Baby doll
10. Lily
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«Todo está exactamente igual». Eso fue lo primero que pensó Lily cuando aparcaron delante de la Lancaster Day School. La bandera de Estados Unidos ondeando en lo alto del edificio, el ladrillo rojo y los muros estucados, las grandes ventanas abiertas para ventilar. Todo era tan… normal.
Lily recordó la chica que había sido en aquel instituto. Le encantaba estar allí. De no haber tenido dotes para el atletismo, habría sido una empollona. Había ganado los premios de asistencia en primero y en segundo. Siempre estaba en el cuadro de honor de la clase. Era miembro de todos los clubes que su horario le permitía. Se apuntaba sin problema a cualquier actividad absurda del instituto, a todos sus eventos.
Ese día había un grupo de adolescentes dando vueltas, riendo y bromeando por el patio. ¿Era posible que también ella hubiera sido tan joven y esperanzada como ellos? Deseó gritar a pleno pulmón: «¡Estáis perdiendo el tiempo! ¡No lo desperdiciéis!». Pero habría sido inútil. Comprendió que ese era el privilegio de ser joven. Ella también había desperdiciado su libertad.
Y mientras contemplaba el instituto, Sky seguía durmiendo en sus brazos. Tenía una decisión más que tomar. Nunca había perdido de vista a su hija. A lo mejor debería hacerle caso al
sheriff y dejar que fuera él quien gestionara la situación. Pero Lily sabía que Rick estaba allí. Sabía que estaba muy cerca. Era su oportunidad para asegurarse, para saber con absoluta certeza que iban a apresarlo. Lily era consciente de que no tenía otra opción. Tenía que acabar con aquello. Pero no quería poner en riesgo a la niña. Sabía que su madre protegería a Sky y que todos aquellos policías garantizarían a su vez la protección de ambas.
—¿Puedes quedarte aquí con Sky, mamá? ¿La mantendrás sana y salva?
Sin dudarlo ni un instante, Eve cogió en brazos a la niña dormida.
—Cuidaré de ella, Lil. Ve con mucho cuidado.
Lily besó con ternura a Sky. Cogió a Abby de la mano y la guio hacia la entrada del instituto mientras el
sheriff Rogers y un ejército de agentes las seguían. Cuando se aproximaron a la entrada, una mujer mayor con pelo canoso, gafas y mirada contundente interceptó al
sheriff Rogers.
—¿Qué sucede,
sheriff? ¿Qué problema hay?
Lily imaginó que era la directora, pero le dio igual. Tiró de Abby para acceder al edificio antes de que alguien pudiera detenerla. En parte deseaba revelarle a Abby su nombre. Nunca habían tenido secretos; Lily así se lo había hecho saber a Wes cuando empezaron a salir.
«¿Quieres decir que lo sabe todo de ti? ¿Todo?», le había preguntado él.
Lily no había caído en la cuenta de lo raro que podía parecer aquello hasta que lo había expresado en voz alta. Había tenido que esforzarse por encontrar algún hecho o momento que no hubiera compartido con su hermana, algún secreto oscuro. Y no lo había encontrado. Con tristeza, comprendió entonces que había muchas cosas que nunca podría contar a Abby. Cosas que no podría compartir con nadie.
—Si quieres esperar con mamá, no pasa nada.
—De ninguna manera, Lil. Estoy aquí contigo. Hasta el final.
El apoyo de Abby la ayudó a seguir avanzando por los pasillos. Hubo una época en la que eran las dueñas de aquella escuela, idénticas y al unísono. Ahora eran polos opuestos. Abby mucho más voluminosa, sus pies pesados sobre el suelo encerado; Lily en los huesos, sus pasos dudosos y delicados.
Lily pasó por delante de los despachos y una fotografía le llamó la atención. Su fotografía. Era la fotografía de clase de cuando cursaba segundo. Llevaba su jersey favorito, uno de color lila, y una cinta en el pelo a juego, y reía como si acabaran de contarle el chiste más gracioso del mundo. Debajo, una sencilla placa dorada con las palabras «Para siempre en nuestros corazones» escritas en perfecta cursiva.
Un homenaje. Una placa conmemorativa. Lily comprendió que la habían dado por muerta. Que creían que la habían matado. Aceleró. Pasó por delante del gimnasio, donde adolescentes desgarbados que entrenaban para el equipo de baloncesto hacían chirriar sus zapatillas deportivas contra el suelo de madera. Pasó por delante de varias aulas llenas de estudiantes aburridos mirando a sus profesores. Dobló el pasillo y se detuvo a escasos metros del aula de Rick, en un punto desde el que podía verlo pero él no podía verla a ella. Rick siempre se jactaba de tener el aula mejor y más grande. Se enorgullecía de haberla decorado de tal modo que se diferenciaba de los demás profesores. En las paredes había pósters de Led Zeppelin, los Beatles, Jim Morrison…, de «artistas de verdad», o eso al menos decía Rick. Se enorgullecía de ser «cool» y su aula era un reflejo de esos esfuerzos.
