Baby doll

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32. Rick

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Se había equivocado en sus cálculos. Rick había mirado a Lily a los ojos y había escuchado su promesa. Y ella le había mentido. Le había mentido tranquilamente y sin siquiera inmutarse. En cuanto Lily se había marchado, Rick había perdido por completo los nervios y había brindado a los carceleros una oportunidad estupenda para darle una nueva paliza: espray pimienta en la cara, patadas y puñetazos contra las extremidades inferiores hasta conseguir reducirlo. Pero él seguía pensando en maneras de evitar que Lily matara a su hijo, de garantizar que aquel niño estuviera protegido. Confiaba en que cuando Missy fuera a visitarlo, la podría convencer de que lo ayudara. Estaba seguro de que podía interponer algún tipo de mandato judicial. Missy incluso podría criar al bebé, si quería.

Pero en el instante en que Missy se sentó delante de él, supo que la había perdido. No era por su aspecto. Su maquillaje era inmaculado, el traje pantalón negro tenía el corte perfecto. Missy tenía una apariencia gélida e intocable, la perfecta belleza sureña bajo la luz de los fluorescentes. Pero fue su mirada vengativa lo que le dijo todo lo que necesitaba saber.

—Me he enterado de la noticia —dijo Missy detrás del cristal, cogiendo con cuidado el auricular—. Por lo visto, una de tus otras chicas se suicidó. Te acusan de homicidio involuntario.

Rick se preguntó qué chica sería. Apostaría lo que fuera a que era la mayor. Había sido un fastidio desde el primer momento. Siempre había sido consciente de los riesgos, de lo descarado que era tener a tres chicas. Había sido avaricioso; eso lo sabía. Y no es que hubiera dejado de amar a Lily. Seguía siendo su muñeca, pero necesitaba alguien más joven, un nuevo reto. Le gustaban ambas chicas y su plan era entrenarlas a las dos para luego elegir a su favorita. Razón por la cual todo aquello era tan ridículo. Apenas habían llegado a conocerse. No era culpa de él que aquella chica sin carácter se hubiera quitado la vida.

—Pasarás el resto de tu vida pudriéndote en la cárcel —dijo Missy, un indicio de sonrisa dibujándose en su cara.

Estaba disfrutando con aquello. Mierda. Nunca había visto aquella versión de Missy. Su ansia de venganza empezaba a excitarlo.

—Mis padres han puesto la casa en venta. El agente inmobiliario ha dicho que se venderá enseguida porque la gente está tarada y lo de vivir en la casa de un monstruo es una auténtica novedad. Había pensado en irme a vivir a Carolina del Norte con ellos, pero la gente no pararía de hablar de lo tonta que he sido, de preguntarse cómo he podido vivir contigo, cómo he podido acostarme con alguien como tú sin enterarme de lo que eres.

Su voz rezumaba odio. Rick casi sintió lástima por ella.

—Dime, Rick, ¿también te tendieron una trampa esas otras chicas? ¿Te dijo que te quería esa niña de catorce años que hacía autostop? O esa chiquilla de dieciséis, la que se colgó con una sábana, ¿también estaba locamente enamorada de ti?

¿Qué más decir? Por mucho que Missy fuese lo bastante tonta como para creerse la historia de Lily era, por otro lado, lo bastante inteligente como para ver qué tipo de persona era él. Rick se encogió de hombros y se recostó en la silla. Hizo un gesto como queriendo restarle importancia al tema.

—Lily siempre fue una compañera maravillosa, una madre brillante y una amante generosa. Las otras tenían también potencial. Todas eran mejores que tú. Todas.

Sus palabras sonaron huecas y revelaron quién era en realidad. Se lo debía a Missy. Mostrarle aquella parte de él. Era la verdad, y ella se merecía la verdad. Rick esperaba que se derrumbara, que se viniera abajo. Se sintió orgulloso de ella al ver que no lo hacía. Missy se inclinó hacia delante, sin despegar el auricular del oído.

—Espero que ardas en el infierno, Rick. —Hizo una pausa y a continuación soltó una carcajada—. Pero ¿qué digo? Sé que arderás en el infierno por todo lo que has hecho.

Colgó el teléfono y se marchó de su vida. Rick se quedó frustrado. No por haberla perdido a ella, sino porque estaba seguro de haber perdido el abogado de trescientos dólares la hora que sus padres estaban costeando. Ahora tendría que conformarse con un patético abogado de oficio. Tendría que haberle exigido a Lily que firmase algún documento y no haber confiado en aquella mala puta. Jamás tendría que haberse puesto en aquella situación. Pero el amor ciega, te lleva a cometer locuras.

Todo aquello implicaba que necesitaba un nuevo plan. En el transcurso de los últimos días había centrado toda su atención en Angela, la carcelera con cara de cerdo. Se había fijado en que lo observaba, lo calibraba, en que se preguntaba si todo lo que había leído y escuchado sobre él sería verdad. Mantenía las distancias, pero él había ido rompiendo el hielo, iniciando conversaciones despreocupadas sobre cosas tan tontas como el tiempo. Rick le había preguntado por qué había intervenido el primer día, cuando lo arrestaron. Por qué había detenido la paliza.

Angela se había encogido de hombros con indiferencia y había dicho: «Porque nosotros no hacemos esas cosas».

Le había gustado su integridad, pero confiaba en que se dejara convencer. Necesitaba encontrar la entrada, encontrar la forma de acercarse a ella. Por los animales que custodiaban aquel lugar se había enterado de que era madre soltera, lo cual era perfecto. Eran blancos fáciles: vulnerables, mujeres desesperadas por una muestra de cariño. No sabía muy bien por qué, pero tenía buenas sensaciones. Intuía en ella algo que le resultaba familiar, una oscuridad que acechaba bajo la superficie. Si jugaba bien las cartas, podía convertirse en su billete de salida de aquel lugar. Estaba todavía evaluando la situación. No sería fácil, pero ya estaba elaborando un plan. Era su especialidad: la planificación. De una cosa estaba seguro. Cuando se fugara, iría a visitar a Lily. Sus transgresiones merecían un buen castigo. «No te sientas tan segura —pensó—. Voy a ir a por ti, Muñeca».

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