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Capítulo 18

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Llevaba más de veinte minutos sentado en aquella sala. No estaba acostumbrado a esperar, y menos aún, en una comisaría. Estaba nervioso, miraba constantemente su caro reloj de pulsera.

A las nueve y dos minutos, dos personas entraron en la sala, una mujer y un hombre. Se sentaron frente a él.

– Disculpe la espera. Como puede imaginar estamos bastante atareados con la investigación. Si no le importa, vamos a comenzar. Para su información esta conversación está siendo grabada. Es usted Esteban Ramírez y participó en la cacería donde asesinaron a Roberto Zafra, ¿estoy en lo cierto? – dijo Eva.

Diego permaneció en silencio, observando al hombre que tenía sentado frente a él.

Ramírez era un hombre alto y robusto, sobre los sesenta. Vestía un traje hecho a medida y corbata pese al calor que hacía. Unas canas adornaban ambos lados de su cabeza, cuya incipiente calva relucía como encerada. Tenía los ojos pequeños y vivarachos, nerviosos, daban la impresión que no parpadeaban. Su rostro moreno estaba arrugado, más de lo normal en un hombre de su edad, quizás debido a una excesiva exposición a los rayos UVA, en la playa o en un local, según dedujo Diego.

– Sí, estaba invitado y asistí a esa cacería, ya lo saben, ¿a qué viene todo esto? – respondió Ramírez, nervioso.

– La razón por la que usted está aquí es que sabemos que estuvo deambulando por la zona donde asesinaron a Zafra, ¿por qué lo ocultó en su declaración? – preguntó Diego, mirando a Ramírez a los ojos.

El señor Ramírez se quedó boquiabierto durante unos segundos, mirando a Eva y Diego, frunciendo su poblado ceño, sin saber que decir.

– Tenemos pruebas que lo sitúan a usted y a Secundino Margallo en el lugar de los hechos, ¿nos puede explicar lo que sucedió? – continuó Diego.

– ¿Cómo? No tengo nada que ver con lo ocurrido. Y sí, Secun y yo pasamos por la vaguada y vimos a Zafra allí, colgado boca abajo, parecía muerto. Evidentemente, no quisimos vernos involucrados en algo así, decidimos desandar el camino y continuar como si no lo hubiésemos visto. Imagínese los titulares en todos los periódicos y noticiarios. No deseaba ver mi nombre mezclado con una tragedia de tal calibre. No podíamos hacer nada, ¡estaba muerto! – respondió Ramírez, comenzando a sudar.

– ¿Es consciente de que lo que han hecho puede ser considerado delito? ¿Cómo podían saber si Zafra estaba muerto? – inquirió Eva.

– ¿Delito? ¡No me hagan reír! Ustedes pillen a su asesino, yo solo pasaba por allí y me di la vuelta al ver lo que había. Ya les he dicho que no quería verme salpicado por esa noticia. Conocía a Zafra de alguna cacería anterior y cenas de negocios, pero nada más. Era evidente que estaba muerto, tenía un tiro en la cabeza, el cráneo reventado y estaba allí colgado boca abajo… no podía ayudar de forma alguna, por eso no dije nada. ¿Secun ha hablado? Lo imaginaba, es un débil, ¡sabía que no podía confiar en él! – exclamó Ramírez.

Diego notó la tensión en el gesto de Ramírez, quien apretó sus puños al hablar de Margallo, su compañero de cacería. No parecían tener buena relación.

– No, no ha sido el señor Margallo, han sido sus móviles. Nuestros informáticos han extraído los datos de sus GPS. Pero centrémonos en los hechos, ¿cómo sabemos que no lo asesinaron ustedes? Podemos situarlos en la escena del crimen en una hora aproximada a la de la muerte de Zafra. De hecho, son los únicos sospechosos que tenemos. Quizá deberíamos encerrarlos… – amenazó Eva, buscando provocar una reacción en Ramírez.

