Baza de espadas

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Primera parte. Vísperas setembrinas » Tratos púnicos » XIII

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TRATOS PÚNICOS

I

Sobre ruedas, en un ómnibus cargado de valijas, mundos, sombrereras y maletines, trompicaba la jacobina comunión de revolucionarios españoles por las calles de Londres. Jovial y fraterna, y a la mira de vivir por poco coste, fue unánime el acuerdo de hospedarse en el último piso del Harcourt-Hôtel. —Largos pasillos con mecheros de gas: Olores de cocina y hulla quemándose: Panorama de chimeneas: Escenas de gatos.— Los revolucionarios españoles, tomada posesión del alojamiento, estudiaron sobre un plano la red de tranvías. Acalorada disputa:

—Tranvía de Trafalgar-Square.

—Mejor el ómnibus.

—¿Vive muy lejos?

—¡En la Venta de Algete!

El Hotel Harcourt era una jaula de siete pisos. Escaleras y corredores de numeradas puertas, pasos perdidos, batir de colchones, rodar de camas: Un zapato, un cepillo, un hombre que canta bajo una lucerna.

II

El General Prim, aquellos últimos días del destierro, habitaba una villa en Paddington. La casa entre enredaderas, alegre de verdes persianas, tenía un cercado de rosales que podaba en mangas de camisa —ajeno a recuerdos clásicos— el Soldado de África. El despacho, grande, cuadrado, con armas, pinturas y mesas de juego, no tenía libros. Don Juan, después de los saludos y presentaciones, había clavado los ojos en el Capitán Estévanez:

—¿De dónde nos conocemos?

—De la Campaña de África, mi General.

—¿Usted ha servido en el Regimiento de Zamora?

—Teniente de la Cuarta Compañía del Segundo Batallón. ¡Asombroso que usted me recuerde, mi General!

El General sacó el pecho con animosa arrogancia:

—Yo también he servido en el denodado Regimiento de Zamora. Zamora era entonces el terror de los carlistas, como más tarde lo fue del moro en la Campaña de África. Le recuerdo a usted en la acción del 17 de diciembre. Tengo muy presente la conducta de usted en la retirada, mandando alinearse y numerarse bajo el fuego enemigo para contar las bajas.

El Capitán Estévanez enrojeció:

—Me preocupaba la idea de que algún hombre se me quedase herido entre aquellos jarales… Impulso sentimental más que alarde bélico… Mi alma, como mi vitola, es la de Sancho Panza.

—¿Qué empleo tiene usted en la actualidad?

—Continúo de Teniente, con el grado de Capitán.

—¡No ha sido mucho el adelanto! Amigo mío, esperemos mejores tiempos, esperemos el triunfo de nuestros ideales, que será el de la justicia.

El Capitán Estévanez, tan colorado y orondo, tuvo un gesto de Diógenes:

—Antes que concederme a mí la efectividad en el grado, hay muchas cosas que arreglar en España.

El Conde de Reus frunció las cejas ante aquella risueña indiferencia:

—Todos nuestros amigos de la milicia, en el día del triunfo, recibirán dos empleos. A los que hoy sufren persecuciones y cárceles, a los que mañana harán resplandecer el sol de la libertad, a costa de su sangre, ¿qué menos puede ofrecerles la Patria? Pero es indispensable la unión de la gran familia liberal bajo la bandera de unas Cortes Constituyentes. Creo que usted lo reconoce así, al honrar esta casa y al estrechar mi mano de soldado.

—¡Así es, mi General!

El Conde de Reus le abrazó, siempre con exceso de comediante en tablas. Luego, brusco y cordial, encaró al Capitán Meana:

—¿Usted también militar?

—Sí, mi General.

—¿Y con los mismos adelantamientos?

—Sí, mi General.

—¿Y con las mismas campañas?

—Sí, mi General.

—¿Y sin ambiciones?

—Una sola, mi General: Que usted monte a caballo y sea un hecho la libertad de España.

—¿Cree usted que yo puedo hacerlo?

—Usted puede ser el caudillo de las democracias españolas.

El General sonreía con diplomática sorna:

—Las masas son, por naturaleza, anárquicas. Me temo mucho que nuestro amado pueblo desconozca el justo medio y lo pierda todo. A rastras, o por las nubes: esclavitud, o anarquía.

Ruiz Zorrilla, burócrata y prosaico, aparecióse con cartas y otros papeles para la firma del General. Detrás, Sagasta, manos en los bolsillos, tupé de farandul napolitano: Le faltaban la mona sobre el sombrero y el perro sabio con el platillo para recoger los cobres. Abrazos, dobles apretones de manos, preguntas de unos y de otros, ajos y admiraciones. El General alzó un sobre con muchos lacres de la bandeja que le presentaba el viejo asistente, ahora vestido con pomposa librea de pasadores y cordonerías:

—No es de estafeta este pliego.

—Lo ha recibido el italiano.

—Don Ruiz, ¿quiere usted enterarse?

Ruiz Zorrilla tomó el pliego y se apartó para leerlo. El Soldado de África interrogó a Sagasta:

—¡Amigo Práxedes!, ¿y esa visita?

—Judía y contra…

Sonrió Don Juan, acariciándose la barba negra y cosmética:

—¿Ésas son sus impresiones?

—Tanto como ésas…

—¿Ha sido larga la conferencia?

—Próximamente una hora.

—Luego me dirá usted…

Volvió Don Ruiz y sopló en la oreja del General:

—El Jefe Superior de Policía pide hora.

—¿El Jefe Superior de Policía? ¿No le hace a usted raro?

—Un poco.

