Baza de espadas

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Primera parte. Vísperas setembrinas » La venta de los enanos » XII

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LA VENTA DE LOS ENANOS

I

El Semáforo de Cádiz anunciaba temporal en el Estrecho. Los Generales unionistas y su séquito de ayudantes esperan una clara arrestados en el fuerte de Santa Catalina. El Vulcano mantiene las calderas encendidas para conducirlos al destierro de las Afortunadas. Los patriotas gaditanos alargan sus catalejos por azoteas y miradores: Crédulos y cándidos, juntan pronósticos revolucionarios al pronóstico del tiempo. La ciudad, blanca y colonial, asomada a la curva de la marina, sonora del rumor del oleaje, estremecida por el viento, que eleva espumas a sus verdes cristaleras, tenía un alocado batir de puertas y ventanas.

II

El General Don Domingo Dulce, enfermo crónico del hígado, tumbado en una silla de lona, tras la reja de gruesos barrotes esparcía los ojos por el horizonte marino: Era un viejo taciturno, flaco, amarillento, con murrias hepáticas. Le servía de celda una sala de amortiguadas luces, muros de cal y solado de baldosín con ruedos de pleita de reciente estreno. Un sorche —fusil y bayoneta calada— hacía la centinela ante el portón abierto sobre una galería abovedada, con la hornacina del banderín y fusiles en armario. El Comandante del Fuerte saludó cuadrado en el umbral:

—¿Da Vuecencia su permiso?

—Adelante.

El amurriado veterano se había vuelto, atusándose los bigotes. Bajo la manta escocesa alongábanse sus escuálidas zancas. El Comandante penetró algunos pasos en la celda:

—El Brigadier Topete desea presentar sus respetos a Vuecencia.

—Lo recibiré si no se opone la consigna.

—Trae un volante del Gobernador Militar.

—Puede usted introducirle.

—Con su permiso.

Se retiró sobre la puerta, y cuadrándose, hizo pasar al Brigadier Topete. El General Dulce salióse de la manta, incorporando el madejón de huesos, para abrazar al marino. Don Juan Bautista era un gigante curtido de soles y vendavales, con un karma de cielos estrellados y luces de San Telmo. Don Domingo y Don Juan Bautista conversaron en voz baja, y con unánime recelo ponían los ojos en la puerta donde paseaba el centinela. Advirtió el lobo de mar:

—He observado que ha sido reforzada la guardia con fuerzas de Cantabria.

Asintió el General Dulce:

—Ahí tenemos amigos. Buena parte de la oficialidad y todos los Sargentos están con nosotros.

Guardaron silencio. Pensativos, contemplaban el tumbo de las olas, que salpican espumas al baluarte, con centinelas y cañones. El Brigadier Topete sacó barruntos del tiempo:

—La cerrazón no puede durar, sube el barómetro y pronto tendremos cielo viejo.

Inquirió el General Dulce:

—¿Se ha visto con el Duque de la Torre?

—Conferenciaba con un enviado de San Telmo. Luego pasaré a saludarle… El Gobierno destierra a Sus Altezas.

El General Dulce avinagró la cara:

—Esos rigores equivalen a una declaración oficial de la inestabilidad del Trono.

—¡Pues así estamos!

—¿Qué tramitación ha tenido la orden de destierro?

—Por Capitanía. El General Quesada en persona se lo comunicó a Sus Altezas.

Nuevo silencio. El General Dulce abismaba los ojos en la contemplación del mar: Sobre su cara fúnebre la borleta del gorro de cuartel hacía cabriolas. En el horizonte, una fragata, arriadas las velas mayores, calados los masteleros, maniobraba de sotavento para ganar el abrigo de la caleta. Toques militares señalaban el relevo de la guardia. —Paso redoblado y desfile de escuadras. —El blanco revuelo de un papel traspone la reja, y, con amortiguado golpe del tejuelo que lo lastra, resbala por los pliegues de la manta a los pies del achacoso General. El Brigadier Topete acude a mirar por la reja. Sólo pudo descubrir al ras del muro la sombra fugitiva de un soldado en traje de faena. El General Dulce, distanciado el papel, con guiños de présbita, deletrea el escrito: Excelentísimo Señor Duque de la Torre.

—¡Han equivocado las rejas!

Recaído en su murria taciturna, metió el papel en el gorrete borlado de oro, y sacó los zancajos de la manta.

—¿Quiere usted que pasemos a vernos con el Duque?

El Duque de la Torre, ceñido el talle en la levita del uniforme, espejos las botas, perejiles los andares, paseábase en la galería con el pomposo Don Adelardo López de Ayala. —Los Generales unionistas tuvieron por prisión todo el recinto murado.

III

El papel venía del Coronel Merelo: Firmaba con su nombre el escrito. —Una imprudencia.— El Coronel Merelo hallábase condenado a muerte y todas las noches jugaba al escondite con los esbirros, por las buhardillas y sotabancos de Cádiz. Hecha lectura del papel, emitió su oráculo el General Serrano.

—Ese atolondrado puede comprometernos, y será conveniente meditar la respuesta, darle largas, ganar tiempo.

El General Dulce arrugaba el fúnebre entrecejo:

—Soy poco partidario de las dilaciones…

Camanduleó el Duque de la Torre:

—Tenemos una noche para meditar.

Advirtió el Brigadier Topete:

—Mi General, sube el barómetro, y pronto se verán ustedes a bordo del Vulcano.

