Barcelona negra (2016)

Barcelona negra (2016)


Teresa Solana. Tiempo muerto (L’Eixample)

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TERESA SOLANA
Tiempo muerto

L’Eixample

Un rato antes de que suene el despertador, Soledad sale de la cama y se escabulle del dormitorio de puntillas para no alertar a su marido. Lleva horas fingiéndose dormida, reprimiendo la necesidad de moverse, de cambiar de posición, acurrucada inmóvil mientras observa el parsimonioso avance de las manecillas del reloj y espera que el minutero le dé permiso para escapar de ese lecho que Ramón y ella comparten desde hace casi treinta años. Hasta hace unos meses, cuando sonaba el exasperante timbre que de lunes a sábado la obliga a alzarse a las cinco y media de la mañana para ir a trabajar al mercado, Soledad se entretenía arañando algunos minutos al calor protector de las sábanas, siempre haciéndose la remolona, pero desde que no logra conciliar el sueño ni siquiera espera a oír la alarma del despertador para levantarse. Ramón sabe que a Soledad nunca le ha gustado madrugar, tener que empezar el día cuando aún no han asomado las primeras luces del alba, se extrañaría si descubriera que últimamente abandona la cama tan temprano. Por suerte, un par de días a la semana Ramón tiene que salir de casa cuando todavía es de noche para ir a Mercabarna, y Soledad se entrega entonces a un sueño precario que, lejos de reconfortarla, la deja aún más exhausta. Ramón no lo sabe, pero, de un tiempo a esta parte, en cuanto cierra los ojos a Soledad las pesadillas se le atragantan.

En la cocina, en silencio y casi a oscuras, Soledad se prepara un café con leche y mordisquea una magdalena antes de tomarse un ansiolítico. No tiene hambre, pero decide desoír las protestas en forma de náuseas de su estómago y se obliga a terminar el frugal desayuno. En pocos meses ha adelgazado más de diez kilos, ella, que a diferencia de sus amigas todavía puede presumir de usar una talla treinta y ocho, pero se le empiezan a marcar los huesos y sabe que la excusa de que está a dieta para mantener la figura pronto no servirá. La delgadez, las ojeras violáceas que enmarcan sus ojos grises terminarán por delatarla, y la posibilidad de que Ramón descubra que es el miedo lo que la consume la aterroriza aún más. En el lavabo, mientras se esfuerza por no vomitar el café con leche y la magdalena que con tanto esfuerzo ha ingerido, se promete a sí misma que a media mañana se comerá un bocadillo y se beberá uno de esos zumos excesivamente azucarados que jamás antes se había permitido. Tal vez esté equivocada, se repite sin demasiada convicción, tal vez sus sospechas no sean más que un absurdo malentendido. Inocentes coincidencias que ha malinterpretado y para las que existe otra explicación.

El hallazgo de doce cadáveres en los sótanos del mercado del Ninot, en el barrio de L’Eixample, golpeó a la ciudad hace casi un año. Doce cuerpos de mujer violados, apaleados, envueltos en sacos industriales de plástico negro y abandonados en una de las recámaras que pueblan las entrañas del edificio. El macabro descubrimiento conmocionó a todos, tantas víctimas hacinadas en un espacio tan pequeño, pero de manera especial a quienes trabajan y compran en el mercado, mujeres por lo general que se resisten a adquirir los productos frescos en las grandes superficies y siguen prefiriendo el ajetreo de las paradas, la charla intrascendente con las dependientas, los aromas entremezclados de las hortalizas, las frutas, las legumbres cocidas, las especias, los diferentes tipos de viandas y pescados, aromas penetrantes que se fusionan aleatoriamente y le proporcionan al mercado su olor tan característico, casi de otra época, lo único que no cambia en ese recinto que ha decidido modernizarse y que transitoriamente ocupa un espacio frente al Hospital Clínico mientras se rehabilita la estructura de hierro original de la calle Mallorca.

