Baby doll

Baby doll


1. Lily

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Un cerrojo de seguridad tiene un sonido muy concreto. Lily era una experta en reconocer determinados sonidos: el crujido de los tablones del suelo que indicaba su llegada, los ratones correteando por la superficie de cemento en busca de comida. Pero siempre estaba preparada para el sonido del cerrojo, para el roce de metal contra metal. El cerrojo estaba empezando a oxidarse, razón por la cual él siempre tenía que intentarlo varias veces. Inevitablemente, sin embargo, el clic acababa oyéndose, ese sonido que significaba que estarían atrapadas otra semana, otro mes, otro año. Pero aquella noche no oyó nada. Solo un silencio ensordecedor. Pasaron las horas, y no podía dejar de pensar en el cerrojo.

A su lado, Sky se agitó en sueños y suspiró. Lily acarició el cabello negro azabache de su hija y fijó la mirada en el estúpido mono de peluche de color amarillo que Rick le había regalado a Sky por Navidad. Odiaba aquel mono, pero no podía negarle un juguete a su hija. Sobre todo teniendo en cuenta que apenas tenían nada.

El cerrojo…, ¿por qué no habría oído el cerrojo?

«Deja de obsesionarte y ponte a dormir», se dijo Lily. No podía estar cansada para cuando él regresara. Sabía que, si estaba cansada, se enfadaría. Obsesionarse era una tontería. Pero aquella noche le resultaba imposible. Llevaba unas semanas muy nerviosa. Confiaba en que no fuera más que la consecuencia de la gastroenteritis que había padecido. Aunque aquello no explicaba por qué no había oído aún el cerrojo.

El problema era que Rick no cometía errores. Era demasiado preciso, demasiado meticuloso. Tal vez estuviera poniéndola de nuevo a prueba. Al principio había habido muchísimas pruebas. Pero las había superado todas. Él creía que era suya. Se lo había hecho creer.

Tal vez por eso se había olvidado. ¿Y si por fin confiaba en ella? ¿Y si esta era su oportunidad para escapar? Había tantos «y si» que estaba paralizada. Seguía sopesando las probabilidades cuando Sky volvió a moverse, y eso fue todo lo que Lily necesitó para ponerse en marcha. Hizo acopio de toda su valentía y se levantó con cuidado de la cama. Se acercó de puntillas a la empinada escalera de madera, el estómago hecho un millón de nudos. ¿Y si estaba al otro lado de la puerta? Se lo imaginó con su sonrisa de gato de Cheshire, meneando el dedo, las cejas levantadas de aquella manera tan calculada. «Tch, tch, Muñeca. ¿Acaso no te he dicho qué pasaría si desobedecías,

baby doll?».

Lily dudó un instante al llegar arriba. ¿En qué estaría pensando? Su último intento de alcanzar la libertad había estado a punto de costarle la vida. ¿De verdad creía que podía desafiarlo? Cuando se disponía a bajar de vuelta las escaleras, su mirada se posó de repente en Sky, que irradiaba inocencia, y comprendió que no podía fallarle a su hija. «Hazlo por Sky», se dijo. Giró el pomo y la puerta se abrió, así, sin más. Accedió vacilante a la pulcra cabaña de troncos. Sólidos suelos de madera de roble cubiertos con mullidas alfombras. Un escritorio de anticuario en la esquina, un mueble bar espléndidamente surtido adosado a la pared opuesta: una estancia normal para un hombre que no lo era en absoluto.

Lily contuvo la respiración. La recibió solamente el silencio. Volvió la cabeza hacia las ventanas; la luz de la luna se filtraba a través de las cortinas de seda blanca y la silueta de los gigantescos pinos se prolongaba hasta donde le alcanzaba la vista. Se olvidó de Rick y de sus amenazas, corrió hacia la puerta y, de pronto, Lily se encontró en el umbral, contemplando el inmenso horizonte blanco, cubierto de nieve.

Fuera. ¡Estaba fuera!

