Baby doll

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4. Eve

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Eve intentó procesar lo que estaba pasando. Era imposible que aquella chica en pijama, de facciones demacradas y ojos hundidos, estuviera llorando delante de ella y llamándola mamá. ¿Lo era? ¿Podía de verdad ser su Lily?

«A lo mejor es un sueño», pensó Eve. Soñaba todas las noches. Había noches que los sueños eran un bucle interminable de imágenes horripilantes: el cuerpo de Lily, ensangrentado, magullado y golpeado, los ojos salidos de las órbitas, unas manos esqueléticas que intentaban asir a Eve. «¡Ayúdame, mamá! ¡Sálvame! ¡Por favor!».

A veces, la pequeña de Eve la visitaba con mirada esperanzada y palabras amables. «Mamá, te quiero. Te echo de menos. Estoy bien». Esas noches eran las peores. Las noches en que Eve se despertaba con esperanza, creyendo lo imposible, que su Lily estaba viva. A lo mejor era eso, se dijo, sin dejar de mirar a aquella chica. A lo mejor era uno de aquellos sueños llenos de ilusión.

Pero la chica seguía aferrada a Eve, abrazándola con fuerza y llorando. Eve notaba los perfiles afilados de la joven. Estaba en los huesos y la llamaba «mamá».

Eve se apartó. Necesitaba mirarla mejor, necesitaba asegurarse de que todo aquello no era el ardid retorcido de algún pervertido. Había gente muy cruel, gente que, en el pasado, había intentado explotar la debilidad y la vulnerabilidad de Eve. Gente que había enviado cartas pidiendo dinero, prometiendo respuestas que nunca habían llegado. Había creído a esa gente. Pero esta vez no estaba dispuesta a dejarse engañar.

Miró a la chica a los ojos —profundas lagunas verdes— y se vio transportada de inmediato a la sala de partos, al instante en que conoció a sus dos gemelas idénticas. Era imposible negarlo. Eran los ojos de Lily. Una madre nunca olvida los ojos de su hija.

Era Lily. Estaba en casa. Lily estaba en casa.

Eve había estado esperando respuestas durante ocho años. Habían pasado días. Semanas. Meses. Años interminables. Al principio, cuando Eve era todavía una oveja sumisa que creía en un poder superior, había rezado para que aquello acabara, le había suplicado a Dios que le devolviera a su Lily. Incluso un cadáver era mejor que el vacío o que las imágenes fantasmagóricas que su subconsciente creaba. Pero aquello era real. Eve estaba allí, en el porche de su casa, mirando a su niña perdida desde hacía tanto tiempo.

Eve oyó un sollozo. Estaba tan concentrada en Lily que ni siquiera se había fijado en la niña que tenía a su lado. Tendría tres o cuatro años, estaba pálida, tenía unos ojos verdes enormes y una expresión de puro terror. El parecido con Lily era asombroso. ¿Sería madre Lily? ¿Habría tenido una hija? ¿Dónde habrían estado todos aquellos años? ¿Qué las había mantenido alejadas de casa durante tanto tiempo? El cerebro de Eve era un hervidero con tantas preguntas que no sabía ni por dónde empezar. Abrió la boca, pero no consiguió emitir ningún sonido.

—Mamá, ¿podemos pasar? ¿Por favor? —musitó Lily.

Eve se avergonzó al caer en la cuenta del frío que hacía y de la poca ropa que ambas llevaban encima. ¿Qué le pasaba? Las hizo entrar. Cuando cerró la puerta, se giró hacia ellas. Había desperdiciado aquel primer abrazo y no estaba dispuesta a volver a hacerlo. Atrajo a Lily hacia ella y la estrechó contra su cuerpo con todas sus fuerzas.

En sus sueños, cuando Lily regresaba, Eve no se derrumbaba. Decía y hacía lo correcto. Pero aquello no era un sueño. Lily estaba viva. No, no podía decirse que Eve estuviera manteniendo su entereza. No mantuvo en absoluto su entereza.

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