Insinuó el señor López de Ayala:

—Cantabria podría iniciar el movimiento, si hubiese una seguridad de que fuese secundado por la Escuadra.

Encendióse apoplético de perplejidades el marino, y con alardes fuera de todo propósito, recordó su vida de lobo de mar, la ruda y leal franqueza de su carácter.

Tuvo un gesto desabrido el General Dulce:

—No desechemos, sin haberla estudiado, la proposición del Coronel Merelo.

El Duque de la Torre pasó el pliego a las solicitantes manos del Señor López de Ayala:

—Si no le sirve de molestia, lea en voz alta.

El Coronel Merelo, con caprichosa ortografía y mucho rasgueo, aseguraba el triunfo de los ideales revolucionarios. El pueblo, el noble pueblo gaditano, sólo esperaba una orden para oponerse al embarque de los ilustres veteranos presos en el castillo. El Coronel Merelo se ofrecía con heroicas gárgaras. El Duque de la Torre, atento a la lectura, denegaba moviendo la cabeza. Apuntó con aduladora metáfora el Señor López de Ayala:

—Los caballeros no pueden bajar a la taberna.

El Brigadier Topete mostróse de acuerdo:

—¡Elocuentísimo!

Premioso, cauteloso, embrollándose, resopló que el cuidado de los patrios destinos le correspondía exclusivamente a los Institutos Armados. El Coronel Merelo era un agente secreto de las logias masónicas y su mediación provocaría el apartamiento de las fuerzas de Mar. La Escuadra no podía comprometerse en la aventura de un motín demagógico, sin otra finalidad que ensangrentar las calles de Cádiz. El General Dulce, con gesto taciturno, sacó un papel en blanco y lo puso en manos del Señor López de Ayala:

—Tenga usted la lista de los oficiales y sargentos comprometidos en el Regimiento de Cantabria. Está con tinta simpática. La química se impuso.

El Duque de la Torre, simultáneamente, encendió una cerilla y quemó la carta del Coronel Merelo:

—Con esta gente, ni a la gloria. Pasaríamos a ser prisioneros de las masas. Si Cantabria no inicia el movimiento, quédense las cosas como están… Ya volveremos del destierro.

Acentuó su disconformidad el General Dulce:

—Se corre el riesgo de que otros se adelanten.

Le clavó los ojos el General Serrano:

—¿Alude usted al Conde de Reus?

—Prim puede, impensadamente, desembarcar en Cádiz. Haría la revolución sin nosotros.

Denegó el Duque con fatua convicción:

—No podría.

Insistió el General Dulce:

—Debiéramos ponernos al habla con el Coronel Merelo. Ciertamente, se ha descuidado trabajar la guarnición… Sin embargo, iniciado el movimiento por las dos Compañías de Cantabria… Aun no contando con las fuerzas de Artillería… Si secundaba la Escuadra…

El Brigadier Topete resopló que carecía de poderes para obligarse con una respuesta en nombre de sus compañeros de la Armada. Impacientóse el General Dulce:

—Mi Brigadier, usted comprenderá que esa situación no puede sostenerse. Es imprescindible que se definan los elementos que usted representa. Si nosotros no hacemos la revolución, la hará el Pueblo.

—¿Con el Conde de Reus?

—O sin el Conde de Reus.

El Brigadier Topete embarulló nuevas explicaciones: Callaba con taciturna mueca el General Dulce: Intervenía con gitano navajeo el Duque de la Torre: Buscaba un acuerdo con elegantes metáforas el Señor López de Ayala. Y reverdecidas las esperanzas en el pronunciamiento de las tropas, se le confirieron poderes para tratar con los conjurados al pomposo vate de la Unión.

IV

El Señor López de Ayala, aquella misma noche, recibió un misterioso mensaje para que acudiese a la tertulia de Doña Juanita Custodio. Doña Juanita era una jamona de abolengo liberal, y su tertulia, la clásica tertulia con lotería de cartones, noviazgos, juegos de prendas, rigodones y lanceros. El Capitán Ródenas, que cantaba acompañándose al piano, ganó allí sus mejores lauros: El Capitán tenía un repertorio romántico de danzones y playeras: Suspiraba en solfa por los encantos gachones de Doña Juanita. Los pollos de la tertulia, en rijoso cuchicheo, aseguraban que la viuda tenía los lunares de la copla. Era aquél un hablar de oídas, sin que ninguno aventurase vanaglorias de alcoba, y de tales propósitos libidinosos salía incólume el recato de Doña Juanita. Solamente las pulgas, a las cuales era muy propensa, como mujer lozana, pudieron haber divulgado el secreto de sus gracias, o acaso, en alguna trúpita, el difunto Don Pascualito Custodio. La viuda, toda mieles y lisonjas, hizo lugar en el estrado al Señor López de Ayala. El vate correspondió con un madrigal dechado de jardinería poética, ramillete de flores, mariposas, aromas y céfiros. La frufruante viuda, con el poeta a su vera en el sofá de góndola, se hacía un puro misterio, al resguardo del abanico, el lunar de la boca:

—¿Ha conferenciado usted con los desterrados? ¿Embarcarán?

—¡Dios sobre todo!

—¡Como yo llevase calzones, estaba armada la revolución en Cádiz!

—Ya llegará nuestro momento.

—Lo piensan ustedes demasiado. ¡Y para eso una servidora compromete su seriedad aceptando los galanteos de Panchito Ródenas! ¡Le tengo como una melcocha! ¡Que se decidan los Generales! Dígales que yo saco a la calle el Regimiento de Cantabria. ¡Yo, una mujer! ¿Quiere usted que disimuladamente llame a Panchito?

