Azul

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SANTIAGO interrumpió su relato, en silencio se levantó de la silla y avanzó hacia Fátima, hasta que solamente los separaban unos cuantos centímetros, él volvió a hablar. Esta vez, su voz se había transformado, se le había incrustado un tono doloroso. Sus ojos brillaban de una manera especial, Fátima había descubierto esa misma chispa en los de Oliver.

Él levantó su mano derecha y solo un par de milímetros se interpusieron entre el rostro de ella y la palma de la mano de él, pero no la tocó, fueron esos diminutos milímetros que lo desafiaron enfrascándolo en un combate abierto contra él mismo.

¿Cuál de los dos habría ganado, su devoción o su remordimiento?.

Él también estaba batiéndose en duelo contra sí mismo.

Y ella pensó que había tenido la disparatada idea de que Oliver y Santiago eran diferentes, qué equivocada estaba.

Su expresión de impotencia le recordó la que había en el rostro de Oliver aquella noche cuando partió rumbo a Londres. Oliver no quería dejarla, pero tampoco podía llevársela. Santiago deseaba llevársela, pero tenía que dejarla.

Y ella.

¿Qué era lo que ella debía aceptar y rechazar?

El rostro de Santiago era tan diferente al de Oliver. Finalmente se había deshecho de la máscara frágil que lo cubría, transformándolo en un rostro cálido y encantadoramente varonil. Sus ojos eran idénticos a los de Oliver, tienen la misma profundidad, el mismo brillo, la misma pasión, pero su color es diferente.

Es azul.

¡Azul Turquesa!.

Ella no se movió ni medio milímetro y él se batió en retirada alejándose de ella. ¿Qué significaba?. ¿Una capitulación?.

—Debo reconocer que no me preocupó la diminuta posibilidad que el plan no resultara y que Oliver pereciera de camino a Veracruz. Finalmente eso era lo que Alfonso deseaba y tal vez lo conseguiría aunque no de la forma en que él lo había planeado. Eso me alegró en cierta forma, porque ni él ni tú sufrirían a manos de la bestia de Alfonso. Y definitivamente la probabilidad de la muerte de Oliver ni si quiera me produjo recelo. Por alguna sádica razón podía encontrar en esa eventualidad uno ligero deleite. Por el contrario, la incertidumbre de lo que pudiera ocurrirte era lo que me mortificaba. Yo tendría que alejarme de inmediato y debía permanecer sin noticias tuyas durante un par de meses. A punto estuve de regresar a Viridian por ti, Fátima. Aunque imaginé lo que ocurriría después de que mi plan había sido puesto en marcha, nunca, te juro que nunca pensé que el resultado sería tan atroz.

—¿Qué ocurrió después de que atraparon a Oliver?.

Cuando ella le habló, el tono de su voz era tan frío que bien hubiera congelado aquella habitación y todo cuanto había en ella.

Su actitud atormentó a Santiago, él podría haberle hablado durante horas y ella parecía que ni siquiera había escuchado la primera de sus palabras. Él estaba confesándole sus crímenes, estaba desmembrándose el alma y ella permanecía inconmovible.

Santiago se volvió y caminó de regreso al sillón detrás del escritorio, se sentó, se recargó sobre el respaldo y después de un profundo respiro prosiguió con el relato.

Cerca de la media noche, para cuando llegamos al granero, Oliver había perdido mucha sangre. Entonces pregunté al dueño de la posada en dónde podría localizar un médico. Él me dijo como encontrarlo. Después de un rato llegamos al consultorio del doctor y él lo auscultó.

—Este hombre ha perdido mucha sangre. La herida que tiene es profunda, lo más recomendable es desinfectarla y coserla. Y la lesión que tiene en la cabeza no es grave, solamente es una pequeña abertura, pero no creo que tenga contusión.

De inmediato se dispuso a desinfectar y vendar la herida que Oliver tenía en la cabeza, luego preparó sus instrumentos quirúrgicos, le ayudamos a despojar a Oliver de la casaca y el chaleco y con unas tijeras desgarró la camisa y limpió con un líquido ámbar la herida del hombro y Oliver se convulsionó apenas si emitió un leve lamento y luego se desvaneció. El médico preparó la aguja y el hilo y realizó varias puntadas cerrando la herida del hombro.

