penetró en el comedor vacaba el naipe, y los revolucionarios españoles escuchaban al apóstol de la revolución universal. Las luminarias de un ponche alteraban los rostros con fugaces reflejos, y la boca sin dientes del barbudo gigante, adoctrinaba:

—Los suecos emplean aguardiente de cerezas, que aquí hemos sustituido por ron de Jamaica. En vez de ron pudimos haber puesto aguardiente de orujo, es más parecido al kirsch. De toda suertes, espero que resulte una bebida agradable.

Extinguidas las luminarias, el barbudo gigante colmó las copas, y los cofrades celebraron las excelencias del ponche sueco, con el ritual masónico de simbólicas salvas. Desentonó Paúl y Angulo:

—¡Es el bálsamo de Fierabrás!

Entrometióse el Pollo de los Brillantes:

—Don Pepe, nosotros por lo castizo. ¿Le parece a usted que apuremos unos chatos de Macharnudo? Y ustedes todos, caballeros.

Tronó Paúl y Angulo:

—Venga ese contraveneno.

El Capitán Meana, en la puerta del comedor, secreteaba con el calmuco:

—Entre usted. Iniciaremos la batalla.

—Batalla perdida. Son unos burgueses.

—No aventure usted juicios.

El calmuco echa los ojos sobre la cofradía revolucionaria:

—En todo caso, ha de iniciarse la captación uno a uno. Conviene la táctica jesuítica.

—La captación, sin duda… Ahora se lanza la idea.

—Son unos burgueses.

—Salvochea no es un burgués.

El calmuco sesgaba la boca con una mueca desdeñosa:

—Es algo peor, es un puritano.

—Estévanez no es un burgués.

—Tiene todos los prejuicios de la moral rutinaria.

—Paúl tampoco es un burgués.

—Como a tantos revolucionarios españoles, le incapacita para una acción a fondo la ceguera por vuestro Prim.

El antiguo garibaldino amontonó el ceño:

—Le creía a usted con más fe en la realización de su idea, y si al proponérmela hubiera usted manifestado esas dudas…

—¿Qué hubiera hecho usted?

El calmuco le clavaba los ojos oblicuos con una sonrisa artera, que irritó al Capitán Meana:

—¿Qué hubiera hecho? Pues no perder el tiempo.

—¿Cree usted haberlo perdido?

—Indudablemente.

—¿Por qué, si estamos de acuerdo?

—Solos nada podemos.

—A los otros debemos ganarlos cautelosamente… Primero para la teoría, y luego para la acción. Usted inicia los primeros aproches sin insistir demasiado.

Cortó con adusta impaciencia el Capitán Meana:

—¿Entra usted?

—No es conveniente.

El calmuco le tendió la mano, sesgada la boca por una sonrisa de astuta complicidad, y traspuso la puerta: Desapareció sumido en el declive de un balance, estremecidas las greñas color de buey, bajo el guiño de todas las luces. El Capitán Meana llegó a la mesa de los brindis, y campanudo reclamó una crátera para hacer salva: El Pollo de los Brillantes le alargó un chato. Tintineaba el cristal de las copas en los violines, oblicuaba la mesa su plano, desquiciábase en torno el círculo del triángulo, y, florecido de una sonrisa efímera, ascendía en el múltiple guiño de las luces el busto barbado del apóstol.

XXXVI

El temporal de aguas y viento se mantuvo toda la noche. Bakunin, verboso y noctámbulo, prolongaba la tertulia con interminables y paradojales discusiones, convirtiendo en cenáculo de café el comedor del Omega. Envuelto en el humo de la pipa, ante la mesa llena de copas, sentíase inspirado:

—¿Queréis la revolución en España? ¿Por qué la queréis? ¿Qué ideario pretendéis implantar en sustitución del régimen existente? ¿Acaso imagináis servir una causa revolucionaria con esas interminables discusiones sobre los candidatos a la corona de España? ¡Es insensato hacer una revolución para buscar un tirano! ¡Las masas no pueden seguiros! Devolved al pueblo sus sagrados derechos, infundidle el sentimiento de dignidad que nunca podrá darle una Monarquía. Haced la revolución, pero encendidos los corazones con la esperanza de ver derrumbarse todas las viejas dinastías europeas para ceder el puesto a las masas triunfantes. El sentido militarista de vuestra revolución no puede interesarnos; es más: lo execramos. Vuestra revolución carece de hondura en los propósitos, es un fuego fatuo desprendido de los grandes cadáveres revolucionarios que aún prestigian la historia política de Inglaterra y Francia.

El Señor Alcalá Zamora sonreía con eclesiástica suficiencia:

—El buen sentido del pueblo español rechazará siempre el veneno de esos brillantes sofismas.

Saltó Paúl y Angulo:

—El socialismo no es un sofisma.

—Si no es un sofisma, es una utopía.

—Las utopías de hoy son las realidades de mañana.

—El español es profundamente individualista.

El Capitán Estévanez apuntó una sonrisa de chanzas:

—Es insolidario, pero no creo que sea individualista.

—El adoquinado de una calle no es individualista. ¡Todos los adoquines iguales e insolidarios!

Amonestó el clérigo con doctoral silabeo:

—¡Sea usted más patriota!

—Yo soy uno de tantos adoquines, perfectamente insolidario.

Intervino el Capitán Meana:

—Estoy de acuerdo con que el español no sentirá nunca el dogmatismo marxista.

El apóstol de la revolución universal asintió con un gran gesto velado en el humo de su pipa:

—La Asociación Internacional de Trabajadores es la aparición de una nueva tiranía que amenaza a todos los pueblos: La Humanidad, en sus múltiples fases, esclavizada por los rencores del proletariado.

Estévanez le miró reflexivo:

—No llego a ver claro en el fondo de esa doctrina…

—Ateísmo y antiestatismo. Hoy hemos de destruir el régimen político existente en todos los pueblos europeos, pero mañana nuestro destino será combatir el régimen comunista tal como lo concibe la Internacional: ¡La dictadura del proletariado!

—¿Cuál es, entonces, la revolución mundial a que usted aspira, si no es la dictadura del Estado comunista?

—El excelente y bienhechor desorden, parteado por una explosión de las masas. El socialismo del Estado, conforme a la doctrina marxista, sólo puede alzarse sobre los escombros de las viejas sociedades, por una nueva esclavitud de las masas reducidas, en fuerza de decretos, a la obediencia, a la inmovilidad y a la muerte: La Europa Occidental, senil, corrompida, escéptica, necesita una transfusión de sangre bárbara que la saque de su cretinismo democrático. No puede haber revolución sin anarquismo: La revolución sólo existe donde se abre un horizonte anárquico, y si no se lleva en su seno el rayo destructor de todos los prejuicios sociales, será una apostasía. El régimen parlamentario, piedra angular en las democracias occidentales, es una de las más hipócritas ficciones del sentido burgués. Yo comienzo por execrar cualquier revolución que no sea para destruir todas las Instituciones del Estado. No hay verdadera libertad, ni respeto al individuo, sin anarquía. El cimiento de la dignidad humana se llama anarquía, y una revolución debe ser, en todos los casos, una máquina infernal.

Bakunin descargó la pipa golpeándola contra el borde de la mesa: Sonreía como si esperase la refutación de sus palabras. Insinuó el Capitán Estévanez:

—Comprendo el anarquismo como medio, pero no como fin.

El apóstol cargaba su pipa:

—Todos los fines son ajenos a la voluntad de los hombres.

—Es un fatalismo que no comparto.

—¿Negará usted el fatalismo cósmico del cual somos esclavos? Y en cuanto al distingo entre la anarquía como medio y la anarquía como fin, no puede admitirse. Es frecuente identificar la anarquía con el terrorismo, y me parece que usted incurre en ese sofisma de la reacción burguesa. La furia destructora no es la última razón del credo anarquista. El terrorismo sólo significa un accidente en la lucha revolucionaria, pero no una norma, signada con el sentido de lo absoluto como la Idea Anarquía.