—Adorable Juanita, encárguese usted del mensaje.

—Palomita mensajera.

—¡Ave del Paraíso!

—Menos mal que no ha dicho usted serpiente.

—Porque usted no quiere ofrecerme la manzana.

—Le ofrezco a usted chocolate con bizcochos y cabello de ángel. Mis propios cabellos. Me adelanto a decirlo para evitarle a usted la molestia.

—Comprendo que haya usted trastornado al Don Panchito.

—Dispuesto lo tiene usted a recibir dos grados y mi blanca mano, si sale bien el pronunciamiento.

—Dígale usted que nos reuniremos de madrugada en la Capitanía del Puerto.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¡Pues es bien poco!

—¿Qué desea usted saber?

—Sus esperanzas.

—Muy remotas.

—Así no se conspira.

La viuda, con garabateo de los ojos y juegos del abanico, engatusó, de lejos, al amelcochado capitán de la Segunda Compañía de Cantabria: Era un barrilete rizoso, pequeño, con tacones de bailarín; los ojos de claros azules, y la tez, en contraste, muy morena: Tenía los labios siempre húmedos, perezoso el contoneo, la parla blandengue de criollo puertorriqueño. A los mimos de la viuda correspondió poniendo los ojos en blanco, con mirar de cabeza degollada. Susurró la viuda al socaire del abanico:

—¡Un mártir! Ahí le tiene usted resignado a lucir estrellas de Comandante y cargar con mis pedazos. Voy a ponerle una vara de consuelo. ¡Me estoy comprometiendo, y ustedes maldito si lo agradecen!

El Capitán, al canto del velador, ojeaba el álbum donde las musas provincianas tejían madrigales a los encantos de la sin par Juanita. Décimas y romances brindábanle celoso tormento al corazón de Panchito Ródenas. La viuda le flechó los ojos y salió con garboso revuelo de faldas. La tertulia, sobresaltada por un campanillazo, quedó suspensa. El piano y la lotería de cartones naufragaban con desolado paréntesis en el parpadeo de ojos y luces. La sala tenía un silencio de intriga, cargado de frívolas interpretaciones. Reapareció la viuda, y en el sofá renovó los secretos susurros con el campanudo Don Adelardo:

—Dentro de un momento se despide usted. Ahora, no… Dentro de un momento. ¡Estoy volada! Tengo a Vallín en mi tocador.

—Es usted nuestra María Egipciaca.

La viuda escondió tras el abanico una risa de alegres rubores:

—¡Ay, no!… Prefiero quedarme sin subir a los altares.

—Es subir al Cielo.

—No me gusta la escala. ¿Qué me dice usted del destierro de Sus Altezas?

Apagados trémolos del vate unionista:

—¡Pasa por las alturas una ráfaga de vesania!

—¡En Sevilla ha caído la noticia como una bomba! Ya le contará Vallín. ¡Y los Espadones sin resolverse!

Comenzó a sonar el destartalado reloj de la consola, y espabilóse una vieja:

—¡Jesús mío!

Santiguándose, contó las horas, el tiempo que tiraba del ovillo de su calceta, rodado bajo el sofá. Reían a hurto unas niñas sin novio. La viuda, jugando los ojos, llamó al Capitán Ródenas:

—En el ros hallará usted un papelito con instrucciones.

El melcocho pretendiente tuvo un lánguido entorne de pestañas:

—¿Nada más?

—Y recuerdos para la familia.

Don Adelardo iniciaba las despedidas con pomposa rueda de gallo polainero. Tras el portier, una doncella en acecho le condujo de tapadillo al tocador donde esperaba Vallín. Algunas matronas ya doblaban sus labores, y las niñas, bajo la mirada jurisdiccional de las mamás, apresuraban el coloquio con los novios. Comenzaron los adioses con el besuqueo de las señoras en la antesala, y las últimas bromas prolongadas a lo largo de la escalera. Damas y galanes salieron a la noche de estrellas, con frívola algazara. Una ráfaga de viento marino estremecía los faroles, y las mamás alarmaron la noche con pudendos gritos advirtiendo a las niñas que pusieran atención a las faldas. Panchito Ródenas se retrajo para leer a la luz de un farol los divinos garabatos ocultos en la badana del ros. Con la diestra sobre el costado, mandó un suspiro al balcón de la sin par Juanita.

V

En la desierta sala de tertulia, con las luces medio apagadas, hacían calendarios políticos Vallín y López de Ayala. Solemnes extremos del vate unionista:

—¡Pasa por las alturas una ráfaga de vesania! ¿Cómo ha reaccionado la opinión en Sevilla?

—¡Los Duques son muy queridos! A la Infanta el golpe la afectó más dolorosamente, por cuanto pone de manifiesto el encono de su hermana. Ha sido un momento conmovedor la entrevista con el Capitán General. Sus Altezas se muestran reconocidísimos a Quesada: Me han referido que se le saltaban las lágrimas al comunicarles la orden de destierro.

—¿Es metáfora?

—Prosaica referencia. El Capitán General de Sevilla hoy está casi ganado para la causa de los Duques.

—Sospecho que va usted demasiado lejos. Quesada, en el fondo, es un gran reaccionario.

—En el fondo lo son todos los espadones… Quesada no es más reaccionario que Prim.