—Don Ruiz, a ver si tenemos que salir tocando el organillo.

Gran frase de Don Ruiz:

—¡Lo sentiría por Inglaterra!

El Conde de Reus se dirigió al apartado grupo de sus amigos:

—Señores, una noticia que puede, si no malograr, producir un retardo en nuestros proyectos. El Jefe de Policía me visitará esta noche. Don Ruiz, cítele usted para las diez, y ofrézcale una taza de té con la Condesa. Esa visita no me da buen agüero.

El Amigo Práxedes rasgaba la boca morena sobre dos orejas, ajudiado el azabache de los ojos, el tupé en llamarada sobre el entrecejo:

—¿Teme usted una indicación para salir de Londres?

Ruiz Zorrilla acentuaba con prosodia integral, de castellano burgalés:

—¡Lo sentiré por Inglaterra!

El Amigo Práxedes recogió la frase como una de aquellas pelotas que, haciendo novillos, jugaba en las murallas de Zamora:

—Inglaterra dejaría de ser la nación hospitalaria que todos admiramos.

Don Juan se puso la mano en las solapas del chaleco:

—Les pediríamos auxilio a los hermanos del Piamonte.

Saltó Paúl y Angulo:

—¡No habrá caso, mi General! Probablemente, la Policía inglesa está sobre los rastros de un complot tramado para sacarle a usted de en medio. ¡Así las gastan algunos compadres! Esta mañana hemos tenido a bordo la visita de la Policía. ¡Con esposas se llevó a tres puntos que habían tomado pasaje en el Peñón!

Don Juan permaneció en su actitud. Sólo un leve movimiento de los labios:

—¿Españoles?

—Españoles.

—¿Y usted sospecha…?

—Todos sospechamos. En el Peñón, la Policía ha descubierto el complot y lo puso en conocimiento de la Jefatura de Londres.

El Soldado de África respiró el aura de sus grandes horas. Arranque teatral, gesto fogoso de farsa mediterránea:

—¡Mi vida, señores, la respetan las balas! Soy providencialista, y creo que la respetan para abrir una nueva senda en los destinos de España. En Castillejos, el plomo que rasgaba la gloriosa enseña, que hería a mi caballo, que mataba a mis ayudantes, a mí me respetaba, como ha dicho el simpático Pedro Antonio.

Una ráfaga de entusiasmo despeinó en todas las cabezas el tupé sagastino: Todas tuvieron en aquella hora un rizo en el aire, y las bocas una sonrisa cordial, y los ojos una lágrima de novela chabacana. La Condesa de Reus, en la florida penumbra del jardín, tras la puerta de cristales, llamaba con el abanico:

—Juan, un momento. ¡No se te ocurra invitarlos! Sonrió el General:

—Ya he visto que son demasiados. Los invitaré de dos en dos. Hoy cuenta con Paúl y La Rosa. Me conviene ganarlos inmediatamente, porque se traen la representación de la Junta Republicana de Cádiz. Muéstrate amable y muy demagógica.

La Condesa de Reus, vestida de encajes negros y fulares malva, acendrada de soles criollos, honesto el escote y la garganta con guardapelo de enamorada, abría la pompa del miriñaque, jugaba el abanico y la sonrisa en la puerta de cristales, saludando al capítulo revolucionario.

III

De sobremesa, servido el café, puesta lumbre a los vegueros, el gran revolucionario mandó cerrar las puertas y, paseándose, abrió el pecho a los Hermanos Claudio Nerón y Tiberio Graco. Don Juan Prim, verdoso, cosméticas la barba y la guedeja, levita de fuelles y botas de charol con falsos tacones, que le aumentaban la estatura, sacaba el tórax. Pisando fuerte y abriendo vocales catalanas, hacía temblar el Trono de Isabel II. Decoraba sus jaquetones propósitos con la retórica progresista que resplandece en los himnos nacionales. Si juraba, era por su espada; si prometía, era por la gloria de sus laureles. —César, en las tragedias de los corrales, no declama con más pompa endecasílaba sus hechos de Farsalia.— Don Juan, enarcando el pecho, lucía los dijes del reloj, la botonadura de diamantes, el chaleco de seda. En su alma de falacias y ambiciones púnicas encendía gallos matachines la jota del Ebro:

—¡Abajo todo lo existente! Hoy, señores, el lema de mi espada, siempre al servicio de los ideales democráticos, no puede ser otro. ¡Abajo todo lo existente! Monárquicos y republicanos podemos conducir nuestros comunes anhelos por ese cauce, y así me lo hace esperar la noble conducta de ustedes en el último fracaso de Cádiz. Mi corazón de soldado les guarda por ello el más profundo reconocimiento. Cartas de los amigos me han hecho conocer la actitud de ustedes, tan leal a los pactos con el partido progresista, tan deferente para mi persona.

Paúl y Angulo, ante aquellas memorias, fiscalizó con gesto severo de jaque dogmático:

—Este último fracaso se lo debemos al egoísta exclusivismo de los vicálvaros. Su mala fe ha sido patente. No querían ni la colaboración de usted ni la del pueblo.

Recapacitó Don Juan:

—Es una lección que tendré presente.

Explicó Tiberio Graco:

—Hubieran proclamado a Montpensier.

—¿Por qué no lo han hecho?

—A última hora les falló Topete.

—¿Contaron en algún momento con Cantabria?

—En ninguno.

—¿Ni con los artilleros?

—Ni con los artilleros, ni con el Fijo de Ceuta.

—Eso ha detenido al Brigadier Topete. No olvidaré la enseñanza.