—Es posible que este hombre vaya a tener fiebre, si eso ocurre deberán ser muy cautelosos, puede costarle la vida porque existe la posibilidad de que la herida se infecte. ¿Podrían decirme cómo fue herido de esta manera?. —Me adelanté a responder los cuestionamientos del doctor.

—En una pelea callejera, él bebió mucho y se lió a golpes con varios hombres en la taberna, luego uno de ellos lo atacó con un cuchillo y después los maleantes huyeron del lugar.

—Ya veo. Sus ropas parecen finas.

—Si, es nuestro patrón. Fuimos a la taberna a buscarlo, pero llegamos tarde.

—Será conveniente que repose y que no mueva el brazo, mientras menos esfuerzos haga, será mejor para su recuperación. Llévense este frasco con láudano, le ayudará a disminuir el dolor y lo hará dormir. Tiene prohibido hacer movimientos bruscos o cargar cosas pesadas. En un par de semanas ya se le podrán retirar los puntos. Procuren que repose lo más posible, por ahora es lo único que puedo hacer para ayudarlo. Yo recomendaría que lo revise su doctor de cabecera a la brevedad posible.

—Gracias doctor. —Saqué un puño de monedas y se las entregué.

Dos de mis hombres colocaron a Oliver sobre una manta gruesa que nos sirvió como camilla, y lo llevaron a la carreta. De inmediato partimos de vuelta al granero.

Oliver estaba desmayado, la herida del hombro ya no sangraba profusamente, solo había una diminuta mancha roja sobre el vendaje que había hecho el doctor, eso era una buena señal.

Dos de los hombres sacaron la caja de la bodega y la colocaron al lado de la carreta. Los otros dos, cargaron a Oliver, uno lo sujetó de las piernas y el otro le rodeó los hombros y lo bajaron de la carreta. Entre los cuatro depositaron a Oliver en el interior del ataúd.

El féretro había resultado ser un poco estrecho, pero eso nos ayudaría a mantener a Oliver más controlado. Le atamos los pies y las muñecas y lo amordazamos. Finalmente coloqué un trozo de madera en una esquina del cajón para que no se cerrara y Oliver tuviera aire, de lo contrario seguramente se asfixiaría. Los hombres cerraron la caja de madera y entre los cuatro la subieron a la carreta y de inmediato nos dirigimos al muelle. Apenas llegamos a tiempo. Estaban a punto de retirar la plancha de abordaje.

El capitán de la embarcación nos indicó que lleváramos la caja a la bodega del barco, y así lo hicimos. Nos turnamos durante toda la travesía para cuidar nuestro cargamento. Durante el día y la noche, administrábamos a Oliver mínimas cantidades del láudano que nos había dado el médico y así lográbamos mantenerlo atolondrado o dormido. Procurábamos conservar el ataúd abierto durante la noche, cuando no había vigilantes ni curiosos cerca. Mis hombres se encargaban de alimentar y dar de beber a Oliver, y él se rehusaba a tomar los alimentos que ellos le ofrecían. Pero, él no es un hombre estúpido y eventualmente aceptó la comida.

En realidad no tuvimos más complicaciones, ninguno de los tripulantes del navío se interesaba en lo que pudiera contener la caja, y como tuvimos el cuidado de mantener silenciado a Oliver, todo parecía marchar bien. Hasta que en algún momento la fuerza y lucidez de Oliver se restablecieron parcialmente e intentó liberarse de las ataduras. Forcejeó y bramó en varias ocasiones, y no tuvimos más opción que obligarlo dormir. Uno de los hombres, Clemente, que era el más fornido, se abalanzó sobre la caja y le propinó a Oliver un puñetazo en el rostro que lo sumió en la inconsciencia. Tuvieron que repetir esa dosis un par de veces más hasta que finalmente llegamos al puerto.

Oliver estaba perfectamente consciente cuando arribamos a Veracruz. Sin embargo, sus continuos embates y forcejeos lo habían lastimado, la herida del hombro se había abierto y empezaba a sangrar.