—Prim, más que reaccionario, es un pillastre. Y con el confinamiento de nuestros amigos, ahora refluye en manos de ese condotiero toda iniciativa revolucionaria. Cuando menos se piense desembarcará en una playa española y hará la revolución en provecho suyo, sin respeto a los pactos comprometidos con la Unión Liberal. Prim ha sido toda la vida un jugador de ventaja.

—¡Hay que dar el golpe! Traigo letras por valor de veinte mil libras sobre la Banca Harold-Seriketh, de Londres.

—¡Brava ayuda!

—¿Podremos negociarlas?

—Se intentará. Con ese aliado trabajaremos la guarnición. Hoy aseguraban contar con ella los amigos de Prim. Mañana creo que podremos contar nosotros. Mercurio gobierna el Carro de Marte.

—¿Y la Marina?

—Nuestra, siempre que se consiga salvar los escrúpulos del Brigadier Topete.

—Esta misión traigo de los Duques. La Infanta le escribe una carta muy cariñosa y muy apremiante. Al entregármela tuvo la deferencia de hacérmela leer. Los Duques esperan el consejo de sus leales amigos antes de abandonar San Telmo. Si Cádiz se pronunciase, no saldrían de España: El Duque hasta creo que haya pensado ponerse al frente de las fuerzas sublevados, pero ese puesto de honor sólo podría asumirlo mediante el compromiso de los contingentes de mar y tierra para imponer la candidatura de la Infanta. Proclamación y compromiso de Cortes Constituyentes.

—¿La consulta a la voluntad nacional después del hecho consumado? ¡Magnífico programa!

—El Duque me ha hecho indicaciones muy precisas en cuanto a la conveniencia de precipitar el movimiento y hacerlo sin el Conde de Reus. A su juicio, los fines dinásticos de la revolución deben definirse desde la primera hora, adelantándose a los extravíos de las Juntas Populares.

—No creo posible sustraer el movimiento a los amigos del General Prim. Están vigilantes y tienen mucha opinión en Cádiz.

—Siempre sería una ventaja poder actuar sin la intervención directa del Conde de Reus.

—El General Serrano no pone muy buena cara a los ofrecimientos del Coronel Merelo. Prefiere el cautiverio gubernativo —son sus palabras— al cautiverio en poder de los patriotas de la Caleta.

—Mucho ha cambiado el General Bonito.

—Los años le hacen prudente.

—Aquí nos hacía falta la Duquesa.

Bromeó Ayala:

—La llamaremos.

—¿Cuál es la actitud de Don Domingo?

—Dulce tiene más vista política y conoce a Prim. El menos resuelto es Topete.

—¿Topete personalmente, o las fuerzas de Mar?

—La Marina es por tradición inútil y reaccionaria. Sus gloriosas derrotadas le han dado un espíritu de casta sacrificada, y todos sus anhelos revolucionarios quedarían satisfechos con un cambio de persona en el Ministerio de Marina. El más rojo de los marinos se contenta hoy con la salida de Don Martín Belda. Están con nosotros porque están en contra del Ministro. ¡Nada más!

—No comparto su pesimismo.

—Conozco a nuestros heroicos lobos de mar.

—¿No cree usted que la carta de Su Alteza…?

—De creer en algo, creo en las letras sobre Londres. Anda muy arrancado Topete.

—¿Dónde podría yo verle esta noche?

—En el Casino jugándose las pestañas… Y en todo caso, de madrugada, en la Capitanía de Puerto.

La viuda frufruante y risueña penetró en la sala, medio apagada, de la tertulia.

—Van ustedes a tomar chocolate: y luego, como la casa tiene dos puertas, cada uno se irá por la suya.

VI

El Señor López de Ayala se detuvo en el portón, escudriñando la calle: —Calle de San Juan, aceras mojadas, faroles claudicantes; en una esquina, el sereno.— Dudoso en el rumbo, permaneció allí algunos instantes: Miraba al cielo encapotado, y decidiéndose, subió hasta la Plazuela de San Francisco. A poco le puso en cautela el rumor de unas pisadas, tan a compás de las suyas, que declaraban venirle en seguimiento. El Capitán Ródenas, señalándose con toses, pasó de largo. La tasca de un montañés entornaba media puerta, y la banda de luz que salía del interior cortaba la tiniebla nocturna. Un hombretón de zamarra y garrote, al frente de algunos ternes, se acercó al Señor López de Ayala:

—¡Feliz casualidad, Don Adelardo! Le he buscado toda la noche, y en la fonda le dejé una carta. ¡El tiempo apremia! Contamos con el pueblo y las tropas de Cantabria. Si ustedes logran decidir a los artilleros, el triunfo de la revolución será un hecho.

Murmuró evasivo Don Adelardo:

—¡Amigo Paúl, el porvenir está en las rodillas de los dioses!

—¡Gáneme usted a los pollos de Santa Bárbara!

—No son para olvidados sucesos como los de San Gil. La Oficialidad de Artillería es natural que rehuse toda inteligencia con los elementos afines al Conde de Reus.

Paúl y Angulo encaró al vate unionista con reto jaquetón:

—Ustedes, sin los artilleros y sin nosotros, son unos huéspedes de cumplido en Cádiz.