El sol de primera hora de la mañana se filtraba por las ventanas e iluminaba el pelo negro y despeinado de Rick (aunque en Rick no había nada que no estuviera estudiadamente premeditado). Tenía casi cuarenta años, pero con sus rasgos angulosos podía pasar tranquilamente por poco más de treinta. Los vaqueros eran de marca, por supuesto. Llevaba una camisa negra con las mangas enrolladas y corbata fina de color verde. Sonreía a sus alumnos, exhibiendo sus facciones esculpidas y sus hoyuelos, sus ojos brillantes, como si alguno de sus alumnos acabara de decir la cosa más inteligente que había oído en su vida. Incluso en aquellas circunstancias, Lily podía comprender por qué lo veneraban, lo sencillo que era caer bajo su hechizo. Conocía los textos. Su inteligencia era indiscutible, igual que su encanto.
Se quedó paralizada, simplemente mirándolo. El nivel de decibelios del pasillo crecía por momentos. El
sheriff Rogers se situó al lado de Lily mientras dos de sus ayudantes y un miembro del personal de seguridad de la institución se abrían paso hasta el frente, seguidos por la directora. Un alumno detectó su presencia desde el otro lado de la ventana e interrumpió las explicaciones de Rick.
—¡Mirad, ahí fuera está la poli!
Rick dejó de hablar y siguió la mirada de sus alumnos. En una vida llena de momentos espectaculares —y Lily pretendía tener muchos—, este sería siempre su favorito. La expresión de confusión e incredulidad de Rick se esfumó y quedó sustituida por otra de pura rabia. Lily había pasado años evitando aquella mirada, aprendiendo a reconocer los signos que anunciaban su inminente ataque de ira, sabiendo qué le esperaba cuando lo juzgaba erróneamente. Pero hoy no. Hoy absorbió su cólera y la utilizó como combustible. Se giró hacia el
sheriff Rogers.
—Este hombre me ha tenido presa durante tres mil ciento diez días. Rick Hanson es el hombre que me secuestró. Es el hombre que me violó y me dejó embarazada. Es el hombre que tiene que arrestar —declaró Lily. Su voz ya no estaba rota, sino que sonaba firme y potente, exigiendo ser escuchada.
Tal y como había previsto, a los policías les costaba aceptar el hecho de que aquel respetado profesor pudiera haber cometido un crimen tan terrible. Aunque se equivocó en lo referente a su falta de compromiso. Eran profesionales. Tenían un trabajo que hacer y lo llevaron a cabo con una eficiencia asombrosa. El
sheriff y sus hombres irrumpieron en el aula y rodearon a su secuestrador.
—Rick Hanson, queda usted arrestado por el secuestro de Lily Riser. Tiene derecho a guardar silencio.
Le leyeron sus derechos. Rick no opuso resistencia ni dio muestra de estar preocupado. No exhibió ningún tipo de emoción. Mientras lo esposaban, se dirigió a sus alumnos. En su voz, la misma confianza con la que impartía las clases.
—Chicos, seguid trabajando. Pronto volveré a las aulas y espero que por entonces os hayáis leído los últimos tres capítulos.
Los estudiantes no lo escuchaban. Estaban todos con los teléfonos móviles haciendo fotografías y vídeos. Lily no cabía en sí de gozo pensando que pronto todo el mundo conocería quién era en realidad Rick Hanson.
«Lo sabrán, Rick. Todos sabrán quién eres».
Estaba tan extasiada con aquel momento, viendo que por fin Rick iba a recibir su merecido, que se olvidó por completo de Abby. Cuando la miró, no detectó alegría alguna en el rostro de su hermana. La expresión de Abby reveló primero una sensación de incredulidad, luego de horror. Se retorció de dolor y emitió un chillido angustioso. Por vez primera, Lily se preguntó en qué habría estado pensando todo aquel rato. ¿Por qué había sido tan egoísta? ¿Por qué no había pensado en su familia? ¿En su hermana?
Se acercó a consolarla, pero Abby ya había echado a correr hacia el aula. Superó la barrera de policías, se abalanzó contra Rick y empezó a golpearle y a arrearle puñetazos como un gamberro callejero, mientras él trataba de protegerse.
—Eres un hijo de puta. Un cabrón. Le has robado la vida. Nos has robado la puta vida.
Fue necesaria la fuerza de dos policías y del
sheriff Rogers para apartarla de él. El dolor de Abby era inconsolable y acabó derrumbándose en el suelo de linóleo del aula y llorando desde lo más hondo de su corazón. Segundos más tarde, Rick Hanson, esposado, abandonaba el aula y enfilaba el pasillo. Cuando pasó junto a Lily, esta le oyó susurrarle:
—Has cometido un gran error, Muñeca.
Lily tendría que haber imaginado que Rick jamás permitiría que fuese ella quien tuviera la última palabra. Y mientras corría hacia Abby, mientras veía a su hermana desmoronada, se preguntó si tal vez, solo tal vez, Rick tendría razón.