Debí hablarle frente a frente para evitar un problema más grave cuando llegara el momento de desembarcar. Imagino su sorpresa cuando me vio, yo sabía que su desconcierto al escuchar lo que iba a decirle sería suficiente para desarmar sus ataques. Cuando tuvimos el muelle a pocos minutos de distancia, me presenté ante él.

—Señor Drake, sé que su viaje no ha sido del todo placentero. —Entendí con toda claridad lo que quiso decirme con esa mirada terrible, sus ojos abominablemente verdes me atemorizaron, debo reconocerlo. Siempre que lo miraba directamente a los ojos, me daba la impresión de que estaba frente a un dragón a punto de escupir fuego. Sin embargo, en esta ocasión, yo estaba en mejor posición que él y eso me brindó la seguridad de proseguir con el monólogo— Hemos llegado a nuestro destino, estamos a punto de desembarcar y por eso le recomiendo que guarde la calma. De su comportamiento depende el futuro de su adorable esposa. —Él entornó los ojos y el brillo verde se minimizó cuando escuchó esa frase, estaba enfurecido era evidente en su pecho, su respiración se había desbocado— Yo personalmente me haré cargo de doña Fátima, y le garantizo que ella estará a salvo mientras usted siga mis instrucciones, de lo contrario me veré en la necesidad de... —Él cerró los ojos y exhaló relajando su cuerpo inmediatamente— Veo que es un hombre sensato. Le doy mi palabra de que cuando lleguemos a nuestro destino final, usted recibirá atención médica adecuada.

Imagino que mientras yo le hablaba y él mantenía los ojos cerrados, sus pensamientos estaban puestos en su magnífica esposa, su gente, su mansión, su mundo que había sido devorado por el fuego; su incertidumbre al no saber en qué condiciones se encontraba la mujer por la que ahora se doblegaba. La maravillosa mujer que en ese preciso instante nos convertía en enemigos. Percibí en el gesto de su rostro la angustia que lo consumía, la misma angustia que me destrozaba a mí y que en mi caso se desbordaba, provocándome momentos de desesperación, esa angustia de haber dejado a esa mujer abandonada en medio de una tragedia provocada y que seguro ahora mismo la estaba atormentando ferozmente.

—Señor Drake, su esposa está con vida. Fue sacada a tiempo de la mansión en llamas. Ella no está herida, se lo puedo garantizar. —Él abrió sus enormes ojos verdes y me miró de tal forma que sentí que me atravesaban— En un par de horas más habremos llegado a su nueva residencia y entonces hablaremos con más calma. Hasta entonces, señor Drake.

Cerré la tapa del ataúd, coloqué la cubierta de la caja, y ordené a mis hombres que se prepararan para desembarcar.

Oliver se mantuvo en silencio. Ese hombre feroz se había desarmado completamente y muy a pesar de su naturaleza implacable, él se doblegó sin siquiera presentar batalla, y aún cuando estaba consciente de que a partir de aquel momento, se enfrentaría a todo en completa desventaja, haciendo alarde silencioso de su propio sacrificio, lo aceptó. Y todo con la única finalidad de protegerla a Ella.

Todo por Ella.

Por su mujer, él se había entregado a un destino incierto. Fue justamente cuando esa reflexión cruzo mi mente que me horrorizó la idea de que me pudiera invadir un amor como el que él sentía por Ella.

Un par de días más tarde, me daría cuenta que yo estaba en una situación similar a la de él.

No.

En una situación mucho peor.

Ahogado de amor por una mujer que seguramente nunca me amaría con la misma intensidad con que lo amaba a él.

Una mujer que me vería como un insulso adorno en su existencia.

Una mujer que me iba a destrozar el corazón y la vida cuando descubriera mi posición en todo este desastre.

Una mujer a quien yo no deseaba compartir ni siquiera con el viento, y que irónicamente nunca había sido mía.

Una mujer por la que yo estaba contradiciendo al destino tan solo para conservarla a mi lado.

Ella.

La esposa de Oliver Drake.

