Baby doll

Baby doll


7. Abby

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A

B

B

Y

Abby buscó a tientas el móvil. Nunca lo apagaba. Nunca lo perdía de vista. Siempre había creído que un día recibiría una llamada con noticias sobre su hermana. Era lo que la ayudaba a salir adelante. Puso mala cara al ver el nombre de Wes en la pantalla. Silenció rápidamente el teléfono.

¿Qué demonios querría ahora? Eran las cinco de la mañana. ¿Acaso no entendía que necesitaba espacio? Abby tragó saliva, cerró los ojos con fuerza, presionó el pulgar contra el dedo meñique y contó lentamente hasta diez. Uno de sus loqueros le había recomendado aquel ejercicio estúpido. Nunca lo había reconocido delante de él —aquel tipo era un cabrón engreído con complejo de Dios—, pero el truco funcionaba. Cuando el pánico podía con ella, era su salvavidas. Ignoró el icono del mensaje de voz cuando apareció en pantalla y se sentó en la cama. Lo inteligente sería tratar de dormir antes de que empezara su turno en el hospital. Pero Abby estaba demasiado enfadada. No podría dormir. Intentarlo era absurdo.

No se sentía del todo cómoda viviendo sola. El silencio en el que estaba inmersa desde que Wes se marchó resultaba más inquietante de lo que se había imaginado. Pero había sido su decisión. Había sido ella quien había querido que se marchara. Se lo había pedido. Y, en general, se alegraba de estar sola, de no haber tenido que insistir mucho. Se habían acabado las conversaciones inútiles sobre trabajo, política o cualquier otra de esas mierdas sin sentido que llenan los espacios cuando no hay nada más que decir. Ya no tenía que inventarse excusas sobre por qué desayunaba dos veces o por qué se quedaba en cama hasta las dos cuando tenía el día libre. No, esta era la única opción. Era libre para tomar sus propias decisiones, fueran buenas o malas.

Se levantó y descolgó de la percha de la puerta el albornoz gris. Vio de refilón su reflejo en el espejo de cuerpo entero y esbozó una mueca de desagrado. Gorda, la cara redonda, el vientre hinchado hasta adquirir un tamaño que no era natural. Había sido delgada y

sexy, el tipo de chica que atraía todas las miradas, y de repente se había convertido en ese…, en ese cerdo.

Quien dijera que estar embarazada era un regalo era un mentiroso de mierda. El cuerpo de Abby se había convertido en un rehén de aquel invasor alienígena y aborrecía todos y cada uno de los cambios. No podía dejar de imaginarse lo horrorizada que se quedaría su madre, y también Wes, si conocieran los sentimientos que realmente albergaba hacia aquel embarazo.

Lo peor: que todo el mundo quería que se sintiera en el séptimo cielo con aquella nueva vida que había creado. Dondequiera que iba —el trabajo, el supermercado, la tintorería—, siempre había alguien que quería tocarle la barriga y que lanzaba gritos de admiración ante cada eructo, pedo y cambio de peso. Abby no lo entendía. Prácticamente cualquiera que tuviera un útero era capaz de sacar un crío de allí. Las chicas de trece años en la región de los Ozarks. Las yonquis más colgadas. Las presas. Deseaba decirle a toda esa gente que era realmente imbécil. Que estar embarazada no era ni una bendición ni un milagro. Que quedarse preñada era el resultado de una conducta imprudente o de un grave error de juicio. Incluso en el caso de que desearas tener un bebé, podían pasar cosas horribles. Abby lo sabía muy bien.

Entró en la cocina, encendiendo luces a su paso. De pronto se quedó inmóvil, sorprendida por la increíble necesidad de tomar una copa. Cinco meses y doce días desde su última copa y la necesidad seguía siendo continua. Mientras lavaba los platos o le tomaba la temperatura a un paciente, cuando iba a coger el coche… Había días en que pensaba en salir pitando del trabajo y meterse en la primera licorería que encontrara. Otras veces, se acercaba a Costco, se quedaba en el aparcamiento y se imaginaba entrando y cargando el carrito con alcohol suficiente como para quedarse ciega durante días. Pero aquella ciudad era tan pequeña que cualquiera llamaría por teléfono a Wes o a su madre antes de que le diera tiempo a pasar por caja. De modo que intentaba quitarse de encima la sensación. Si no podía beber, se dedicaba a comer.