Los conspiradores españoles apenas mostraban un leve desacuerdo con las utopías revolucionarias del apóstol.

XXXVII

¡Fondo!

Silbatadas y escapes de vapor. Caen las anclas con desgrane de cadenas, abriendo círculos de espuma. El pasaje invade la cubierta, transportando maletas, sombrereras, líos de mantas. Era general el sentimiento ahorrativo de esquivar propinas. Rostros que aún conservan la palidez del mareo, contemplan casi incrédulos la estabilidad de los muelles, prolongándose en un balance de toldillas y masteleros. Sacan su trompa entre la niebla imponentes grúas. Bocoyes, fardos, jaulas, cajas de maquinaria ruedan entre grises patuleas, en un tráfago de vagonetas, cables, palancas, poleas, flexores, volantes. Con la sanidad pasó a bordo la policía. Un comisario, dos agentes y cuatro gatos de la secreta. La Sofi se ocultaba en el grupo de los revolucionarios españoles. Anovelóse el pasaje. Corrieron fabulosas invenciones:

—Un complot de carbonarios para volar la Catedral de Londres.

—Si a usted le parece bien, para volar el Parlamento.

—De cierto, nada.

—Londres no puede continuar siendo el asilo de todos los anarquistas del mundo.

—¿Bombas Orsini?

—Eso he oído.

—¡Bombas Orsini!

—En una maleta abandonada en la primera cámara.

—De cierto, nada.

—Que la policía está registrando el barco.

—¡Y que ha sido descubierta una máquina infernal!

—El carbonarismo italiano…

—Los detenidos son contrabandistas de Gibraltar. Un alijo de tabaco…

—Usted nos chafa el folletín.

—Algo más. Asesinos pagados para matar a un general carlista.

La Sofi se apretujaba el toquillón por la cabeza. Quisiera tener alas. Escapar, volando sobre las blancas toldillas y las negras barcazas de hulla, perderse en la niebla de los tejados, en el humo de tantas chimeneas, aduendarse por aquellos castillos de luces y ventanas suspensas por dos riberas. Se santiguó:

—¡Madre del cielo!

Comentarios de Tiberio Graco:

—¿Un general carlista? ¿Cabrera? ¿Y si no fuese un general carlista?

Asentimiento de Claudio Nerón:

—He pensado lo mismo.

Don Luis Alcalá Zamora plegaba los labios con eclesiástica reserva:

—No sería la primera vez que se atentase contra la preciada vida de Don Juan.

Condenaba el Capitán Estévanez:

—¡Un Gobierno que apela a tan repugnantes medios es la deshonra de un pueblo!

Claudio Nerón soslayaba al clérigo sin licencias:

—Don Luis, ¿cree usted que el golpe venga de González Bravo o de Mastai Ferrati?

—Creo, sencillamente, que el golpe, de venir, viene de los enemigos de Don Juan.

—Habla usted como los oráculos.

—No tengo datos precisos para concretar una acusación.

Saltó Paúl y Angulo:

—¡Yo sí!

—¡Yo no!

—¿Quiénes son los más acérrimos enemigos del General Prim?

—¡Los neos!

—No.

—¿Los moderados históricos?

—Los partidarios del Duque de Montpensier.

Atenuadas sonrisas, leves dudas.

—¿Más que los isabelinos puros?

—Más. Y más que el naciente alfonsismo. El General, que no ha hecho declaraciones republicanas, que ni siquiera las ha hecho antidinásticas, ha rehusado todo compromiso con Antón Perulero. ¿Qué dice el páter?

—Me asombro, y cavilo que sin pruebas muy evidentes no lanzaría usted esas acusaciones.

—Estoy harto de oír respiran los partidarios del Naranjero. El Pillete, el Patulero, el Pringado, son sus mejores alusiones al Conde de Reus. Todo esto debe saberlo el interesado, es preciso que lo sepa, encenderle la cara.