Atracamos en el puerto y desembarcamos, entre los cuatro cargaron la caja hasta llegar al muelle en donde contraté una carreta, subimos la caja y les pagué a aquellos hombres. Yo solo, con Oliver dentro del ataúd, emprendimos el camino al destino final de mi prisionero.

—Tú dijiste que él estaba con vida.

—Si Fátima, en aquellos momentos Oliver recibió atención médica, estuvo bastante mal durante varios días, la herida se le abrió y había perdido mucha sangre, pero el doctor logró estabilizarlo. A tu pirata le tomó tiempo recuperarse. Ahora está en perfectas condiciones. Debo reconocer que sorprendentemente él nunca ha atacado a nadie, ni siquiera ha hecho un leve intento de fuga. Él ha permanecido desde el primer día en un estado de total sometimiento. Y en las ocasiones que he ido a verlo, él solo pregunta por ti. Él no sabe que tú has vivido conmigo durante todo este tiempo.

—¿Y yo?.

—¿Tú?. No creo que quieras escuchar mi versión de lo que ocurrió contigo. Yo no deseo recordarlo. No fueron momentos agradables para mí. —Su voz sonó ahogada, como si pronunciar esas palabras le hubieran cortado la garganta. Bajo el rostro un par de segundos y luego retomando su aplomo habitual, prosiguió— Fátima, piensa en lo que te dije en la playa. Yo puedo protegerte de Alfonso, además tengo la posibilidad de proporcionarte una vida similar a la que llevabas en Viridian, solamente te pido que permanezcas conmigo. Desde que todo esto inició me he asegurado de que la vida de Oliver esté siempre fuera de peligro. Ha sido por ti, que yo no pude dejarlo morir.

Santiago se puso de pie y se acercó a la ventana. Durante varios minutos ambos permanecieron en silencio contemplando como el viento acariciaba los rosales y la luna derramaba sus rayos líquidos sobre el jardín alimentando con su luz aquellas flores.

—¿Y si no acepto?.

Al cabo de varios minutos, ella preguntó en un susurro, como si estuvieran zanjando un pacto peligroso y secreto.

—Contraté a mucha gente para que transformaran el jardín. —Él respiró profundamente, pero no respondió la pregunta de ella— Sabía que te gustaban las rosas y mandé traer los rosales de diferentes partes de la Nueva España. Quería construir un jardín donde hubiera una variedad exquisita de colores y aromas. Deseaba que cuando tú llegaras, tuvieras tu propio jardín; un jardín que había sido erigido solamente para ti. Que lo cuidaras y lo mimaras como lo habías hecho con el que tenías en Viridian. Pero no has visitado tu jardín ni una sola vez.

—Santiago, no respondiste mi pregunta y tampoco has concluido tu relato.

Ella insistió mostrándole abiertamente su exigencia.

—Esta noche no Fátima. Desde el instante en que inicie esta travesía de recuerdos, solamente he conseguido embates interminables de remordimientos. No quiero hablar sobre ti. Lo que sucedió contigo desintegró mi necesidad de libertad.

Él guardó silencio, su voz se había doblegado, la potencia viril de su tonalidad se decoloró hasta convertirse casi en un lamento.

—Quiero escuchar tu versión sobre mí.

Ella se acercó con zancadas firmes y sujetó el brazo de él.

—No Fátima. —Él retiró con excesiva delicadeza la mano de ella— Estoy seguro de que cuando escuches esa parte, me rechazarás sin reservas, y no quiero que eso suceda, tengo suficiente con que ya me aborrezcas.

—Santiago, exijo que me narres esa parte. Yo tengo dudas y emociones que no he logrado resolver, debo escuchar tu versión y tendré el argumento que necesito para aclarar mis pensamientos.

¡Por Dios!.

¡Se lo dijo!.

¡Eso era precisamente lo que no debía haberle dicho jamás!

Ella apretó los dientes, pero era demasiado tarde, él lo había escuchado con toda claridad. Y ella, ella solamente podía orar para que él no lo interpretara de la manera correcta.

—¿Tienes dudas?.

La expresión punzante de su rostro se suavizó, restaurando la débil chispa de esperanza en sus pupilas.

—Demando que me relates el resto de la historia.