Llevaba mucho tiempo sin estar al aire libre. El silencio era distinto, no tenía nada que ver con el silencio al que se había acostumbrado. Este era tranquilo y feliz. El mundo se desplegaba a su alrededor y sabía que en algún lugar estaba su familia.

«¡Correr! ¡Tenemos que correr!».

Lily entró veloz a la cabaña y a punto estuvo de tropezar y caer al bajar por la desvencijada escalera. Examinó con la mirada el improvisado armario donde guardaban la ropa y vio enseguida que no había nada apropiado para el clima invernal.

«Mi muñeca tiene que estar guapa», había replicado él cuando Lily le había pedido ropa más práctica. Los pijamas no las protegerían en absoluto contra los elementos, pero no había otra alternativa. Prefería morir congelada que desperdiciar aquella oportunidad. Se acercó a Sky, que seguía profundamente dormida. Contuvo las ganas de gritarle: «Despierta. Corre. ¡Muévete!». El reloj seguía avanzando y el pánico iba en aumento. Pero se obligó a respirar hondo. Tenía que conseguir que Sky estuviera tranquila. Lily se arrodilló a su lado y la sacudió con cuidado.

—Cariño, despierta, tenemos que irnos.

Sky se incorporó de golpe. Era una niña extraordinaria que, desde su nacimiento, había comprendido de manera innata que la vida allá abajo no era normal y se había ido adaptando a todas las circunstancias. Sky se restregó los ojos y parpadeó para ahuyentar el sueño.

—¿Es la hora de nuestra aventura, mamá?

Lily siempre le había dicho a Sky que eran muy felices juntos, los tres, que no necesitaban el mundo exterior. Pero a veces, cuando Rick no acudía a visitarlas, le contaba a Sky las aventuras mágicas que vivirían un día. Le hablaba sobre viajes a París, Marruecos e Indonesia. Lugares sobre los que Lily solo había leído en internet o en clase de geografía en el instituto. Todo niño se merecía creer en un cuento de hadas, por mucho que Lily supiera que no era más que una fantasía.

—Sí, pollito, es la hora. Pero tenemos que darnos prisa.

Sky cogió el horroroso mono de peluche y lo abrazó. Lily dudó un instante. No soportaba la idea de llevarse cualquier cosa que Rick hubiera tocado.

—Tendremos que dejar el mono aquí, Sky.

Sky abrió los ojos de par en par y negó categóricamente con la cabeza.

—No puedo, mamá, tiene que venir conmigo.

—Mamá te conseguirá un nuevo amiguito. Te lo prometo.

Sky dudó, pero jamás desobedecía a su madre. Se armó de valor, dejó el peluche debajo de la colcha y le dio un tierno beso de despedida. Lily vistió a Sky con varios pantalones de pijama y le puso tres jerséis hasta dejarla hecha una bolita. Cogió un edredón y se lo colocó a la niña sobre los hombros.

—Sujétalo así, ¿entendido? No lo sueltes.

—Vale, mamá.

Una vez Sky estuvo preparada, Lily se cubrió las piernas con varios pares de medias bajo el pantalón del pijama. Las manos le temblaban con violencia y le preocupaba que él acabara apareciendo en cualquier momento. Pero siguió respirando hondo, repitiéndose para sus adentros que, si lograba mantener la calma, saldrían de allí.

Cuando estuvieron ambas listas, Lily recordó que aún le quedaba una tarea pendiente. Corrió a un rincón de la estancia y levantó una de las tablas de madera del suelo. Sacó de debajo un papel arrugado, la nota que había escrito años atrás, siendo aún una niña y madre de una recién nacida. La hoja había amarilleado con el tiempo pero las palabras, dolorosamente escritas, seguían siendo legibles. Si aquello era una trampa, no habría esperanzas para Lily. Sabía que el castigo sería fatal. Pero quería creer que Sky seguiría teniendo una oportunidad.

Lily cogió la nota y la guardó en el bolsillo del pantalón de pijama de Sky.

—¿Recuerdas bien las reglas que te explicó mamá para la gran aventura?

—Si dices que corra, tengo que correr. Sin parar. Sin mirar atrás. Encontrar un policía y darle esto.