Las autopsias revelaron que el más antiguo de los cadáveres acumulaba tres décadas de olvido; el más reciente apenas tenía un año. Todas eran mujeres jóvenes, con edades que oscilaban entre los dieciséis y los veinticinco años, prostitutas a juzgar por las pelucas y los harapos roñosos que envolvían los esqueletos. Nadie las había echado en falta, y de no ser por la remodelación de que es objeto el edificio es probable que todavía siguieran ahí, pudriéndose sin que nadie hubiese advertido su presencia bajo el trajín del mercado. Su sepultura, una cámara pequeña, protegida por una cerradura oxidada, había quedado oculta tras unos paneles de metal, nadie sabía a ciencia cierta a quién pertenecía. La mayoría de los que trabajan en el mercado ni siquiera estaba al tanto de su existencia, y quienes en algún momento habían llegado a saber de ella habían terminado olvidándose de aquel almacén minúsculo en el que los obreros que trabajaban en la remodelación de los cimientos hallaron los cuerpos en descomposición. No es de extrañar, los empleados van y vienen, las paradas cambian de propietario. Algunas, las que por algún motivo no consiguen seducir a la clientela, se traspasan con cierta frecuencia; otras son vendidas tras la jubilación de sus dueños, cuando no hay herederos a quienes legar el negocio, y solo unas pocas van pasando de padres a hijos y presumen de su fundación centenaria. A diferencia de otros mercados de la periferia, los que languidecen ante los tentadores precios que ofrecen las grandes cadenas de supermercados, el del Ninot, en el corazón de la antigua esquerra de L’Eixample, nunca ha dejado de ser el alma de ese barrio de origen burgués en el que conviven el seny de las calles de planta hipodámica y la rauxa de las surreales fachadas modernistas, el horizonte marítimo y el perfil de la montaña. En las colas que se forman ante las paradas se entrecruzan a diario las clases sociales y los pasaportes, los oficios y las lenguas, algo que sucede también en la mayoría de los distritos de esa urbe con vocación mestiza en la que la diversidad de acentos se intuye inagotable. Una ciudad, Barcelona, amigable a ratos, huraña otros, abierta, sorprendente, recelosa. Y, desde hace un año, desconcertada por aquellos cuerpos que apuntan a un asesino impune con rostro de ciudadano ejemplar.

La primera vez que vio la caja apenas llevaba unos meses casada con Ramón. Fue un hallazgo fortuito, resultado de una batida de limpieza en el pequeño cuarto que Ramón había habilitado como despacho para guardar el papeleo de la carnicería que sus padres poseían desde hacía cuarenta años en el mercado del Ninot. Ramón le había pedido a Soledad que dejara en paz la habitación, que se olvidara de limpiarla, los papeles no ensucian y se desordenan con facilidad, pero Soledad, educada en el terror ancestral a los insectos domésticos, entraba de vez en cuando a escondidas para quitar las telarañas y fregar el suelo con agua y lejía. El piso, espacioso aunque oscuro, estaba situado en uno de esos inmuebles antiguos de la calle Casanova, a escasos minutos del mercado, y había sido el regalo de boda de los padres de Ramón. A Soledad, que había nacido en una casa de dimensiones modestas en el humilde barrio de Santa Coloma y estaba acostumbrada al bullicio que suponía vivir con tres hermanos varones que compartían dormitorio, le daba miedo quedarse a solas entre tantas habitaciones vacías y, sobre todo, tener que recorrer el largo y lúgubre pasillo que, a modo de espina dorsal, vertebraba la disposición de las estancias y unía los dos extremos de la vivienda.

En aquella época, cuando Ramón se ausentaba, Soledad procuraba mantenerse ocupada para mitigar la desazón que se apoderaba de ella cuando estaba sola en el piso. Algo que solía suceder los domingos, ya que después de comer Ramón tenía por costumbre bajar al bar para echar una partida de cartas y ver el partido de fútbol. Fue durante una de esas tardes inacabables en las que la angustia amenaza con convertirse en desesperación cuando Soledad decidió que el despacho necesitaba un repaso a fondo y entró en el cuarto decidida a acabar con la mugre que se acumulaba en los rincones. La habitación daba a un patio interior que algunas vecinas utilizaban como tendedero y disponía de una ventana que nunca se abría y por la que apenas entraba luz. Entre sus cuatro paredes, el aire, enrarecido y pegajoso, apestaba a otra época y a los cigarrillos de tabaco negro que fumaba Ramón.