Sonrió cautamente el clérigo sin licencias:

—Y arrancarle declaraciones republicanas… Dudo que ustedes lo consigan.

—No queremos declaraciones, queremos una leal colaboración, el compromiso solemne de que será respetada la voluntad nacional.

El clérigo se ungió de liberales promesas:

—Puedo asegurarles que no hallarán la menor dificultad en su empresa. El General ha procurado siempre una inteligencia con las democracias españolas… Pero ustedes también tienen sus santones, y no es siempre fácil entenderse con soñadores.

XXXVIII

El Comisario de Policía examinaba las hojas de embarque en el camarote del Capitán. Pedía aclaraciones. Releía notas de una cartera:

—Una mujer y tres hombres embarcados en Gibraltar. Sofía Aranguren, Indalecio Meruéndano, Teodolindo Soto. Los dos, profesores de guitarra española. Pasaje de tercera.

El Capitán explicó con flema británica:

—Míster Meruéndano viaja en la barra.

El Comisario repasó una hoja cubierta de anotaciones:

—Míster José Cartagena. Trabaja el comercio de naranjas. Pasaje de primera. Los cuatro, embarcados en Gibraltar. El cable recibido, al interesar su captura, alude a un complot político urdido en aquella plaza.

La pareja de agentes apareció trayendo en medio al hombre gordo, vestido de blanco. Le encaró el Comisario.

—¿Es usted míster Cartagena?

—Si usted no manda otra cosa…

—¿Embarcado en Gibraltar?

—El mismo.

—Usted tendrá la bondad de acompañarnos.

—¿Se me permite bajar al camarote para cerrar las maletas y cambiar de ropa?

El Comisario, antes de responder, miró a los agentes:

—El camarote de usted ha sido sellado.

Se inclinó el hombre gordo:

—Me será permitida la más enérgica protesta. ¿De qué se me acusa?

El Comisario puso una sonrisa benevolente sin conocer las causas.

—¡En todo esto hay una equivocación!

—Cumplimos órdenes.

—¡Soy una persona honorable!

—La policía no juzga, obedece.

—Protestaré ante mi Embajada.

El Comisario se levantó sonriente:

—Entretanto, va usted a consentirme que le ponga las esposas.

El Pollo de los Brillantes le presentó las manos con cínica entereza:

—Repetiré con Garibaldi: Obedezco.

El Comisario le clavó los ojos sagaces con atención jovial:

—Soy también un admirador del gran italiano.

Le puso las esposas con irreprochable destreza. El Pollo de los Brillantes se había vuelto de cera:

—Se me trata como a un malhechor.

El Comisario denegó con gesto placentero:

—Estas formalidades no prejuzgan la condición del preso. Usted, por ahora, queda aquí incomunicado. Vuelvo.

Se inclinó el hombre gordo.

Abatido sobre la banqueta de hule, con un guardia de vista, el hombre gordo comenzó a preparar su defensa.

XXXIX

El pasaje se corría sobre la borda de estribor, por donde embarcaba la policía con los tres hombres esposados y la desesperada, que grita y saca las uñas entre la pareja de agentes. Protestaban románticos, desde el botalón, los revolucionarios españoles, en grupo de girondinos. Las viejas litografías han perpetuado estos gestos. El Compañero Salvochea permanecía en la escala, la cabeza desnuda, los rizos en vuelo. La Sofi le alargaba los brazos, y el treno girondino mudóse en zumba y jonjana:

—¿Será Fermín un Don Juan?

—Un Don Juan en estado de inocencia.

—Don Juan sin saberlo.

—¿Sin saberlo quién? ¿Fermín, o nosotros?

El clérigo sin licencias, reservado y cismático, abrió un círculo de irónicas ambigüedades:

—¿Y si les dijese a ustedes que esa mujer es el diablo?

—¡Todas las mujeres!

Ir a la siguiente página

Report Page