Baby doll

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36. Rick

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La mala puta era una asesina. No había otra explicación. Rick seguía sin poder creer que su hijo hubiera muerto. Estaba debajo de la alcachofa de la ducha de la cárcel, el agua helada empapándolo, sin poder liberarse de la sensación de rabia que se había apoderado de él cuando se había enterado de la noticia. Un aborto espontáneo, eso habían dicho. Pero no se lo creía. Había esperado poder sufrir aquella tragedia en privado, pero Fred y los demás carceleros se estaban aprovechando y se burlaban de él, dejándole en la celda los artículos de los periódicos y muñecas decapitadas.

Lo que de verdad le preocupaba no era la pérdida del bebé en sí. Lo que le fastidiaba era esa imbécil desobediente y sus mentiras. ¿Acaso no veía todo el mundo que aquello era una prueba de que Lily era incapaz de cuidar de sí misma?

—Rick, se acabó el tiempo.

Rick oyó la voz de Angela y cerró el grifo. Cogió la toalla, se secó y se vistió con el uniforme. Angela le puso las esposas, sus manos rozándole con delicadeza las muñecas. Rick le sonrió, sacando el máximo partido de su «conexión». En el transcurso de las últimas semanas, el tema había subido de temperatura.

Había tenido razón. Ganarse su confianza había sido casi demasiado fácil. Rick estaba en una celda de aislamiento, separado de los demás internos debido a su categoría de preso de «alta prioridad». Angela trabajaba en el último turno, el «turno de mierda», como lo conocían todos, puesto que lo asignaban a los más novatos. Los demás carceleros odiaban a Rick, de manera que Angela era la responsable de acompañarlo a las duchas, al abogado o al patio, en su hora de asueto.

El truco de Rick para ganarse a la gente era de lo más sencillo: callar y escuchar. La gente quiere ser oída, pero siempre espera a que le toque el turno para tomar la palabra. Las mujeres feas desean más que nadie recibir atención. Lo único que tuvo que hacer fue preguntarle por su vida y Angela resucitó de repente. Cada noche se enrollaba como una persiana y se desahogaba hablándole sobre su madre, que la consideraba una perdedora. O sobre su exmarido drogadicto, Nick, que no le pasaba dinero para el niño. O de Caleb, su hijo, de tres años de edad, con quien estaba convencida de que estaba fracasando. Rick registró cada nombre y cada problema, y cada día le preguntaba por ellos.

«¿Qué tal el primer día de Caleb en el parvulario?», «¿Ha cumplido Nick su palabra y te ha comprado los pañales?», «¿Le dijiste a tu madre que se fuera al infierno?». Angela tardó muy poco en olvidarse de quién era Rick y de los crímenes que había confesado y empezó a tratarlo como su confidente. Se ponía furiosa con los abusos continuados que Rick sufría en manos de los carceleros y se preguntaba cómo podría delatar a sus colegas sin perder el puesto de trabajo. Rick le dijo que no se preocupara por él.

«A lo mejor es que me lo merezco. A lo mejor tienen razón».

Angela se ponía seria y citaba algún fragmento de mierda de las Escrituras que hablaba sobre el perdón. Rick nunca le había prestado atención a la religión. Era para borregos estúpidos, para gente débil incapaz de tomar decisiones sin seguir unas instrucciones escritas. Pero siempre la daba las gracias a Angela y le comentó que leer las Escrituras tal vez fuera una manera útil de pasar el tiempo. Al día siguiente, se encontró en el camastro un ejemplar de la Biblia del rey Jacobo.

A medida que fueron pasando los días, puso a prueba a Angela mencionándole una novela que le apetecía leer (algo vulgar que sabía que a ella le gustaría, una novela romántica tonta o un texto de autoayuda) y, como por arte de magia, el libro apareció en su celda. Luego fueron los bombones y otros postres caseros. Siempre le daba las gracias con exageración y continuó fingiendo interés por la ramplona vida de Angela.

Una vez listo, doblaron la esquina del pasillo y desaparecieron del ángulo de visión de la cámara. Fue entonces cuando él se paró en seco, la empujó contra la pared y empezó a besarla con pasión. El deseo de ella era evidente, su lengua excavó literalmente la boca de él y su cuerpo rollizo se aferró al de Rick. Ordenó a sus manos sobarle todo el cuerpo. Tenía que conformarse con lo que había y llevaba tiempo planificando aquel momento. El primer beso. Cuando Rick por fin se apartó, ella estaba sin aliento.

—Llevaba semanas deseándolo. No puedo pensar en otra cosa que no seas tú. Pero esto no es seguro. Si te pillaran…

El rostro de Angela se cubrió con una sombra de duda. Rick se preguntó si se habría equivocado con ella, si su sentido del deber sería mayor que su deseo. Pero ella se abrazó de nuevo a él y le habló en un susurro ronco.

—Tienes razón. Debemos ir con cuidado.

Rick sonrió y levantó una mano esposada para acariciarle la mejilla. Angela inclinó la cara contra su mano.

—Se equivocan contigo, Ricky. Lo sé.

Rick hizo una mueca. ¿Ricky? Pero forzó una sonrisa y le enlazó la mano para hacerla descender hasta la parte delantera del pantalón. Por repugnante que fuera Angela, él seguía teniendo necesidades y llevaba mucho tiempo sin estar en contacto con una mujer.

—Me has hecho muy feliz, Angela.

—Cuidaré de ti. Sea lo que sea lo que necesites, te lo conseguiré.

Se inclinó para darle un nuevo beso y luego lo acompañó a la celda. Cuando le quitó las esposas, le temblaban las manos. Y cuando Angela cerró la puerta y desapareció por el pasillo, Rick comprendió que por fin tenía un aliado.

Se instaló en el camastro y empezó a cavilar estrategias para aprovechar al máximo a Angela. Sin su hijo y con él encerrado, sabía que Lily debía de estar de celebración con su patética hermana, convencidas ambas de que habían sido más listas que él. Tendría que planificar con mucho esmero, pero no había llegado hasta allí para permitir que pudieran con él. Conseguiría que Lily y toda su maldita familia se arrepintieran de haberlo infravalorado. Se lo haría pagar.

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