Baby doll

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42. Abby

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Era medianoche, la noche antes de que se publicara la sentencia de Rick, y Abby seguía despierta. La tensión que se había vivido en la casa aquella noche había sido increíble. Los periodistas habían empezado a llamar hacía ya varias semanas. Los reportajes sobre Rick, Lily y las otras chicas dominaban la televisión e internet. Todo el mundo estaba nervioso, pero Abby lo estaba mucho más. Miró el reloj, suspiró y se levantó de la cama. Se acercó a la cuna de David, donde su monito dormía profundamente, los bracitos extendidos, su pecho subiendo y bajando. Dejarlo aquella noche solo era especialmente difícil, pero tenía que hacer aquello por Lily. Acarició la suave mejilla de David, le susurró: «Mamá te quiere mucho», y entró en el cuarto de baño.

Abby se vistió prestando atención al detalle, se onduló el pelo, se maquilló. Escribió una nota para Lily y su madre diciéndoles que había salido a dar una vuelta en coche, aunque esperaba estar de vuelta antes de que se percataran de su ausencia.

Abby se echó un último vistazo en el espejo retrovisor del coche y se sintió satisfecha con el resultado. Había recuperado su peso de antes del embarazo. Los pómulos habían reaparecido. Sus ojos verdes brillaban más que nunca y tenía buen color. Casi se parecía a la de antes. Abby fue directamente a casa de Wes y llamó a la puerta. Wes era ave nocturna y siempre estaba despierto hasta el amanecer. Trasteaba en el garaje o veía películas por Netflix. Sus horarios la volvían loca, pero aquella noche se alegraba de que estuviera despierto. Abrió la puerta de inmediato con una evidente expresión de preocupación.

—¿Qué pasa, Abs? ¿Se trata de David? ¿De Lily?

Abby le dio un beso. No se habían besado desde aquella noche en el hospital, cuando nació David. Ella había deseado besarlo un millón de veces desde entonces. Aquella noche en el hospital no mintió a Wes, en absoluto. Quería apostar por ello, pero no sabía cómo hacerlo. No mientras Lily siguiera viviendo con ella, no mientras siguiera con aquel sentimiento de culpa por haber creado un hijo perfecto con Wes. Pero eso no le impedía desear tener la valentía suficiente como para lanzarse a ello. Durante los paseos por el parque. Durante las noches en que él se quedaba a cenar y bañaban juntos a David, cuando se inclinaban los dos junto a la bañera y sus brazos y piernas entraban en contacto sin llegar realmente a tocarse. Wes le había dejado claro que quería estar con ella, que quería que estuviesen juntos, pero había reprimido cualquier demostración exterior de cariño. Era comprensible. Abby sabía que lo había rechazado durante muchísimo tiempo. Y que ahora Wes esperaba que ella diera el paso.

—Abby, espera.

Pero Abby no estaba dispuesta a esperar. Siguió besándolo, aunque este beso era distinto. Ella siempre se había contenido y no se había dado cuenta de ello hasta esta noche. Durante ocho años había amado a aquel hombre y se había odiado por ello. Pero ahora todas esas sensaciones habían desaparecido. Para Abby, esta era su primera vez. En completa libertad.

Lo empujó hacia dentro.

—Me he comportado horrorosamente contigo y lo siento. Pero te quiero. Te quiero y quiero a David. Necesito que lo sepas.

Wes la atrajo hacia él y la besó hasta dejarla sin aliento. Se desnudaron a toda prisa, dejando un reguero de prendas por toda la casa. Cayeron en la cama y descubrieron sus cuerpos como cuando eran adolescentes, con la diferencia de que ahora no había fantasmas acechando en la alcoba. Estaban solo ellos dos.

Horas más tarde, agotada, Abby descansó entre los brazos de Wes mientras él compartía sus sueños con ella.

—He hecho una oferta por un terreno. Para una casa. Quiero construir una casa para nosotros. Y quiero que viajemos. Llevaremos a David a Disneyland para celebrar su primer cumpleaños. Y si juegas bien tus cartas, es posible que tú y yo podamos irnos de luna de miel.

Era la primera vez que Abby se permitía pensar en el futuro, y eso la hacía sentirse viva. Deseaba hacer todas aquellas cosas y muchas más. Confiaba en que fuera posible, aunque no podía estar segura de ello. Todavía no.