Abrió la nevera y estudió la gran cantidad de alternativas. Su madre insistía ahora en hacerle la compra, como si Abby fuese una inválida. Y el resultado era como si el puto Whole Foods hubiera estallado en su nevera. Zanahorias

baby, humus, fiambre, fruta fresca. Pero no le apetecía nada de eso. Fue directa al pastel de crema de chocolate que había comprado en el supermercado al salir anoche de su turno. Se había prometido que lo llevaría al trabajo para compartirlo con las chicas, pero en el fondo había tenido claro que no lo haría. Este era otro de los motivos por los que le había dado la patada a Wes. Porque a él no le parecía aceptable que la primera comida del día fuera pastel de chocolate. Se planteó la posibilidad de calentar una porción y añadirle helado, nata y fresas —«¿lo ves, Wes? ¿Lo ves, mamá? Como fruta»—, pero decidió que pasaba de todo y empezó a comerlo directamente del envase de plástico.

Oyó el móvil sonando en la habitación. Wes otra vez. Había que ser…

No, esta era la razón por la cual había acabado con él. Ni siquiera había nacido el bebé y Wes ya estaba asfixiándola. Unas semanas atrás, la situación había llegado al límite.

—Tendrías que dejarme hacer esto a mí.

Ella había bajado la vista hacia la cesta de la colada que estaba cargando.

—¿Qué? Estás de broma, ¿no? Esto no pesa.

—Estoy aquí, pequeña, y no me importa hacerlo.

—Pues a mí sí que me importa. Y tengo un nombre, Wes. Que no es precisamente «pequeña».

Y había visto aquella mirada, la expresión petulante que adoptaba Wes cuando no se salía con la suya. Había seguido, soltando una retahíla de estadísticas de libros de bebés sobre abortos y desprendimientos de placenta, cosas ambas que a ella le traían sin cuidado. Había claudicado y le había entregado la cesta de la colada solo para que cerrara la boca. Luego había pasado el resto del día hirviendo de rabia. Y cuando él le había preguntado, por enésima vez, si se encontraba bien, Abby había estallado.

—No puedo hacer esto. No puedo.

—¿Hacer qué? —le había preguntado él.

—No soy un gato doméstico.

—¿Un gato doméstico? Pero ¿de qué estás hablando, Abby?

—Estoy bien. Si no lo estoy, ya te lo diré. Pero déjame ya en paz.

Normalmente, cuando ella intentaba provocarlo, Wes contraatacaba a gritos. Pero aquel día se limitó a encogerse de hombros con indiferencia.

—Dime qué es lo que de verdad quieres, Abs, y te lo daré.

—Quiero mi puto espacio.

Aquella noche, él había hecho las maletas y se había ido de casa. De la casa que él había comprado para los dos. Se había instalado con un amigo, un compañero de la universidad que seguía viviendo en la ciudad. Pero ahora ahí estaba, llamándola al amanecer. Cuidar de ella era la adicción de Wes.

El teléfono dejó de sonar por fin y Abby confió en que Wes hubiera captado la indirecta. Ansiosa y enojada, siguió comiendo a más velocidad. Había cometido un error yéndose a vivir con él; lo sabía.

«Te quiero», le había dicho Wes una y otra vez.

Pero ese era el problema. Abby no deseaba que la quisieran, y tampoco estaba interesada en quererlo. En querer a nadie, de hecho. Con el sexo aún podía. En eso se entendían bien. Pero un romance o —¡Dios no lo quisiera!— un matrimonio no entraban en sus planes. Ni ahora ni nunca.