Paúl y Angulo ceceaba, demagógico:

—Mi General, la caída de todo lo existente es la sola condición que pone la Junta Democrática de Cádiz.

Saludo masónico de Don Juan:

—Aceptado. La revolución, una vez triunfante, convocará Cortes Constituyentes. No encubro mis sentimientos monárquicos, pero si el voto nacional fuese republicano, yo pondría mi espada al servicio de las nuevas Instituciones. Y como verdaderos demócratas y como hombres de honor, no dudo que ustedes aceptarán igualmente el fallo de las Cámaras.

Los hermanos de triángulo se mostraron conformes. Grandes gestos y grandes frases. Don Juan, para sellar el pacto, colmaba las copas. Paúl y Angulo declamó con ceñuda arrogancia:

—Mi General, la revolución, para ser un hecho, sólo espera la presencia de usted en las aguas de Cádiz.

Sonrió el General:

—Todavía no ha llegado el momento.

—¡Los vicálvaros pueden intentar otra jugarreta!

—No los temo. Amigo Paúl, al primer aviso, jugándomelo todo, desembarcaré en España. Para poder realizarlo tengo, desde hace meses, un vapor fletado en Weymouth. Amigo Paúl, usted es el hombre que mejor podría representarme en Cádiz.

—¿Con mi significación republicana?

—Precisamente.

—Don Juan, usted me manda.

Abrevió Don Juan:

—¿Traen ustedes algún otro negocio?

—Ninguno.

—En ese caso, deben regresar inmediatamente a España. Esta noche seguiremos hablando.

Pasaron al salón, donde, en un círculo de emigrados, hacía los honores la Condesa de Reus. Aquel mundo de emigrados españoles, todavía con una evocación de las modas románticas en barbas y melenas, en el talle de las levitas y en las corbatas, tenía una gesticulación apasionada y morena, un fulgor de ojos negros que en las nieblas londinenses recordaba el disputar de las sinagogas.

IV

El General apartóse sobre el hueco de una ventana conversando con el Amigo Práxedes.

—Dígame usted sus impresiones.

—Otro aplazamiento. El General Cabrera ha telegrafiado que su médico no le permite venir a Londres.

—¿No será un pretexto? Es hombre lleno de esquinas… Adelante…

—Hemos resuelto celebrar la conferencia en la casa de campo del Conde de Morella. Se había dicho primero que mañana a las diez. Pero he protestado, y será esta misma tarde. Las madrugadas, siempre que sea posible, deben evitarse. Don Carlos ha eludido comprometer palabra alguna, sin hallarse presente el Gato de Tortosa. ¡El más ilustre guerrero de la causa carlista!

El Amigo Práxedes, con maleante gracejo, remedaba el hablar extranjerizo, las ges y erres gordas del Pretendiente. Don Juan sonreía con los ojos cerrados, agudo de suspicacias y recelos, sumido en cábalas:

—El Conde de Morella no juega limpio. Vaya usted con esa prevención.

—El Príncipe, si se le juzga por la alzada, es un magnífico ejemplar. Habla poco y con reservas. Los dos edecanes, dos calabazas.

Sesgó Don Juan la cara amarilla:

—Si Su Alteza es tan decorativo, ya tenemos algo.

—¡Un Rey para el bello sexo!

—Sí… Un Rey a caballo… España, como todos los pueblos latinos, adora las imágenes… Un Rey a caballo, que luzca en paradas y procesiones, será siempre popular en España.

—Con un programa democrático, mi General.

—Amigo Práxedes, esos señores no deben tener programa. El ejemplo lo hallamos en Inglaterra. ¿Cuál es el programa de la Reina Victoria? Acatar fielmente la voluntad del pueblo.

—La voluntad del pueblo es la negación del derecho divino.

—No faltarán teólogos que lo arreglarán convenientemente.

—¡Es muy cerril la gente nea!

—Hoy tiene el escarmiento de la guerra civil. Don Carlos nos resolvería la cuestión monárquica con sólo atender los consejos del Conde de Morella.

—Y divorciándose de las honradas masas, como el autor de sus días.

—¡Si es ambicioso!

—Me ha parecido un fanático.

—¡Madrid bien vale una misa! Amigo Práxedes, ¿dónde está su conocimiento de los hombres? Los príncipes también son mortales. Amigo Práxedes, la tentación es muy grande. ¡Una corona! ¡La corona de sus mayores! ¡Continuar la historia de España! ¡La historia del mundo…! ¿Se lo ha insinuado usted?

—Se lo he servido con música y bandera en un desfile de gran parada. El Duque de Madrid, evidentemente, se juzga llamado para realizar una misión histórica, y en sus menores palabras descubre un providencialismo fanático y ultramontano. ¡Corazón de Jesús y detente bala! Usted, sin embargo, debe verle. Acaso yo me halle influido por resabios de antiguo miliciano. Siempre me será más simpática la candidatura del Duque de Aosta. El Príncipe Jerónimo Napoleón está llamado al Trono de Francia, dada la endeble naturaleza del Príncipe Imperial, y todos los Estados Latinos quedarían entonces bajo la hegemonía de la Casa de Saboya.

—Amigo Práxedes, debemos tener en cuenta el horror legendario que tiene el español al dominio extranjero.

—Eso es lo legendario. Lo evidente es que lleva cuatro siglos soportando dinastías extranjeras.

—Con sangre castellana y aragonesa.

—Hoy las sangres reales están todas mezcladas.

—El General del Siglo no pudo dar un Rey a España.

—El General Prim puede dárselo.

El Conde de Reus anubló la frente:

—No sé si puedo.