Ella le ordenó, intentando aminorar la fuerza de la confidencia que había hecho más a ella misma que a él.

Y él la había interpretado perfectamente.

Fátima jamás imaginó que Santiago le develaría su estado emocional, cuando se embarcó en esta travesía de recuerdos y confesiones. Él se mostró fuerte e impasible al inicio y eventualmente, mientras colocaba cada una de las piezas de su relato sobre la mesa, su fuerza se desvaneció, las palabras ya no eran pronunciadas por su boca, esas frases eran armadas en un sitio más profundo.

¿Su corazón tal vez?

En este momento, ella no sabía si se sentía enfurecida con él o si la había conmovido. Hacía tantos meses que este hombre se había hecho cargo de ella, tolerando su indiferencia, su tristeza, su desolación; y ahora su furia, su desprecio, su desconcierto. Y a pesar de todo, muy a pesar de todo, él continuaba ofreciéndole una posibilidad. Le quedaba muy claro que él, Santiago la amaba sin reservas.

¿Y ella?.

Y fue entonces que ella también aceptó que hacía varias semanas esperaba con una extraña emoción el momento en que Santiago llegaba a la casa y luego que saliera a caminar con ella por la playa; también se sentía nerviosa cuando él se acercaba a ella, y apenas si lograba controlar la respiración cuando él la tocaba.

Y sus besos...

Ella los ansiaba, debía reconocer que anhelaba que la besara, porque le inyectaba con sus labios una delicada alegría.

¡Por Dios!.

¡Este hombre no había siquiera intentado seducirla! Él había mantenido su comportamiento de caballero intachable. ¿Cómo había podido controlarse?. ¿Qué clase de hombre era este?.

Y sin embargo, la había cautivado.

Por completo.

Santiago caminó hacia la puerta de la biblioteca y la abrió. Ella lo siguió con la mirada, él mantuvo su rostro inclinado y sin mirarla se dispuso a abandonar la habitación.

—Esta noche no, Fátima.

Santiago salió de la biblioteca dejando la puerta abierta. Ella permaneció varios minutos más de pie frente a la ventana. El jardín y el mar vestido en azul media noche se agolparon en el cristal como si lucharan uno contra el otro. El océano gritaba con su coro acuático mientras las rosas inundaban con oleajes aromáticos aquel campo de batalla, y el viento intentaba conciliar alguna tregua entre ambos, acariciando a las flores y meciendo a las olas.

Ella salió de la biblioteca, caminó por el pasillo hasta llegar a la escalera, bajó los peldaños sin prisa, luego se dirigió a la cocina en busca de Índigo. En lugar de su nana, encontró a Conchita. La cocinera, estaba sentada frente a Santiago, él tenía el brazo izquierdo apoyado sobre la mesa y con el dorso de la mano sostenía su cabeza, mientras el brazo derecho lo mantenía extendido hacia la mujer. Ella retiraba la venda ensangrentada de la mano derecha.

—Señor, esto se ve mal. —Él no cambió de posición.

—Solo cambia las vendas. —Su voz sonó más como un gruñido masculino.

—No lo hagas. —Desde el umbral de la puerta, Fátima contradijo la orden que Santiago había dado. En cuanto escuchó su voz, él se volvió hacia atrás y la observó detenidamente mientras ella caminaba hacia donde ambos se encontraban sentados— Yo lo haré, tengo experiencia atendiendo este tipo de heridas.

—¿Señor?.

Conchita no se movió de su asiento y sin soltar la mano de Santiago esperó alguna indicación. Él movió afirmativamente la cabeza y de inmediato ella se puso de pie dejándole a Fátima el asiento y salió casi huyendo de la cocina.

Santiago la miró desconcertado, sus ojos azules ya no brillaban, sin embargo era tal su dimensión que le fue muy difícil ocultar su sorpresa.

Ella se sentó en el asiento frente a él y sujetó su mano. Algunos canales aún mostraban la carne viva y otros estaban inundados de sangre medio coagulada.

—Va a dolerte un poco. Es conveniente que vuelva a limpiarlos con alcohol. Las heridas de esta clase en las manos, siempre tardan un buen tiempo en sanar. Debes ser cuidadoso, yo no recomendaría que hagas...