Hablaban resguardados en los Portales de San Francisco. El Café Suizo apagaba sus luces. Juntábanse en corro, bajo los porches, los compadres salidos de la tasca, capitaneados por el rumboso jerezano que noches atrás pagaba el gasto de los emigrados españoles en los bares y cervecerías de Londres. Un terne obeso, con sueste y traje de aguas, le abordó dando vahos de aguardiente:

—Don José, si usted no dispone otra cosa, un servidor se corre con la gente para sacar el santo. Hay que no dormirse y aprovechar esta noche de marea.

Le despidió Paúl:

—Luego hablaremos.

Misterio del terne:

—¿Es el sujeto?

—El mismo.

—¡También ha sido casualidad el encuentro!

Resonaban en el silencio de la noche los discursos de un borracho en disputa con su sombra. El Capitán Ródenas compraba tabaco de contrabando, y se divertía en disputar con el joroba que tenía el tabanque de periódicos, yesca, mixtos, gomas higiénicas y cuentos verdes, a la puerta del café. Los camareros levantaban las sillas sobre las mesas. En la rinconada del mostrador, una piña de trasnochadores azota el mármol con las fichas del dominó, y la doctrina del seis doble salía a la Plazuela. El Capitán Ródenas metióse al café.

VII

El Señor López de Ayala accionó para despedirse, deseoso por cortar el coloquio con Paúl y Angulo:

—Usted perdone, pero me urge hablar con el Capitán Ródenas.

Paúl tuvo una risa baladrona:

—¡Ese botarate no saca un soldado, Don Adelardo! La Oficialidad y Clases están comprometidas con los amigos del General Prim. Panchito Ródenas, como el portugués del cuento, irá adonde le lleven y ni siquiera tendrá gracia para acostarse con la viuda.

El Señor López de Ayala armonizó la noche con gallos calderonianos:

—¡No arrojemos lodo sobre el honor de una dama!

—Decir que ese punto no se acostará con ella, me parece que es honrarla. Vamos a entrar, y me las entenderé con una copa de amontillado mientras usted pierde el tiempo tratando la revolución con el Capitán Petenera.

—El Capitán Ródenas se compromete a sacar su Compañía.

—La Segunda Compañía está en manos de los Sargentos. Verá usted cómo en mi presencia no dice otra cosa ese silbante.

Paúl y Angulo, jugando al basto, firme y jaquetón; fue derecho a la mesa que había ocupado el Capitán Ródenas:

—Petenera, hablemos claramente: ¿Qué botaratada proyectas? ¿Te ha sorbido el seso Juanita Custodio?

El Capitán se puso rojo:

—Amigo Paúl, traes demasiado gas, y te conviene tomar el fresco.

Paúl golpeó la mesa:

—Responde por derecho. ¿Sacas tú a la Segunda Compañía? ¿Desde cuándo? ¡Quisiera saberlo!

—Amigo Paúl, no te remontes a la gavia. Naturalmente que no me traigo en el bolsillo la llave del cuartel. El General Prim tiene amigos en el Regimiento. ¿Dónde no los tiene ese valiente General? Pero ahora se trata de impedir el embarque de los gloriosos caudillos presos en el Fuerte de Santa Catalina.

Atajó el bronco jerezano:

—Falta saber si esos gloriosos caudillos están dispuestos a dar libertades al pueblo. ¿Cuáles son sus compromisos? ¿Has cuidado de enterarte? ¿Cuáles sus promesas? Los vicálvaros han sido siempre enemigos del pueblo, lo han fusilado en las calles después de haber subido al comedero encaramándose en sus hombros. Han hecho las revoluciones para traicionarlas al día siguiente. No podemos olvidar la Historia. Paúl y Angulo no la olvida, y puesto al frente de las masas, sostendrá los ideales revolucionarios, que hoy solamente encarnan en el héroe de los Castillejos.

Intervino con reposada censura el Señor López de Ayala:

—No puedo en modo alguno dejar sin respuesta tan injustas apreciaciones. Injustas y poco meditadas, pero sobre todo desconsoladoras, porque desunen voluntades y suscitan antagonismos entre las fuerzas liberales, aliadas hoy para devolver la dignidad a la Patria.

Paúl y Angulo pasóse del arranque temerón a una sorna con rejalgares:

—No pretendo que avale mis palabras el General Prim: Tengo en mi persona garantía suficiente. Por lo demás, las ofensas, si las hubo, retiradas, y me quedo con el acuse de verdades que constituyen la Historia contemporánea. Mis recelos a la hora presente están harto justificados, pues la libertad de los Espadones unionistas no puede ser obra exclusiva de sus afines. El Coronel Merelo ha escrito una carta ofreciéndose a realizar la hombrada de tomar el Castillo. ¡Esa carta todavía no ha merecido respuesta!

El Señor López de Ayala tuvo un cacareo de gallo petulante:

—Usted reconocerá el liviano fundamento de sus desconfianzas cuando le haya dicho que tengo la honrosa misión de conferenciar con el valiente Coronel Merelo.

El terne jerezano apuntó una sonrisa de acautelada sorna:

—¿Se acepta o se rechaza la oferta?

El vate unionista arqueó las cejas con un gesto inflado de circunloquios:

—En principio, aceptada. Aceptada, desde luego aceptada, siempre que colaboren las fuerzas de Mar y las de guarnición en la Plaza.

Estalló Paúl con risa de befas:

—Y el clero parroquial y las Hijas de María.

Atufóse el Señor López de Ayala:

—Los ilustres desterrados no quieren un día de luto y de sangre. Ante esa responsabilidad prefieren el confinamiento.

—Y volver por un acto de la veleta regia.