Poco a poco la expresión preocupada se mudó en una mueca de lástima oyendo los gritos y mirando los gestos del Brigadier Miláns del Bosch: Saludaba a lo payaso en medio del salón, vestido con elegancia de viejo estrafalario: Era muy pino y muy delgado: Las cejas blancas y las pupilas extremadamente negras, las piernas de alambre y el pisar sobre huevos, que imponen los ojos de gallo:

—¡Señores! ¡Bomba! Está en Londres el llamado Carlos VII.

De las cuatro mesas de tresillo le impusieron silencio. El alegre estafermo se disculpó haciendo una pirueta. El Amigo Práxedes miró el reloj:

—A las siete debo estar en Wentworth.

—Tiene usted un tren dentro de media hora.

V

Wentworth —húmedas praderas, nebulosos boscajes, sones de esquilas, verdes reumáticos, rubias claras de sol, ñoñez inglesa de cromo y de novela—. El humo de las locomotoras mancha el paisaje con regularidad cronométrica registrada en la Guía Oficial de Ferrocarriles. Invariablemente, a las mismas horas, cruzan a lo lejos los trenes, raudos y silbando. El Pretendiente y sus edecanes habían llegado en el expreso de las cinco, olvidándose de prevenir al Conde de Morella. Pensaban encontrarle achacoso, al pie de la chimenea, sorbiendo tisanas, y le vieron aparecerse por las lindes del parque, vestido de cazador, con escopeta y perros. El Conde de Morella, agudos ojos de gato, la boca falsa y rasgada, saludó desde lejos, disculpándose:

—Con la vejez se me recrudecen las inveteradas dolencias que contraje en los campos de batalla, peleando por los derechos de vuestro ilustre abuelo… Me hubiera costado reñir con el doctor, un déspota que se ha propuesto alargarme los años y me tiene privado del tabaco, del café, de la conversación… Señor, un suplicio que la vida no lo vale.

El Pretendiente se adelantó, estrechando con efusión de mozo la mano del caudillo:

—¡Me había asustado! He creído que pudiera ser algo más grave que la tiranía del médico y tus aprensiones. Está bien que te cuides, por ti y por la Causa.

—La Causa tendrá siempre mejores defensores que este viejo valetudinario. Para todo ser que nace hay un ángel, como dice San Agustín.

Los edecanes se miraban con discreta suspicacia. El General Cabrera los saludó fríamente, marcando distancias. Penetraron en un salón con piano de cola y estores de encaje, donde ardía una chimenea de coque. Los muros tenían un papel de suaves verdes, que representaba una partida de caza: Ciervos, jaurías, amazonas, jinetes con rojas casacas, monteros que soplan retorcidas trompas, el viejo leñador que señala el horizonte y muestra el camino a un cazador extraviado, la merienda bajo los árboles. Don Carlos tomó asiento en un sillón cerca de la chimenea, frente a la ventana abierta sobre los tilos del jardín, entre verdes cortinones:

—Querido Cabrera, me permití la libertad de darle cita en tu casa al Señor Sagasta. Llegará dentro de un momento.

—Señor, de mi persona y de esta casa disponéis siempre como dueño.

—¡Gracias! ¡Gracias!… Conozco tu lealtad y necesito tus consejos. Eres la voz más autorizada en la gran familia carlista, y abrigo la esperanza de que serás para mí lo que fuiste para mi abuelo y para mi tío Montemolín.

—Señor, los tiempos nuevos piden hombres nuevos.

—Hombres leales y experimentados. Hombres como tú, cuya historia es la página más gloriosa del carlismo.

—Señor, me honran en extremo vuestras generosas expresiones, y, animado por ellas, he de hablaros con toda lealtad, como hice siempre con vuestro augusto abuelo.

—No deseo otra cosa que oír tus consejos y seguirlos…

El Pretendiente le tendía la mano con esa afable condescendencia que los ayos palaciegos inculcan en los príncipes reales. Se incorporó mirando al jardín. El Señor Sagasta, muy tronado de pergeño, airoso, con la chistera de medio lado, subía por la avenida de los tilos, conversando con el jardinero. El Conde de Morella salió a recibirle.

—Éste es un gitano, será bien que yo le hable primero…

VI

El General Cabrera —ojos de gato, cautela de zorro, falacias de seminarista, ruines propósitos de valenciano— acogió con lisonjas al Señor de Mateo. Restablecía, con exactitud de notario eclesiástico, la partida bautismal del Amigo Práxedes: Atesonado, silabeaba con hipócrita deferencia el judaico patronímico:

—Señor de Mateo, a no hallarme recluido por prescripción facultativa, jamás hubiera dado lugar a que usted se molestase.

El Amigo Práxedes, que siempre inauguraba la feria de engaños con simpáticas zalemas, ahora sentíase coartado, invadido por una frialdad espiritual que abolía sus premeditadas efusiones y todas sus artes paparucheras de gran farandul. Parecía que mudase de sustancia psíquica al oírse llamar con tan exacta y meticulosa impertinencia Señor de Mateo. El Conde de Morella, capcioso y silogístico, recordaba sus tiempos de seminarista:

—Si, como se ha divulgado, existe un pacto entre el radicalismo revolucionario y los amigos del Señor Duque de Montpensier… Supuesto el hecho… Usted parece confirmarlo con su silencio. Si existe un compromiso con los partidarios de esa candidatura regia, el partido carlista no puede seguir oyendo cantos de sirena.

El Amigo Práxedes cubrió el corazón con su mano fina y morena de charlatán cubiletero:

—El Duque de Montpensier puede ser el candidato de sus amigos, pero ningún compromiso liga al General Prim…

—¡Seguramente! El General Prim es un patriota y un caballero.