—¿Y cómo sabrás que es un policía?

—Porque llevará uniforme y me pondrá a salvo.

—Eres el angelito perfecto de mamá, ¿lo sabes, verdad?

Sky sonrió con valentía cuando Lily la cogió en brazos. Sky tenía un cuerpo diminuto, como un pajarito; no pesaba nada. Cuando empezaron a subir lentamente la escalera, Lily se descubrió mirando por encima de la barandilla, examinando la habitación que las había albergado durante ocho años. Treinta y siete metros cuadrados, paredes húmedas y oscuras… El infierno en la tierra, literalmente. Y a cada crujiente peldaño que pisaba, se iba jurando que nunca más volvería allí. Jamás permitiría que volviera a encerrarlas. Abrió de nuevo la puerta y accedieron a la cabaña. Segundos más tarde, estaban fuera.

El aire frío alborotó el cabello de Lily, que notó que la cara le ardía por el contraste con la temperatura gélida del exterior. Sky jadeó y se pasó la mano por las mejillas, como si con ello pudiera apartar el frío. Se colgó del cuello de Lily, su cuerpo convulsionándose como resultado del brutal ataque del invierno. Pero Lily disfrutó del momento. La sensación de la nieve bajo las zapatillas la llenó de felicidad.

—¡Ya estamos, pollito! ¡Esto es el inicio de nuestra gran aventura!

Pero Sky no la escuchaba. Estaba mirando boquiabierta el infinito mar de polvo blanco que se extendía ante ellas.

—¿Qué es esta cosa blanca, mamá?

La única petición que Rick había satisfecho eran los libros. Habían estudiado el clima y los cambios de cada estación. Verano. Invierno. Otoño. Primavera. Pero ¿cómo podía entender su dulce Sky qué era la nieve si nunca la había visto? ¿Cómo podía una niña criada en aquella horrorosa habitación sin ventanas comprender cualquier cosa sobre un mundo que no había podido ver, ni tocar, ni sentir? Lily ansiaba explicárselo, darle a Sky la oportunidad de deleitarse con sus nuevas experiencias, pero no había tiempo.

—Nada de preguntas, pollito. Tienes que hacer lo que yo te diga y cuando te lo diga.

Habló en un tono más brusco del habitual, pero ahora no podía preocuparse por esas cosas. Sky se quedó en silencio en cuanto su madre empezó a andar. Lily se obligó a ignorar las sombras ominosas y amenazadoras que proyectaban los pinos. Según avanzaba, fue acelerando el paso. Se negó a mirar atrás y ver por última vez la insulsa cabaña. El ritmo se volvió más rápido y, sin siquiera ser consciente de ello, echó a correr. Le dolían las piernas, su musculatura débil por falta de uso, pero superó el dolor. Había soportado tantas cosas que aquello no era nada. El corazón le retumbaba con fuerza en el pecho y pensó que acabaría explotándole. Hacía muchísimo tiempo que no corría, pero rememoró enseguida su entrenamiento de marcha campo a través. Era como si estuviese oyendo la voz del entrenador Skrovan diciéndole: «Encuentra un ritmo. Encuentra tu paso».

Ignoró los cortes en la cara que le iban causando las ramas y los arbustos. Siguió abriéndose paso por el frondoso sendero y perdió la noción del tiempo. Continuó corriendo hasta que llegaron a lo que parecía la carretera principal. Lily forzó la vista para intentar leer el cartel que se veía a lo lejos. Y cuando se acercó lo suficiente, sofocó un grito y se detuvo en seco. Autopista 12. Con una sensación de creciente terror, Lily comprendió que estaba a apenas ocho kilómetros de su casa. ¡Ocho kilómetros!

Ver aquello la dejó destrozada. Deseaba dejarse caer de rodillas y gritar de rabia y de frustración. Pero no podía. «Concéntrate en el momento». El momento presente era lo único importante. «Un pie detrás de otro», se dijo.

Miró a Sky, que tiritaba de frío.

