Baby doll

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44. Abby

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A Abby le entraron ganas de reír a carcajadas. ¿Cómo podía ser tan patético? Rick ni siquiera lo había intentado. Lo había oído infinidad de veces tener embelesada un aula llena de aburridos adolescentes durante cincuenta minutos y ahora ¿solo sabía hacer eso? Realmente era un pedazo de mierda patético.

Abby escuchó a la juez leer la sentencia, que incluía palabras y frases como «depravación» y «actos monstruosos», «desprecio vicioso hacia la vida humana» y «una ausencia de empatía que lo convierte en un peligro para cualquiera que entre en contacto con él». Y entonces llegó a la parte que Abby estaba esperando.

—El acusado pasará el resto de su vida natural entre rejas y sin posibilidad de fianza.

Los vítores llenaron la sala.

La juez Crabtree tuvo que recurrir al martillo. Se había acabado. Por un breve instante, Abby tuvo la sensación de que su trabajo estaba terminado. Se levantó para celebrarlo con su madre y los abogados. Todo el mundo se abrazó y se felicitó. Todo el mundo excepto Lily. Su hermana seguía sentada, inmóvil, mirando al señor Hanson. Abby fue a cogerle la mano, pero Lily, inesperadamente, la rechazó para levantarse y dirigirse hacia donde él estaba. Sorprendida, Abby se apresuró a seguirla. Un policía se interpuso para bloquear el paso de Lily, pero esta levantó la mano.

—Necesito solo un segundo, por favor —pidió Lily en tono suplicante.

El policía examinó a Lily con la mirada y decidió casi al instante que no suponía ninguna amenaza. El policía se apartó y Lily prosiguió su camino. Rick la miró con ternura, como si supiera que acabaría acudiendo a él.

—Necesito que sepas que te perdono, Rick. Te perdono por todo —dijo Lily sin titubear.

Rick esbozó su sonrisa petulante y Abby sintió la oscuridad que crecía en su interior, la oscuridad que tanto se había esforzado en eliminar.

No. No. No. ¿Por qué estaba diciéndole eso Lily? Aquel hombre no se merecía el perdón. Ni en toda la eternidad habría perdón por todo lo que había hecho. La sonrisa del señor Hanson le abarcó toda la cara.

—Yo también te perdono, Muñeca. Te echaré de menos y siempre te amaré. Cuida de nuestra niña.

Lily no dijo palabra. Dio media vuelta, nada más. Pero cuando lo hizo, Abby captó un destello en su rostro. Observó a su hermana. Aquella mirada… Dios. Lily había dicho que Rick no le importaba en absoluto, que le daba exactamente igual. Pero no era cierto. Abby nunca se había planteado aquella posibilidad, no soportaba tener que considerarla. ¿Era posible que Lily amara a Rick Hanson? ¿Podía realmente amar al hombre que le había hecho tantas atrocidades? Aquello no era amor de verdad. No podía serlo. Era un amor feo, descompuesto, distorsionado, retorcido, la única clase de amor que Rick Hanson conocía. Pero Lily seguía vinculada a él, incluso ahora. Y mientras él siguiera con vida, Lily siempre estaría vinculada de algún modo a él.

Lily había llegado ya al fondo de la sala, estaba ya a una distancia lo bastante segura. Abby dio un paso al frente en dirección a Rick Hanson y cogió el pequeño cuchillo de material cerámico que se había guardado en el bolsillo antes de salir de casa. Aquello siempre había formado parte del plan, era su regalo para Lily. Pero, hasta el momento, Abby no había sabido con seguridad si sería lo suficientemente valiente como para utilizarlo. Sin embargo, aquella mirada, aquella mirada espantosa en el rostro de Lily, acababa de convencerla de que era la única opción.

Levantó el cuchillo y lo hundió en el pecho del señor Hanson. La sangre empezó a brotar y él intentó echarse atrás, pero las esposas se lo impedían. El policía intentó sujetar a Abby, pero era imparable. La dominaban la adrenalina y la rabia, la dominaba el ansia por destruir al hombre que tantas cosas le había robado.

El mundo se quedó mudo cuando Abby fijó la vista en el círculo de color rojo intenso que empezaba a extenderse por encima del torso del señor Hanson. Era un círculo perfecto. Abby era enfermera y estaba entrenada para curar. Pero ahora acababa de dar en la diana. Por primera vez desde que secuestrara a Lily, el señor Hanson no controlaba la situación. Había caído presa del pánico y tenía miedo, había quedado reducido a un monstruo enfermo y patético. Gimió de dolor hasta que cayó finalmente al suelo. Abby se inclinó sobre él y siguió apuñalándolo, deseosa de que fuera su cara la última cosa que viera en su vida.

Sí, odiaba al señor Hanson, lo aborrecía, pero nunca se había planteado matarlo hasta aquel día que estuvo en la cabaña con Lily. Abby comprendió entonces que, si Lily necesitaba que Rick no estuviera para tener un futuro lleno de días espectaculares, ella podía hacer algo. Ella podía conseguirlo. Había ido a Filadelfia y había comprado el cuchillo cerámico para que pasara inadvertido por el detector de metales. Había habido un momento después de la declaración de Lily, después de la lectura del veredicto, durante el cual Abby se había planteado la posibilidad de dejarlo sufrir en la cárcel, encerrado en su celda. Pero cuando había visto aquella expresión de Lily, había comprendido que no le quedaba otra elección.

Siguió apuñalándolo. La sangre le manchaba las manos y el olor metálico le inundaba la nariz y la boca. Al final, alguien le arrancó el cuchillo de la mano y la tiró al suelo. Se quedó aplastada contra las gélidas baldosas del suelo, un pie clavado en la espalda, inmovilizándola. Mantuvo la mirada clavada en Rick, cuyo cuerpo se contorsionaba y emitía gemidos y lamentos. No pudo evitar reír a carcajadas. Verlo sufrir era mucho mejor de lo que había imaginado. No tenía ni idea de cuánto tiempo permaneció tumbada en el suelo hasta que notó las esposas de metal cerradas alrededor de sus muñecas.

Cuando la obligaron a levantarse, cruzó una mirada con Missy Hanson. «Ya ves, Missy —pensó—. Así es como se gestionan las cosas». La policía escoltó a Abby. Al salir, vio de reojo a Lily y a su madre, llorando abrazadas. No le gustaba haberles causado dolor, pero no se arrepentía de lo que acababa de hacer. Estaba exultante, de hecho. El cuerpo ensangrentado de Rick allí en el suelo, impotente e inútil, era la cosa más asombrosa que había visto en su vida. Y mientras la escoltaban fuera del edificio, no cesó de repetirse: «Hasta nunca, cabrón de mierda».

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