Hemos hablado en diversas ocasiones, y en todas he visto sus generosos propósitos de laborar por la felicidad de España. Su patriotismo le impedirá siempre colocar a un extranjero en el Trono de San Fernando. El General Prim me ha expuesto su pensamiento de hacer la revolución y reunir Cortes Constituyentes. Unas Cámaras de convicciones liberales, pero que, orientadas en sentido histórico, pudiesen acordar sus votos al nieto de Carlos V. Ese feliz resultado no se lograría sin la abjuración de los dogmas fundamentales del credo legitimista, y veríamos renovarse el pleito del partido, todavía no ultimado con Don Juan. Por mi parte, no desconozco que todas las comuniones políticas deben marchar con el siglo, y, aleccionado por la experiencia, soy afecto a las formas constitucionales. Desgraciadamente, mis convicciones no son las del partido, y he fracasado ya una vez aconsejando las manifestaciones de liberalismo, que usted habrá leído en el manifiesto de Don Juan. El Príncipe, si no representase la integridad del credo legitimista, sólo sería un hijo felón, rebelde contra su padre, y no cabe tal proceder en el generoso corazón de Don Carlos. Acaso me expreso con ruda franqueza de soldado, pero usted sabrá perdonármelo, Señor de Mateo. Don Carlos, al recoger la herencia paterna y proclamar sus derechos, está imposibilitado moralmente para dar un manifiesto liberal al pueblo español. Yo, aun creyendo ese camino el mejor, tampoco puedo aconsejárselo. Me contradigo; pero me satisface que haga en esta ocasión el Don Quijote. Señor de Mateo, usted me manda. Dos veces he visto asomar a mi mujer. Me tienen prohibida la charla. A pesar de todo lo dicho, estudiaré las últimas proposiciones del Conde de Reus. ¿Las trae usted escritas?

El Amigo Práxedes se llevó las manos a la cabeza:

—¡Las he olvidado!

El General Cabrera, liado el cuello en una bufanda, y la más vieja de las boinas por la coronilla, le acompañó hasta la verja del parque. Con afectada pureza de canónigo magistral, silabeaba el judaico Mateo.

VII

Don Carlos disimulaba su impaciencia conversando de perros y de caballos con sus dos edecanes. Londres se le aparecía como una gran ciudad de nieblas y chimeneas, rodeada de verdes céspedes, con partidas de caza a caballo:

—¡Las mejores cuadras y las mejores jaurías!

Don Miguel Marichalar, gentilhombre de linaje navarro, gran cantador de jotas y zorcicos, se apenó cómicamente:

—Como músicos, son unos perros.

Concedió con burlona sonrisa el Pretendiente:

—Los teatros son mejores en Viena.

Intervino el General Algarra:

—El Circo de Invierno este año ha sido magnífico.

Don Miguel Marichalar casi hacía pucheros:

—¡Qué cantantes!

Tomaba la ofensiva el General Algarra:

—¡Los mejores del mundo!

—Pues aquí se acatarran.

—No es la temporada de Londres.

El Pretendiente metía paces:

—La Exposición canina ha sido para mí una sorpresa. Y las carreras. ¡Qué caballos y qué jinetes…!

Don Miguel Marichalar encendíase en lumbres patrióticas:

—Prefiero nuestros caballos andaluces, Torre-Mellada tiene ejemplares en Los Carvajales. ¿Tú los conoces, Algarra?

—Para lucir en paradas y procesiones. Caballos que no corren.

El General Cabrera entró doliéndose de sus cicatrices, alegrados los ojos de gato:

—¡Ya voló! Aún quedan judíos en España…

Insinuó Don Carlos:

—¿Os habéis entendido?

—El General Prim le brinda al partido carlista unas Cortes Constituyentes. Mediante una farsa electoral y la consiguiente apostasía por vuestra parte, os ofrece la Corona de España. Ese cirineo os la traía en la faldeta de levitín. Se ha vuelto con ella.

—¿Rotas definitivamente las negociaciones?…

—A vos queda decidirlo.

Repuso Don Carlos, sin encubrir su contrariedad:

—Eres la voz más autorizada del partido, soy muy joven, y debo hacer lo que tú me aconsejes.

El viejo lagarto de seminario se transfiguró en sulfurino dragón:

—Si no representáis la integridad del credo carlista, si reconocéis ciertos postulados políticos, apareceréis a mis ojos como un usurpador rebelde contra su padre.

El Pretendiente le miró, aserenados los ojos en una sonrisa de respeto y enojos:

—Cabrera, sé a lo que estoy obligado. Me presentarás a tu mujer. No quiero irme sin saludarla.

—Señor, la Condesa esperaba vuestra venia para presentaros sus respetos.

Saludando a lo dómine, fue hacia la puerta y entró por la mano a Lady Cabrera. Era la madama seca, rubia y cuáquera: Moño de batería, pañoleta de encaje, escurrida espetera, el aire pulcro de vieja protestante: Una conciencia puritana que olía a jabón y fricciones higiénicas. Don Carlos, saludándola en inglés, le besó la mano. Lady Cabrera chapurreó encarecidas protestas en español de cotorra:

—¡Sir, me honráis más que merezco! ¡Cómo honráis nuestra pobre casa! ¡Nos honráis, Sir!… El General Cabrera quería haberos visitado en Londres. Se lo ha prohibido el doctor. Con los años se le recrudecen las dolencias contraídas en sus campañas. Pero se pondrá otra vez fuerte para defender vuestros derechos.

