Baza de espadas

Baza de espadas


Primera parte. Vísperas setembrinas » Albures gaditanos » XVIII

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ALBURES GADITANOS

I

El día 9 de agosto de 1868 estuvo señalado en los almanaques revolucionarios como el día fausto para que rompiese sus cadenas el invicto León Hispánico.

II

Por toda la redondez del Ruedo Nacional circulaban los papeles escritos con tinta simpática, que son el obligado acompañamiento de todas las jácaras revolucionarias. Corrióse la consigna a los militares comprometidos, para que se pusiesen bajo las órdenes del Brigadier Topete: Se despacharon agentes con avisos a todos los Comités revolucionarios de Málaga, Granada, Córdoba y Sevilla: Salieron dobles emisarios para Londres —Alcalá Zamora, de Cádiz, y Pérez de la Riva, de Lisboa—. Comunicáronse órdenes a las tropas comprometidas en Ceuta, San Fernando y Campo de Gibraltar: Renováronse las ofertas a sargentos y generales: Procuróse asegurar al indeciso Segundo Cabo de Sevilla, Mariscal de Campo Don Rafael Izquierdo. Los Brigadieres Peralta y Laserna fueron requeridos para ponerse al frente de los juramentados batallones de Cantabria. Patriotas de pelo en pecho, contrabandistas y ternes de almadraba, matantes de burdel y de colmado, jaques de playa y cumplidos de la trena, tomaban sobre su conciencia mantener el orden dando mulé a las señoras autoridades. Apóstoles de la España con Honra, encarecían el vino en las tabernas, jurando amenazas al Trono de la Isabelona.

III

La conjura orleanista ya no excusaba los pactos con la roja democracia. Mudaba el rumbo de las sesudas veletas unionistas al soplo elocuente del Señor López de Ayala.

—No es una inconsecuencia política el pacto que ahora propugno con los elementos democráticos, no es una veleidad engendrada por la impaciencia, sino madura reflexión y depurado juicio de los actuales advenimientos y de las fuerzas que con nosotros simpatizan, en el primordial deber de dignificar a la Patria. El Duque de Montpensier es el primero en condenar los extremos demagógicos y temer su contagio, pero a la par reconoce la nobleza de los impulsos populares, el brío generoso de sus entusiasmos. Yo quiero desechar el temor de que en ningún momento podamos ser prisioneros de las turbas. Cualquier desmán del populacho sería fácilmente reprimido si contamos con los cuarteles, y si el movimiento lo secunda la Escuadra. Los momentos son únicos, decisivos, apremiantes: Urge dar cima a nuestros ideales. Cádiz, la cuna de las patrias libertades, se manifestaría unánime en pro de nuestro generoso intento. Mayor recelo que la demagogia gaditana, mayores dudas y suspicacias, me inspira el soldado de fortuna, el condotiero ambicioso de lucros y mandos, el eterno conspirador hoy acogido a las playas inglesas. ¿Habéis pensado si no es un azar venturoso su destierro? Francamente, señores, y dicho en el seno de la amistad, hagamos la revolución sin ese hombre funesto, aun cuando para el logro de nuestros propósitos, y en la necesidad de buscar alianzas, sea preciso pactar con las democracias republicanas.

A media voz puso su comentario socarrón un carcamal renegado cacique del moderantismo:

—A ésas, si desentonan, podemos fusilarlas.

El Brigadier Topete, asesorado por el círculo de sesudas veletas, comprometía medias palabras, para una inteligencia entre las fuerzas de Mar y Tierra. Miraba el barómetro, y salía a observar el celaje al verde mirador de la Capitanía del Puerto.

El Mariscal de Campo Don Rafael Izquierdo, Segundo Cabo de la Capitanía General de Sevilla, rencoroso, según se dijo, por augustos desdenes, también cabildeaba con los cortesanos de San Telmo. Memorable fue su respuesta a un mensajero del Serenísimo Infante:

—¡Ni quito ni pongo Rey!… Pero mi espada servirá siempre a la Patria.

IV

El Mariscal de Campo Don Rafael Izquierdo era un cuarentón teñido y arrogante: Magnífica calva, bigotes y perillonas de química buhonera. Instó el mensajero de San Telmo:

—¿Puede contarse con la guarnición de Sevilla?

El Segundo Cabo galleó un capote de sargento torero:

—Juzgo indispensable la presencia de los generales Duque de la Torre y Marqués de Castell-Florit. Si esos invictos patriotas montan a caballo, a caballo y en el puesto de más peligro me encontrarán con el acero desnudo… Pero para el significado de la revolución, es antes indispensable haberlos traído a la plaza de Cádiz. El pronunciamiento sin ellos será otro fracaso.

Encareció el mensajero:

—Los ilustres desterrados vendrían inmediatamente.

Fruncimiento de cejas y amistoso dictamen del Segundo Cabo:

—Aplacen ustedes el pronunciamiento hasta tener a la vista el vapor que los traiga.

—Sublevada la Escuadra, iría por ellos un buque de guerra.

—Les ganaría la vez el General Prim. Aseguren ustedes que nuestros amigos sean los primeros. Por mi parte, mantengo el compromiso que contraje con los ilustres desterrados de Tenerife. La revolución, en tanto sintetice un movimiento nacional, contará siempre con mi espada. En esa misma actitud he considerado siempre al Brigadier Topete. ¡No sospechaba tal cambio de sentimientos en la Marina!… Y hasta no verlo confirmado… Los revolucionarios son ustedes grandes soñadores. ¿Está terminantemente decidido el pronunciamiento de la Escuadra?

