BAC
Capítulo 18
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La táctica que estaban usando era un clásico en los interrogatorios a parejas. Era de manual, primero se hablaba con uno de los sospechosos, después con el otro y se aprovechaba la información obtenida para intentar pillar una mentira o presionar al segundo en busca de flecos. Cualquier adolescente seguidor de series policiacas sería capaz de hacerlo, pensó Diego.
– Nosotros no hemos hecho nada malo, ni mucho menos hemos estado en la escena del crimen, como la ha llamado usted. – dijo Margallo, un tanto sorprendido por la afirmación de Eva.
– Señor Margallo, tenemos pruebas y la confesión de Ramírez, por favor, limítese a narrar los hechos, no nos haga perder el tiempo. Hay unos asesinos ahí afuera, el tiempo que nos haga perder con mentiras corre en nuestra contra… – intervino Diego, acercándose a la mesa y cruzando los brazos sobre ella.
Margallo balbuceó algo ininteligible, resopló y finalmente comenzó a hablar.
– ¿Qué? No lo entiendo, ¿Esteban os lo ha contado? Eso no es lo que acordamos… – dijo un nervioso Margallo.
– Señor Margallo, piense en la gravedad de todo este asunto. ¡Déjese de hostias! Ocultar información sobre un crimen es delito, y matar de un tiro en la cabeza a otra persona, también. – dijo Eva, que se levantó y comenzó a andar por la sala sin dejar de mirar a Margallo. – Como le he dicho, podemos situarlo a escasos metros del lugar del asesinato. Le aconsejo que colabore.
A Margallo le cambió la cara. Su rostro se tornó serio y gris, su expresión jovial desapareció tornándose en un extraño rictus. Agachó su cabeza y juntó sus manos sobre las rodillas.
– Está bien, si… pasamos por allí, pero yo… quiero decir, nosotros, nos encontramos a Zafra colgado de un árbol, inmóvil y sangrando. Nos desviamos un poco de la ruta marcada, llevaba dos cacerías sin tomar ninguna presa y algunos amigos hacían bromas sobre mi puntería. Le dije a Esteban que podíamos separarnos del grupo e ir por nuestra cuenta, por otros sitios. El guía me había explicado que cerca del arroyo sería más fácil encontrar a los ciervos. A veces bajan a beber, buscando un poco de sombra, nos dijo el guía, antes de irse a preparar la comida. Cuando comenzamos a bajar la cuesta vimos que no había ningún animal por allí, así que paramos a refrescarnos un poco. Fue entonces cuando vi un cuerpo colgado de un árbol, en una zona sombría. – explicó Margallo mirando hacia arriba. – No olvidaré nunca esa imagen ¡Que horror!
– ¿Recuerda qué hora era? – preguntó Diego.
– Sí, perfectamente. El reloj de mi móvil marcaba las ocho y veintitrés minutos. Lo saqué para llamar a la policía, pero no había cobertura, intenté moverme para coger señal, sin éxito. Además, Esteban insistió para que no lo hiciese, me convenció. La verdad, estuvimos discutiendo sobre aquello unos minutos, le pedí que no gritara, ya que alguien nos podía escuchar... Éramos conscientes que aquello no estaba bien, pero decidimos que era lo mejor. – dijo Margallo, bajando de nuevo su cabeza. – Esteban me dijo que no nos aportaría nada bueno estar relacionados con el asesinato de Zafra, y miren el resultado…
– ¿Vieron o escucharon algo? A Zafra lo asesinaron de un tiro y ustedes estaban cerca, debieron oír algún disparo. – preguntó Eva.
– Nada. Aquel lugar estaba en el más absoluto silencio cuando llegamos, ni pájaros se oían. ¿Ha estado alguna vez en una cacería? Hay decenas de disparos, lejanos, cercanos, en campo abierto el oído engaña, hay ecos. Quizás sí, quizás oyéramos el disparo que atravesó la cabeza de Zafra, pero no sabría decirle, ¿cómo podríamos diferenciarlo de los otros? Por cierto, ¿Cómo han averiguado que estábamos allí? ¿Ha sido Esteban? No puedo creer que haya hablado… – dijo Margallo.
– No, no ha sido su socio quien lo ha delatado, han sido sus Smartphones. Se puede conseguir una reconstrucción de sus posiciones haciendo uso de los satélites de comunicaciones. Nuestros expertos revisaron los móviles de todas las personas relacionadas con la cacería y ese fue el resultado. – explicó Diego, que no quiso que Margallo dudase de la lealtad de Ramírez.