– ¿Cómo? ¿Sabe con quién está hablando? Les exijo que llamen ahora mismo a mi abogado. Aquí tienen su tarjeta. Y díganme sus nombres completos para presentar una queja formal ante sus superiores. – contestó Ramírez, visiblemente enojado.

Acto seguido sacó una tarjeta de un bolsillo interior de su impecable y carísimo traje, depositándola en la mesa frente a Eva.

Esa no era la reacción que esperaba Eva. Diego lo observó en silencio, escrutando sus gestos. Ocultaba algo, el rictus de su cara, su lenguaje corporal no concordaba con lo que expresaba su lenguaje oral. No era el momento, pensó, dejó que el fuego se avivara un poco más. Eva le miró y continuó en silencio.

– ¡Será posible! Andan sueltos unos asesinos matando a gente inocente en la calle y me amenazan con encerrarme, ¡a mí! – Ramírez se estaba envalentonando y acrecentaba el tono de su rasgada voz en cada frase. – Venga, llamen a mi abogado de una vez. Y sus nombres. ¡Quiero sus nombres ahora mismo!

– Menos humos señor Ramírez, cálmese, por favor. – interrumpió Diego, casi susurrando. – Solo tenemos que hacer un par de llamadas y la noticia de su detención en relación al crimen de Zafra será primera plana en las ediciones de todos los periódicos nacionales. Después seguramente salga libre sin cargos, pero no le hará ningún bien, téngalo claro. Tiene usted mucho interés en llamar a su abogado, ningún problema, ahora le avisamos. Seguro que está a menos de diez minutos de aquí, ¿me equivoco? Han venido juntos y le ha recomendado que contraataque a la primera de cambio, como si lo estuviera viendo…

Diego y Ramírez mantuvieron un duelo de miradas digno de un western de Clint Eastwood. Sin pestañear, ambos se miraban fijamente, sin dar su brazo a torcer. Eva observaba la escena, entre divertida y expectante.

– Vamos a ser serios, solo explíquenos lo que ha pasado, después decidiremos si llamamos a su abogado o no. Es mejor colaborar, ¿no cree? – añadió Diego sin apartar su mirada.

Ramírez lo miró pensativo, inmóvil, serio y con una vena visiblemente hinchada en la parte derecha de su cabeza. Pocos segundos después Diego pudo observar que cedía, su actitud estaba variando. Su postura en la silla cambió lentamente, apoyó los brazos en la mesa e intentó esbozar una sonrisa.

– Bien, creo que me he puesto un poco nervioso… – dijo Ramírez, a la vez que secaba su frente con un pañuelo. – ¿Pueden traer agua, por favor?

– Ahora mismo. ¿No le apetece un café o un refresco? – respondió Diego, con amabilidad.

– Agua, de momento, si no le importa. – dijo Ramírez.

Diego salió de la sala e instantes después entró con una botella grande de agua y vasos desechables.

– Y bien, ¿qué hacemos? ¿Llamamos a su abogado o nos hace un detallado relato de los hechos? – preguntó Diego.

Diego sirvió agua en uno de los vasos y se lo entregó a Ramírez, sonriente, como si no hubiese ocurrido nada. Sirvió dos vasos más, uno para Eva y otro para él. Un agente de uniforme entró en la sala con una bandeja con tres cafés, una pequeña jarra de leche, sobres de azúcar y cucharillas de plástico que depositó sobre la mesa. Se marchó sin decir nada y cerró la puerta.

Ramírez ingirió el líquido del vaso de un solo trago mientras miraba a los investigadores. Soltó un sonoro suspiro al terminar, como un niño pequeño. Su semblante continuaba siendo tenso, o eso le parecía a Diego.

– Bueno, ¿por dónde empiezo? – preguntó Ramírez, mientras cogía una taza de café.

– Si no le importa, nos gustaría saber todo lo relativo a esa cacería, cuándo fue invitado, cuando confirmó su presencia y, con todo el nivel de detalle posible, descríbanos la jornada de ayer hasta que llegaron al lugar del crimen. – dijo Eva. – Por cierto, ni nombre es Eva Morales, capitán de la Guardia Civil, y este es Diego González, inspector de los Mossos d’Esquadra.

