Baby doll

Baby doll


2. Rick

Página 4 de 55

2

.

R

I

C

K

«No seas un blando —se dijo Rick mientras avanzaba por las carreteras nevadas—. No dejes que el estrés pueda contigo». El estrés llevaba a la gente a cometer imprudencias, y Rick no podía permitirse ser imprudente. En los últimos meses, entre las clases, su esposa y sus chicas, estaba desbordado. Pero podía con ello. Lo único que tenía que hacer era intentar gestionar mejor su tiempo.

Rick subió el volumen de la radio y

Get Off of My Cloud, de los Rolling Stones, inundó el interior del coche. Le encantaba aquel tema. Creyó que la música le tranquilizaría, pero seguía malhumorado. Estaba disfrutando mucho enseñándoles a Lily y a Sky la belleza de los poetas de la generación beat y no le apetecía tener que dejarlas. Se había planteado la posibilidad de pasar allí la noche, pero ya llevaba dos días ausente. Lo último que quería era que Missy fuera a buscarlo. Ya se había presentado sin previo aviso en la cabaña en una ocasión y se había escapado por los pelos de un buen lío. Desde aquel día, se había prometido no darle nunca a Missy motivos de sospecha.

Y casi como si ella estuviera leyéndole el pensamiento, sonó el teléfono móvil. Rick no necesitó siquiera mirar la pantalla para saber que era su mujer. Suspiró y cogió la llamada.

—Cariño —gimoteó Missy, como era de esperar, su voz llenando el coche a través de los altavoces Bluetooth—. Son casi las tres de la mañana. Dijiste que volverías temprano.

—Lo sé,

Miss. Pero estaba inspirado escribiendo y no me he dado cuenta de que era tan tarde. Estoy dándole caña al coche para llegar enseguida. Dime, por favor, que me estás calentando la cama.

—Es muy tarde y los dos tenemos que trabajar…

—¿Bromeas, pequeña? Mejor que te encuentre vestida con algo

sexy o me llevaré una decepción.

—Te quiero, Ricky —susurró ella, y colgó.

Se la imaginó sirviéndose su tercera copa de merlot, esbozando una sonrisa mientras planificaba su «seducción». Era tediosa y predecible, y la aborrecía cuando lo llamaba Ricky. Se lo había repetido una y otra vez, pero Missy no le hacía caso. Rick empezó a notar que la euforia del

whisky empezaba a apaciguarse y a percibir en las sienes el inicio del dolor de cabeza. Manipular a Missy era fácil, aunque increíblemente agotador.

Una vez a la semana, como mínimo, se planteaba la posibilidad de un divorcio. La perspectiva de librarse de Missy, la idea de decirle al envarado gilipollas de su padre que se metiera su dinero por el culo, resultaba tentadora. Había pasado periodos de planificación buscando en internet un pisito de soltero, un lugar donde disfrutar de todas las cosas que lo hacían feliz. Pero era demasiado arriesgado, tenerla rondando por ahí, formulando preguntas, siguiéndolo. Conociéndola, lo más probable es que decidiera contratar a un detective, alguno de esos que salían en aquellos programas de entrevistas estúpidos que tanto le gustaban. No, solo se libraría de Missy cuando estuviera muerta. De momento, sin embargo, no era una solución práctica, de modo que le tocaba aguantarla.

Rick siguió conduciendo, tamborileando con los dedos al ritmo de

Black Dog, de Led Zeppelin, cuando la canción empezó a sonar.

«Mira que es bueno este tema», pensó Rick. El teléfono volvió a sonar. Miró la pantalla y vio la pose de gatita

sexy de Missy.

«¡Mierda!». Estaba malhumorado porque ya echaba de menos a Lily. Y entonces cayó en la cuenta. Rick recordó que no había cerrado la cabaña con el cerrojo de seguridad. Pisó a fondo el acelerador y buscó dónde poder dar media vuelta. Estaba tan concentrado en la idea de regresar a la cabaña que no vio el coche patrulla que esperaba pacientemente estacionado en el arcén. La sirena empezó a sonar y, cuando Rick levantó la vista, vio el destello de las luces de la policía. Contuvo el impulso de aporrear el volante. No tenía que caer presa del pánico. Ya le había visto las orejas al lobo otras veces. Visitas sorpresa, como cuando sus compañeros de baloncesto se presentaron en la cabaña para tomar una copa y saber cómo iba con la gran novela americana que supuestamente estaba escribiendo. Y aquellas vacaciones largas en Hawái con sus suegros durante las cuales le había sido imposible ver a sus chicas. O la visita sorpresa de Missy, cuando apenas le había dado tiempo a subir. Había superado sin problemas todos los obstáculos que se había encontrado hasta el momento en el camino. Ahora se enfrentaba a un poli de mierda, y él era Rick Hanson.