—Es usted agresivamente suspicaz, y por ese camino no puedo seguirle. Acabaríamos riñendo.

Regocijóse Paúl:

—¡Yo soy una malva!

El Señor López de Ayala denegó con una sonrisa de helada reserva:

—A ser posible, quisiera que hablásemos sin resquemores.

Declaró Paúl:

—Los demócratas gaditanos sólo pedimos lealtad en los tratos.

El vate unionista se llevó una mano al corazón con altisonante ronca:

—No podrá usted acusarme por falta de franqueza. Con toda claridad he puesto de manifiesto el sentir de los ilustres desterrados y mi propia opinión. ¿Qué garantías de éxito feliz nos ofrece la propuesta del Coronel Merelo?

—Merelo se juega la cabeza.

—En un hombre tan bravo y en una cabeza tan destornillada, la garantía no es grande. ¿Dónde podré entrevistarme con Merelo?

Apuntó Panchito Ródenas con oficioso obsequio:

—Usted sabe que anda a salto de mata.

—Por eso.

Y atajó Paúl:

—¿Quiere usted verle ahora?

—Siempre sería ganar tiempo.

—Pues armas al hombro.

—¿Hasta qué punto secundarían el movimiento las tropas?

El Capitán Panchito Ródenas, con la esquela de la viuda sobre el corazón, archivada en los aforros del levitín, sentía palpitaciones heroicas:

—Yo respondo de mis leones de Cantabria.

Risas baladronas de Paúl y Angulo:

—¡Eso tiene música de Dos de Mayo!

Amistosas reservas del Señor López de Ayala:

—Piénselo usted. Es posible que mañana la suerte le designe para montar la guardia en el castillo de Santa Catalina. Su compromiso, en ese supuesto, sería poner en libertad a los Generales. ¿Está usted resuelto a dar el golpe?

—¡Jamás he renegado de mis compromisos, y mucho menos cuando la palma y el laurel son los ojos y la sonrisa de una dama! Usted, Señor López de Ayala, es un gran poeta y comprenderá la exaltación de mis sentimientos.

Inflamábase con románticas llamas el melcocho criollo.

—Azúcar y ron con dos palos de canela. —Paúl le palmoteo el hombro:

—¡Hasta el Valle de Josafat, Petenera!

La Plazuela de San Francisco, mojada y desierta, parecía agrandarse bajo la luna con nubarrones. Paúl y Angulo escrutó el cielo:

—Amaina el temporal y urge decidirse.

El terne jerezano y el vate unionista, en silenciosa y apremurada pareja, se metieron por las angosturas de una calle que bajaba a otra también con soportales, abierta sobre un horizonte marino, sobresaltado de ráfagas salobres. Se detuvieron ante el portón de la Estrella Polar —Almacén de Cordelería y Efectos Náuticos.— Paúl llamó con tres golpes de misterio, y en el lóbrego zaguán surgió el bulto de un encamisado, al canto de la hoja entreabierta:

—¿Qué buscan?

Estalló un azote en el nalgatorio del atremulado portero:

—¡Espabila!

—¡No son bromas, Don José!

Paúl hizo entrar al Señor López de Ayala.

Alarmas del inspirado vate:

—¡Qué oscuridad!

—Dale la mano, Gatuta.

—Don José, saque usted un mixto para que podamos vernos las fisonomías.

El Señor López de Ayala, perdido en la tiniebla del zaguán, encontró la mano de Gatuta. Por el fondo lucía el estrellín de un pringoso farolete iluminando rollos de cordelería, anaqueles con botes de pintura, garrafas y bombonas. El vaivén de la luz desquiciaba la perspectiva de la nave con la báscula oscilante entre una doble hilera de barricas y el volatín del gato en fuga. Tras el farol advertíase el bulto de un hombre. Sacaba medio cuerpo por el escotillón de la cueva y con las manos en alto sostenía la tapa suspensa sobre su cabeza. Paúl y Angulo le ayudó a salir. Hablaron con misterio:

—Acaban de irse.

—¿Asistió Merelo?

—Tuvimos soplo y se ha puesto al pairo.

—Me urge verle.

—Esta noche ya no podrá ser.

—¿Por dónde se esconde?

—De cierto, no sé… Creo que a bordo del Buenaventura.

—Este que me acompaña es Ayala. Trae la respuesta de los vicálvaros.

—¿Qué dicen los ilustres vainas?

—Tienen el cariz del tiempo. Urge que nos avistemos con nuestro gallo.

—Hasta mañana no hay modo.

Paúl y Angulo se llegó al vate unionista:

—El Coronel Merelo no acudió a la junta. La Policía bebe los vientos para echarle el guante, y conviene andarse con ojo. El Capitán Llaugier, de la Marina Mercante, un bravo entre los bravos, apañará modo para que ustedes se avisten mañana.

Salieron a la noche, llena de rumor del mar, rasgada de viento y aguaceros. Un reloj de torre dejó caer tres campanas. Paúl y Angulo volvió a escrutar las nubes que enlutaban el cerco de la luna. Al extremo placero, entre dos enormes anclas negras, revolvía el encalado esquinazo La Estrella Polar —Cordelería y Efectos Náuticos.

VIII

El Señor López de Ayala se hospedaba en la Fonda de La Marina —Portales de San Francisco—. Alumbrándose con cerillas, por corredores de numeradas puertas, sonoros de ronquidos, llegó a una sala que tenía dos alcobas. Se orientó quemándose los dedos, y al encender la bujía para acostarse, le dio el alto un papel puesto bajo el candelero:

—Urge que hablemos. Duermo vecino. Despiérteme cualquiera que sea la hora, cuando regrese.