– Bien… A ver… Sobre la invitación y los trámites, de todo eso se suele encargar mi secretaria, Carmen Hidalgo, pueden contactar con ella para los detalles. No les podría decir las fechas exactas. Ella lleva mi agenda. Tan solo recuerdo que en una reunión de trabajo me recomendó que debía asistir, dada la relevancia de algunos de los invitados. Recuerdo que le pedí que me reservase una habitación en el mejor hotel de la ciudad. Como mínimo hace dos meses, ya que fue después de volver de un viaje de negocios a Dubái. ¿Saben? No me gusta cazar y menos aún con este calor, pero se suelen cerrar suculentos negocios en esta clase de eventos. También se conoce gente, como algún extranjero interesado en hacer negocios en España. – relató Ramírez, interrumpiendo de tanto en tanto la narración dando sorbos a su café.

Diego lo observaba con atención y tomaba notas en su libreta, tanto de la explicación de Ramírez como de los gestos con los que acompañaba sus palabras.

– Llegué al Parador de Jaén, antes de ayer por la tarde, es decir, el viernes, sobre las ocho de la tarde. Había quedado para cenar con otro de los asistentes a la cacería, Jaume Prats. Tenía que tratar algunos temas con él, tenemos unos negocios pendientes. Cenamos en el mismo parador. ¿Saben?, tiene un restaurante buenísimo. Prats y yo hicimos una larga sobremesa. Estuvimos al menos dos horas más, disfrutando de la brisa nocturna, tomando una copa y fumando un buen puro. Aparte de los negocios, también hablamos sobre lo de Castro. Nos sorprendió mucho su asesinato. Me fui a la cama a las once y media, más o menos, estaba bastante cansado y al día siguiente debía madrugar. Me levanté como de costumbre, a las seis y media. Después, lo típico, afeitado, ducha y desayuno ligero para ir al coto de caza. Vinieron a recogernos, a Prats y a mí, sobre las siete y media. Llegaríamos al coto sobre las ocho menos cuarto o menos diez. Tomamos un carajillo mientras esperábamos al resto de cazadores. Me alegré mucho cuando me tocó a Secun Margallo como compañero de cacería. Es mejor cazador que yo y mantenemos una buena relación. - explicó Ramírez.

Eva envió un mensaje a Álvaro y Sabino pidiéndoles confirmación del alojamiento y horarios de Ramírez.

– Cuando tocaron las trompetas que anuncian el comienzo de la cacería, nosotros nos quedamos bastante rezagados. – continuó explicando Ramírez. – Hay gente más joven, con ganas de destacar, nosotros no tenemos que demostrar nada ya, ¿saben? Un guía nos acompañó casi todo el camino indicándonos donde podríamos tener una buena posición de tiro en caso de atisbar alguna presa. El chaval recibió una llamada de teléfono, le ordenaron que volviese a la finca, así que Secun y yo nos quedamos solos. Nos sentamos en un par de montículos por si pasaba algún ciervo o venado, pero no tuvimos suerte. Secun se impacientó y quiso cruzar al otro lado del coto, a la zona que habían asignado a Perea y a su grupo. Perea, el banquero, es un habitual de estas cacerías, siempre cobra buenas piezas, por eso Secun insistió en ir allí. Según nos dijo el guía, era una zona menos transitada, así que no quise discutir y nos dirigimos a aquella vaguada.

– ¿Se refiere a la zona donde encontraron a Zafra? – intervino Diego, dejando por un momento de tomar notas.