—¡Terminantemente!

—¿La Marina simpatizaba con los Duques?

—¡Y simpatiza!

—Pues no entiendo la actitud de Topete. Pretende batir el chinchín de los barcos para que haga un paseo a caballo el Conde de Reus: El mayor enemigo de la candidatura de Montpensier: ¡Topete se ha vuelto loco y con él todos ustedes! Los Generales unionistas deben venir inmediatamente a España.

—Habla usted a un convencido.

—Pues ¡a traerlos!… Y a esperar que lleguen… Que vuelva de su acuerdo el Brigadier Topete.

—¡Está muy comprometido!

—No importa.

—Temo que sea tarde.

—No lo tema usted.

—¿Quién mandaría las fuerzas de guarnición?

—Primo de Rivera.

—Yo convenceré a Primo. ¿Está en Jerez?

—En Puerto Real.

—Le llamaré para ponernos de acuerdo. Convenza usted al Brigadier Topete. ¿Quiere usted una breva?

Encendieron habanos y se los fumaron, entre calendarios políticos, ahumando el retrato de la Augusta Soberana. Ante aquellas suculentas mantecas, el cuento del rijoso despecho tomaba pábulo: Con una absurda evidencia, se comprendía la amorosa pasión del Segundo Cabo de Sevilla. La de los Tristes Destinos fue por muchos años Ninfa de los Cuarteles.

V

El Coronel Fajarnés era otro de los militares comprometidos: Estaba de cuartel en Córdoba, recién llegado de la Jauja Filipina. Al apremio de los revoltosos gaditanos mostraba sus remos de milite glorioso, con unturas para el reúma. El Gran Pompeyo, mensajero de los revolucionarios gaditanos, le halló inválido en una mecedora filipina, soportando los insultos de la cotorra, aburrido de mirar a la calle por la reja. Con barba de seis días, pantalones de uniforme desechados para el uso casero y un jaique a listas por los hombros, mataba las horas haciendo pitillos en maquinilla, compitiéndole a la Gloriosa Paca de Triana. Se ladeaba el gorro:

—¡Y que eso me coja baldado!

Táctico ilustre, situó la frase, apoyándola por ambos flancos, con guerrillas de puños y ajos. Recién daba de polvos, salió la Coronela:

—¡Pompeyo! Pero ¿usted aún existe? ¿De dónde sale usted, tarambana?

—De Cádiz.

—¿Qué se trae usted con mi maridito? ¡No me lo soliviante! ¡Me parecía que ya nunca más iba a tenerle conmigo! Nos vamos a los baños de Fuente Mayor.

El reumático milite la miró con humorismo de Juan Lanas:

—Pero ¿quién me los ha recetado?

—¡Yo! Has venido de este viaje muy pocho.

—¿Tú qué sabes?

—¡Pues lo sabrá la mujer del vecino! ¡Qué ilusiones! ¡Tú no haces revolución por ahora!

—¡Desgraciadamente!

—No te aflijas, que has de tener tiempo para echar fuera el reumatismo de este año y del que viene. ¿Qué se traen ustedes, Pompeyo? Ya sabe usted que sé guardar un secreto… A Paco se lo he contado. ¿Qué ha sido de Vallín?

—En Sevilla lo tiene usted conspirando.

—¡Ése acaba mal!

—Ya se lo ha dicho otra gitana.

—¿Otra?

—Con menos gracia.

—Una servidora no es cañí, Pompeyo. Fajarnés fue a buscarme a los cafetales de Matanzas.

—Y se trajo toda la gracia cubana.

—¡Paco, tienes la palabra!

Leopoldina, dándose vaivén en la mecedora, cruzaba las piernas con sandunga de Coronela. El milite reumático, entre broma y quejumbre, arrugaba la cara:

—¡Me traje dos cotorras!

Saltó ocurrente la media naranja:

—Dos cotorras para un papagayo.

El Coronel Fajarnés, rióse con amorosa condescendencia.

—¡No se puede con las mujeres!

—¡Don Paco, no todos los hombres tienen su suerte!

—Pues no lo agradece, Pompeyo. Pero usted, ¿qué lío gordo se trae?

—¡Salvar a España!

—¡Sueñan ustedes los patriotas!

—De los sueños salen todas las cosas grandes.

—¡Si no logran ustedes ponerse de acuerdo!…

El Coronel respondió a la Coronela:

—Leopoldina, ésas son tus opiniones.

—¡Porque estoy muy bien enterada!

—¡No lo estás! El acuerdo existe. Pompeyo me lo ha transmitido.

—Pero ¿va de veras, Pompeyo?

—¡Y tanto!

—¡Paco, tú no te muevas!

—¡Desgraciadamente, no puedo!

—¿Qué te va a ti en eso?

—Servir a la patria.

Leopoldina se mordió los labios, mirando las muletas, en un súbito pensar que sin aquel achaque del marido podía verse Generala: La revolución prometía dos grados:

—Pompeyo, ¿para cuándo?

—Muy pronto.

—Paco tomaría nueve baños.

El Coronel renovó el aguasonado berrinche:

—Pero ¿quién me los receta?

—Con nueve tienes bastante. Fuente Mayor hace milagros.

Esclareció Pompeyo:

—Maravillosas curas terapéuticas.

—Te pones bueno, y como no te importan mis disgustos, haces un disparate.

Pompeyo le alargó la mano:

—¡Coronel, a ponerse bueno!

Cantaban las niñas en el sotabanco:

Boga, boga,

batelera,

que me altera

tu manera

de remar.

