Baza de espadas

Baza de espadas


Primera parte. Vísperas setembrinas » Tratos púnicos » XIII

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—¿Asesinos pagados?

—¡Eso parece!

—¡Cuánta infamia!

—¡Desbaratado el golpe, no vale recordarle!

—¿Qué hilos tiene la Policía?

—Cuatro hambrientos embarcados en Gibraltar. Paúl te dará referencias. Ha hecho el viaje con ese ganado.

—¿Se sabrá quién inspira ese crimen?

—No se sabe nada, ni parece fácil averiguarlo.

—¡Eso se verá, Juan!

—El complot tiene sus ramificaciones en Madrid.

—¡Teniendo ese hilo!…

—La Policía española no es la inglesa, y aun cuando lo fuese, no convendría ponerlo en claro.

—¿Los presos harán revelaciones?

—Míster Hutinton me mandará un apuntamiento de la causa. No te preocupes. La última baza será la mía y haré rodar el Trono de España.

—¡Pobre Reina!

—¡Se ha hecho imposible con la honra de España!

—¡Si Dios aún quisiese iluminarla!

—¡Ya es tarde!

—¿Y un milagro?

—Pasó el tiempo de los milagros.

—Me asusta que seas tú quien destrona a la Reina.

—¡Yo también lo deploro! No olvido que mi estrella de soldado ha lucido sirviéndola, y que por sus derechos he vertido mi sangre. El pago, la emigración en tierra extranjera y una sentencia de muerte sobre mi cabeza. Allá no pudo cumplirse, y tampoco en Londres.

—¡A Nuestra Señora de Guadalupe se lo debes!

—¡Seguramente! A Nuestra Señora de Guadalupe y a la Policía de Londres.

—¡Esto no es vida, Juan!

—Me debo a la Patria.

—¡Tu vida es mía y de tus hijos!

—¡No eres razonable!

—¡Sería absurdo que lo fuese!

El Conde de Reus se hizo cargo con una sonrisa deferente y cortés, de marido que se divierte por las afueras:

—Mi destino no puede ser morir asesinado en una calle de Londres.

—¡Juan, me ciegas!

—¡Debes acostarte!

La Condesa de Reus, suspirando, puso el tacillo en las manos pueriles de la melosa yucateca:

—¡Gracias, Solita!

—¡Verá qué buen provechito le hace!

Don Juan, metido en la rueda de sus acólitos, caracoleando un hipotético corcel, arengaba que la revolución sería un alegre fuego de pólvora. Simpáticos parabienes del Amigo Práxedes:

—¡Alguna vez hemos de ser nosotros y no las sotanas!

El Amigo Práxedes se despedía. Con taima francesa y tapabocas, la chistera sobre una cadera y el saludo masónico, despertaba el recuerdo de las litografías que ilustran las novelas de Eugenio Sue. Parecía caracterizado para jugar la intriga de un romántico melodrama revolucionario. Los Hermanos Tiberio Graco y Claudio Nerón, en un aparte, concertaban quedarse los últimos para conferenciar con el gran revolucionario. A solas los tres, y cerradas las puertas, habló Don Juan:

—¡Me hacen ustedes mucha falta en Cádiz! Si no hay vapor, queda el viaje por Francia. Es más caro, pero ustedes son gente de dinero. Aquí, en cambio, andamos a la quinta pregunta, y en estos momentos no sabemos de dónde sacar un cuarto. Domingo Dulce me ha hecho repetidas ofertas, pero resistiré hasta verme con la soga al cuello. Había concertado el flete de un vapor que en cualquier momento pudiese llevarme a una playa española… Difícilmente pagaremos el plazo, que cumple mañana… Y habrá que dejarlo y romper el compromiso… ¡Una molienda! ¡Menos mal si no tuviese enfrente las talegas de Montpensier!

Asesoró Paúl y Angulo:

—Un agente montpensierista ha negociado veinte mil libras en la plaza de Cádiz.

—Ésas son mis noticias.

—Veinte mil libras a cargo de Court y Compañía, banqueros reconocidos de los Orleáns, en Londres.

—¡Exactísimo! ¡Con ese nuevo gigante luchamos! ¡Veinte mil libras! Yo estaré a su hora sobre una playa española, aunque para ello necesite un caballo con alas.

Se animaron con cálido entusiasmo los Hermanos:

—¡Magnífico!

—¡Soberbio!

—¡Le necesitamos en España!

—¡En la hora precisa estaré allí, créanlo ustedes!

—Mi General, hay que contar a todo evento con flete para España.

—¡Una ruina!

—Para usted solo.

—Y solo estoy.

Se arrancó Paúl y Angulo:

—Mi general, permítame que con la franqueza propia de mi carácter le pregunte a cuánto asciende el compromiso que tiene usted encima.

Se excusó el gran revolucionario:

—Don Ruiz lleva esas cuentas.

—¿Quiere usted que mañana nos avistemos para zanjar ese inconveniente?

Un abrazo fue la respuesta de Don Juan.

—¡Es usted un patriota!

—Soy un amigo.

—¡De los pocos, Paúl!

—Don Juan, para todo, y no digo más.

—¿Quiere usted representarme en Cádiz?

—¿Sin abjurar de mi fe republicana?

—Se permiten los sueños.

El Conde de Reus esbozaba una sonrisa de amistosa condescendencia: Atenciones de tahúr seguro de la ganancia por artes del pego, del amarre y del salto. Se despidieron con abrazos de rito masónico:

—¡Patriotas, hasta mañana!

XIII

Tiberio Graco y Claudio Nerón, de par y en silencio, caminaban por la acera. La sutil neblina nocturna estopaba con agigantado desdibujo el contorno de los Hermanos. Caía la luna sobre el filo de la acera, y los dos la iban cortando. Paúl y Angulo, de pronto, estalló en una traca de truenos:

—¡Don Juan está condenado a muerte por esos hijos de mala madre!

—¿No será una plancha de la Policía?

—¡Eso sólo pasa en España!

—¡No seas pájaro de mal agüero!

—¡Don Juan no verá la revolución!

—¡Porque no querrá hacerla! Algunas veces me parece que está representando una farsa. ¡Que hubo negociaciones con los carlistas es notorio, y todavía no sé si están rotas! ¡Juega con muchas cartas! Probablemente tampoco serán cuento los compromisos que le cuelgan con la Reina Madre.

Protestó Paúl y Angulo:

—Infundios de los vicálvaros. En España el hombre del destino es Don Juan Prim…

—¡Acaso!

—¿Lo dudas?

—¡Lo lamento!

—¿Por qué?

—¡Será un apóstata!

—Caería sobre su cabeza la sentencia de los Hermanos.

—Esas sentencias ya no se cumplen. ¿Se ha cumplido la de Pío IX? ¡El General Prim traicionará la revolución!

—¡Y le costará la vida!

—Otra sentencia de muerte, y son dos. Falta una tercera, y también te digo que de ese número cabalístico no escapa.

Paúl y Angulo levantó los brazos, negro y blasfemo, jurando con estilo de Fernández y González:

—¡Rayo de Dios! Parecemos gitanos… ¡La tercera ya la tiene encima, que se la impuso un Consejo de Guerra!…

Era tan justo el parecido cañí, que le ladró un perro.

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