Baby doll

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11. Abby

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El puto Rick Hanson. Su nombre no solo resonaba en el interior del cráneo de Abby, estallaba y retumbaba como las salvas de un cañón. Abby lo oía, una y otra vez, sin cesar, y no podía creérselo. «¿El señor Hanson? ¿Mi profesor de Lengua y Literatura?».

Había ruido a su alrededor, pero Abby no podía concentrarse en nada. Veía una enfermera de urgencias, una chica con la que trabajaba en el hospital, pero no recordaba su nombre. Estaba arrodillada a su lado y estaba formulándole un aluvión de preguntas.

—¿De cuánto estás? ¿Tomas algún medicamento? Apriétame la mano si puedes oírme, Abby.

La enfermera siguió hablando, pero Abby estaba abrumada, paralizada por el descubrimiento.

El tiempo desapareció. Tal vez pasaron minutos, tal vez horas. Con sensación de ingravidez, Abby percibió que la colocaban en una camilla. Que Lily le cogía la mano con fuerza y que la transportaban por el pasillo.

—Estoy aquí, Abs. Estoy aquí.

El agujero negro la reclamaba. Abby pensó en lo inútil que era por ser incapaz de ser más fuerte. Y cayendo por el abismo, oyó la voz de Lily.

—Lo siento, Abby. Lo siento mucho.

¿Qué? ¿Por qué le pedía disculpas Lily? Deseaba preguntárselo, pero estaba cayendo a toda velocidad, la oscuridad la atraía hacia el fondo, hacia el fondo.

Abby recordaba perfectamente una de las primeras batidas de búsqueda. Lily llevaba unos días desaparecida y se habían congregado centenares de personas en el centro de la ciudad, todos reunidos bajo la lluvia. Adolescentes. Niños de secundaria. Padres. Había entre ellos policías y agentes del FBI que examinaban la multitud en busca de respuestas.

Los perros rastreadores empezaron a ladrar y el gentío se diseminó en todas las direcciones, panfletos en mano, las linternas alumbrando el camino. Había voluntarios repartiendo cafés. Había también fanáticos religiosos que repartían octavillas con oraciones. Abby estaba cogiendo un café antes de ponerse en marcha cuando una mujer de pelo rizado le entregó una de aquellas octavillas.

—La oración nos devolverá a Lily. Dios escuchará nuestras plegarias —le había dicho la mujer.

—Que te jodan —había replicado Abby, arrancándole la octavilla—. Que te jodan.

—¿Qué sucede, Abigail? —había preguntado el señor Hanson, apareciendo de repente a su lado.

Se había disculpado apresuradamente con la mujer y se había llevado a Abby consigo.

—No para de hablar de Dios. Pero Dios no se ha llevado a Lily, así que no veo cómo narices puede devolvérmela.

—Lo sé, Abby, lo sé.

—Dios me trae sin cuidado. Yo lo único que quiero es que vuelva. Que mi hermana vuelva.

El señor Hanson la había abrazado. ¡Y ella había dejado que la abrazara!

—Yo también, Abigail. Pero han pasado solo unos días. No perdamos las esperanzas. No puedes perderlas.

Abby había querido creer lo que le estaba diciendo, había necesitado creerle.

—¿Lo piensa de verdad? ¿Piensa que aún podemos encontrarla?

—No tengo la menor duda. Vamos. Seguiremos buscándola juntos.

Durante todas aquellas semanas, el señor Hanson se había sumado a su familia en las batidas, había recorrido con ellos los bosques, vadeado ríos y ciénagas, incluso habían rastreado el territorio de los amish, confiando en encontrar alguna pista sobre Lily. El señor Hanson hasta había organizado sesiones de terapia de duelo a la salida de las clases para todo el alumnado.

A veces, el señor Hanson se pasaba por casa de Abby y se sentaba en el porche con su padre, fumaban y citaban a Faulkner. Y el muy cabrón… incluso había patrocinado los actos de recogida de fondos organizados por el consejo de estudiantes para aquella maldita placa conmemorativa delante de la cual se había visto obligada a pasar Abby cada día durante dos años. Días interminables recorriendo aquellos pasillos, sintiéndose perdida sin su otra mitad, viendo el rostro feliz de Lily mirándola. Pero le había estado agradecida al señor Hanson. Agradecida porque nunca la había tratado como si estuviera loca. Agradecida porque siempre se había mostrado muy amable con ella. A menudo se detenía para hablar con ella en el pasillo de las taquillas.

—Todos estamos contigo, Abby —solía decirle el señor Hanson—. Sé que echas de menos a Lily, pero ella te quería mucho. Lo sabes.

Cuando todo el mundo había seguido con su vida, oír aquellas palabras en boca de alguien como el señor Hanson había ayudado a Abby a salir adelante.

La voz de Lily sonaba cada vez más remota.

—Abby, escúchame, a él lo meterán en la cárcel y yo estoy aquí. No me dejes, Abby. Estoy aquí —decía Lily, su voz quebrándose.

Abby intentó aguantar. Intentó mantener la calma, pero cada vez se acercaba más al borde de aquel condenado agujero negro. El agujero negro al que había saltado voluntariamente, en el que se había obnubilado mediante el alcohol, las pastillas y el sexo. El agujero negro del que los médicos habían pasado años intentando liberarla, ofreciéndole diversas «herramientas para afrontar la situación». El agujero negro del que Wes y el bebé intentaban sacarla.

Y lo que ahora no podía soportar era la voz del señor Hanson, tan serena, tan clara, tan compasiva. «Lily era una luchadora, ¿verdad? ¿Crees que habría querido que te rindieras?», le había dicho el señor Hanson cuando fue a visitarla al hospital después de su intento de suicidio. Siempre le había hablado de Lily como si la conociera. Como si comprendiera el vínculo que las unía.

Y durante todo aquel tiempo, era él quien la había retenido. Quien había retenido a Lily. Quien había estado matando a Abby de forma prácticamente irreversible. Quien había asesinado a su dulce y bondadoso padre. Quien había convertido a su madre en una mujer débil, necesitada, desesperada. Quien había destruido toda la felicidad que su familia pudiera haber tenido, pedazo a pedazo. Abby le debía algo más a Lily, pero lo que mejor conocía era aquella oscuridad. Deseaba que el agujero negro la absorbiera. Deseaba escapar de la verdad sobre el señor Hanson. Abby seguía aún revolcándose en sus miserias cuando sintió el piadoso pinchazo de la aguja de la enfermera y entonces, lentamente, agradecida, se dejó llevar.

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