Lady Cabrera, muy sabihonda, recitaba de corrida la lección del seminarista valenciano. Don Carlos la escuchaba complaciente y le respondía en inglés, excusando el tuteo con que favorecía a sus parciales del Continente. Pero, al despedirse, volviendo a besarle la mano, rehúsa y modesta, pronunció en su castellano de erres gordas:

—¡No ignoro que tienes corazón de española!

VIII

Corría el tren con dirección a Londres. Don Carlos, taciturno, con digna reserva y afable sonrisa, escuchaba la fútil conversación de sus edecanes. El Pretendiente disimulaba recelos y despechos jugando la alta comedia de los regios estrados. Pasó muchas horas recluido en sus habitaciones de Charing Cross. Cerca de medianoche llamó a sus edecanes:

—¿Qué os parece irnos a cenar a Los Tiroleses? Antes quiero haceros conocer el borrador de una carta que dirijo al Conde de Morella. El héroe del Maestrazgo es, sin disputa, la gran figura del partido, pero no es el partido. La causa legítima tiene otros hombres que merecen ser consultados, si bien ninguno atesore los prestigios del General Cabrera. Marichalar, ¿quieres tomarte la molestia de acercar la luz? Vamos con la carta: «Londres, 23 de junio de 1868. —Mi querido Cabrera: Es indudable que la opinión española juzga inminente la caída del Trono. Tal eventualidad echaría sobre mis débiles hombros el deber sagrado de salvar a España. Consciente de mis futuras responsabilidades, y para prevenir funestas disidencias, creo indispensable la reunión de un Consejo Real. Así procedieron siempre, en los grandes momentos históricos, mis antepasados. A mi ver, urge convocar representantes del clero, de la nobleza, del ejército y del estado llano. Teniendo en cuenta tus dolencias, la reunión podría celebrarse en Londres, del 20 al 30 de agosto. — Son adjuntas: 1.ª La lista de algunos consejeros, para que tú la modifiques y completes. 2.ª Una minuta de las cuestiones más apremiantes. Recurro, como siempre, a tu noble patriotismo, para que en este primer paso político de mi vida me aconsejes. —Te abraza, Carlos.»

El Pretendiente arrojó el papel sobre la mesa:

—Os autorizo para que, sin ambages, me digáis vuestro parecer. Gracias, Marichalar: Eres un magnífico candelero. Habla tú, Algarra.

—Señor, con lo que proponéis en vuestra carta, recibiría un golpe la influencia omnímoda del General Cabrera.

Sonrió el Pretendiente:

—¡Si yo me someto, no será mucho que haga lo mismo el Conde de Morella!

—Le conozco, y acabaría por enemistarse con todo el Consejo Real.

El Pretendiente dignificóse con un gesto de galán que ensaya grandes papeles: Como ante un espejo, proyectaba la bella figura ante la Historia:

—¡Sentiría un desacuerdo con Cabrera! Aun con su voto en contra, juzgo imprescindible la convocatoria de un Consejo Real. Voy a leeros la lista. Sin duda faltan nombres, y vosotros me los iréis apuntando. Marichalar, ¿quieres sentarte a la mesa y tomar nota? Padre Luis Maldonado, Padre Torrecilla, Duque de Pastrana, Marqués de Cáceres, Marqués de la Granja, Marqués de la Romana, Marqués de Serdañola, Marqués de Tamarit, Conde de Fuentes, Conde de Morella, Conde de Orgaz, Conde de Robles, Conde de Samitier, Barón de Hervés, General Arévalo, General Arjona, Ceballos, Marichalar, López Caracuel, Marco, Moneo, Autrán, Comín, Dameto, La Hoz, Vildósola. Vosotros me diréis quiénes, a vuestro juicio, faltan y quiénes sobran.

Levantó la pluma Don Miguel Marichalar:

—Yo creo que falta el General Elío.

Asintió el Pretendiente:

—No debía haberlo olvidado… Ni a su pariente Hormazas… Apúntalos, Marichalar.

Soslayó el General Algarra:

—Acaso el Marqués de Bradomín…

Frunció el ceño Don Carlos:

—Tuve escrito su nombre, y acaso no hice bien borrándole. Olvidemos que ha sido el mayor intrigante para que mi padre no abdicase.

Don Miguel Marichalar tuvo un apuro de beato:

—¡Intrigante y volteriano!

Animóse Don Carlos:

—Pero muy decorativo. Hay que incluirlo. ¿Recordáis algún otro?

Enumeró el General Algarra:

—El Marqués de Fontanar, Gómez Ochoa, Erolés, Carlos Calderón…

A su vez proponía Don Miguel Marichalar:

—El Prior de Roncesvalles, el Deán de Tudela, el General Varela-Luyando…

Resolvió Don Carlos:

—Luego haremos un expurgo en la lista. Anótalos a todos… Vamos a Los Tiroleses. Marichalar, esta noche dejas tu rosario para hacer la bomba.

Don Carlos llamó a su ayuda de cámara:

—Franz, voy a salir.

El viejo servidor, grave y patilludo como un almirante, le puso sobre los hombros un abrigo de mangas bobas, última creación del célebre sastre Gool. Luego le presentó un sombrero de seda, los guantes crema y el junco con puño de oro, puesto en moda por el Príncipe de Gales.

IX

La Rotonda de Los Tiroleses no era el círculo de dorados escándalos que suponían, haciéndose cruces los emigrados liberales, estoicos de buhardilla, que luego sacaron unas ramplonas aleluyas contra el Pretendiente. La Rotonda de Los Tiroleses era una sala de cancán y cenas elegantes, sin los malos ejemplos de París. Pero la musa satírica de los emigrados españoles no perdía ocasión para ponerse en jarras y lucir con ingeniosas sales. Alguno aseguró que en aquella befa de consonantes, todos los versos faltos de medida, eran opimos frutos del Amigo Práxedes:

En Los Tiroleses cena

Y se le alegra la vena.