VI

También al Brigadier Las Heras llegó el apremio de la Junta Revolucionaria de Cádiz. El glorioso milite, aun cuando gozaba de buena salud, tenía sobre el corazón la enfermedad de un pariente sacramentado en Dos Hermanas: Sus lazos de sangre no eran muy estrechos, pero compañeros desde la escuela, jamás se perdonaría no despedirle en la hora de vámonos: Sánchez Mira, Capitán retirado, llevó a las playas gaditanas el alegato del compungido Marte: La Estrella, preclara logia masónica, toda se hizo cruces:

—Pero ¿esa disculpa ha dado?

—¡Qué amante de la familia!

—¡Será que herede!

—¡Y ésos son los patriotas!

—¡Por verle hacer la mueca a un pariente lejano, nos pinta a la pared!

—¡Habrá que no olvidarlo!

—Lo comprendería si se tratase de su madre.

—¡La Patria siempre es primero!

—¡También es madre!

—¡Ya sólo falta que a última hora se le arruguen al General Primo de Rivera!

—Pues me lo estoy temiendo. Estos revolucionarios de la víspera son poco de fiar.

—¿Qué noticias de Londres?

—Don Juan toma las aguas de Vichy. Alcalá Zamora ha telegrafiado que sale para Francia… Mañana probablemente se verá con el General en Vichy.

—¿Decidirá pasar la frontera?

—¡Es hombre para eso y para mucho más!

—De hacer una hombrada, entraría por el Pirineo. La revolución cuenta con las guarniciones de La Seo, Zaragoza y Barbastro.

—Barcelona y Madrid secundarían el movimiento.

—El General Prim nos dará otro desengaño. Tengo muy presentes las acusaciones de García Ruiz.

—¡Un amargado!

—La revolución española sólo puede ser republicana, y en ese sentido debemos orientar a los patriotas de Cádiz. La ocasión es nuestra si sabemos aprovechar la ausencia de los espadones. Izquierdo, Peralta, La Serna nos dan el triunfo quedándose en casa.

—Nos lo disputará la Escuadra.

—Ni aun admitiendo que bombardease la plaza. España entera secundará el grito de Cádiz.

—A Madrid no llegan los tiros de la fragata Zaragoza.

—La defección de los militares comprometidos favorece nuestros planes. ¿Hablará usted en nuestra tenida?

—Hablaré si es necesario.

Repicaba la campanilla del Hermano Epaminondas, Gran Oriente de la Estrella de Gades: Decorado con faja, placa y mandil, aparecía tras de la mesa, puesta sobre un cadalso de tres escalones, y vestida de rojos andularios con los símbolos de la escuadra y el compás.

VII

El General Prim, que no juzgaba tan vecino el pronunciamiento, atendía su achaque hepático en las aguas de Vichy. Mal avenidos y en perenne disputa, se le presentaron una mañana el Gran Pompeyo y Alcalá Zamora —llegaban mohínos y chasqueados de Londres—. A Don Juan se le nubló la cara, oyendo las nuevas que traían de Cádiz: Tuvo una ráfaga de alarmado recelo:

—¿Han sido advertidos los desterrados de Canarias?

Susurró malicioso el clérigo sin licencias:

—No hubo tiempo…

Saltó el Gran Pompeyo:

—Los patriotas preferíamos que fuese usted el primero…

Confirmó Alcalá Zamora, díscolo y contradictorio:

—Lo hubiera sido de hallarse en Londres.

Llega el Capitán Hidalgo, condenado a muerte por pasadas trifulcas, y ofrece un telegrama a Don Juan:

—Pleito para sentencia. Es la clave convenida con Paúl.

El General permaneció encapotado:

—¡No me es posible volar a Cádiz!

Aventuró con fogosa injerencia el Gran Pompeyo:

—¡Mi General, si usted monta a caballo, y da el grito en la frontera, se levanta toda España!

El Conde de Reus le amonestó con desdeñosa autoridad:

—Jamás arriesgaré el triunfo de nuestros ideales en una aventura romántica. No puedo exponerme a ser fusilado en la frontera. Regreso a Londres hoy mismo, y allí embarcaré si se sostiene la plaza de Cádiz. Mis amigos comprenderán que es un descabello intentar el paso de la frontera. No me preocupa el riesgo de morir fusilado, sino deberle la vida a un rasgo de la Reina. Por mi prestigio y la grandeza de nuestros ideales, no puedo echarme al monte con cuatro gatos, exponiéndome a ser deshecho por la primera partida que me salga al camino. A nuestros correligionarios es preciso hacerles comprender que no me abandona el valor que he desplegado en toda mi vida militar, ni la fe en nuestros ideales de que tantas muestras he dado en mi larga carrera política, ni el arrojo revolucionario que tuve en Valencia y Pamplona, en Aranjuez y Villarejo. Háganselo ustedes comprender a los amigos, y asegúrenles que, llegado el momento, no vacilaré en hacer por la libertad lo que hice por la Patria en Castillejos.

El General y Ruiz Zorrilla —Don Ruiz—, que lo acompañaba en la cura de aguas, salieron aquella misma noche para Londres. En Calais les amaneció el sol del 9 de agosto.