Rick pisó el freno y se detuvo en el arcén. Buscó en la guantera, cogió un par de chicles, les quitó el papel y se los metió en la boca. Mascó con rapidez, confiando en que la clorofila disimulara el olor a

whisky de su aliento. Estaba muy por encima del límite legal. Si lo multaban por conducir bajo los efectos del alcohol, la ciudad entera se enteraría. Missy estaría todo el día encima. El jefe se cabrearía. Podría perder incluso el carné de conducir. Era increíble que le estuviera pasando aquello. De no ser por Missy, estaría aún con las chicas. Todo era por culpa de ella. De esa estúpida zorra.

«Olvídala —se dijo—. Concéntrate, Rick. ¡Concéntrate!».

Bajó la ventanilla y miró a través del espejo retrovisor al policía que se acercaba, por su aspecto un pueblerino, con cara colorada y figura corpulenta.

—Permiso y documentación, señor.

Rick asintió con obediencia y le entregó su identificación y la información del vehículo. El policía iluminó los documentos con la linterna y a continuación dirigió el foco a Rick. El resplandor lo obligó a entrecerrar los ojos.

«Puto gilipollas», pensó Rick, aunque mantuvo una expresión neutral.

—¿Algún problema, agente? —preguntó.

—¿Sabe a qué velocidad iba, señor?

—No estoy seguro. Pero, por lo que parece, diría que iba demasiado rápido.

El policía frunció el entrecejo, ignorando el intento por parte de Rick de frivolizar la situación.

—¿No es consciente de que conducir a ciento cuarenta kilómetros por hora con este tiempo es tener todos los números para que se produzca un desastre?

Rick conocía a la gente. La estudiaba, comprendía su psicología, cómo ganarse su confianza. Y aquel caso era pan comido.

—Lo siento mucho, agente. Tiene usted toda la razón. Pero es que resulta que mi mujer está esperándome y supongo que he sido negligente.

Rick cogió el teléfono y le mostró la foto en la que Missy exhibía sus impresionantes atributos. El policía la examinó unos instantes y su conducta cambió entonces por completo. Una sonrisa de oreja a oreja iluminó sus rollizas facciones.

—Mierda, creo que yo también superaría todos los límites de velocidad del estado para estar con ella.

—Iba un poco encendido. Pero entiendo que usted tiene un trabajo que hacer.

El agente meneó la cabeza y le devolvió la documentación a Rick.

—Es usted un hijo de puta con suerte. Supongo que lo sabe de sobra.

—Sí, señor, lo sé. Soy un hombre muy afortunado.

—Vaya con cuidado. No me gustaría que le pasase algo malo y le diera un disgusto a la parienta.

—Seré prudente, agente, no le daré ningún disgusto.

El policía sonrió, le estrechó la mano a Rick y regresó al coche patrulla. Rick pensó que se merecía dar una vuelta de honor. Pero no era el único responsable de aquella victoria. Por una vez en su vida, Missy le había resultado útil.

Rick arrancó lentamente. De no haberse quedado el policía allí aparcado, a la espera de su siguiente víctima, habría regresado a la cabaña para cerrar bien. No porque no confiara en Lily, sino porque le fastidiaba haber cometido aquel fallo. Tenía que mantener sus rutinas o todo lo que había construido se derrumbaría. Volvería a la cabaña a la hora de comer para ver qué tal seguían las chicas. Ahora, Missy estaba esperándolo y tenía clase por la mañana. Además, no había ni la más mínima posibilidad de que Lily fuera a desobedecerlo. Rick subió aún más el volumen de la música. Mañana, al salir de trabajar, iría a comprar algo bonito para Missy. Y ya que iba de tiendas, le compraría también alguna cosa a Lily. Ambas chicas se merecían una recompensa por portarse tan bien.

Ir a la siguiente página

Report Page