Wes se adormiló y Abby se quedó mirándolo. Se preguntaba qué habría hecho ella para ser amada por alguien tan bondadoso como él. Se levantó y escribió una nota. Le dio un beso y se vistió. Entró en el garaje, cogió una lata de gasolina del maletero del todoterreno de Wes y se marchó.

La luna iluminaba la autopista. Era una noche de invierno gélida, pero Abby no notaba el frío. Estaba totalmente concentrada con la tarea que tenía entre manos.

Abby salió del coche, cogió la lata y echó gasolina alrededor de la cabaña de Rick. Procuró evitar cualquier zona de vegetación. No pretendía destruir el paisaje, solo aquel edificio espantoso. Siguió vertiendo líquido hasta vaciar toda la lata. Sacó del bolsillo una caja de cerillas y rascó una. La cerilla se encendió y Abby la arrojó hacia el lugar donde su hermana había estado cautiva. La cerilla prendió en la madera seca y vieja, que empezó a arder rápidamente.

Las llamas iniciaron su danza, un movimiento gozoso. Ojalá Lily hubiera podido presenciar aquel espectáculo, hubiera podido ver la madera astillándose, la estructura derrumbándose poco a poco. Para Abby, allí ardía también toda la degradación que Rick le había infligido a su hermana. Le habría gustado seguir allí hasta que no quedaran más que cenizas y ascuas, pero no podía correr el riesgo de que la sorprendieran en aquel lugar. Enormes penachos de humo empezaban a cubrir el cielo y pronto tendría que llamar a los bomberos si no quería tener sobre la conciencia el peso de un impresionante incendio forestal. Había comprado un teléfono de prepago. Subió al coche, se puso en marcha y marcó el número antes de incorporarse a la autopista.

—¿Emergencias, dígame?

Abby respondió en voz baja.

—Acabo de ver llamas cerca de la autopista 12. Creo que es un incendio.

—Muy bien, señora. ¿En qué punto de la autopista 12?

—En el cruce con la interestatal. Puedo ver el fuego.

Colgó enseguida y arrojó el teléfono por la ventanilla.

Eran casi las cinco de la mañana cuando Abby llegó a casa. Rompió la nota que había dejado y fue a pasar revista a todo el mundo, incluido David. Todos seguían profundamente dormidos. Se duchó y se puso el pijama. Se paró a mirar a David una vez más y lo encontró despierto en la cuna, observando el móvil con figuritas de circo y jugando feliz con sus pies, como si fueran el mejor invento que había visto en su vida.

—Hola, hombrecito, te has despertado temprano.

David chilló de alegría y extendió los brazos hacia ella, sus manitas y sus pies agitándose. Abby lo cogió en brazos y se metió con él en la cama. Aún no había salido el sol pero los pájaros ya habían empezado a cantar para avisar de que la noche estaba a punto de tocar a su fin. Abrazó a David, aspiró su dulce aroma a aceite para bebés y se quedó dormida.

Se despertó al cabo de un tiempo y buscó a David. Cuando levantó la vista vio a Lily de pie junto al cambiador, poniéndole un pañal limpio.

—En pie, dormilona. Son casi las siete y media.

Abby se levantó de un brinco, como un muñeco sorpresa. No quería que se le hiciera tarde. Pero se detuvo para mirar bien a Lily. La belleza de su hermana no era llamativa. Lily seguía con el pelo teñido de pelirrojo y con un corte estilo bob, un pelo liso y brillante adornado con un pequeño pasador plateado. Los pantalones grises de vestir y la blusa blanca de seda le proporcionaban un aspecto elegante y confiado.

—No debo de haber oído el despertador. ¿Puedes darle tú el desayuno a David? Me arreglo volando.

—Será un honor.

Lily le hizo cosquillas a David, que rio feliz.

—Vamos, preciosidad. A desayunar.

Cuando se fueron, Abby trató de controlar los nervios. Se plantó delante del armario e intentó decidir qué ponerse. Inspeccionó su guardarropa, tenía docenas de opciones entra las que elegir, pero al final escogió unos pantalones grises similares a los de Lily y un jersey negro de cuello de pico. Era un jersey que había pensado quemar millones de veces. Un jersey que, al menos bajo su punto de vista, les había causado grandes sufrimientos. No se lo había vuelto a poner, pero lo conservaba como un recordatorio de lo que había perdido. Se lo puso y comprobó que había adelgazado tanto que le sentaba perfectamente. Después de todos aquellos años, se dijo, aquel jersey se convertiría en su armadura. Y hoy las protegería a todas.