VIII

Domingo 9 de agosto de 1868. Los Anales taurinos, de Castro y Montoya, consagran un recuerdo a la gran corrida de Cádiz. Seis de Torre-Mellada, lidiados por las cuadrillas de Antonio Carmona y Salvador Sánchez —El Gordito y Frascuelo—. Paúl y Angulo en la barrera, mordiendo bocas y sorbiendo chatos, capitaneaba una cuadrilla de ternes reclutada en Jerez. El Brigadier Topete, vestido de gran uniforme, le observaba con inquieto reojo desde el palco de autoridades. Citó a banderillas El Gordito: Se levantó en un asombro la plaza: El diestro iba a quebrar en el cuadro de un pañuelo extendido en la arena. Prendió un par pinturero, y saludó al tendido. Paúl le brindó con la bota al espada:

—¡Antonio, echa un trago! ¡Has estado de lo bueno!

—Son muy leales estos bichos de Torre-Mellada.

—Pues no salen a su dueño.

De arriba, con un bastón, le tocaron en el hombro:

—¡El Marqués de Torre-Mellada es mi padre!

—¿Está usted seguro?

Bronca. Garrotes enarbolados. Don Segis y Fernández Vallín sujetan a Gonzalón Torre-Mellada. El Pollo forcejea ahogándose:

—¡A ése le arranco yo la lengua!

Paúl y Angulo, con valentona jactancia, se recuesta en la barrera encendiendo un cigarro:

—No me mate usted de risa sin haber visto doblar este toro.

Vallín y Don Segis remontaron el tendido llevándose a Gonzalón: Iba muy pálido, apretando sobre la boca un pañuelo tendido de sangre. Dobló el sexto. Paúl y Angulo salió de la plaza acosado por la tunería que pregonaba en la puerta silbatos, abanicos, limonada y naranjas:

—¡Don José!

—¡Don Joselito!

—¡Patrón!

—¡Marqués resalao!

—¡No seas roña!

—¿Te la digo?

—¡Déjanos algo!

—¡A la orden, patrón!

—¡De agua! ¡De agua!

IX

Con el disimulo de la afición taurómaca se apañaron por tascas y figones las abullangadas rondas de ternes patriotas venidos de los Puertos, de San Fernando y de Jerez. Paúl y Angulo, Cala, La Rosa, Guillen, Salvochea repartían armas sigilando advertencias. Volaban susurros de órdenes secretas para entrar un contrabando de fusiles que esperaba en la playa de Puntales. Se concertaban los últimos avisos y contraseñas para entenderse en el Cuartel de Cantabria. Guillen y Salvochea recibieron la consigna de salir disfrazados para sublevarse con las fuerzas del Campo de Gibraltar. El Capitán Llaugier, marino mercante, aparejaba su barco al intento de transportar la guarnición de Ceuta. Paúl y Angulo se apalabraba con los contrabandistas de Puntales: Antes de medianoche quería tener doscientos hombres bien equipados:

—¡Doscientos barbianes para darle un susto al Gobierno!

Hacer un alijo de rifles ingleses y armar al pueblo soberano era el acuerdo de la Estrella de Gades. Paúl y Angulo mediaba con el Emperador de Puntales. Una caña, una breva y un apretón de los dátiles fueron sellos en aquel compromiso de Cádiz:

—¡A ello, Don Pepe, y no se hable más! Su merced me manda. ¡También a un servidor le puede el vilipendio de la España! Vamos, Don Pepe, a la faena. ¿Echamos por derecho, fajándonos a tiro limpio, o le damos un untazo a los carabineros?

—¿Tú qué opinas?

—El unte ha ganado más batallas que el propio Prim. Eso lo saben todos los buenos Generales. ¿Hay pasta, Don Pepe?

—Hay pasta.

—Y si no hay pasta, hay crédito. Don Pepe, teniendo su garantía, saco yo mi cara en todas partes.

—¡Gracias, Emperador!

—Don Pepe, convido a la última y salgo de naja.

El patriota contrabandista apiponado, con patillas de jacha, con aretes en las orejas, con el costurón de un chirlo, tenía las mejores hechuras para Emperador del Ibérico Ruedo.

X

El Brigadier Topete, Capitán del Puerto, salía al verde mirador de su despacho y estudiaba el horizonte. Premeditaba excusarse del pacto con las alborotadas demagogias, y contraía sus esperanzas a la Rosa de los Vientos. La Escuadra, surta en bahía, alarmaba sus escrúpulos:

—¡Cuatro bandazos de Levante, un pretexto para ponerse a la capa y a salvo el honor de la Marina! ¡Mi responsabilidad es enorme!

López de Ayala, Vallín, Sánchez de Castro y Primo de Rivera cabildeaban entre las bengalas de un ponche:

—La farándula democrática se ha puesto de acuerdo con Prim.

—¡Vaya unos caballeros!

—Esperan la llegada de ese tunante.

—Son también mis noticias.

Manipulaba el café un asistente, negro antillano, y en la amortiguada claridad de la tarde lucía con blancos almidones su traje de marinero. Los aromas del caracolillo, las flámulas del ron quemado y el humo de las brevas dilataban memorias de tropicales ultramares en la Capitanía del Puerto.

—¡Mi responsabilidad es enorme!

El Brigadier Topete, echando los ojos al barómetro, se paseaba en corto, con estilo de viejo lobo de mar, cada vez más pesaroso del compromiso con las Juntas Populares. Se le acercó con majo ceceo el General Primo de Rivera:

—Mi Brigadier, ¿le pesa a usted la palabra?

—¡Como una losa!

—Tan bravo en la mar y se ajoga usted en un charco. Déjelo usted de mi cuenta.

—Mi General, usted puede echarme un cabo. Dudaba proponérselo…

—Pues a mí se me gana con la franqueza.

—¿Se entenderá usted con los impacientes de Cantabria?

