Baby doll

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5. Lily

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Lily había esperado que su madre supiera qué hacer. Fría, tranquila y serena, la madre de Lily era la persona a la que acudía todo el mundo cuando había una crisis. «Eve la equilibrada», la llamaba su padre. Él siempre contaba la anécdota de cuando ella trabajó su turno entero en el hospital, once horas seguidas, sin contar a nadie que se había puesto de parto. Por muchas cosas que sucedieran, siempre se mostraba inquebrantable. Pero esa no era la persona que Lily tenía delante. No sabía quién era. Su madre estaba llorando, su cuerpo desaparecido en el interior del viejo batín azul. Con sus manos finas y venosas se retiraba constantemente el cabello de la cara, como si apartando aquel cabello color rubio sucio pudiera dar sentido a lo que no lo tenía. Aquello era inaceptable. Necesitaban ayuda, pero su madre se estaba mostrando impotente.

Miró a través de las ventanas en saledizo. Pronto sería de día. Rick se enteraría de lo sucedido. Descubriría que habían escapado e iría a por ellas. Lily cogió a Sky de la mano.

—Sígueme, ¿entendido?

Sky obedeció y siguió a Lily por la casa. Su madre iba detrás, pero Lily no se giró. Le dio al interruptor y la luz bañó el salón. Lily asimiló la bonita decoración en tonos pastel, los cojines de colores, el confortable sofá donde había pasado horas acurrucada, leyendo o mirando la tele con Abby. Por un momento, intentó convencerse de que estaba a salvo. Pero entonces recordó su advertencia, su advertencia constante. «Jamás te dejaré marchar».

Lily se giró hacia su madre.

—¿Están cerradas las demás puertas? ¿Las ventanas? ¿Está todo cerrado? —preguntó.

—Sí, está cerrado. Siempre lo tenemos todo cerrado.

Lily no la creyó. La falta de conciencia de su madre acerca de la seguridad de la casa siempre había vuelto loco a su padre.

«Las cosas malas suceden cuando menos te lo esperas», solía decir. La ironía del asunto era evidente. Lily jamás volvería a cometer un error como aquel. Jamás volvería a confiar en nadie. Lo comprobaría por sí misma. Solo cuando se cercioró de que toda la planta baja estaba debidamente cerrada, se volvió y miró a su alrededor.

Estaba en casa. Lily estaba por fin en casa.

La familiaridad la atacó de golpe. En las paredes había docenas de fotos de Abby y ella, desdentadas y sonriendo a la cámara, en fases complicadas, con permanentes nefastas y mostrando grasa infantil. Lily inspeccionó las paredes en busca de fotografías nuevas, confiando en encontrar a su padre y a Abby, en poder atisbar el futuro que se le había negado, pero era como si en Crested Glen se hubiera detenido el tiempo. Deseaba ver al resto de la familia. Necesitaba verlos. Imaginó que su padre estaría en el hospital, pero su hermana…, tenía que ver a su hermana.

—¿Dónde está Abby? ¿Dónde está?

—En su casa… No está muy lejos, a unos veinte minutos.

—Llama a la policía. Asegúrate de que está sana y salva. Asegúrate de que está sana y salva y diles que vengan aquí.

Su madre dudó y miró a Lily como si le estuviese hablando en un idioma extranjero.

—Maldita sea, mamá, llama a la policía. ¡Hazlo ya!

Sky, que seguía pegada a Lily, sofocó un grito y se apartó. Lily se sintió avergonzada. Nunca levantaba la voz. Nunca utilizaba aquel lenguaje. Era él quien actuaba así. Se arrodilló y abrazó a su hija. Lily necesitaba recordar quién era, no aquello en lo que él había intentado convertirla. Miró a su madre y le habló en voz baja y contenida.

—Por favor, mamá. Necesitamos a la policía.

Fue como si sus palabras activaran algo en el interior de su madre, pues se puso de inmediato en movimiento. Corrió hacia el comedor y, unos instantes después, Lily oyó que estaba al teléfono, hablando en voz baja y acelerada con la persona de la centralita. Lily abrazó a Sky e intentó que mantuviera la calma.

—No pasa nada, pollito. Estamos bien. Estamos a salvo. Enseguida entraremos en calor y nos pondremos ropa seca. Comeremos algo. Aquí estamos a salvo. No nos pasará nada malo. Ya no.

Lily casi creyó lo que estaba diciendo hasta que levantó la vista y vio a un desconocido en el descansillo de la escalera. Alto, con barba y pelo canoso, vestido únicamente con unos calzoncillos a cuadros, su cuerpo maduro al aire.

Lily abrió la boca y gritó, liberando todo el terror y la desesperación que llevaba reprimidos. El hombre, sorprendido, dio un paso atrás. Lily se incorporó de un brinco, sin darle tiempo siquiera a comprender qué pasaba. Tiró de Sky, que empezó a sollozar, y corrió con ella hacia la cocina. Fue directa a la encimera y abrió todos los cajones, sacó espátulas y rodillos para amasar hasta que localizó el cuchillo más grande y afilado de todos. Echó a correr de nuevo al salón, apuntando al hombre con el cuchillo, desafiándolo mentalmente a acercarse a ella. Aquella era su casa. Su hogar.

«Ahora controlo la situación —se dijo—. La controlo».

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