Romper con Wes la primera vez casi acabó con ella. Cuando él se marchó a la universidad había sido duro. Abby había perdido todas sus amistades del instituto. Había dejado de ser la adolescente divertida y despreocupada. ¿Cómo pretendían que lo fuese? Lily había desaparecido, ¿qué esperaban? ¿Qué siguiese comportándose como si no pasara nada? Le había dado igual. Tenía a Wes. Cuando lo aceptaron en la Universidad de Pensilvania, él fue quien quiso probar una relación a distancia. Abby sabía que aquello nunca funcionaría, que sería imposible entre las clases y un trabajo a tiempo parcial.

«Necesitamos seguir cada uno con nuestra vida», le había dicho Abby. Era la decisión correcta, lo sabía. Wes nunca habría tenido que ser suyo. Pero en cuanto Wes se marchó, se dio cuenta de lo mucho que se apoyaba en él para superar sus interminables días y noches, para que la sosegase cuando los malos pensamientos podían con ella. Sola y sin su compañía, Abby había hecho de todo para insensibilizarse. Alcohol, drogas, sexo, lo que fuera para no pensar en Lily.

Al final, se había sometido a tratamiento e incluso había conseguido sacarse el título de enfermería. Gracias a los contactos de su madre (Dios bendiga el nepotismo), Abby había conseguido un puesto en el Lancaster General como enfermera de pediatría. Hasta donde la gente podía saber, era un miembro normal y corriente de la sociedad. Abby no había «salido adelante» ni «superado la pérdida de Lily», pero llevaba una vida ordenada y estructurada. Y entonces Wes había entrado de nuevo en ella, en el T. G. I. Friday’s, ni más ni menos. Era una noche de viernes movida, con multitudes a la salida del trabajo y familias compitiendo por una mesa. Ella estaba cenando con su madre cuando apareció Wes. Abby había querido salir corriendo para evitarlo, pero su madre le había dicho que no hiciera el ridículo y, cuando Wes se había acercado, su madre lo había invitado a acompañarlas. Le parecía increíble que hubiera vuelto a la ciudad. El último chismorreo que había oído sobre Wes era que había aceptado un puesto en Nueva York con algo que tenía que ver con el sector inmobiliario. Abby quiso saber qué hacía allí y Wes le explicó que su padre tenía cáncer de próstata y había vuelto a casa para cuidarle.

Por mucho que Abby se propuso no disfrutar de la cena, no pudo evitarlo. Wes siempre la hacía reír, y aquella noche no fue distinta. Y estaba tan guapo, bronceado y musculoso después de un verano trabajando en la construcción. Pero lo que más había echado de menos era la facilidad con la que se relacionaban. Con Wes no había preguntas incómodas ni pasado alguno que explicar. Lily pervivía en sus silencios. Podían hablar además de cualquier cosa. Aunque, a decir verdad, después de aquella primera noche, no habían hablado mucho. Abby adoraba los ratos que pasaban juntos, desnudos e ingrávidos, los brazos musculosos de Wes rodeándola, anulando todo lo demás.

Pero a medida que pasaba el tiempo, Abby comprendió que Wes quería más. Veía el deseo en sus ojos cuando la despedía con un beso. Percibía la necesidad en su voz cuando le preguntaba por qué no se quedaba a pasar la noche con él o por qué se iba tan pronto. Abby había tenido que acabar con aquello antes de que cualquiera de los dos resultara herido. Él había luchado por retenerla porque era quien era, un tipo legal. O a lo mejor lo había hecho porque la idea de perderla tanto a ella como a Lily era demasiado, incluso para él. Pero ella se había mostrado inflexible, esta vez se había acabado.

Tres semanas más tarde, el invasor alienígena había hecho acto de presencia. Cada día, durante una semana, había pasado en coche por delante de la clínica, intentando convencerse de que aquella era la decisión correcta. Se repetía que no le importaban ni el bebé ni Wes. Que él ni siquiera tenía por qué saberlo. No quería tenderle ninguna trampa y sabía que eso sería precisamente lo que sucedería si tenía aquel niño. Pero al final no había podido hacerlo. Por mucho que fuera una cabrona en todos los demás aspectos de su vida, le debía a Wes la verdad. Se lo había dicho mientras comían unas tortitas en el IHOP, y Wes había reaccionado tal y como ella se esperaba.