Abby bajó, entró en la cocina y encontró a Lily y a su madre pegadas a la pantalla viendo las noticias.

—¿Has visto, Abby? Anoche quemaron la cabaña de Rick —dijo Lily con incredulidad.

Abby fijó la vista en el televisor, donde aparecían imágenes de los restos carbonizados de la «cabaña de las torturas» de Rick y especulaban sobre quién podía ser el responsable.

—¿A que es increíble? —añadió Lily.

—Supongo que alguien se habrá cansado de que eso se hubiera convertido en una atracción turística —comentó Abby.

Abrió la nevera e intentó mantener una expresión neutral. Su madre parecía preocupada.

—Si ese cabrón utiliza esto para librarse de la declaración de culpabilidad, que Dios me ayude, porque mataré a quienquiera que lo haya hecho.

Abby se quedó mirando a su madre con incredulidad. Eve acababa de mencionar lo único en lo que Abby no había pensado. Se acercó rápidamente a Lily.

—No le hagas caso a mamá. Tienen la cabaña grabada en vídeo, la prueba física, tienen tu declaración, la declaración de Shaina. No existe ni una puta posibilidad de que consiga salir de esto.

—Tía Abby, controla el lenguaje.

Sky miraba a Abby con cara de decepción.

—A la hucha de las palabrotas, tía Abby.

Abby fue a buscar el bolso y extrajo un billete de cinco dólares. Se lo entregó a Sky.

—A este ritmo, tendrás la universidad pagada antes de los doce años.

Sky rio y Abby cogió el mando a distancia y apagó el televisor. Se acabaron las tonterías. Que la cabaña hubiera desaparecido era bueno. Había hecho una buena obra.

El resto de la mañana pasó volando. Wes llegó a las ocho y media. Había accedido a quedarse al cargo de los niños y Abby se lo agradecía. Necesitaba saber que estaban protegidos. Mientras Lily y Eve iban ya hacia el coche, Wes retuvo un momento a Abby.

—Lo de esta noche ha sido inesperado.

—Lo sé…

—He leído tu nota y lo es todo para mí.

—Me alegro.

Quería irse, pero Wes la atrajo hacia él.

—Quiero que David y tú vengáis a vivir conmigo. Quiero que hablemos en serio de cómo podemos hacer todo esto realidad…

—Lo haremos. Cuando haya pasado lo de hoy, hablaremos de todo.

Wes sonrió y la besó. Abby se dejó abrazar, pensando lo que le gustaría que aquella sensación durara eternamente. Pero no era momento para sucumbir al deseo.

No había tráfico y enseguida llegaron al aparcamiento subterráneo del edificio de los juzgados de Lancaster. Entraron por la puerta trasera, evitando la muchedumbre de reporteros y mirones que se había congregado en la escalera principal, ansiosa por conocer los sórdidos detalles de la sentencia.

En la sala no quedaba ni una sola silla libre. Familiares, periodistas y fanáticos de los crímenes se apiñaban en los asientos. Aquello continuaba siendo un espectáculo, se dijo Abby. Incluso después de tantos meses, el público seguía encandilado con su historia y disfrutaba con los perversos detalles de lo que había hecho Rick Hanson. Abby vio que Missy estaba presente en la sala, junto con sus padres de catálogo de Brooks Brothers. El fiscal del distrito les había comentado que Missy quería declarar contra Rick. Abby pensaba que al final no se presentaría, pero lo había hecho. Missy parecía haber envejecido años desde la última vez que la había visto. Estaba demacrada, se había cortado el pelo y lucía abundantes canas. Iba toda vestida de negro, como si estuviera de luto.

Lily se inclinó hacia Abby.

—Está fatal, ¿verdad?

Abby se encogió de hombros con indiferencia.

—Es la prueba de que el sentimiento de culpa puede llegar a destruirte. No te sientas mal por ella, Lil. Tendrá que vivir con las consecuencias de sus decisiones.

Lily no dijo nada. Ya habían hablado sobre Missy, sobre el hecho de que por mucho que sospechara que algo sucedía, jamás podría haberse imaginado hasta qué niveles llegaba la depravación de su marido. A Abby le traía sin cuidado. De haber sido ella la que hubiera tenido una mínima sombra de duda, habría hecho todo lo posible para desenmascarar la verdad. No sentía ni una pizca de simpatía hacia Missy Hanson, y jamás la sentiría.