Marichalar sirve el tinto

Al nieto de Carlos Quinto.

El Terso y sus edecanes

Mojan el pan en la salsa de faisanes.

Y soñando con la Corona

El Pretendiente pesca una mona.

A una rubia le hace cocos,

Y se gana un soplamocos.

Se rasca como un lacayo

El descendiente de Don Pelayo.

Se envilece en los placeres

En las cenas con mujeres.

De la orgía babilónica

Sale con la voz afónica.

Y se despierta por las mañanas

Entre abrazos de cortesanas.

¡Y no se contenta con una!

¡Puesto a pedir, pide la Luna!

No se contenta con una sola,

Como hace la honrada gente española.

La puritana Albión

Se escandaliza con el Borbón.

Noble España, tenlo presente

Y no corones al Pretendiente.

Que dilapida el oro a raudales

En desenfrenadas bacanales.

Mientras tu proletariado

Tiene el pan en el tejado.

No lo olvides, pueblo español,

Que rascas el hambre al sol.

Español que vives a oscuras,

Haz una hoguera para los curas.

Un hoyo grande para el carlismo

Y úngete de liberalismo.

Las espadas revolucionarias

Redimirán a las masas gregarias.

Español, abre la Historia

Y escribe una página de gloria.

Con tales juegos del ingenio consolaban sus pálidas cuaresmas los revolucionarios españoles, estoicos de sotabanco. La Rotonda de Los Tiroleses, como un círculo infernal, abría su fábula de dorados escándalos en aquellos caletres demagógicos, encendidos de monsergas puritanas. El caviar, las trufas, los vinos espumosos, las piruetas del cancán, y el soñado perfume de las enaguas, aparecían a sus espantadas conciencias de sacristanes heterodoxos como ejemplos satánicos. Si no encendieron hogueras en cerillas inquisitoriales, debióse a su gracia de progresistas y profesos de las logias: Juvenales y Voltaires se acogieron a las musas, en pliegos de barba y rasgos de Iturzaeta:

En Los Tiroleses cena

Y se le alegra la vena.

X

El General Prim disimulaba su enojo por aquellas paparruchas y, de secreto, persistía en los propósitos de una alianza con el Pretendiente. Autoritario, imbuido del fuero marcial, poco afecto a las utopías democráticas, cautelaba que la revolución española fuese monárquica, y como presumía el desafecto nacional por las candidaturas extranjeras, ocultas voces de su instinto le aconsejaban pactar con la causa de Don Carlos. Paralelamente, ilustrando falacias púnicas, mentía promesas a las ilusionadas democracias y al moderantismo palaciego, que iniciaba una conjura favorable al Príncipe Alfonso. —La Reina Madre, con sus dedos de hada antigua, tejía los hilos de aquel enredo. —El Conde de Reus, sigilosamente, adoptando misterios de aventura galante, había recibido cartas y un retrato de la Augusta Señora. —Plata las ondas del peinado, la frente anciana nostálgica de la real diadema, perenne la bella sonrisa italiana, insinuante de ciencia diplomática y coqueta. —El General Prim, en otro tiempo, alboreando sus ambiciones de conspirador, había sentido el encanto de aquella sonrisa. El glorioso hijo de Reus se emocionaba con romanticismo de tenor menestral que canta solos en el orfeón de su pueblo: Pero la falsía de sus tratos perduraba sobre aquellos sentimientos. Solicitado por la conjura alfonsina, fluctuaba en medias palabras, encapotado con la suspicacia de verse pospuesto si la minoría del Príncipe de Asturias aparejada la política personal de un regente. ¿Acaso el naranjero de San Telmo? Acaso, por segunda vez, el tresillista de Logroño. España no escarmentaba. El Emigrado de Londres, oportunista y capcioso, sin doctrina y sin credo, cabildeaba, con segundas miras, el abrazo de todas las fracciones revolucionarias, bajo el señuelo rojo y gualda de la voluntad nacional. Hedía la revolución, que sería un alegre juego de pólvora, juzgaba inmediata la desavenencia de los bandos extremos. Comprometiendo pactos con las sesudas calvas moderantistas y las desmelenadas democracias, buscaba centrarse en un justo medio, que presentía propicio al logro de sus grandes ambiciones. Soldado de aventura, con una fe mesiánica en su estrella, no dejaba de mirarse sobre un bélico corcel de tiovivo, bordando los campos hispánicos, como otro patrón Matamoros. Con albures de cuartel y arrogancias de matante, presumía que, puesto el ros sobre una ceja, tosiendo fuerte y echando roncas, podía ser el salvador de España.

XI

El General Prim, con bravatas cuarteleras y grandes gestos de teatro levantino, ilusionaba en su tertulia a los ilusos emigrados, acólitos y diáconos de la voluntad nacional. Temerón y con reservas mentales, entre humorismos biliosos, declaraba que las revoluciones no se hacen con santos ni con santones. El Amigo Práxedes rasgaba la boca, con el rizo del tupé erecto sobre las cejas:

—Mi General, los santos en los altares, y abstenidos de operar milagros. Anónimos, con telarañas y sin un maldito sacristán que les pase la escoba por la cara: Santos sin cohetes.

—Pide usted demasiado. Las milicias eclesiásticas, por el momento, son las únicas que arden pólvoras en España.