En realidad, Diego quería terminar lo antes posible. Tenía la certeza que estaban perdiendo el tiempo. Envió un mensaje a Álvaro y Sabino, quería saber si ya se conocía la hora de la muerte de Zafra. Instantes después recibió la contestación de Álvaro. Según los forenses, Zafra había muerto entre las ocho y las ocho y media. Los datos de los GPS, confirmaron que Margallo y Ramírez estaban en la escena del crimen a las ocho y veinte. Eso dejaba veinte escasos minutos a los asesinos para disparar y colgar a Zafra, sin obviar el tiempo que habrían dedicado al ceremonial rotulado de la víctima.
– ¿Conocía usted a la víctima? ¿Tenía alguna relación con la familia Zafra? – preguntó Eva.
– Bueno, digamos que la relación era a la inversa. A los Margallo nos conoce todo el mundo. Mi familia pertenece a la nobleza española y la jet-set madrileña. No hay gala benéfica ni cena de negocios donde no haya un Margallo involucrado. Cualquier hombre o mujer de éxito en la sociedad española pasa tarde o temprano por uno de esos eventos. Los Zafra irrumpieron en ese entorno allá por los años sesenta, tras la posguerra. Yo era un chaval en aquella época, pero recuerdo a Roberto Zafra perfectamente. Tenía un porte especial, diferente y una mirada que te atravesaba. Un tío duro, vamos. Se comentaba que hacia los trabajos sucios de uno de los ministros de Franco. Asuntos turbios, decían las malas lenguas. Transcurridos unos años, Zafra y su familia eran unos habituales en las reuniones de la clase alta madrileña. Todo y que se intentaban mezclar con nosotros, era patente su falta de clase, y no lo digo por decirlo. Sus hijos siempre andaban envueltos en peleas o líos de faldas que su padre andaba tapando con dinero, eso sí le sobraba. En algunos círculos, se comentaba que Roberto Zafra fue uno de los instigadores del fallido golpe de estado, el famoso 23-F. Parece que lo de la democracia no le acababa de gustar. Pero ese hombre y su familia son como los gatos, siempre caen de pie. Evidentemente, es un decir. Es de dominio público que los Zafra mantienen buena relación con la casa real, aunque les parezca extraño. También con el ala más extrema del Partido Popular, e incluso con partidos situados aún más a la derecha. – digo Margallo.
Secundino Margallo hizo una pausa, sabedor que le iban a hacer más preguntas. Era consciente que ese tipo de información les gustaba a los policías.
Diego estaba sorprendido, Margallo no había respondido la pregunta, pero había tardado muy poco en dejar por los suelos a los Zafra… y en encumbrar a los Margallo.
– ¿Puede ser un poco más concreto? Me encantan los chismes de la gente bien, pero la pregunta se refería al muerto. ¿Puede decirnos si conocía a Roberto Zafra, al hijo, y que tipo de relación habían mantenido, si era el caso? – preguntó una directa Eva.
Margallo no supo cómo encajar la respuesta de Eva, sencillamente no lo esperaba. Dudo por un momento y comenzó a responder.
– Sí. Conocía personalmente a Roberto Zafra, hijo. De hecho, durante una temporada colaboré con él en una de las empresas de su padre. Le asesoraba en las inversiones que comenzaban a realizar en Sudamérica. Se trataba de una cadena de hoteles, en la costa de México, la entonces desconocida Riviera Maya. Tuvimos que realizar varios viajes juntos a la zona, primero para conocer a los mandatarios locales y después para ir supervisando las obras. Nunca llegué a congeniar con Roberto, era una persona extraña, solitaria, con una mente demasiado cerrada, ¿saben? Solo hablaba con él de negocios, nunca de temas personales… – explicó Margallo.
– ¿Tenía usted motivos para quererlo asesinar? El hecho de no haber apretado el gatillo no le exime de culpa, ¿sabe? Existen los asesinos a sueldo… – intervino Diego, que miraba fijamente a Margallo, esperando obtener alguna reacción.