El Señor López de Ayala requirió el candelero y salió a los umbrales de la sala. Un verde galerín, con la jaula de la cotorra, recogía las luces llorosas del alba. El temblor de la vela rodó sobre la uniformidad provinciana de la sillería enfundada de blanco, la consola con un navío de juguete, los alfombrines con luchas de leopardos y panteras. La luz y el rumor de los pasos despertaron al viajero que se había echado vestido, con el revólver al tino de la mano:

—¿Quién va?

—Ayala.

El Marqués de Redín salió de la alcoba:

—¡Madruga usted para recogerse, querido! Ya no esperaba verle.

—¿Cuándo ha llegado usted?

—Esta tarde. Tenía gran interés en ponerle al corriente de ciertas promesas recibidas de Palacio. Se inicia un cambio, y parece que al fin la política se orienta en el sentido que hace tanto tiempo viene aconsejando la Reina Madre.

—¿Conoce usted la actitud de Cánovas? Cánovas ha impuesto ciertas condiciones, y entiendo que no fueron aceptadas en Palacio.

—Pero pueden serlo.

—Lo dudo.

—Pues no lo dude usted y dejemos que embarquen los Generales. Ya volverán. Hubiera sido conveniente que hablásemos esta tarde, pero se me fue el tiempo en conseguir una entrevista con el Duque de la Torre. Es preciso sustraerlo a la influencia de los demócratas gaditanos. Afortunadamente, los marinos juegan con dos barajas, y han puesto sobre aviso al Gobernador Militar.

El Señor López de Ayala atremoló la voz:

—¿Dónde están los caballeros?

—Yo creo que todos debemos felicitarnos. Los Generales volverán por un acto de la Corona. Verá usted cómo al fin se aceptan las condiciones impuestas por Cánovas.

Denegó el Señor López de Ayala: La Reina se halla en absoluto identificada con las lechuzas de la Camarilla.

—Olvida usted que la Monja y el Fraile ya una vez han salido desterrados.

—Para volver con mayor valimiento y cargados de indulgencias pontificias. El Ministerio Cánovas-San Luis fracasará en la lucha con las influencias ultramontanas, como han fracasado O’Donnell y Narváez. La revolución es inevitable, y nosotros, los hombres de orden, sólo podemos aspirar a conducirla por los cauces de una sana tradición liberal, procurando que no degenere en una demagogia. Por lo demás, usted conoce mis compromisos con el Duque de Montpensier.

—Los compromisos de usted, que son los del partido unionista, están supeditados a la eventualidad de un pronunciamiento, y no estallan todas las tormentas, querido amigo. El Ministerio Cánovas-San Luis, de constituirse, sería para procurar una inteligencia con los elementos que hoy conspiran contra el Régimen. Y tenga usted por seguro que al concederse una amplia amnistía, el núcleo más importante abandonará los caminos revolucionarios para volver a la legalidad. Prim está de acuerdo con la Reina Madre.

—¡Todo puede esperarse de ese condotiero!

—Vendría luego la convocatoria al cuerpo electoral, otorgándole un trato de favor al Conde de Reus. Cánovas quisiera que la importancia de esta minoría fuese tal que, de hecho, significase la jefatura del partido progresista en las Cámaras. En la primera crisis tendríamos un Ministerio Prim. Olózaga y Espartero son dos ruinas. Con sus funerales políticos —tampoco es para olvidarlo— se les proporcionaría una secreta satisfacción a las dos Reinas. Doña María Cristina guarda siempre un encono napolitano contra el tresillista de Logroño. No le ha perdonado ni el destierro, ni la humillante despedida en Valencia. A Doña Isabel tampoco dejará de serle grato el apartamiento de Olózaga.

—¡Es tan olvidadiza y tan inconsciente la Señora! Cierto que no puede pasarse una esponja sobre las acusaciones que ella misma pronunció contra su Primer Ministro. ¡Se reveló digna hija del Deseado! ¡Ira y vergüenza produce aquella torpe intriga ultramontana, donde actuó de Maese Pedro Don Pedro Pidal!

—Cánovas demuestra una gran sagacidad política al procurar que la jefatura del partido progresista recaiga en Prim. ¿No aceptaría usted una cartera, de constituirse el Ministerio Cánovas-San Luis?

—El solo hecho del ofrecimiento lo consideraría como una ofensa. La Reina se ha hecho incompatible con la dignidad nacional. El Ministerio Cánovas-San Luis no pasa de ser una de tantas fantasías financieras de Salamanca.

—Salamanca cree poder convencer a la Reina. Ha sido llamado telegráficamente a San Sebastián.

—Sin duda, ante el fracaso de la reunión política celebrada en su casa.

—Está usted mal informado. Lo que usted llama fracaso, fue una hábil maniobra de Cánovas. Una reiteración de las condiciones impuestas, y un pretexto para dirigirle algunas saludables advertencias a la Reina. Tendremos ministerio Cánovas-San Luis. No necesitaré decirle, querido amigo, que traigo la honrosa misión de vencer los escrúpulos de usted, para que acepte una cartera.

—¡Jamás!

—Cánovas no se mostraba menos reacio que usted y ha cedido.

—No tenía los compromisos que yo tengo.

—En ocasiones como la presente, el patriotismo impone esos dolorosos cambios de conducta. Quiero ser con usted leal: Topete no rechaza una cartera.