Ceceó sañudo Paúl y Angulo:

—¡Así salen de cerriles las cochinas sotanas nacionales!

Recalcó el Conde de Reus:

—Más que a los santos con novena y fiesta, temo a los santones de la democracia. Esos apóstoles de todas las disidencias son intratables. He desistido de poder avenirlos.

Intervino con franca decisión el Capitán Estévanez:

—Don Francisco Pi y Margall nunca podrá estar de acuerdo con el ruiseñor de Cádiz. Don Francisco es la pura abstracción, casi una fórmula matemática, y el otro es un magnífico poeta.

El General se ponía la mano en las solapas, con autoritaria suficiencia de soldado ignorante:

—¡La política es instinto!… Ni tesis filosófica, ni fórmula matemática, ni tropo retórico: Instinto y acción. ¡Atributos viriles! ¡Pelotas!

El viejo asistente, decorado con pasamanerías de lacayo, anunció a míster Hutinton, Jefe de Policía:

—Espera en el despacho del Señor Conde.

Se despidió el General:

—Hasta luego, señores. Vamos u descorrer el velo de la diosa, que diría Don Salustiano. A propósito, ¿cuál es el nombre de esa señora? ¿Lo sabe usted, querido Práxedes?

—¡Como no sea la Cibeles!

—¡Que está usted tan ayuno como yo!

—Declaro modestamente que no soy una enciclopedia, mi General. Ese cante me suena, lo he oído repetidas veces, yo mismo me habré lucido con él… Y nunca supe la gracia de la susodicha, y si la supe no me acuerdo.

—Lo mismo da. Vamos a descorrer el velo de la Diosa Equis.

El Amigo Práxedes, haciendo misterios, interrogó a Paúl y Angulo:

—¿Persiste usted en que se trata de un complot urdido contra la vida del General?

—No soy el único en sospecharlo. La Policía ha hecho detenciones a bordo… Aquí tenemos uno que, sin duda, estará más enterado.

El Compañero Salvochea, vestido pulcramente de baratillo, asomaba saludando con apagado comedimiento:

—Temo ser inoportuno.

Le llamó Paúl:

—Ven acá, Fermín. ¿Qué hay de la Ristori?

—No aparece complicada.

—¿Y los otros tunantes?

—Aún no he podido visitarlos.

—¡Y serías capaz de hacerlo!

—¡Son unos desgraciados!

—Y unos asesinos.

—¡Quién sabe!

—Tú guardas testimonios.

—No aseguraría que aquel hombre quisiera matarme.

—Hacerte una caricia.

—Atemorizarme.

—¿Y has declarado así?

—No he declarado.

—¿Y qué sabes del complot contra la vida de Don Juan?

—Ni una palabra.

El Amigo Práxedes insinuó sus dudas con simpáticas burlas:

—¿Pero existe ese complot, o son delirios de la mente loca?

Le copió el tono el Hermano Claudio Nerón:

—¡A que voy a resultar otro Fernández y González! En fin, pronto saldremos de dudas.

La tertulia, dispersa en corrillos, susurros de intriga, con repentinas tormentas de truenos y relámpagos, esperaba la vuelta del General. Era aquella noche muy lucido el ramo de Marte: Mariscal Contreras, Brigadier Miláns del Bosch, Coronel Gamíndez, Tenientes Coroneles Campos y Ponce, Comandante Lagunero, Comandante Capitán Hidalgo, Capitán Lafuente, Capitanes Tenientes Pons y Estévanez, Teniente Barbáchano, Sargento Primero Isidro Pascual. Una floresta de bélicos lauros para condimentar por siglos y siglos los guisotes nacionales. Apareció Don Juan con serena pausa, taciturno y benevolente. Rodeado de sus acólitos, se detuvo para encender el veguero. Ninguno osaba interrogarle. Esperaban todos la palabra del gran revolucionario: Sacó el pecho con énfasis melodramático, de falsificación catalana:

—¡Parece que estorbo, señores!

Coro de voces a toda orquesta:

—¡Y tanto!

—¡Que sale la mía!

—¡Esperemos!

—¡Oigamos primero!

—¡Duguesclin!

—¡Felones!

—¡Oigamos!

El Soldado de África dio una chupada al veguero:

—El complot ha sido fraguado en Gibraltar.

—¿Por quién?

—No se sabe.

—¿Ni se sospecha?

—La sospecha es libre, amigo Don Ruiz.

—¿Pero hubo complot?

—¿Ni se sospecha?

—La sospecha es libre, amigo Don Ruiz.

—¿Pero hubo complot?

—Una buena voluntad para sacarme de en medio.

—¡Miserables!

La Condesa de Reus, agitado el moño, las manos crispadas y un clavillo en el pecho, entró arrastrando la cola como una médium de tablas. Se abrazó al esposo con asustada telepatía:

—¡Han querido matarte!

XII

La recamarera yucateca, con sonrisa esclava melosa de soles yucatecos bajo los perifollos de camarista protestante, apareció enfriando una taza de salvia, remedio al sobresalto de Niña Condesa:

—¡No hay mejorito para serenarse! Al poqui-poqui se va tomando… Nada de apresures… Al poqui-poqui.

La Condesa movía los labios, rezándole a la Milagrosa Virgen de Guadalupe, Patrona de México.

La recamarera, puesta de rodillas, le presentaba el tacillo de salvia. Niña Condesa se lo llevó a la boca ante la rueda generosa y conmovida de los emigrados. Retuvo la mano al marido, hablándole en secreto:

—¿Qué ha sido, Juan?

—Una broma de mal género. Tranquilízate. ¡Nada!

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