«Intentémoslo. Seamos una familia», había dicho. Durante los primeros meses, Abby se había llevado bien con Wes, se había ido a vivir con él. Había jugado a las casitas, le parecía. Los cambios que experimentaba su cuerpo la tenían abrumada, pero lo había intentado. Lo había intentado de verdad (a la mierda cualquiera que dijera que no lo había hecho). Pero se peleaban todo el día. O, como dijo Wes cuando hizo las maletas: «Lo único que haces es provocar broncas».

No se equivocaba. Cualquier cosa que él hacía la ponía nerviosa: su tono de voz, su aliento matutino, su control constante de su ingesta nutricional. Nunca tendría que haberle permitido estar tan cerca de ella. Mantener a la gente a cierta distancia era el único método de supervivencia de Abby, pero había seguido adelante con aquello y lo había echado todo a perder.

Cuando Lily desapareció, Abby se dio cuenta de que le gustaba muy poca gente. De que la mayoría le molestaba. De que la gente hablaba sin parar de cosas que no significaban absolutamente nada para ella. Del baile de graduación, de chicos, de universidad y de futuro. Su pasado, su presente y su futuro se habían desvanecido aquel terrible martes de septiembre.

«¿Es que no lo veis? —Le habría gustado gritarles—. Nada de todo esto tiene sentido».

¿Cómo pretendían que le importase toda aquella mierda con su hermana vete tú a saber dónde? Sabía que Lily estaba en algún lugar. Eran gemelas. Si su hermana estuviese muerta, lo habría percibido. Abby insistía en que Lily seguía viva, pero nadie le hacía caso. Ni su madre ni su padre. Ni la media docena de psicólogos que la obligaron a ver.

«Hasta que no aceptes la muerte de tu hermana, no conseguirás llevar una vida normal».

Pero ese era el tema; Abby no quería llevar una vida normal. Una vida normal era una mentira. Una vida normal era la vida que había tenido con Lily. Se cagaba en la vida normal. Pero el resto del mundo no. Los demás querían normalidad. Seguían adelante. Porque la gente tenía un límite para la compasión. Lo cual no quería decir que no le importara. La ciudad entera se había quedado devastada con la desaparición de Lily. Todo el mundo había estado de duelo. Habían cerrado todas las escuelas. Habían tenido la ayuda de psicólogos las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. La policía había patrullado las calles, deseosa de proteger a las jóvenes de Lancaster, Pensilvania. Pasaron meses agónicos en los que la ciudad contuvo la respiración como un ente colectivo, a la espera de un cierre, de respuestas. Pero no había pistas. Por mucho que quisieran a Lily, tenían que seguir adelante. Al cabo de poco tiempo, Lily no fue más que un recuerdo, una cara grabada en un recordatorio de la administración de justicia.

Pero Abby no podía dejarlo atrás. Aquel jersey. Aquel condenado jersey que había acusado a Lily de perder. ¿Por qué habría montado tanto follón por aquello? ¿Por qué habría tenido que coger el coche y dejado a Lily en el instituto? ¿Por qué no habría sido amable en vez de comportarse como una rematada hija de puta?

Abby cogió otra cucharada de pastel e intentó olvidarse del jersey. Siempre estaba intentando olvidarse del jersey y de las decisiones que había tomado aquel día. Había acabado casi con todo el pastel cuando oyó que llamaban al timbre.

—Abby, soy Wes. Sé que estás aquí. Tienes el coche aparcado fuera.

¿Qué demonios hacía Wes allí? ¿Cuándo aprendería?

—Abby, abre la puerta, joder.

Rabiosa, corrió hacia la puerta y la abrió de un golpe, dispuesta a decirle que ya estaba bien. Pero se quedó boquiabierta cuando vio que era Wes acompañado por lo que parecía la mitad del departamento de policía de Lancaster.

—He estado llamándote sin parar. ¿Por qué no cogías el teléfono?