Soledad llevaba un rato limpiando cuando descubrió la caja casi de casualidad. Era una caja de zapatos corriente, de color marrón, que a simple vista quedaba oculta bajo una pila de folios amarillentos. Soledad ni siquiera habría reparado en ella de no haber abierto el archivador metálico donde Ramón guardaba los pasaportes y los documentos importantes con la intención de acabar con las sardinetas que campaban a sus anchas en el interior de los cajones. Aunque parecía fuera de lugar, Soledad pensó que Ramón debía usar la caja para apilar recibos o papeluchos y apenas le prestó atención.

La caja pesaba muy poco y, al principio, Soledad creyó que estaba vacía. Sin embargo, al depositarla sobre la mesa, notó que algo se deslizaba en su interior y la curiosidad la impulsó a abrirla. Dentro solo había un brazalete de bisutería barata, una pulsera de latón oxidado con incrustaciones de gemas de plástico que imitaban piedras preciosas, una quincalla. Sin darle la menor importancia, Soledad cerró la caja y se concentró en las escurridizas sardinetas. Cuando terminó de limpiar, la oscuridad del invierno se había apoderado del cielo y la luna, afilada y escuálida, asomaba su brillo incipiente tras los cristales de una galería de madera desde la que a veces, en los días claros, se alcanzaba a ver un pedazo de mar.

Aquel domingo el partido terminó tarde y Ramón no llegó a casa hasta pasada la medianoche. Soledad tuvo que esperar hasta el día siguiente para contarle que había adecentado el despacho y que, sin querer, había encontrado la pulsera. Ramón montó en cólera al descubrir que Soledad se había atrevido a husmear entre sus cosas, y los insultos no tardaron en sumarse a los gritos y reproches. Soledad, desconcertada por la reacción airada de Ramón, no supo sino echarse a llorar. Había esperado a lo sumo recibir una regañina afectuosa, pero en ningún caso había previsto un estallido de indignación furiosa que consideró desproporcionado. Cuando finalmente Ramón se calmó, le dijo que no sabía de quién era la pulsera, que la había encontrado hacía tiempo en el mercado, junto a la parada, y que la había guardado por si alguna clienta reclamaba su propiedad. A Soledad, que ni siquiera se le había pasado por la cabeza pedirle que justificase la posesión de aquella baratija, la explicación le pareció razonable y dio por zanjado el asunto. Ramón se disculpó por los gritos, tal vez había exagerado un poco, y Soledad, aliviada al ver que su marido entonaba el mea culpa, aceptó sus excusas y también le pidió perdón.

Desde aquel día Soledad no volvió a entrar en el despacho, en cuya puerta Ramón se apresuró a instalar un candado. Ramón justificó la decisión diciendo que a veces guardaba dinero en metálico en su interior y no se fiaba de Mari, la asistenta que se encargaba de la limpieza del piso. Soledad pensó que aquel absurdo empeño de Ramón por mantenerla alejada del despacho se debía a que tal vez lo utilizaba para esconder alguna de aquellas revistas pornográficas con las que a finales de la década de los ochenta el país intentaba recuperarse de los cuarenta años de represión sexual impuestos por la dictadura, lo que le parecía ridículo, pero como no podía evitar sentir curiosidad de vez en cuando rebuscaba por la casa con la esperanza de hallar la llave que abría el candado. Soledad nunca lograba encontrarla, porque Ramón llevaba siempre las llaves consigo y ella no se atrevía a pedírsela y dar pie a otra discusión.