Abby se fijó en la madre de Rick, Agnes, una mujer frágil y rota, que estaba accediendo en aquel momento a la sala. Sin dejar de secarse los ojos con un pañuelo, ocupó un asiento en primera fila, detrás de Rick. Abby la había visto en un episodio de uno de esos programas donde hablaban sobre crímenes reales. Siempre se había imaginado a la madre de Rick como una yonqui blanca, pero Agnes parecía una mujer sencilla y decente, una madre soltera de clase media, auxiliar de odontología, que creía haber criado un hombre maravilloso. Bajo su punto de vista, Rick era un profesor culto y un amante marido. Agnes no había podido negar las evidencias, o eso al menos había declarado a los periodistas. Pero siempre que le preguntaban acerca de Rick, decía que nunca dejaría de quererlo.

«Sé lo que hizo. Tendrá que enfrentarse al Creador y responder por sus acciones, pero es mi niño. Y siempre querré a mi niño».

Desde un punto de vista racional, Abby podía llegar a entender a Agnes. Pero por mucho que Abby quisiese a David, no se imaginaba defendiéndolo si hacía una cosa así. Era incapaz de imaginárselo. Un murmullo recorrió la sala. Abby volvió la cabeza y vio que acababa de hacer su entrada el señor Hanson. Vestía jersey de cuello redondo, camisa blanca y corbata de rayas en tonos azules, el cabello negro azabache recién peinado. Como un modelo de un anuncio de J. Crew. Lo recordó emulando al profesor de

El club de los poetas muertos, subiéndose de un salto a las mesas, inspirándolos a todos, haciéndoles creer —aunque fuera solo durante cincuenta minutos— que no existía un lugar mejor que la clase de nivel avanzado de Lengua y Literatura. Incluso en las actuales circunstancias seguía tan engreído y resplandeciente como siempre, como si acabara de salir del club náutico. La madre se echó a llorar. Y él meneó la cabeza con preocupación.

—Estoy bien, mamá —dijo el señor Hanson con voz serena y reconfortante—. Estoy bien. No llores, por favor.

De no estar al corriente de las atrocidades cometidas por aquel hombre contra mujeres y niñas inocentes, cualquiera se habría compadecido de él. Pero Abby se vio sorprendida por una oleada de repugnancia al comprobar que aún había alguien capaz de preocuparse por aquel desperdicio de la especie humana.

Instantes después, la honorable Betsy Crabtree hizo su entrada en la sala y dio comienzo la sesión. Hubo un montón de tira y afloja entre los abogados y la juez. Abby intentó entender qué decían pero desistió al cabo de poco rato, llegando a la conclusión de que toda aquella jerga legal carecía de importancia. Volvió a prestar atención cuando oyó que la juez preguntaba si las víctimas del señor Hanson estaban preparadas para declarar. Elijah había decidido el orden de los testimonios con la intención de causar el máximo impacto. Missy fue la primera, su voz suave pero potente. Abby observó a Rick, que apenas pestañeó.

—Cuando conocí a mi marido, hace diecisiete años, pensé que era la chica más afortunada del mundo. Era inteligente y encantador, consagrado a su trabajo y a nuestro matrimonio. Creía que era un buen hombre. Por desgracia, he asimilado el hecho de que ignoré los signos que podían darme a entender que era malo, de que ignoré los signos que me decían que estaba utilizándome por mi dinero. No puedo cambiar el papel que desempeñé en todo esto. Pero no estoy aquí por Rick. Estoy aquí para pedir perdón. A Lily Riser y a su familia. A Shaina Meyers y a su familia. Y a la familia de Bree Whitaker. No podemos huir del pasado. Estamos unidos a él. Lo único que puedo decir es que siento todo lo que ustedes han perdido. Siento mucho todas las heridas que les provocó Rick. Nunca conseguiré escapar de todas las cosas que hizo y de mi papel por no darme cuenta de quién era en realidad. Pero lo siento mucho, de verdad, muchísimo.

Missy se sentó y se sonó con el pañuelo mientras su madre le daba unas delicadas palmaditas en la espalda. Abby apreció sus sentimientos, pero su actitud se mantuvo impasible. Aquella bruja se merecía todo el sufrimiento que estaba padeciendo y más.

La juez Crabtree llamó a declarar a la madre de Bree, Elizabeth Whitaker. Era una mujer menuda, lucía un vestido con estampado floral que le iba dos tallas grande. Las gafas de culo de botella no lograban ocultar ni su mirada perdida ni su expresión demacrada.