—Eres una chica muy valiente. Mamá está muy orgullosa de su niña valiente.

Era duro ver lo mal que lo estaba pasando Sky. Pero la oscuridad era su salvación y no podía perder tiempo. A pesar del frío, a pesar de la inquietud de Sky, Lily comprendió que aquel era un día espectacular. Hacía tres mil ciento diez días que no lo vivía. Era un juego tonto que jugaba con su hermana gemela, Abby. Habían empezado a tomar nota de sus «días espectaculares» cuando estaban en séptimo.

«Espectacular» era una palabra de vocabulario. «Definición: bonito, de un modo exagerado y llamativo». Abby, que era mayor por solo seis minutos, estaba obsesionada con Oprah y su filosofía despreocupada. Siguiendo el consejo de la presentadora, Abby había confeccionado un calendario donde anotar sus días espectaculares. Y así había empezado todo: el día que ambas consiguieron entrar en el equipo de atletismo universitario. El día que ambas obtuvieron el carné de conducir y se sentaron sobre el capó de su Jeep delante del Dairy Queen para tomarse un batido de banana split y disfrutar de lo mayores que eran ya por fin. Y luego estaba el día más espectacular de todos, cuando Wes le preguntó a Lily si quería ir con él al cine. Lily fue la primera de las dos en conseguir que un chico le pidiera salir, pero Abby la ayudó a prepararse, a elegir el modelito perfecto y a maquillarla. Cuando Wes llegó para recogerla, Lily empezó a temer que su día espectacular terminara no siéndolo tanto. Él estaba callado y nervioso y el chico despreocupado y bobón del que llevaba medio curso enamorada no aparecía por ningún lado. Lo presionó sin cesar: «¿Estás bien? ¿Seguro? ¿Qué pasa? Puedes contármelo».

Wes había acabado perdiendo los nervios y le había confirmado que no estaba bien, ni mucho menos. Su padre había sido arrestado por conducir bajo los efectos del alcohol. Había intentado fingir que no le importaba.

—No sé por qué me sorprende. A estas alturas tendría que estar acostumbrado a que se comporte como un gilipollas. Es una estupidez. No quiero echar a perder esta noche. Vamos, o nos perderemos los tráileres.

Y Lily lo había sujetado por la mano antes de que él pudiera salir del coche.

—Los tráileres me traen sin cuidado. Y no es una estupidez. Cuéntame qué pasa.

La cara de Wes se había iluminado con una expresión de gratitud.

—¿De verdad quieres que te lo cuente?

Lily había asentido. No existía película en Hollywood capaz de competir con aquel momento. Habían permanecido sentados en la furgoneta de Wes y este le había explicado que los problemas de su padre con el alcohol habían ido a peor desde la muerte de su madre. Que él se encargaba de controlar que se pagaran todas las facturas, de que su padre no faltara al trabajo, pero que la situación lo estaba agotando. Pero no quería hablar solamente de él. Le había preguntado a Lily sobre su vida, la había escuchado con atención cuando ella le había hablado de Abby, de lo unidas que estaban y de lo mucho que le preocupaba que sus padres se estuvieran planteando el divorcio. Habían estado tan entretenidos hablando que se les había pasado la hora de la película y, a Lily, casi, la hora de volver a casa. Había sido increíble. En toda su vida solo había sentido aquella comodidad con Abby. Y justo cuando Lily pensaba que la velada ya no podía ser más perfecta, Wes se había inclinado hacia ella y la había besado. Y, a partir de entonces, la vida de Lily se había convertido en un día espectacular tras otro.

Lily siguió corriendo, cambiando la postura de Sky entre sus brazos, pero no podía dejar de pensar en el año espectacular que había pasado con Wes. Naturalmente, aquel martes de septiembre había sido todo lo contrario a espectacular. De hecho, el día había sido una auténtica mierda. Aún seguía con las muletas después de haberse torcido el tobillo en su primer encuentro de atletismo. Se había quedado despierta hasta tarde hablando con Wes por teléfono y se había olvidado por completo de estudiar para un examen sorpresa de química. Sabía que lo había suspendido sin remedio. Se había acercado cojeando a la taquilla de Abby, dispuesta a desahogarse y explicarle cómo había fastidiado su nota media. Abby no se había tomado la molestia de disimular que estaba enfadada.