De repente, Abby cobró conciencia de su aspecto. Seguro que tenía la cara manchada de chocolate. Se sacudió rápidamente las migajas de la camiseta, enfadada consigo misma por darle importancia a esas cosas.

—No he oído el teléfono.

—¿Estás bien?

—Si exceptuamos el detalle de que acabas de presentarte en el porche de casa al amanecer, sí, estoy bien. A ver, Wes, en serio, ¿de qué va todo esto?

Un policía curtido, con la mano reposando en el arma, dio un paso al frente y asomó la cabeza hacia el interior. Varios de sus hombres lo siguieron y se quedaron a la espera de su señal.

—¿Hay alguien en la casa, señora? ¿Alguien más dentro?

—¿Qué? No. Aquí no hay nadie.

—¿Le importa si mis hombres echan un vistazo?

No esperó a la respuesta. Se dispuso a pasar por su lado para entrar. Abby extendió la mano para detenerlo.

—No pueden pasar —dijo.

Wes la apartó de la puerta.

—Abby, por el amor de Dios, cierra la boca y haz lo que se te dice.

Esta vez Abby se encogió de miedo. Wes nunca hablaba empleando aquel tono. Y menos a ella. Cayó entonces en la cuenta de lo desaseado de su aspecto. Despeinado, con barba de varios días y vestido con el pantalón de chándal y la sudadera andrajosa de la Universidad de Pensilvania que utilizaba para dormir. Aquello no era normal en Wes. Jamás salía de casa con la camisa sin planchar. Si incluso planchaba los malditos vaqueros. Comprendió que había venido directamente desde la cama. Se quedó mirándolo. Vio que había vecinos que observaban la escena con curiosidad. En aquel mismo instante comprendió que allí pasaba algo grave de verdad. Se sujetó en el umbral de la puerta para no perder el equilibrio.

—Se trata de mi madre, ¿verdad? Dios mío, ¿está…? Tengo que llamarla. Tengo que hablar con ella. He oído que sonaba el teléfono pero…

Se interrumpió. ¿Qué iba a decir? «¡Estaba poniéndome hasta el culo de pastel!».

Notó que se iniciaba la espiral. Así se lo describía siempre a los médicos. Dificultad para respirar, luego las vueltas y, segundos después, la consumía por completo. La negrura más absoluta. ¿Sería verdad? ¿Se habría ido también su madre? Tenía que ser eso. Pero, de ser este el caso, ¿qué hacía en su casa la policía? Wes se adelantó para abrazarla. Abby intentó apartarlo, pero él siguió sujetándola.

—Respira, Abby. Tú solo respira.

Sentía náuseas, el pastel amenazaba con salir por donde había entrado. ¿Por qué se lo habría comido entero? Era asquerosa, por eso lo había hecho. Tan asquerosa…, y ahora su madre estaba muerta y Abby era una desgraciada que había ignorado la llamada. Primero el jersey y Lily. ¡Ahora su madre! Volvió a tragar saliva. «Inspira. Espira».

Se recostó en Wes, el corazón le iba a mil. Y él siguió hablándole en voz baja.

—Todo va bien. Todo va bien, Abs.

Siguió abrazándola hasta que el ritmo de la respiración se ralentizó.

—Y ahora, ¿podrás escucharme?

La voz de Wes sonaba tan seria que Abby se vio obligada a levantar la cabeza para mirarlo, para oír lo que tuviera que decirle.

—Lily ha regresado. Tu hermana ha vuelto a casa.

Un sonido similar a un rugido engulló de repente a Abby. Se quedó paralizada, oyendo aquellas palabras una y otra vez. «Tu hermana ha vuelto a casa. Tu hermana ha vuelto a casa. Tu hermana ha vuelto a casa». Era imposible. Era lo que decía todo el mundo. ¿Y si fuera algún tipo de truco? ¿Un castigo urdido por Wes para vengarse de ella por ser tan puerca? Pero Wes no era cruel. Eso lo sabían todos. Vio que seguía mirándola, esperando que asimilara la noticia. Abby apartó a Wes de un empujón.

—Mientes —dijo, enojada.