– ¡No me haga reír por favor! ¡Yo nunca haría algo así! – respondió el noble y soltó una sonora carcajada. – Mi abuelo un día me dio un gran consejo. Me dijo: “no hagas enemigos, cualquier persona puede resultarte útil algún día”. Estaba en lo cierto, era un gran personaje mi abuelo, el conde de Cangas, deberían leer su biografía...
La dura mirada de Eva hizo que Margallo volviese a centrase en la pregunta que le había realizado.
– Lo que les quiero hacer ver es que yo no era amigo de Roberto Zafra, pero tampoco su enemigo, ni sentía antipatía, rencor u odio hacia su persona, simplemente teníamos nuestras diferencias. – continuó Margallo. – Después de trabajar juntos habíamos seguido coincidiendo en algún que otro evento. Un saludo cordial y una copa charlando y recordando viejos tiempos, era todo lo que nos unía. Ha tenido un final horroroso, que no le deseo a nadie, pero sinceramente, no me sorprende que haya finalizado su vida así, colgado de un árbol, muerto a causa de alguna extraña venganza… A Roberto no le importaba tener enemigos, es más, se sentía importante siendo odiado, como si infundiese mayor respeto por ser mala persona…
A pesar de seguir hablando en un tono normal, la voz de Margallo se convirtió en un murmullo en el cerebro de Diego. El inspector desconectó, de repente sintió un clic en su cerebro. Venganza. Escuchar de nuevo aquella fea palabra hizo que volviese a evaluar esa opción. ¿Serían las BAC un grupo de vengadores? Normalmente ese tipo de asesinos seguía un patrón. Si fuese el caso, solo debían encontrar cual era ese patrón para poder anticiparse a sus próximos pasos. Tenía que hablar con Eva, Sabino y Álvaro, intentar replantear el caso desde otra perspectiva, la de perseguir a alguien que elige su objetivo como venganza, desde el punto de vista de un juez y ejecutor, un justiciero. Alguien que intentaba suplir a la justicia que, bajo su punto de vista, no funcionaba…
Eva notó que Diego estaba ausente y le propinó un sutil golpe con el pie bajo la mesa. El inspector se reenganchó al relato de Margallo, un tanto descolocado.
– …la última vez que lo vi con vida fue ayer por la mañana, durante el desayuno. Estaba hablando con otros comensales de su nueva adquisición, un Lamborghini Aventador, y alardeando de su colección de coches deportivos. Después de aquello, nos subimos a los todoterrenos y nos dividimos en grupos. El resto ya lo conocen, una tragedia. Creo que eso es todo. ¿Tienen alguna pregunta más? – concluyó Secundino Margallo, gesticulando con las manos abiertas que finalizaron sobre sus rodillas.
Eva miró a Diego, que negó con la cabeza. Miró su reloj, eran las once y catorce minutos. Agradeció al señor Margallo su presencia y la ayuda prestada y le invitó a seguirla, recordándole, como había hecho previamente con Ramírez, que no podía salir del país sin avisar a las autoridades. Diego se despidió y escribió algo en su libreta. Una vez fuera de la sala, Eva le pidió a un agente que acompañara a Secundino Margallo hasta la calle.
Diego sacó el móvil de su bolsillo y marcó el número de Olga.
– Hola. ¿Cómo estás? – preguntó Diego con voz melosa. – Bien, me alegro. Oye, acabamos de hablar con los cazadores que vieron el cuerpo. No, que va, no han sido ellos ni creo que tengan nada que ver. Sí, todo en orden. ¿Los cazadores? Secundino Margallo y Esteban Ramírez, ¿no te lo ha pasado Álvaro? Sí, el mismo, el de la inmobiliaria PBS. Pues sí, vaya dos.... ¿Tú que te cuentas? ¿Has descansado? Ah, que has salido a correr esta mañana, eres una máquina. Sí, en la cama también, lo sé...
– ¡Ya lo verás cuando te pille! – contestó Olga. – Bueno, te tengo que dejar, dentro de un rato hablamos en la reunión. Sí. Venga. Vale. Que sí… Hasta luego.
Quedaron en llamarse a la hora de comer y colgaron. Diego guardaba el teléfono en su bolsillo y recogía su libreta cuando Eva entró a buscarlo.
– Nos están esperando en la otra sala, ¿vienes? – preguntó Eva, mientras se rehacía la coleta.
Diego dudó entre acompañarla o explicarle lo que había estado pensado mientras hablaba Margallo. Decidió esperar, tendrían tiempo de comentarlo a lo largo del día.