—¿Dónde está mi jersey negro? Dijiste que me lo dejarías otra vez en la taquilla —se había quejado Abby.

—Y te lo dejé. Te lo pusiste la semana pasada, al salir del entrenamiento.

—No. No es verdad. Has perdido mi puto jersey favorito. Sabía que pasaría.

Lily había negado con vehemencia haber perdido el jersey. Pero Abby no la había creído. La había llamado mentirosa. Con la cara colorada y los labios apretados hasta adoptar aquella mueca que tanto fastidiaba a Lily, Abby se había quedado mirándola furiosa. La pelea había sido inevitable.

—Siempre la cagas —había dicho Abby.

—Sí, claro, y tú eres doña perfecta, ¿verdad? —había replicado Lily. Odiaba que Abby se comportara como si fuera el no va más por el simple hecho de ser seis minutos mayor.

—Lo que tú digas. Nunca jamás te volveré a dejar mis cosas.

—Abby, en serio, yo no te lo he perdido.

—Eres incapaz de aceptar que te equivocas. Eres una bruja egoísta, de verdad, te lo juro. La vida sería mucho más fácil sin ti.

Abby se había marchado hecha una furia. Lily sabía que Abby cogería el coche porque era el día que le tocaba conducir, pero le había dado igual. Prefería que la llevara Wes o llamar a sus padres antes que tener que aguantar la bronca estúpida de su hermana sobre un jersey que Lily sabía perfectamente que le había devuelto.

Las cosas que se decían mutuamente podían sonarle horrorosas a cualquier desconocido, pero las gemelas siempre se peleaban así. Podían estar lanzándose malévolos insultos y, al minuto siguiente, acurrucarse en el sofá del salón la una pegada a la otra, mirando sus respectivas páginas de Facebook y haciendo planes para el fin de semana. Cualquier otra noche, Lily habría vuelto a casa y se habría dejado caer en el sofá al lado de Abby, la discusión olvidada por completo. Pero ¿cómo podría haberse imaginado que aquel día iba a ser el último que se verían? Jamás podría haber adivinado lo que la esperaba. Nadie podría haberlo hecho.

A Lily le dolían los brazos. Recolocó a Sky, le dio besitos y le susurró palabras de ánimo. Procuró en todo momento mantenerse apartada de la carretera y se agachaba cada vez que se acercaban los faros de algún coche. Necesitaban entrar en calor lo antes posible o acabarían cayendo víctimas de la hipotermia. Lily no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba corriendo, pero debían de estar ya cerca. Dobló una curva y contuvo un grito. Allí estaba, el cartel de «BIENVENIDOS A CRESTED GLEN». Durante años, Lily había odiado aquel cartel. Odiaba lo que significaba: estar encerrada un día más en aquella zona residencial. Deseaba rascacielos y el ritmo frenético de una gran ciudad. Quería cafeterías, bares donde fumar pipas de agua y

pubs minúsculos con camareros hipsters sirviendo sin parar jarras de Guinness. Había soñado con ver obras fuera del circuito de Broadway y con comprar gangas. Se había imaginado trabajando en lo que le gustaba. Se había visto viviendo en un

loft en el West Village con Abby, explorando Nueva York las dos juntas. «Las gemelas Riser toman Manhattan» era su sueño de la infancia, y las dos se consagraban a realizar mapas mentales y soñaban despiertas con cómo decorarían su

loft. Crested Glen era lo contrario a Nueva York. Era, solía decir Lily en broma, el lugar adonde iban a morir los sueños. Jamás se habría imaginado que podría llegar a sentirse tan feliz por regresar allí. Ver aquel cartel, aquel cartel espectacular, significaba que ya estaban casi en casa. Aceleró el paso y le susurró a Sky que todo saldría bien. «Sigue caminando —se dijo Lily—. Sigue caminando».

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