La puerta permaneció cerrada, y, con el tiempo, Soledad se acostumbró a vivir en aquel piso de dimensiones extravagantes y a convivir con un cuarto cerrado a cal y canto. Hasta que una madrugada, un coche que circulaba a gran velocidad saltándose los semáforos embistió la furgoneta de Ramón y el siniestro puso de manera inesperada las llaves del despacho en manos de Soledad.

Ramón regresaba del matadero con la camioneta repleta de género y ni siquiera vio venir el vehículo. Tuvo suerte, pero el impacto le quebró los huesos del hombro y tuvieron que llevarlo al hospital. Desde allí, aturdido por el golpe y los analgésicos, llamó a Soledad y le contó que había sufrido un accidente. Soledad, que en el momento de recibir la llamada acababa de levantarse de la cama, se apresuró a vestirse y a salir corriendo hacia el hospital.

Las heridas de Ramón se limitaban a unas cuantas magulladuras y a un hombro roto, pero la sala de urgencias estaba atestada de pacientes y la espera para recibir el alta se auguraba larga. Ramón había olvidado la documentación del seguro del coche en el despacho, y, como tenía que rellenar el parte del accidente, le entregó las llaves del despacho a Soledad y le pidió que fuese a buscarla.

Habían transcurrido quince años desde la última vez que había entrado en aquella habitación, y, al atravesar la puerta, consideró que tenía todo el derecho a curiosear. Soledad se entretuvo revisando el contenido de los cajones del escritorio y de las estanterías, abrió cajas y carpetas, pero no encontró nada que le llamara la atención. Para acceder al archivador metálico donde había encontrado la vieja caja de zapatos responsable de su primera pelea conyugal, tuvo que recurrir al llavero que le había entregado Ramón y buscar el llavín que encajaba en la cerradura.

Los folios amarillentos habían desaparecido, pero la caja seguía en el mismo sitio. Soledad la sacó del archivador, retiró la tapa y vio que, además de la pulsera que había visto años atrás, había un cinturón rojo de charol falso, una liga de color negro adornada con lacitos rosas, unas pestañas postizas y unos aparatosos pendientes dorados. El hallazgo la desconcertó, sobre todo porque enseguida se dio cuenta de la naturaleza erótica que revestían aquellos objetos, y, tras depositarlos sobre la mesa, los contempló boquiabierta mientras intentaba encontrar una excusa plausible que explicara su presencia en el despacho de Ramón.

Estaba claro que no pertenecían a ninguna clienta, que no se trataba de objetos perdidos que Ramón había encontrado casualmente en la parada y que la explicación tenía que ser otra. Hacía tiempo que Soledad intuía que en la vida de Ramón había otras mujeres —el olor a hembras intrusas en su ropa interior no le había pasado desapercibido—, y aquel conjunto chabacano de adornos femeninos parecía venir a confirmar sus sospechas. Sin embargo, tras examinarlos con ojos de compradora experta y advertir su escaso valor, Soledad comprendió que sin duda pertenecían a de prostitutas de tres al cuarto que debían proporcionarle a Ramón ese tipo de placeres vulgares que ella se negaba a brindarle cuando hacían el amor. Aliviada al comprender que las mujeres con las que la engañaba su marido no eran amantes arribistas con las que tuviera que competir, Soledad dejó la caja en su sitio, cerró el despacho y salió del piso.

De regreso al hospital, se detuvo en una cerrajería e hizo una copia de las llaves, que escondió en el paquete de pañuelos de papel que llevaba en el bolso. Durante los días siguientes, mientras Ramón se recuperaba en casa del accidente, Soledad sopesó los pros y los contras de echarle en cara su descubrimiento y pedirle explicaciones por su conducta, pero finalmente, tras considerar que los escarceos sexuales de su marido no suponían una amenaza para su matrimonio y que los reproches que se disponía a hacerle podían tener consecuencias imprevistas, optó por callar. Soledad todavía recordaba las estrecheces entre las que había crecido, la comida barata y la ropa de mercadillo, y no podía evitar sentirse afortunada por la vida confortable y desahogada que compartía con Ramón.