—No…

—¿La has visto? ¿Has visto a Lily?

—No, pero he hablado con Eve y me ha dicho que Lily está viva. Es lo que tú dijiste siempre, Abs. Tu hermana está viva.

Después de ocho años, después de tres mil ciento diez días, la oscuridad que había envuelto a Abby se evaporó de repente. No lloró. No gritó. No dijo ni palabra. Se limitó a dar media vuelta y a caminar hacia el coche patrulla más próximo, descalza, con su camiseta manchada de chocolate y un pantalón de pijama que le iba enorme. Las radios de la policía empezaron a chirriar cuando los agentes se pusieron en movimiento. Oyó que Wes hablaba en voz baja con un policía. Alguien le echó un abrigo sobre los hombros, pero no le hizo ni caso y fue directa a sentarse en el asiento trasero del coche patrulla. Esperó, manteniendo un ritmo de la respiración lento y controlado. Instantes después, Wes se instaló a su lado y la calzó con unas botas. Un policía se sentó al volante y puso el coche en marcha.

Lily estaba en casa. Por supuesto que lo estaba. ¿Por qué habría permitido que dudasen de ella y de su hermana? Le habría gustado encaramarse al tejado del edificio más alto de la ciudad y gritar a pleno pulmón: «¡Mi hermana está viva! ¡Está viva! ¡Ya os lo dije!». Pero debía mantener la calma. No quería dar motivos de preocupación a nadie, no quería que la medicasen o intentasen manipular el momento con el que llevaba años soñando.

El coche patrulla aceleró; las sirenas sonaron. Pasados unos instantes, Wes le cogió la mano. Abby no la retiró. Su actitud de calma en momentos de crisis la tranquilizaba mientras intentaba prepararse. Abby no tenía ni idea de todo lo que tendría que haber soportado Lily, pero sabía que tendría que ser fuerte en nombre de las dos.

Las ideas sobre el reencuentro la abrumaban. Bajó la vista hacia la camiseta manchada y se pasó las manos por el pelo, corto y pelirrojo. ¿Pensaría Lily que estaba gorda y sucia cuando la viera? O peor aún, ¿pensaría que era una perdedora? Habían pasado toda la infancia planificando su huida a Manhattan. Pero Abby no había hecho nada. No era nadie. Una enfermera de una ciudad pequeña, antigua adicta a todo, que ni siquiera tenía permiso para dispensar medicamentos a sus pacientes. Se ruborizó de vergüenza al pensar en todos los años que había desperdiciado. ¿Por qué no habría hecho más cosas para que Lily pudiera sentirse orgullosa de ella?

Justo en aquel momento, el invasor alienígena empezó a patalear y Abby esbozó una mueca de dolor. Se le aceleró el pulso. Por primera vez desde que había recibido la noticia del retorno de Lily, cayó en la cuenta de que tendría que darle explicaciones sobre aquella «cosa» a su hermana.

«Mira, lo siento, pero durante tu ausencia me he estado tirando a tu novio y me ha dejado preñada». Lily la odiaría. En un intento de mantener la compostura, le soltó la mano a Wes.

—No puede enterarse de lo nuestro —dijo Abby.

—¿De qué hablas? —replicó Wes, confuso.

—De que Lily no debe enterarse de lo nuestro. O al menos hasta que no haya hablado con ella. Hasta que pueda explicárselo.

—No empieces a crear problemas, Abby.

—Te lo digo en serio, necesito tiempo. Necesitamos tiempo. Después de todos estos años, creo que tanto Lily como yo nos lo merecemos. No permitiré que lo destroces.

Por unos instantes, bailó por el rostro de Wes aquel destello de dolor tan familiar. Daba igual. Abby no podía preocuparse por él. Ahora tenía que pensar en Lily. Haría cualquier cosa por proteger a su hermana. Tal vez podría entregarle el bebé a Wes y que se largara. Era una idea, algo sobre lo que tendría que reflexionar. Lo único que importaba ahora era volver a ver a Lily. «Espera, Lily. Ya voy. Solo espera un momento».

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