– Sí, allí mismo. Bajamos la cuesta por donde transcurre el arroyo. Fue un desahogo, hacía mucho calor y nos refrescamos con el agua del riachuelo. Estaba fresquita. Cuando nos incorporamos, Secun exclamó algo con la voz entrecortada, dijo “Joder, ¿qué es eso?”, o algo parecido, ahora no lo recuerdo bien... Lo que si recuerdo perfectamente es que Secun comenzó a andar en dirección a lo que parecía un bulto enorme colgado. Era Roberto Zafra. Lo reconocimos al instante, estaba muerto. Su cuerpo se balanceaba esparciendo gotas de sangre que le chorreaban por la cabeza hasta el suelo creando una ancha línea roja. – explicó Ramírez, afligido. – Fue espantoso…

– Perdone que le interrumpa… – dijo Eva. – ¿Puede decirnos que hora era cuando encontraron el cuerpo?

A Eva le había parecido escuchar un dato clave. Si Margallo y Ramírez no habían perpetrado el crimen y el cuerpo aún se balanceaba, era posible que acabasen de colgarlo. Tal vez los asesinos escaparon corriendo o se escondieron al ver como Margallo y Ramírez se acercaban.

– No lo recuerdo, pero Secun sacó su móvil para llamar a la policía, quizás él sí lo recuerde. Yo me quede allí clavado delante del cuerpo leyendo las palabras que habían pintado en su cuerpo. Cuando leí la palabra BAC en su frente le dije a Secun que nos teníamos que marchar. Él insistía que debíamos avisar a alguien, pero le quité la idea de la cabeza. Precisamente, en la cena de la noche anterior había estado hablando con Prats del asesinato de Castro. Como les he dicho antes, ver mi nombre mezclado con el descubrimiento de un cadáver, otro crimen de los BAC no era muy beneficioso, bueno, supongo que ni para mí, ni para ninguno de los cazadores, seguro que todos habrían pensado igual. Al final convencí a Secun, así que desandamos el camino y nos unimos a un grupo de cazadores que nos encontramos minutos después. Por supuesto, no les contamos nada. – dijo Ramírez, visiblemente nervioso.

Diego y Eva sabían que ni Ramírez ni Margallo habían disparado su arma. No tenían restos de pólvora en sus prendas ni en su piel en las pruebas que habían realizado los agentes a todos los cazadores.

Eva recibió un mensaje de Álvaro. Era la respuesta a su petición anterior. Todo parecía coincidir. Además, Álvaro le mandó una captura de pantalla con las últimas llamadas realizadas desde el móvil de Ramírez. El número de Prats era el único que aparecía en el listado de aquel día.

– ¿No vieron a nadie al llegar, oyeron algún ruido, voces, algo raro? – pregunto Eva.

– Nada, que yo recuerde. Solo sé que no he podido pegar ojo esta noche. Zafra no era amigo mío, si les soy sincero… No me gustaba, era de esa clase de personas que repele, a las que no se les coge demasiado afecto. Aun así, verlo allí colgando, con la cabeza reventada me ha afectado. Cuando recibí ayer la notificación para venir a hablar con ustedes pensaba que querían comprobar mi primera declaración. – Ramírez miró hacia abajo. – No pensaba que podían descubrir que estuvimos allí. Tienen que entender que alguien de mi posición no se puede ver salpicado por algo así. Reconozco que antes me he puesto muy nervioso. Lo siento, de veras. Quiero colaborar en lo que pueda, pero tengan una cosa muy clara, yo no he tenido nada que ver con el asesinato de Roberto Zafra.

Antes de pronunciar aquella última frase, Ramírez levantó la cabeza y miró a los ojos, primero a Diego y después a Eva.

– Ha dicho que no se consideraba amigo de Roberto Zafra. ¿De qué lo conocía? ¿Qué clase de relación mantenía con la víctima?  – preguntó Diego.

El inspector quería comprobar si el rostro del interrogado reflejaba algún tipo de emoción al hablar de Zafra.

– Con el que tuve más relación fue con su padre. Conocí a Roberto Zafra, al hijo, hace muchos años, cuando acababa de terminar su carrera universitaria. Todo empezó cuando su padre se puso en contacto conmigo para hacer negocios, hará veinte… No, al menos veinticinco años, en pleno boom inmobiliario. – comenzó a explicar Ramírez.