Al fin y al cabo, se dijo a sí misma a modo de parco consuelo, su marido no era el primer ni el único hombre que recurría al sexo de pago para compensar la falta de alicientes de la vida conyugal.

—Soledad, ¿te encuentras bien?

Quien pregunta es Vero, la dependienta que la ayuda en la parada desde que se jubiló la madre de Ramón. Soledad rebana unos filetes y se esfuerza por sonreír a la clientela, pero hace meses que no es la misma de siempre y Vero teme que vuelva a cortarse con los afilados cuchillos. Soledad todavía lleva en la mano izquierda los puntos que tuvieron que darle hace apenas unos días, cuando estuvo a punto de perder la falange distal del dedo anular, y el aparatoso vendaje, la falta de sueño y el ansiolítico que se ha tomado antes de salir de casa entorpecen sus movimientos. Vero cree que Soledad está deprimida porque ha entrado en la menopausia y le cuesta hacerse a la idea de que no tendrá hijos —de eso han hablado alguna vez—, pero como Soledad es una mujer reservada y, además, es su jefa, Vero prefiere no decir nada. Aunque se llevan bien, no son amigas, y Vero no quiere arriesgarse a que Soledad se tome a mal sus comentarios y decida sustituirla por una aprendiza dispuesta a cobrar la mitad de su sueldo con la excusa de la crisis.

Hoy Vero tiene un aspecto ridículo. Se ha recogido el pelo en dos coletas altas y ha embutido sus cuarenta y cinco años y los ochenta kilos que pesa en el uniforme de colegio de su hija. Lleva calcetines largos, una falda corta, una blusa blanca manchada con sangre falsa y la cara embadurnada de verde: es una colegiala zombi. A su lado, con un vestido negro que acentúa su delgadez, una peluca salpicada de mechones grises, la cara maquillada de blanco y los labios pintados de rojo carmesí, Soledad intenta asemejarse a la novia de Frankenstein. Es la vigilia de Todos los Santos, y, en el mercado, los comerciantes se han disfrazado a juego con la decoración macabra de las paradas en un intento de atraer la atención y atraer a nuevos clientes. Predominan las calabazas y los esqueletos, los personajes de ultratumba y las caracterizaciones monstruosas. El alegre y festivo Halloween lleva tiempo ganándole la partida a los boniatos, las castañas y los populares panellets, y este año, por primera vez, los comerciantes del Ninot han decidido desafiar la tradición y sumarse a la moda de disfrazarse. A la gente le gusta burlarse de la muerte, ni que sea por día, y plantarle cara al miedo que les producen los monstruos que van a ver al cine.

Vero observa a Soledad de reojo y se da cuenta de que su jefa tiene que esforzarse para sonreír y dar conversación a las clientas, que comentan la decoración del mercado y alaban su disfraz. Hace tiempo que a Soledad le cuesta ir a trabajar, que el Ninot ha dejado de ser ese lugar acogedor en el que todo el mundo la conoce y donde nunca se siente sola. Aunque siga yendo todos los días a la parada e intente ocultar bajo capas de maquillaje y de silencios la maraña de pensamientos que la devora.

Lo que Vero no sabe es que esa apatía triste que advierte en el estado de ánimo de Soledad empezó a fraguarse el día que supo que las doce mujeres halladas en los sótanos de la antigua nave del Ninot eran prostitutas a las que nadie había echado en falta. Esa misma mañana, tras fingir una migraña para poder escabullirse de la parada, regresó a casa y entró en el despacho con la intención de echar un vistazo a la vieja caja de zapatos y contar el número de objetos que contenía. Desde que tenía una copia de las llaves en su poder, Soledad entraba de vez en cuando en el despacho y revisaba la caja, que con los años se había ido llenando con nuevas bagatelas. Aquel día, al abrir el archivador, vio que la caja había desaparecido y se asustó.

