Baby doll

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3. Lily

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Lily notaba los pulmones ardiendo, los muslos y las pantorrillas en llamas. Tenía la sensación de que los brazos cederían en cualquier momento, y Sky, cada vez más inquieta, no paraba de llorar y gimotear.

—Quiero a papá. Volvamos a casa, por favor.

Pero Lily siguió adelante. Pasó por delante del parque donde había jugado tantísimas horas con Abby. Los columpios de colores vivos, las estructuras infantiles y el tiovivo estaban abandonados y cubiertos de nieve. Pero Lily vio a Abby a su lado, gemelas idénticas, las dos con sus monos acolchados de color rosa, corriendo de la mano, tan sincronizadas que parecían una sola persona. Abby. Durante todos aquellos años, Lily no había dejado en ningún momento de añorar a Abby. Su hermana gemela.

Por el día, Lily se obligaba a no pensar en ella. Había cosas con las que mantenerse ocupada. Tenían sus lecciones y sus tareas, limpiar todo lo que podían para evitar alimañas y bichos. Al finalizar la jornada, se preparaban para las visitas de Rick. Nunca sabían cuándo llegaría pero sí que tenían que estar listas. Lily tenía que vestirse adecuadamente y estar de buen humor. Solo por la noche, cuando Rick por fin se marchaba y Sky se dormía, Lily se permitía pensar en Abby. Pero al ver de nuevo aquel parque, todo volvió de repente. La sonrisa de su hermana. Su risa. El vínculo que las unía. Abby dejó de ser el recuerdo que Lily conjuraba para intentar superar aquellas noches interminables. Muy pronto, Abby sería real.

Perdida en sus pensamientos, tropezó sin querer con una piedra y salió propulsada hacia delante. Pilló a Sky al vuelo antes de que cayera al suelo. Llevaban al menos una hora corriendo y los brazos de Lily no podían más. Tenía que ser más cuidadosa.

—Lo siento, pollito. Ya te tengo. No te soltaré.

Sky se agarró al cuello de Lily con más fuerza.

—Mamá, vamos a meternos en un lío. Por favor…, volvamos a casa de papá Rick.

Lily le dio un beso en la frente.

—Vamos, compórtate como la chica valiente de mamá solo un poquito más.

Lily dobló la esquina y vio la casa,

su casa, al final de la calle sin salida. Las persianas azul cielo habían perdido el color con el paso del tiempo. El arce debajo del cual había pasado horas leyendo

Harry Potter y

Matar a un ruiseñor había desaparecido. La nieve cubría el jardín donde su padre trabajaba sin parar durante la primavera. Pero, por lo demás, la casa estaba exactamente igual a como la recordaba. Habían transcurrido ocho años desde la última vez que la había visto y era como si no hubiera pasado el tiempo. Lily cerró los ojos. Casi podía oír las risas de los niños de los vecinos. Recordó sus interminables batallas con bolas de nieve, el día que Abby la ayudó a infligirles una clara derrota a sus padres. Se imaginó tumbada sobre una manta en el jardín con Wes, su primer amor, su único amor, con el sol del verano abrasándolos, el brazo de él enlazándola por la cintura. Recordó su voz, diciéndole en un susurro: «Te quiero». El primer chico que le dirigía aquellas palabras, una promesa de mucho más.

Lily se quedó en medio de la calle mirando la casa y, de pronto, la bocina de un coche la despertó de su ensueño.

Se quedó paralizada.

Era Rick. Tenía que ser él.

Pensó en correr, pero sus piernas estaban acabadas. No conseguirían aguantar lo suficiente como para huir. Notó un nudo en la garganta, lágrimas en los ojos. Si de verdad estaba tan cerca, escapar sería imposible.

Se giró lentamente, saboreando sus últimos instantes de libertad. Pero lo único que vio fue a un jubilado canoso que la saludaba con la mano desde el asiento del conductor de un descolorido Toyota. Tenía la preocupación grabada en la cara y comprendió que estaría preguntándose qué hacían allí, vestidas con tan poca ropa con aquella temperatura gélida.

—¿Está usted bien, señorita? Es tardísimo y la pequeña tiene cara de frío.

Lily intentó responderle, pero no le salió la voz. Tosió para aclararse la garganta y volvió a intentarlo, obligándose a hablar con calma y serenidad.

—Estamos bien, señor. Volvíamos a casa, simplemente.

Antes de que él dijera nada más, Lily dio media vuelta y echó a andar decidida por la acera, como si fuera habitual en ella pasearse en pijama y envuelta en una manta en pleno invierno. «Váyase —pensó—. Déjenos en paz». Al cabo de un momento, oyó que el coche se marchaba. Lily dejó a Sky en el suelo y se agachó a su lado para poder mirarla a los ojos.

—Sé que estás asustada, pollito. Pero necesito que seas valiente un ratito más. ¿Vale?

—Vale, mamá —musitó Sky.

La dulzura y la obediencia de aquella niña nunca dejaban de sorprenderla. Abrazó a Sky y se incorporó. Acercó la mano al pomo en un gesto instintivo. Quería que se abriese la puerta. Quería volver a tener dieciséis años, entrar corriendo, sudorosa y jadeante después de haber hecho

footing a primera hora. Abby pasaría volando por su lado gritando: «Ducha relámpago». Lily fingiría enfadarse, pero, en el fondo, le encantaba disfrutar de un rato a solas con su padre antes de que se marchara al hospital para su ronda matutina de visitas. Sin embargo, no eran más que ilusiones. En la vida real, la puerta siempre estaba cerrada.

Lily llamó suave primero. Había ciertas probabilidades de que su familia ni siquiera siguiera viviendo allí. Podían haberse mudado hacía años, empezado de nuevo sin ella. Lily sabía que era una posibilidad, pero en el fondo no lo veía factible. Si la situación hubiera sido al revés, ella jamás habría abandonado su casa, jamás lo habría hecho sin Abby. Siguió llamando, cada vez más fuerte, hasta que empezaron a dolerle las manos.

—Por Dios, un poco de calma.

La voz le resultó tan familiar que las lágrimas que hasta el momento había contenido empezaron a brotar sin remedio. Instantes después, se encendió la luz del porche y se abrió la puerta. Durante una pausa eterna la mujer se quedó mirando a Lily. Boquiabierta, con los ojos como platos, la miró fijamente como si acabara de ver un fantasma. Y no fue hasta aquel instante que Lily comprendió que eso era exactamente lo que era.

Llorar era inaceptable. Es lo que Rick decía siempre. Pero en aquel momento Lily olvidó todo lo que él le había inculcado, todas las mentiras que él le había contado. En aquel momento, la chica destrozada del sótano dejó de existir. Con las lágrimas rodándole por la cara, Lily se arrojó en brazos de su madre.

—Mamá, soy yo. Estoy en casa.

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