Diego notó que Esteban Ramírez estaba relajado, se había soltado, así que se dejó caer en la silla después de mirar a Eva.

– Yo había conseguido comprar unas tierras estupendas a muy buen precio en la costa de Tarragona, cerca de Torredembarra. Recalificaron unos terrenos tras un incendio y los compré. Seré sincero, ya que si indagan un poco lo van a averiguar… Un antiguo concejal del Ayuntamiento de esa ciudad se puso en contacto conmigo, ofreciéndome información sobre la futura recalificación de aquellos terrenos a cambio de, digamos, una recompensa. Así funcionaba todo, bueno, y así sigue funcionando, para que engañarnos… Llegamos a un acuerdo y realice la compra de varias hectáreas cercanas a la costa. Meses después aprobaron la recalificación y el valor de aquellas tierras se multiplicó por diez. – dijo Ramírez, sonriente y algo excitado.

Diego pudo comprobar que había algo que si provocaba emociones en el hombre que tenía enfrente. Hablar de dinero.

– Fue entonces cuando conocí a Roberto Zafra, al padre. Se presentó un día en mis oficinas de La Castellana, acompañado por dos hijos suyos, sin pedir cita previa ni nada por el estilo. Me invitó a almorzar y estuvo contándome su vida durante casi una hora. Sus hijos no decían nada, solo lo escuchaban, admirados, como quien escucha a un profeta. De repente, me preguntó por los terrenos de Torredembarra. Me dijo, sin mucha diplomacia, que le había quitado aquellos terrenos a los que ya tenía echado el ojo hacía tiempo. Yo no entendía nada. Entonces me propuso un negocio, su empresa se encargaría de construir una zona residencial de alto standing en los terrenos que yo acababa de adquirir. A cambio yo recibiría el cincuenta por ciento del valor de las ventas. Me reí en su cara y no le gustó. Zafra era muy agresivo, no solo en los negocios. Finalmente me convenció, fue muy persuasivo. Me hizo ver que podría ganar entre doscientos y cuatrocientos millones de pesetas de aquella época, sin mover un solo dedo. Era muchísimo dinero. Unas semanas después cerramos el acuerdo y su empresa comenzó a urbanizar los terrenos y construir las viviendas meses después. Gané cerca de quinientos millones de pesetas en menos de cuatro años, que fue lo que tardó Zafra en construir las cinco fases de la enorme urbanización, casi trescientas viviendas que se vendieron prácticamente solas, bajo plano. Aquella fue nuestra primera colaboración, después hubo dos más, ambas en la costa Brava, más concretamente en Lloret de Mar y Calella de Mar. Pese a haber ganado muchísimo dinero haciendo negocios con Zafra, nunca llegamos a congeniar y mucho menos intimar. Era… no sé, como les voy a decir, como hacer negocios con el padrino, un poco mafioso, y la gente que le rodeaba no me gustaba, mucho nostálgico del régimen, ¿saben? Siempre estaba criticando al gobierno y lo blandos que eran los políticos que gobernaban en aquella época. Imagino que saben a qué me refiero. Después hemos coincidido en alguna que otra cena o comida, pero no pasábamos de un saludo cordial. Ni asistí a su entierro, estaba en el extranjero con la familia, de vacaciones. Con los hijos, menos trato aún. Roberto hijo, el que acaba de morir, me inspiraba menos confianza que su padre, como les digo, no teníamos trato directo. Pero morir asesinado de esa forma… – Ramírez finalizó la frase, cogió el vaso de plástico y dio un largo trago de agua.

– Háblenos de Margallo. ¿Qué relación tienen? ¿De qué lo conoce? – preguntó Eva.

Por un momento, Diego vio en los ojos de Ramírez la misma mirada que le había hecho dudar sobre él. Tenía el presentimiento que estaba ocultando algo. Tenían que averiguar que era.