—Naturalmente.

—Muy de tener en cuenta los consejos del Segundo Cabo de Sevilla.

—¡Mucho!

—Traigamos a los desterrados de Canarias. Aplacemos hasta entonces el pronunciamiento de las fuerzas de Mar y Tierra.

—¡De acuerdo!

—¡Secreto de los dos!

—¡Absolutamente!

Las vidrieras del mirador metían la tarde en el despacho. Sus luces encendían la esfera del barómetro, los dorados cilindros del catalejo, los métricos círculos del astrolabio y del sextante. En la penumbra de los muros acentuaban leves destellos las vistas litográficas de Cádiz, de Liverpool, del Golfo de Nápoles. En rizadas tintas azules, dando humo por las tres chimeneas, navegaba la fragata Numancia. Sobre la mesa, irisados ojos de cristal aprisionaban el oficinesco papelorio.

XI

Paúl y Angulo esperaba impaciente: Fuma y bebe en el reservado de cortinillas verdes. Entran y salen emisarios. Paúl y Angulo dicta órdenes, paga rondas, regala tagarninas:

—¡A cumplir!

—¡Venga jaleo, Don José!

—Tú, con los que tienes en lista, por San Juan de Dios.

—¡Al avío!

Colábase a gatas un chaval colillero:

—Que dónde se arman, pregunta el sastre Lechuga.

—Que se pase a recibir órdenes.

Aparecióse luego una vieja muy pulcra, de ramito en el moño:

—¿Es usted Don Pablo?

—Seguramente.

—Cerraré la puerta. Soy la esposa del Sargento Pernales. El Frasquito Dueñas se aprontó con mi esposo. ¿Usted está enterado de alguna cosa? Mi esposo tiene la mejor voluntad, y si puede hacer un servicio, no deja que otro lo haga. No se avista con usted, por cuanto nunca es bastante la reserva. El Emperador las ensarta de a puño, y mi esposo ha pensado que una servidora anduviese los pasos para tener cercioro. Usted resolverá, señor Don Pablo. El Emperador me ha dado esta carta. Todo viene puesto.

Paúl leyó la carta:

—Estas proposiciones son un robo.

—No le ponga nombre tan feo.

—Tu esposo se aprovecha como un Capitán General.

—¡Es mucho lo que se juega!

—¿Cuándo quiere tocar la guita?

—Me pone usted el conforme en un papel de su mano, y al disimulo de que oscurezca se pasa usted por la atalaya de Punta Mora. No se le interesa ninguna señal, afloja usted mosquíbilis una vez rematada la faena. Para mirado, no lo hay otro como mi esposo en todo el Cuerpo.

Paúl y Angulo despidió a la vieja del ramito, pagó con una pelucona, y salió a recorrer Cádiz. Por la curva y nocturna marina, donde lostregaban los focos de intermitentes farolas, bajó a un ribazo de Puntales. La garita de Carabineros, con el ventanillo acusado en luminosa cuadrícula, presagiaba matutes y tiroteos en la playa, alertas, cohechos y centinelas. Paúl y Angulo recibía esta sensación como algo inmediato, colmado de evidencia. Cortaba camino, rostro a la garita esquinada en el playazo. Sobre la puerta hacía centinela un carabinero de fusil y manta. Se destacó con ladridos un perrete lamido, rapado a la moda de los leones nacionales:

—¡Guau! ¡Guau!

—¿Quién vive?

—Gente de paz.

—¡Guau! ¡Guau!

—Calla, Pachín.

—Con ese reclamo se puede roncar en las guardias.

Abrióse el postigo de la garita y tras el reflejo de una linterna asomó el Sargento:

—Pase usted, caballero. Ya no le esperábamos.

—¿Se ha hecho la faena?

—La palabra es palabra. Vamos dentro.

La apestosa candileja de petróleo, trémula entre guiños del viento, apenas esclarecía el interior de tablas calafateadas. A los extremos de una banqueta de hule se inmovilizaban en el saludo militar dos carabineros sin galones. El Emperador de Puntales, puesto entre el uno y el otro, picaba tabaco con una navaja de a tercia:

—¡Ya estamos los cabales!

—¿Cómo ha salido el trabajo?

—A pedir de boca.

—¿Y tus furrieles?

—Cantando glorias por alguna tasca. El santo lo hemos traspuesto al Ventorrillo de Mairena.

El Emperador dobló la navaja, se puso una hojilla de papel en el belfo y comenzó a moler tabaco entre las palmas:

—¿Le lío un pito, Don José?

—Venga.

El Sargento había descolgado un caneco gibraltarino y colmaba un vasete:

—¡Caballero, para echar fuera el relente, que es muy reumático!

El Emperador guiñaba el ojo:

—¿Trae su merced el Santolio?

Paúl y Angulo, con marchoso empaque, echó cinco peluconas sobre la mesilla de vasos y naipes puesta en el círculo luminoso del candilejo:

—Lo convenido, que es una mala puñalada, y una onza de plus.

Triple saludo marcial. El Emperador apuntaba una sonrisa de chungones rejalgares:

—Nostramo ha querido contar con vosotros. A no mediar ese miramiento, menda para el alijo, y os hace un corte de mangas.

Le amonestó el Sargento:

—¡Emperador, no metas la extremidad! Y tocante a pestaña, di que no se quiere…

—¡Dormido me apuesto a dárosla!

Se atufaba el Sargento:

—¡Ándate con ojo! ¡No eches tanta planta, que el hijo de mi madre te arma la ratonera!…

—Un servidor vive retirado de esos contubernios.