Soledad buscó la caja por todos los rincones del piso, pero no logró encontrarla. Por alguna razón, Ramón había decidido deshacerse de ella o la había escondido en otro lugar. La idea de que Ramón podía ser el asesino que buscaba la policía empezó a cobrar forma. ¿Y si los objetos que contenía aquella caja de zapatos no eran fetiches pertenecientes a las prostitutas con las que Ramón se acostaba —como había pensado hasta entonces—, sino lúgubres trofeos arrebatados a las víctimas del Ninot?

La subinspectora de los Mossos d’Esquadra Aurora Ballester apura el segundo café de la mañana mientras contempla el puzle de fotografías que preside su despacho en la comisaría de Les Corts. En total son ciento treinta y seis instantáneas que, sobre un tablero de corcho, forman un rectángulo perfecto. Las fotografías corresponden a los rostros de diecisiete mujeres de mediana edad dispuestos en fila, y de cada uno de los rostros nace una columna que muestra ocho imágenes distintas de la misma cara. Las fotografías de la fila superior datan de siete meses atrás y son las más antiguas; las que Ballester ha colocado hace tan solo unos minutos, en la parte inferior del tablero, tienen fecha de ayer.

Cuando le pidieron que que se hiciera cargo de la investigación, Ballester no tardó en comprender que los atajos de la ciencia forense y sus sutilezas microscópicas serían de poca ayuda en el caso del asesino del Ninot. La mayoría de los cadáveres eran antiguos, en los sacos no había huellas, y, en los cuerpos, el ADN del agresor no había sobrevivido al fenómeno de la corrupción. Tampoco había testigos ni fechas con las que cotejar coartadas, y los minuciosos registros efectuados en los domicilios de los sospechosos no habían aportado indicios concluyentes. Tras dos meses de pesquisas y abrumadores interrogatorios, el desánimo había empezado a hacer mella en el equipo de la subinspectora y la investigación, atascada ante la falta de pistas sólidas, corría el peligro de entrar en un punto muerto.

Fue a Ballester a quien se le ocurrió la idea de las fotografías. El trabajo policial había logrado establecer un perfil y reducir a diecisiete el número de sospechosos, y Ballester pensó que si las pruebas que tenían a su disposición no les permitían identificar al asesino, era necesario cambiar de estrategia y encontrar algún testigo involuntario que les ayudase a resolver el caso. Las caras que durante siete meses Ballester ha ido colocando en el tablero pertenecen a las esposas de los sospechosos, y aunque a todas ellas las ha interrogado en diversas ocasiones ocasiones sin obtener ninguna confesión o confidencia, Ballester no se rinde. Sabe por experiencia que una de esas diecisiete mujeres vive atrapada en el tiempo muerto de la sospecha y confía que tarde o temprano se derrumbará.

En la última hilera de fotografías, Ballester se fija en una cara que parece haber envejecido más deprisa que el resto y acerca la lupa. Ballester compara este rostro con los anteriores, comprueba en el reverso el nombre y los datos de la mujer a la que pertenece la instantánea y decide que esa misma mañana irá al mercado para hacerle una visita.

En el mercado, todo el mundo está al tanto de que los Mossos trabajan con la hipótesis de que el asesino es un único sujeto, un varón mayor de cuarenta y cinco años vinculado con el mercado desde hace al menos treinta años. Soledad no sabe qué hacer. No quiere acudir a la policía sin haber hablado antes con Ramón, pero tampoco se atreve a encararse con él, y eso la avergüenza. Si está en lo cierto y Ramón es el psicópata del que hablan los periódicos, ¿cómo reaccionará si le preguntaba por la caja y su contenido? ¿La atacará y reventará a golpes, como hizo con esas pobres mujeres? Pero, si les confía sus sospechas a los Mossos y al final resulta estar equivocada, ¿cómo podrá nunca perdonarla Ramón?

Desde que sospecha de que Ramón es el asesino del Ninot, Soledad no deja de preguntarse por qué de entre todas las chicas que trabajaban en el mercado decidió elegirla a ella para proponerle matrimonio. Una muchacha apocada, no demasiado guapa, honesta y trabajadora pero de una clase social muy inferior a la mayoría de las chicas con las que en aquella época se relacionaba Ramón. Se habían conocido en el Ninot, y, pese a su timidez y torpeza, Ramón se había fijado en ella y la había invitado a salir.