– Conozco a Secundino desde hace mucho tiempo. Era consejero delegado de uno de los bancos que me proporcionaba los créditos en mis negocios iniciales. Cuando mis empresas comenzaron a funcionar, fue quien me aconsejó como invertir las ganancias. Al cabo de un tiempo, lo convencí para que trabajase en exclusiva para mí como asesor financiero. No tiene la formación que uno esperaría en un consejero o asesor, pero tiene los contactos necesarios. Su familia siempre ha estado cerca de los poderosos y ha sabido aprovecharlo, la nobleza española... – finalizó el constructor empleando un tono irónico.

– ¿Entonces podemos decir que trabaja para usted? – preguntó Diego.

– Bueno… No es del todo así, somos más bien socios. – contestó el constructor, como reteniéndose en su respuesta.

Diego lo notó de inmediato. Eso era, había algo en su relación con Margallo que no estaba contando, o sencillamente le incomodaba. Hizo como que contestaba un mensaje en su teléfono.

– Perdone, señor Ramírez ¿puede repetir lo que ha dicho? Estaba contestando un mensaje de trabajo y he perdido el hilo… Así que trabaja en su empresa, ¿no? – insistió Diego, sin perder detalle del lenguaje corporal de Ramírez.

Ahí estaba de nuevo. Una especie de tic, Ramírez giró su cabeza hacia la derecha justo antes de comenzar a hablar, miró con los ojos hacia arriba y respondió con gesto altivo.

– Le decía que somos socios. –  contestó Ramírez, taxativo.

– No lo acabo de entender… Usted, Esteban Ramírez, es el propietario de una de las empresas inmobiliarias más importantes del país, con filiales en Sudamérica y algunos países de oriente medio, ¿no es así? ¿Cómo que un tipo Margallo es su socio? ¿No era su asesor financiero? – preguntó Diego, que esperaba haber dado con el resorte apropiado.

Esteban Ramírez se aflojó el nudo de la corbata, carraspeó y se movió nervioso en la silla, incómodo, como si no encontrase una buena postura. Tragó saliva antes de comenzar a hablar. Parecía que tampoco encontraba las palabras adecuadas.

Aquel detalle no pasó desapercibido para los investigadores. Ramírez ya no usaba el diminutivo para su socio.

– Secundino es dueño del veinticinco por ciento de las acciones de varias empresas de mi grupo. Yo tengo el cuarenta por ciento, el resto es de los inversores. Llegamos a un acuerdo el año mil novecientos noventa y dos… Tras la crisis, tuve problemas de liquidez y tenía dos opciones, vender alguno de los buques insignia de mi grupo o resignarme a hacer alguna alianza con otra empresa del sector. Secundino me ofreció ayuda, fue una especie de caramelo envenenado. De la noche a la mañana, tuve que compartir el control de mis empresas. Me ayudó a crear un entramado de empresas para…bueno…ya saben… – Ramírez se atascó.

– No, no sabemos a qué se refiere, ¿puede ser más conciso, por favor? – preguntó Eva.

Ramírez miró a los dos investigadores alternativamente, varias veces. Finalmente, tras un breve suspiro, continuó con el relato.

– Secundino puso en marcha varias empresas pantalla para desviar fondos a paraísos fiscales con el propósito de pagar menos impuestos y blanquear dinero cuando todo iba sobre ruedas. Evidentemente, al principio parecía una idea excelente, pero a la larga se tornó en mi contra. Digamos que me sugirió que la mejor salida al problema económico que se me presentó era dejarle entrar en la empresa como socio. Fue una especie de chantaje velado. El gobierno, bueno, el ministerio de Hacienda había iniciado una campaña contra el fraude fiscal, con la investigación a grandes empresas. Gracias a los contactos de Secundino, pasamos el examen y nos dejaron tranquilos. A cambio, perdí el control absoluto que tenía sobre mis empresas. No interfiere mucho en las decisiones, me deja hacer, pero ya no me siento dueño y señor de mis empresas. Como podrán imaginar, todo lo que les estoy contando ha prescrito, o sea que no podrán usarlo en mi contra. – finalizó Ramírez, claramente afectado.