Bulla y soflamas:

—¡Nos conocemos!

—¡Y tanto, pollo!

El Sargento Pernales, con un guiño de conchaba a los subalternos, arañó sobre la mesilla de naipes y copas los treinta dineros de la España con Honra. Una ráfaga abrió de golpe la puerta y apareció la noche desmelenada de estrellas sobre el mar con espumas y rizos del viento. Paúl y Angulo salió de la garita acompañado del terne Emperador de Puntales:

—¿Mudará el tiempo?

—No hace semblante.

Iban entre ráfagas y espumas, costeando el arenal. El Ventorrillo de Mairena atalayaba garitero en la punta del playazo, con redes en colgarines ante la puerta. Un casco de calafate dormía de costado sobre la ribera, y viejos anclotes afloraban a medio enterrar, abandonados por la playa.

XII

El Emperador de Puntales, con una recluta de ternes, había traspuesto el alijo al Ventorrillo de Mairena:

—Barricas con fusiles, diecinueve. Cajas de pistolas y municiones, cuarenta. Diecinueve barricas, cuarenta cajas.

Reverdecía el cuento de la buena pipa, y empinaba el vaso con un ceremonioso ringorrango. Paúl y Angulo, en el reservado de cortinillas, al entrevero de cañas y tapas, arreglaba cuentas con el Emperador:

—¿Tú me ayudarás a repartir el armamento?

—¡A todo, mi jefe! El patrón dispone la maniobra, pues a obedecer… Que si es un falucho, que si es una nave capitana… ¡Una onza! ¡Como mil! No media interés. Eso se queda para la fuerza armada. ¡Vaya tiburones! ¡Más me pesa haber condescendido con esa ralea! Se les suben los humos, y puestos a pedir, no les basta el oro y el moro… ¡El apuro del tiempo, que de no! Se tiene con esos cabritos una deferencia, y no saben agradecerla. Hemos desembarcado las armas en barricas de cal, que se la daban al más vivo. Diecinueve barricas y cuarenta cajas de pistolas y municiones. Aquí se mira a quedar a satisfacción del partido republicano. Eso se mira. ¿Se ha quedado bien?

—¡De órdago!

Abrióse de improviso la puerta y apareció el ciudadano La Rosa. Rubio, buen mozo, con la gabina de medio lado, y un garrote de nudos, entró echando lumbres:

—¡Barrunto que nos traiciona el palo de espadas! ¡No hay más que pueblo, pueblo!

El Emperador de Puntales alzó el vasete con ceremonioso ringorrango:

—¡Don Rafael, por usted y por el pueblo soberano!

Paúl y Angulo asestó un puñetazo en la mesa:

—¿Se arrepucha Cantabria?

—Media el oro de San Telmo. La Marina, si se subleva, proclama al Naranjero.

—¿Y Primo de Rivera?

—A eso vamos. Primo de Rivera cambió de escondite sin avisarnos media palabra. Probablemente, se oculta en casa de tu prima la viuda de Céspedes… Allí lo niegan, pero van y vienen emisarios al Cuartel de Cantabria.

—Yo registro la casa de mi prima y saco de la querencia al rajado Marte. ¡Si está dentro, ya evitará la escandalera!

—¡Que nos la juega ese chafarote!

—No lo creo. A las doce se reúne la Junta Revolucionaria, y espero que acuda…

—Tú no faltes. ¡Esos caballeros son capaces de adelantar los relojes!

—¿Qué dice Topete?

—Permanece a bordo de la Zaragoza.

—¿Tampoco se ha puesto al habla?

—¡Tampoco!

—Haremos la revolución con el pueblo.

—Siempre lo he predicado.

—Emperador, nos hace falta gente cruda, que sepa echarse un fusil a la cara.

—Cuente su merced con doscientos patriotas de primera.

—Los armas y te pones a las órdenes de Don Rafael. Yo me voy a la Junta de Notables. ¡Salud y República!

Brindis, efusiones y loores. La última caña.

XIII

¡Asómate a la ventana,

hermosa flor de Cupido!…

Recorrían las calles con guitarras y bandurrias los ternes patriotas venidos de Jerez, de San Fernando, de los Puertos. La conjura popular se disimulaba cantando serenatas. No quedó rubia ni morena sin copla en aquella noche gaditana prendida de luceros, fragante de nardos, romántica de músicas, de canciones y de sueños revolucionarios como la hubiera amado Lord Byron. Paúl y Angulo recorrió algunas tascas, asegurando voluntades con rondas de aguardiente. Paquito Puñales, Juan el Verde, Tomé Centeno, Curro Mairena, cabecillas de la plebe, recibieron las últimas órdenes:

—¿Hay coraje?

—No falta, Don Pepe.

—Un cigarro.

—Si usted me autoriza, me lo guardaré como recuerdo.

—¡A cumplir, chavales!

Por la plaza de San Juan de Dios bajó a la caleta. El reloj municipal daba las doce.

XIV

La Junta Revolucionaria, con pálido y nervioso sobresalto, deliberaba en un sótano, almacén de mercadería náutica: Las Derrotas de Colón, frente al Muelle Viejo. Alumbraba en la sigilosa tienda una lámpara de faldetas verdes, pitoña del copiador y la partida doble. La Junta estaba en cisma con la ausencia del General Primo de Rivera. El Brigadier Topete, taciturno y reservón, soslayaba el compromiso de la Escuadra. Don Joaquín Pastor, amigo y oráculo, le ponía en la oreja un soplo furtivo. Paúl y Angulo llegó cantando la solfa romántica de las herejías democráticas. López de Ayala y Fernández Vallín significaban la sensatez burguesa y las traiciones políticas de la Unión Liberal. Acallóse la disputa de los conjurados, bajo el foco de una linterna que lució en la escalerilla del sótano:

—¡Caballeros, buenas noches!

