Baby doll

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9. Eve

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«Esto es real. Esto es real», pensó Eve, siguiendo a sus hijas. Viéndolas caminar de la mano, sintió cómo el corazón casi se le salía del pecho. Eve siempre había dicho que tener gemelas era como dar a luz tres cosas: a ellas dos y a su relación. Perder a Lily había destruido todo aquello y ahora ahí estaba, renacido. Jamás olvidaría aquel día. Aquel triste día de septiembre la había obsesionado todo aquel tiempo. El día que recibió el mensaje de voz de Lily.

«Mamá, son casi las seis y estoy todavía en el instituto. Esa zorra…, perdón…, Abby, me ha dejado aquí. ¿Puedes pasar a recogerme? Me muero de hambre. Esta noche podríamos cenar

sushi».

Eve había borrado el mensaje y había intentado no enfadarse. Llevaba la jornada entera metida en una reunión de presupuestos y ahora le tocaría pasarse la noche haciendo de árbitro. Las riñas constantes de las chicas formaban parte de la vida, igual que los atascos de tráfico o despejar el camino de acceso a la casa con la pala después de una nevada, pero no por eso eran menos agotadoras.

Llegó al instituto poco después de las seis. Estaba desierto. Había dado una vuelta y no había encontrado ni rastro de Lily. Había intentado localizarla en el teléfono móvil, pero, por mucho que insistieran Dave y ella, las chicas nunca se acordaban de cargarlo y le saltó directamente el contestador. Eve imaginó que al final la habría llevado a casa Wes o algún amigo de atletismo. Pasó por Yoshi’s para comprar

sushi, sabiendo que el atún picante siempre devolvía la paz a su hogar. Dave estaba de guardia en el hospital aquella noche y Abby se encontraba arriba, en la habitación que compartía con Lily, haciendo los deberes.

—¿Dónde está tu hermana? —preguntó Eve en cuanto llegó a casa.

Abby se encogió de hombros.

—Su alteza ha dicho que ya la traería alguien. Seguro que está en casa de Wes.

Antes, cuando había ido al instituto, Eve no tenía conectado del todo su instinto maternal, pero en aquel momento puso la directa.

—Llama a Wes para asegurarte de que está allí.

Abby obedeció y marcó el número de Wes.

—Hola, ¿puedo hablar con Lil? —Abby había hecho una pausa y había arrugado la nariz con un gesto de preocupación—. ¿Así que no has hablado con ella desde última hora? Vale, si tienes noticias de ella, dile que nos llame enseguida.

Abby colgó y se quedó mirando el teléfono, como si quisiera animarlo a que sonase.

Eve le ordenó a Abby que llamara a todos sus amigos. A cualquiera que pudiera haber acompañado en coche a Lily. Todas las llamadas confirmaron los peores temores de Eve. A Lily le había pasado algo malo. Llamó a Dave al hospital y rezó para que Lily hubiera decidido pasar a visitar a su padre.

—Dime, por favor, que Lily está contigo.

—No. No la he visto desde la hora del desayuno.

Los miedos de Eve se dispararon.

—Lily. Creo…, creo que ha desaparecido.

Intentó disimular el pánico en su tono de voz, pero Dave lo percibió de todos modos.

—Llego en diez minutos. Llama a la policía, Eve. Seguro que está bien, pero llama ya.

Eve intentó mantener la calma, confiando en contrarrestar con ello la histeria en aumento de Abby. Siguió aportando sugerencias. A lo mejor Lily había ido al cine o a cenar. O igual había ido a Filadelfia y se había olvidado de llamar para avisar. Pero todo aquello era ridículo. Lily no era impulsiva y nunca iba a ningún lado sin la compañía de su hermana.

En un momento dado, la casa empezó a llenarse de policías. Aparecieron los vecinos, junto con una riada de adolescentes llorosos. Llegó también la prensa, que acampó en el césped del jardín. Los del FBI fueron los siguientes, y entonces empezaron las entrevistas. Eve y Dave fueron sometidos a preguntas —no, acosados a preguntas— durante horas. Polígrafos. Interrogatorios policiales. Les formularon preguntas íntimas, entrometidas. Querían saber sobre sus problemas conyugales. Sobre la infidelidad de Dave y la posterior visita de Eve a un abogado matrimonialista. Preguntas que no tenían nada que ver con la desaparición de Lily.

«Es mi hija. Mi hija, maldita sea. ¿Por qué tendría que hacerle daño? ¿Por qué? No tiene sentido», había repetido Eve una y otra vez. Dave había hecho lo posible por consolarla, pero estaban en un momento en que todo lo referente a su pareja les molestaba. Y la desaparición de Lily no hizo más que incrementar aquello.

Cuando quedó claro que ni Eve ni Dave tenían nada que ver con la desaparición de Lily, las autoridades lanzaron una red más amplia. Preguntaron a todo el instituto y al profesorado, interrogaron a vagabundos y agresores sexuales. Inspeccionaron ríos y pantanos. Centenares de amigos y familiares rastrearon las zonas rurales. El caso llegó a los medios de comunicación a nivel nacional. Normalmente había pistas pero a veces, repitieron con insistencia los expertos de la CNN, la gente desaparecía así, sin más.

Eve se preguntaba si algún día podría volver a ser la misma, pero su desolación no era nada comparada con la de Abby. Sus hijas eran una pareja. Abby era la líder, seis minutos mayor y terriblemente mandona. Lily aceptaba complacida el papel de Abby como comandante en jefe. Pero Eve comprendió enseguida que Lily era el pegamento que las mantenía unidas. Sin Lily, la luz de Abby se esfumó. Lily era la luz de Abby.