– Usted tranquilo, somos criminalistas, estamos buscando los asesinos de Zafra, no evasores fiscales. – dijo Diego, un tanto defraudado, tanto o más que las arcas del estado por las empresas del hombre que tenía delante.

No era lo que esperaba. Una mentira sobre los hechos del día de la cacería hubiese sido más útil, algo con lo que presionar a Secundino Margallo después. Pero no, eran rencillas personales, de cariz económico, lo que ocultaba aquel gesto de amargura y rencor de Ramírez. Era hora de dejarlo marchar, le dieron las gracias por toda la ayuda prestada y le explicaron que no podía salir del país sin comunicarlo previamente a las autoridades, dado que estaba involucrado en la investigación de un asesinato.

– No hay problema. Espero que tengan suerte y que encuentren a los salvajes que están haciendo todo esto. Todo el mundo habla de las BAC, y en el entorno donde me muevo, les puedo asegurar que hay mucha preocupación y nerviosismo por culpa de estos asesinatos. – dijo Ramírez, tendiendo la mano a Eva y Diego al despedirse, que le devolvió la tarjeta de su abogado.

Las últimas frases de Ramírez fueron reveladoras. Tras salir a la luz el segundo asesinato de las BAC, las Brigadas Anti-Corrupción, como eran llamadas desde los medios de comunicación. Varias personalidades, como exministros o altos cargos públicos habían salido del país, de vacaciones, no sin antes quejarse de la lentitud de los cuerpos de seguridad del estado a la hora de esclarecer los hechos o encontrar a los culpables. Huían atemorizados.

Diego tenía la sensación que Margallo tampoco iba a aportar mucho en la investigación y así se lo hizo saber a Eva. Ella estuvo de acuerdo, pero le dijo que debían seguir el plan establecido.

– Con lo que nos ha costado conseguir que traigan a estos dos a declarar, no podemos echarnos atrás ahora, quedaríamos en entredicho. De algo servirá… – afirmó Eva.

Diego se disculpó un momento, que aprovechó para ir al baño y responder algunos mensajes de sus amigos. También envió el saludo de buenos días habitual a Olga con la tira de emoticonos de besos que le daría en persona. Cuando volvió a la sala, Eva ya estaba hablando con Secundino Margallo, que se levantó a saludar cordialmente a Diego.

– Así que tenemos a dos jóvenes, dos representantes de la generación más preparada de la historia de este país al frente de la investigación del asesinato de Roberto Zafra. ¡Muy bien! – exclamó un risueño Margallo.

Eva no supo interpretar aquellas palabras, no sabía si se trataba de un halago o una ironía velada. Diego lo miró frunciendo un poco el ceño.

– Y del asesinato de Castro, también estamos investigando ese crimen.  – respondió Diego, con cierto retintín.

Secundino Margallo era un sesentón algo entrado en carnes, que aún conservaba todo su negro y tupido pelo. Las marcas de agujeros en ambas orejas podrían revelar su pasado hippie, típico de los hijos de papá de su época. Vestido con un polo azul claro, pantalones de pinzas caqui y unos mocasines a juego, podría ser el típico señor que pasa las tardes de los domingos jugando a la brisca en la Casa de Campo de Madrid. No tenía ninguna característica que le hiciese resaltar, no era alto, ni especialmente atractivo, tenía unos rasgos neutros, comunes. Se le veía tranquilo, expectante, contemplando a Eva con una mezcla entre curiosidad y descaro. Diego pudo constatar que cuando Eva realizaba alguna anotación, Margallo no podía evitar mirar sus pechos. Él tampoco.

– Bueno, señor Margallo, como sabrá, hemos estado hablando con el señor Ramírez, su socio y compañero de la fatídica cacería. ¿Puede hacernos un resumen detallado de los hechos? Sepa usted que estamos grabando la conversación. Sabemos que los dos estuvieron en la escena del crimen, por lo que son sospechosos de la muerte de Roberto Zafra. – explicó Eva, irguiéndose en la silla, consciente de las miradas lascivas de Margallo.

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