El Capitán Sánchez Mira llegaba con nuevas del invisible hijo de Marte. El General Primo de Rivera y las tropas juramentadas mantenían unánimes el compromiso de sublevarse cantando el himno de Patria y Libertad. En cuanto a ser los primeros en aquellas gárgaras, lo escuchaban por atrevido y expuesto al fracaso. Dentro del cuartel no era unánime el acuerdo de jefes y sargentos. En las calles era un albur perdido batirse con la Artillería de Plaza. El General Primo de Rivera proponía que ocupasen los muelles fuerzas de la Escuadra. Los conjurados permanecían en silencio esperando la respuesta del Brigadier Topete. Don Juan Bautista, secretamente, rebosaba amistosos sentimientos por el General Primo de Rivera. Arrugó las cejas con simulado pique:

—Necesitaría consultar con mis compañeros… La hora avanzada en que se propone el desembarque de fuerzas y no estar previamente convenida tal maniobra, hace imposible su ejecución hasta la madrugada. Se pierde la noche.

Paúl y Angulo se sulfuró con protestantes gallos:

—Haremos la revolución con las fuerzas ciudadanas.

El Brigadier Topete, premioso y temeroso, disputaba que el primer grito debía partir de los cuarteles. Don Abelardo López de Ayala, pomposo y retórico, jugando la comedia, acriminaba al valiente soldado que hacía el duende por los desvanes de Cádiz. Fernández Vallín, con su verba criolla, repetía los consejos del General Izquierdo. El tumulto asordado de las voces en disputa resonaba en la bóveda del sótano:

—¡Traigamos a los desterrados de Canarias!

—¡Y al General Prim!

—¡A todos!

—¡La Marina mantiene sus compromisos!

—¡Y Cantabria!

—¡Faltan entorchados!

—¡Faltan bragas!

—¡Pongámonos de acuerdo!

—¡Una fuga vergonzosa!

—A estas horas, solicitar un desembarque de fuerzas es irse por los calzones.

—Urge llevar una respuesta a los comprometidos de Cantabria.

—¡Al paisanaje, que lo parta un rayo!

—El barco hace agua, ¡pues a buscar calafates!

—¡Traigamos a los Generales!

—¡Otro aplazamiento!

—¡Otro fracaso!

—¡Por un tío mandria!

El quinqué de las faldetas verdes, aburrido de la disputa, daba las boqueadas. Los conjurados salieron en fila india, repelando el rabo de la contienda. Con medidos y prudentes espacios pasaban a la noche marina de faros y constelaciones frente al Muelle Viejo. Las Derrotas de Colón abrían y cerraban media puerta untada de aceite. Paúl y Angulo acudió perentorio a los soportales, donde se había citado con el ciudadano La Rosa. El reloj municipal daba dos campanadas. Rondas de iluminados patriotas pernoctaban por la plaza de San Juan de Dios y calle Nueva. El Emperador Puntales, apostado en una esquina, señalóse con jaque garganteo. Paúl le llamó:

—¡A escurrir el bulto!

—¿Se aplaza la faena?

—¡Por ahora!

—¡Con lo bien dispuesta que estaba la gente!

—Dale una ronda a cuenta de los fondos de la revolución, y cada mochuelo a su olivo. El trago ayuda a conservar la moral, y todo hace falta.

Paúl, La Rosa, Cala, Carrasco, Guillen, Salvochea, deliberaron hasta la mañana en el reservado de cortinillas verdes. Milagro fue que saliesen a salvo de aquella intentona los ilusos patriotas gaditanos. Las bandurrias y guitarras duraron toda la noche. Dormían las autoridades:

—¡A tu puerta hemos llegado

cuatrocientos en cuadrilla;

si quieres que te cantemos,

baja cuatrocientas sillas!

XV

Hotel de Francia. —Plazuela de San Francisco. —Júbilo de luces matinales. Pregones. Campaneo de misas tempranas. Paúl y Angulo renegaba entre dormido y despierto. —La cotorra, los zorros de una maritornes, el arrastre de un baúl, una raya de sol, los mosquitos. —Se cubrió la cabeza con el doblez de la sábana. Insistentes y discretos golpes en la puerta de su alcoba le despertaron ya muy entrado el día.

—¡Adelante!

Se abrió la puerta, y destacóse la cristobalona estampa de Fernández Vallín:

—¡Tiene usted un sueño de ángel!

—¡La tranquilidad de conciencia, mi noble amigo! ¿Qué le trae? ¿Vuelven de su acuerdo los hijos de Marte?

Fernández Vallín excusó el tema con una sonrisa de insinuadas reservas:

—Gonzalón Torre-Mellada me ha pedido que le represente… Doy este paso con la esperanza de evitar un duelo absurdo.

—¿Quién es el otro padrino?

—El Barón de Bonifaz.

—¡A ése quisiera yo meterle una bala!

—¿Sabe usted que ha caído de la Gracia Real?

—¡Me alegro!

—Ofrece unas cartas.

—¡Al Duque con ellas! ¡Se arruina si las compra todas! Van a salir más cartas que muelas de Santa Polonia. ¿Qué hace el Barón de Bonifaz en Cádiz?

—Se va con un momio a las Filipinas.

—¿A robar?