—¿Le habló usted?

—Le hablaron otros.

—No quiero juzgar la conducta del Señor Topete. Para mí la única fórmula honrosa, dados mis compromisos, es la abdicación de la Reina.

—¿Y la Regencia del Duque de Montpensier?

—La Regencia la votarían unas Cortes Constituyentes.

El Señor López de Ayala se interrumpe: Llamaban en la puerta con reiterado golpe de artejos.

—Faltan veinte minutos para la salida del tren.

El Marqués de Redín alzó la voz:

—Que suban por las maletas.

Asomó la jeta rubicunda y pitañosa de un galopín que se alzaba la gorra de visera:

—A la orden, caballeros.

El Marqués estrechó la mano del Señor López de Ayala:

—Acaso los acontecimientos le convenzan mejor que mis razones. Espero que nos veremos pronto, porque usted regresará a Sevilla.

—¿Y estará usted allí?

—Probablemente.

—Pues hasta Sevilla. Siento no acompañarle a la estación, pero no puedo faltar a la junta en Capitanía.

Cabrilleaban los llorosos vidrios del mirador con luces madrugueras, subían de la calle garganteados pregones, y sobre la consola, bajo la fúlgida bomba del fanal, entre madréporas y conchas perleras navegaba una fragata de juguete.

IX

Por la Plazuela de Capitanía, alegre de luces mañaneras, coincidieron los Señores López de Ayala y Fernández Vallín. Divisaron al Brigadier Topete tras los cristales de un mirador fulgente de sol, bajo los vuelos de la bandera. El glorioso lobo de mar, en mangas de camisa y gorra con recamo de oro, sorbía una jícara de café negro, divertido con cachaza burguesa ante el jaulote de la cotorra. Los farolones de la conjura orleanista le saludaron de lejos, desdoblada la atención entre el luminoso mirador y los charcos de la Plazuela. Don Juan Bautista, luego de corresponderles, se retiró subiéndose los tirantes, dando voces al asistente para que previniese la cafetera. Aun cuando la visita nublaba su optimismo matinal, puso a reventar las gomas de los tirantes, sacando el pecho de Neptuno.

—¿Aceptarán una taza de caracolillo? ¡Vaya, que no los hacía tan madrugadores!

Con repentino encogimiento, disculpándose, se metió por una mampara y salió por otra abrochándose la levita con doradas bocamangas. Volvía con rubicundo sofoco, como de una navegación por mares tropicales. Tartamudeando, premioso de alientos, repitió el agasajo.

—Aceptarán una taza de buen café. El señor Fernández Vallín nos dará su opinión como criollo. Yo también soy criollo. De San Juan de Tuxtlán, en el seno de Méjico.

Arañándose la patilla, estiraba el cuello, la oreja pronta para el susurro de la conjura. Fernández Vallín, decorando el ademán con ampuloso silencio, le ofreció el pliego de Su Alteza Serenísima la Señora Duquesa de Montpensier. El lobo marino se caló las gafas.

—Si ustedes me autorizan…

Y se traspuso al galerín, donde la cotorra peina el ala, para descifrar los augustos garabatos. Don Juan Bautista leyó con cautelosa parsimonia, alternando reflexivas miradas sobre la costa y cálculos de piloto. Volvió guardándose la carta.

—¡Nos viene escaso el tiempo!… La Marina es fiel a sus tradiciones… ¿Qué decirles a ustedes?… No es tampoco que yo pueda asumir la representación del Cuerpo…

Camanduleó el Señor López de Ayala:

—Los Duques, a lo que entiendo, confían el logro de sus esperanzas a la personal iniciativa del Brigadier Topete.

Don Juan Bautista se rascaba la patilla:

—¡Soy mal diplomático!… La Infanta, indudablemente, tiene muchos partidarios; pero tampoco le faltan simpatías a la Reina.

Fernández Vallín cambió una mirada con el pomposo Don Adelardo.

—Si Don Juan Bautista rehúsa, creo que debemos dar por terminada nuestra gestión en cuanto a impedir el embarque de los Generales.

Atajó Don Juan Bautista, sofocándose:

—¡No rehúso; pero esa gestión hemos de darla por fracasada! Comprueben ustedes mismos cómo sube el barómetro… Miren allá cómo maniobra el Vulcano… Me apuesto que están embarcando a los Generales.

El Brigadier Topete ofreció el catalejo a los embajadores de San Telmo.

X

Gaviotas. Filas de roses y bayonetas. Un oficial que saluda con el sable. Pañuelos. Un grupo de uniformes sobre la toldilla del Vulcano. Coros marinos de zarzuela. Cádiz saca sus catalejos por galerines, miradores y azoteas. Loros y cotorras, embadurnado el pico de chocolate, ordenan las maniobras, con voces de zafarrancho:

—¡A babor! ¡A estribor! ¡Fuego! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

XI

Una clara de sol encendía las banderas del Vulcano. Las tabernas echaban roncas republicanas. Los pilotos de muralla, la mano en la visera, hacían pronósticos náuticos:

—¡Mucha la mar!

—¡Es barco marinero!

—¡La mar lo come!

No lo comió la mar; pero bailó la zarabanda entre promesas y novenas de los ilustres veteranos a la Virgen del Carmen.

XII

—¡A babor! ¡A estribor! ¡Fuego! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

La fábula de luces tropicales anunciaba la revolución en los miradores de Cádiz.

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