—Mi hija Bree era una estudiante de matrícula de honor. Era animadora y le encantaba hacer feliz a la gente. No necesitaba trabajar, pero quería pagarse el vestido del baile de fin de curso y su viaje a Europa antes de entrar en la universidad, de modo que decidió trabajar como camarera. Es…, era tan especial, y este hombre…, este hombre nos la robó. El único consuelo que me queda es saber que está con su Salvador. Y el otro consuelo es quizás saber que Rick Hanson tendrá que pagar por todo lo que ha hecho.

El silencio en la sala se prolongó durante unos minutos. La juez tosió para aclararse la garganta y tomar por fin la palabra.

—Señor Meyers, ¿desea hacer algún tipo de declaración?

Bert, el padre de Shaina, se puso en pie. Estaba sudando y se secó la frente con un pañuelo. Introdujo una mano temblorosa en el bolsillo y extrajo un papel arrugado. Leyó, sus palabras subrayadas por el dolor de la pérdida.

—Mi hija reía. Reía sin parar durante todo el día. Puedo considerarme afortunado, pues mi hija sigue con vida, pero su risa ha desaparecido. Rick Hanson no mató a mi hija, pero nos la robó. Mi hija no duerme. Apenas come. Es posible que nunca jamás vuelva a ser aquella niña alegre y despreocupada, y es posible también que…, que nunca jamás vuelva a oír reír a mi hija. No soy creyente. Si lo fuera, supongo que todo sería más fácil. Lo único que sé es que sea lo que sea lo que le pase a Rick Hanson, nunca será suficiente. No existe castigo suficiente para todo lo que les has hecho a nuestras familias.

Se sentó, su esposa le dio la mano y se recostó en él.

—Señorita Riser, es su turno de dirigirse al tribunal. Cuando usted guste.

Abby intentó controlar los nervios. Le dirigió un gesto de ánimo a Lily.

—Puedes hacerlo.

Lily se levantó lentamente y alisó las arrugas imaginarias del pantalón. A pesar de los temblores, parecía serena. Lily miró fijamente al señor Hanson, que siguió sin pestañear ni mostrar el más mínimo indicio de remordimiento. Abby unió las manos, esforzándose por no perder el control. No quería destrozarle el momento a Lily. No podía. Lily empezó a hablar.

—He perdido tres mil ciento diez días. Durante mi encarcelamiento, mi padre murió. Mi hermana tuvo que luchar contra las drogas y el alcohol y estuvo a punto de quitarse la vida. Mi primer amor se enamoró de otra.

Abby se encogió, pero Lily siguió hablando.

—Me perdí el baile de fin de curso y la ceremonia de graduación. Me perdí muchísimas cosas que todos los aquí presentes dan por sentado. Amaneceres y puestas de sol. Ocho cumpleaños que tuve que pasar sin mi mejor amiga, sin mi hermana gemela, Abby. Una vida entera de momentos, celebraciones y experiencias que nunca podré recuperar. Había pensado en venir aquí y contarles todas las cosas que me hizo Rick Hanson, física y emocionalmente. Pero comprendí que eso es lo que a él le gustaría. Él querría que reviviera todo el dolor y el sufrimiento que me causó. Pero hoy estoy aquí para decir que Rick Hanson no me importa en absoluto. Que no significa nada para mí. Que no es nadie. Y resulta gracioso, porque eso es precisamente lo que él intentó conmigo: convertirme en nadie. Y fracasó. Me alegro de que los tribunales hayan decidido el peor de los castigos por lo que me hizo a mí, a mi hija y a mi familia, pero da igual. Porque Rick Hanson es un hombre sin conciencia. Para todos aquellos a los que nos ha hecho daño, para mí, para Shaina y para Bree, para nuestras familias, el único consuelo es que ya no puede hacernos más daño. ¿Lo has oído bien, Rick? Nunca podrás volver a hacernos daño.

El rostro del señor Hanson se mantuvo impasible cuando Lily volvió a tomar asiento. Abby se sintió orgullosa de su hermana. Se inclinó hacia ella para que solo pudiera oírla Lily.

—Eres la hostia.

Lily sonrió y se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no lloró. Abby sabía que no lloraría. Allí no. Nunca delante de él. Lily siguió sentada, fuerte y valiente. «Que te jodan, señor Hanson —pensó Abby, dándole un abrazo a Lily—. Que te jodan».

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