—A lo que salte.

—¡Para eso tiene España Ultramares! Amigo Vallín, ¿quiere usted pasar al gabinete en tanto me visto?

—Son dos palabras, y sigue usted durmiendo. ¿Tiene usted algún interés en batirse con Gonzalón Torre-Mellada?

—¡Ninguno!

—¿Y en rehusarle una explicación?

—No había pensado en dársela…

—Creo que no debe usted obcecarse.

—Si no me obceco… Es que no tengo ningún interés en dar satisfacciones a ese pollo. ¿De qué se duele? De una pregunta que todavía no me ha contestado.

—¡Ha sido usted cruel!

—¡Pues ya no tiene remedio!

—Usted no puede batirse con un hombre en las últimas.

—Los moribundos no van a los toros, se están en la cama.

—Gonzalón Torre-Mellada ha tenido un vómito de sangre.

—¡En su primera juventud!

—Al salir de la plaza.

—¿Y desea una satisfacción in artículis mortis?

—Gonzalón desea batirse.

—¿Y usted media para evitarlo?

—¡Usted haría lo mismo!

—Seguramente. ¡Reconozco que un tísico desahuciado no debe pretender llevarme al terreno!

—Usted, como más fuerte, es el obligado a mostrarse generoso. ¿Quiere usted autorizarme para que yo explique la frase?

—Jamás me retracto de lo que digo.

—Gonzalón, para usted, era un bromista que se daba por hijo de Torre-Mellada.

—¿Para qué enredarlo? Dígale usted que lo siento mucho y que no me busque camorra hasta que vuelva curado de Panticosa. Que no admito padrinos sin certificado del médico.

—¿Usted me autoriza para arreglarlo?

—¡Autorizado!

—¡Gracias, Paúl!

—De nada, amigo.

Paúl sacó un cuaderno oculto entre los colchones y se puso a repasarlo: Antonio Soto, Londres; Simón Larrocha, París; Leónidas Duran, Vichy. Era la clave telegráfica para entenderse con el gran revolucionario. Redactó un despacho, hizo tres copias y firmó Pablo.

XVI

—«Aplazado el embarque.»

El General Prim recibió el despacho en Calais. Venía reexpedido por Simón Larrocha. —Salvador Damato—. Lo leyó entre los apuros de la partida para Londres. Don Ruiz, en el buró, recogía los pasajes. Un mozo cargaba las maletas en el ómnibus, a la puerta del hotel. El General, con el abrigo al brazo, gorra inglesa de viaje, falsos tacones y una lujosa cartera en banda, paseábase bajo la marquesina de cristales.

Regresó Don Ruiz, y Don Juan le alargó el telegrama.

El secretario se puso los lentes, con gesto burgués y concienzudo, de honrado fiel de fechos castellanos:

—¡No me sorprende!

—¡Es mucha la fantasía de los gaditanos!

—¡Siempre me ha parecido una locura!… El pronunciamiento sin usted tenía que ser un fracaso.

—Que fracasen solos es muy conveniente.

—Sin duda contaban que usted pudiese embarcar en Londres.

—Por suerte que ya conozco a esos Capitanes Araña. Ninguno quiere hacer punta, y juzgan indispensable que yo, en todo momento, me juegue estúpidamente la cabeza. Don Salustiano no dejará de lanzarme alguna flecha envenenada. Me acusarán de irresoluto y de cobarde. ¡A mí, que cien veces me jugué la vida en los campos de batalla! ¡A mí, que por la libertad estoy siempre pronto para repetir la hombrada de los Castillejos! ¡Hay para aburrirse y mandarlo todo al infierno! ¡Ahora, con que me cuelguen el fracaso de Cádiz!… ¡Y de esos marrajos todo hay que temérselo!… ¿Qué habrá pasado en Cádiz?

—¡Un aplazamiento! El telegrama no tiene otra interpretación. Esperemos. ¡Quién sabe! Un aplazamiento no es un fracaso.

—Usted jamás pierde la esperanza, Don Ruiz.

—¡Jamás!

—Bajaremos al muelle dando un paseo. Me joroba haber interrumpido la cura de mi achaque por ese fandango de Cádiz. ¿Qué cuenta hace usted del tiempo, Don Ruiz?

Don Ruiz miró al cielo, un jirón azul entre tejados:

—¡Soy poco marino!

—¿Bailaremos?

—La orilla, como dicen los labradores de mi tierra, no parece mala.

Persistió en la suya el gran revolucionario:

—¡Otra vez a marearse!

—Usted, Don Juan, se marea de imaginación. ¡Vamos a tener un viaje de damas!

—No me vendría mal devolver la bilis… ¡Vichy me hubiera puesto nuevo!

El muelle, movido de mástiles y banderas, gentil de luces, salobre, vocinglero, victorioso de olas y vientos, tenía una emoción comercial de audacias y riesgos alegres. El General Prim rememoró la vista de Cádiz: La curva marina de azoteas y miradores, el cielo azul con el humo de románticos pronunciamientos:

—¡Exceso de fantasía, Don Ruiz!

—¡Probablemente!

XVII

—¡Un aplazamiento no es un fracaso!

Los patriotas gaditanos no desmayaban: Su fantasía era más fuerte que todos los desengaños.

—¡A otra!

—¡La mecha está en el polvorín!

—¡El triunfo será nuestro!

—¡A otra!

Unionistas y demócratas se picoteaban las crestas:

—¡Señor Paúl!

—¡Señor López de Ayala!

—¡Lealtad en los tratos!

—¡No deseo otra cosa!

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