Y ahora, después de tantos años, las tenía allí de nuevo, cogidas del brazo. Lo único que quería Eve en aquel momento era echar a todo el mundo de su casa y abrazarse a sus hijas. Quería abrazar a su nieta y jurarles que nunca más nadie volvería a hacerles daño. Pero todo iba tan rápido que nada de aquello cabía. Le parecía que hacía tan solo un segundo que había abierto la puerta y había descubierto a Lily en el porche, y ahora se encontraba sentada en un coche patrulla al lado del

sheriff Rogers.

Tommy. Así lo llamaba. Hacía siete años que no coincidían en una misma habitación. Tenía nuevas arrugas en las comisuras de los ojos, las sienes canosas, pero, por lo demás, no había envejecido. ¿Cómo era posible cuando ella se había echado tantísimos años encima?

Antes de todo lo de Lily, Tommy era un auténtico desconocido para ella. Eve ni siquiera sabía cómo se llamaba. De hecho, estaba segura de haber votado a su rival la primera vez que se presentó a elecciones. Pero en las semanas y meses posteriores a la desaparición de Lily, su relación se había estrechado. Se había mostrado incansable liderando la búsqueda, garantizándole que estaban haciendo todo lo que podían, ayudándola a mantener la calma y escuchando sus desesperadas divagaciones cuando Dave dejó de prestarle atención. Después de tres semanas sin rastro de Lily, fue el único que tuvo la valentía suficiente para decirle la verdad.

«Lo siento, Eve —le había dicho, y Eve recordaba que la casa estaba inmersa en un peligroso silencio—. Vamos a abandonar la búsqueda. Tienes que aceptar el hecho de que Lily no va a volver a casa». Y aquel hombre de aspecto hosco, que mascaba tabaco y cazaba venados, se había derrumbado después de decírselo. Ella lo había besado, necesitada de alguien que la abrazara y le dijera que todo saldría bien, por mucho que supiera que nunca sería así.

Había cometido la enorme estupidez de enamorarse de él, pero la desaparición de Lily la había convertido en una persona imprudente, algo que jamás había sido. Lo había perseguido con determinación. El romance se había prolongado durante tres meses. En sórdidas habitaciones de motel, en el todoterreno de Eve, en el coche patrulla de Tommy, en cualquier lugar donde pudieran esconderse. Había sido el repentino infarto de Dave lo que había acabado con la relación para siempre.

—No podemos seguir con esto —le había dicho Tommy después del funeral.

Eve sabía que él tenía familia, pero no le importaba. Lo amaba. Pero Tommy había tomado una decisión.

—Nosotros no somos así, Evie. Somos buena gente.

Eve no era buena. Tal vez lo fuera en su día. Pero ahora lo único que le importaba era cómo le hacía sentirse Tommy. Le había suplicado que no la dejara. Él la había besado por última vez y había desaparecido de su vida.

Eve se había dicho que daba igual que él no la quisiera. Era libre. Se había concentrado en el trabajo y en mantener a Abby alejada de problemas, lo cual era a menudo un trabajo a tiempo completo. Cuando se sentía sola, tenía citas de una noche, pero nunca llegó a intimar con nadie, nunca dejó entrar a ningún hombre en su vida. No había vuelto a pensar en Tommy hasta aquel momento, y ahora se sentía presa de una necesidad abrumadora de besarlo. Era inapropiado. Era horroroso. Eve giró la cabeza hacia la ventanilla, odiándose por ser tan egocéntrica, por estar pensando en él.

Notó la mano de él en la rodilla, presionándola con delicadeza, como queriéndole decir que estaba allí por ella. Eve jamás había agradecido tanto su bondad. En cuanto estuvieron todos en el coche, Tommy miró a Lily a través del espejo retrovisor.

—¿Puedes decirme dónde quieres que vayamos, Lily? —le preguntó.

Lily estaba mirando a los vecinos, que se habían congregado para observar la escena con descarada curiosidad. Eve se ruborizó, consciente de que estarían a buen seguro cuchicheando e intentando adivinar qué nueva tragedia había asolado a los Riser.

—Al instituto. Vamos al instituto.

Abby contuvo un grito. Eve ni siquiera pensó. Cogió la mano de Tommy y la apretó con fuerza, notando la sensación de bilis que le subía a la garganta. Buscó en su cerebro una lista de sospechosos, pero no le venía ningún nombre a la cabeza. Había sido un desconocido. Tuvo que serlo. Durante todos aquellos años se había consolado pensando que un monstruo anónimo le había robado a su hija. ¿Era posible que fuera alguien que conocieran? ¿Alguien en quien confiaban?

Recostó la cabeza contra la frialdad del cristal y contuvo la necesidad de formularle más preguntas a Lily. Cruzaron la ciudad en silencio y llegaron a la entrada del instituto en menos de diez minutos. Tommy apagó el motor y esperó a que Lily hablara, a que diera un nombre. Eve sabía que estaba nervioso. Era un hombre acostumbrado a estar al mando, acostumbrado a disponer de toda la información necesaria para evaluar la situación. Pero Lily le había negado esa posibilidad y su conducta no estaba sentándole bien. Eve no lo culpaba por ello. También ella quería respuestas.

—Necesitamos un nombre, Lily —dijo el

sheriff—. Quienquiera que te haya retenido prisionera, es un perturbado. Tenemos que estar preparados y…

—Solo es un perturbado cuando se cierra la puerta —le interrumpió Lily.

—Tenemos que hacer nuestro trabajo…

Lily se mantuvo impasible.

—He dicho que los conduciría hasta él. Y lo haré.

Lily salió del coche. Tommy maldijo para sus adentros. Pero a Lily no había quien la parara. Eve había visto ya esa expresión en la cara de su hija en la cocina, cuando tenía el cuchillo en la mano. Nada que nadie pudiera decir iba a detenerla. Lo único que podían hacer era seguirla.

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