Soledad no entiende lo que Ramón vio en ella y la respuesta que intuye la noquea. Soledad se ve a sí misma en el fregadero de la cocina del diminuto piso de Santa Coloma, reprimiendo las lágrimas mientras intenta quitar las manchas de sangre del uniforme de policía de su padre y mientras él se jacta de su habilidad para infligir dolor a los detenidos que envían a la comisaría de la Vía Layetana para interrogarlos. En el comedor, un retrato del Generalísimo y una bandera de España son testigos de la risa zafia de su padre, que durante las sobremesas se burla sin compasión de las súplicas de los desgraciados a los que tortura con impunidad en los sótanos de la comisaria. Aquella risa zafia, embrutecida por el tabaco y el anís, nunca ha dejado de perseguir a Soledad, y aquel silencio cobarde que mantuvo entonces y en el que también se envolvió cuando descubrió que Ramón frecuentaba prostitutas se le aparece ahora como la respuesta a todas sus preguntas.

Ballester no cocina.

Tal vez por eso, antes de hacerse cargo de la investigación no había entrado nunca en el mercado del Ninot. Como a todo el mundo, le llamó la atención el curioso nombre, y no tardó en averiguar que el apelativo se remontaba a la época en la que el mercado tenía un carácter ambulante y los vendedores desplegaban sus paradas por las calles Valencia, Mallorca y Villarroel. En aquellos días, en la calle Valencia se alzaba una taberna que gozaba de cierto renombre y que exhibía en su fachada un ninot. La hija del tabernero, que estaba prometida con un muchacho de la Barceloneta, bajaba de vez en cuando al barrio marítimo para visitar a su novio, y durante una de sus visitas había presenciado el desguace de un barco y se había encaprichado del mascarón de proa de la nave, un grumete rechoncho que sostenía en sus manos la gorra de marinero y el título de la escuela náutica. La muchacha consiguió hacerse con él, y, cuando llevó el ninot a casa, su padre lo colocó en el dintel de la puerta de la taberna. El establecimientono no tardó en ser conocido como «la taberna del ninot», y, por extensión, las paradas situadas en las inmediaciones de la bodega se adueñaron del mote hasta que, con el tiempo, todo el mercado adoptó el nombre de «mercado del ninot». Cuando se inauguró el edificio de la calle Mallorca, en 1894, los políticos del Ayuntamiento lo bautizaron el nombre oficial de «Mercado del Porvenir», pero tres décadas más tarde la República rectificó la decisión y oficializó la denominación popular que nunca había perdido. En su obsesión antirrepublicana, la dictadura franquista volvió a bautizarlo como «Mercado del Porvenir», pero como aquel nombre nunca hizo fortuna la democracia lo rebautizó de nuevo con el apelativo que espontáneamente le habían adjudicado los vecinos del barrio un centenar de años atrás.

Ballester no ha caído en la cuenta de que es Halloween y, al entrar en el mercado, se sorprende al descubrir que la mayoría de los comerciantes van disfrazados y que las paradas están decoradas con esqueletos de plástico y un sinfín de calabazas. Al acercarse a la carnicería donde trabaja Soledad y reconocerla bajo el disfraz, comprende que el personaje que ha elegido interpretar la mujer a la que ha venido a interrogar es un presagio que confirma su intuición y nota que su corazón se acelera. Tras el mostrador, Soledad advierte que la subinspectora se acerca hacia ella con expresión conmovida y, al mirarla a los ojos, se da cuenta de que lo sabe y llora.

Y de pronto Soledad se siente liviana, como si la sujetaran unas alas invisibles, y, ante la mirada sorprendida de Vero, se quita el delantal y la peluca, sale de la parada y va al encuentro de Ballester para hablarle de un cuarto cerrado con llave y de una caja de zapatos.

TERESA SOLANA, 2016

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