Una vez más, su rostro había cambiado, sus ojos se veían cristalinos, casi como el océano en un día de verano y en su boca se distinguía perfectamente una delicadísima pero extraordinariamente varonil sonrisa sesgada, Santiago respiraba tan lentamente como si estuviera disfrutando del diagnóstico que ella le había dado. Su comportamiento logró ponerla nerviosa.

—¿Qué no haga qué, Fátima?. —Acercó su rostro al de ella.

En ese breve instante ella percibió su aroma, su colonia se fusionaba perfectamente con el ambiente tropical, transformándolo en una mezcla de jazmines, maderas y sal. Su voz teñida de varonil ternura, logró amedrentarla.

Ella se puso de pie tan aprisa, que derribó la silla.

—Voy a buscar tiras de tela limpias.

Ella se abalanzó a la puerta de la cocina, pero él detuvo su huída con una indefensa frase.

—Están sobre la mesa.

Ella regresó a la mesa y verificó que todo estaba preparado para hacer la curación, había lienzos limpios, dos toallas, un recipiente con agua y una botella con brandy. Ella tomó una toalla y la sumergió en el agua. Sus manos temblaban cuando asió la de Santiago y ella evitó por todos los medios mirarlo a los ojos.

Limpió con mucho cuidado la mano derecha, luego humedeció una orilla de la toalla con el brandy y la pasó sobre los verdugones en la palma de la mano de Santiago. Él tuvo varios espasmos cuando el alcohol hacía contacto con las heridas encarnadas, pero no se quejó, solo respiraba profundamente y retenía los lamentos apretando los dientes y tensando los músculos del brazo, después se relajó mientras ella vendaba nuevamente la mano derecha. Fátima siguió el mismo procedimiento con la mano izquierda y él reaccionó de la misma manera. Cuando estaba terminando de anudar el vendaje, él sujetó su delicada mano entre las suyas.

—Mencionaste que había algo que recomendabas que yo no hiciera.

Su rostro ladeado un poco estaba tan cerca del de ella que sus labios casi rozaban los de Fátima.

—Que no hagas esfuerzos. —Levantó la mirada y sus ojos se encontraron frente a los de él— Durante un par de dí...

No le permitió concluir la frase, con sus manos vendadas sujetó el rostro de ella y le susurró al oído.

—Te amo, Fátima.

La petrificó esa frase pronunciada por una voz diferente a la de Oliver, con un acento distinto y en estas comprometidas circunstancias.

Los movimientos de Santiago eran más lentos, pero igualmente precisos y delicados como los de Oliver. Su cabeza a punto estuvo de hacer explosión cuando los labios masculinos se posaron sobre su mejilla y luego se deslizaron hasta alcanzar sus labios.

Ni siquiera hubo una batalla. Ella aceptó el beso, entregándole su boca entera, permitiéndole explorarla mientras la penetraba con su lengua.

¿Capitulación?.

¿De quién?.

Un relámpago se desprendió del cielo, encajándose escandaloso en la piel del océano. El viento enfurecido azotó las hojas de madera de las ventanas que estaban abiertas.

Se avecinaba una tormenta.

Ella se separó de inmediato de Santiago y salió corriendo de la cocina, subió la escalera y se dirigió hacía su habitación. Se apresuró a cerrar las ventanas y justo cuando atrancaba la puerta del balcón, se abrió de par en par la puerta de la alcoba. Santiago de pie, en el umbral, se veía majestuoso, peligrosamente varonil y deseable.

Él ni siquiera intentó ingresar en el cuarto. Si él diera un solo paso más, uno solo, ella no tendría el valor y tampoco la voluntad para pedirle que se marchara. Él lo sabía, y no se movió ni medio centímetro más, solamente la observó durante varios segundos en silencio y por primera vez ella notó en su rostro una pizca de tranquilidad que se le desbordaba en una dulce sonrisa.

—Gracias.

Levantó los brazos mostrándole sus manos vendadas.

Él cerró la puerta y se alejó, dejándola atrapada en aquella habitación que intentaba protegerla de los ataques enfurecidos del viento y el mar.

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