Azul

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SANTIAGO, en silencio obligado, acortó la distancia que lo separaba de Fátima. La insensibilidad de su rostro parecía haber sido esculpida en un trozo de hielo. Él no despegó los ojos de los de ella. Y a pesar de toda las clases de emociones que bullían dentro de él, sostuvo la mirada inquisidora de ella.

—No quiero que permanezcas más a mi lado si no lo deseas. Te he dicho en dónde se encuentra él, puedes marcharte y exigir su libertad. No haré nada para evitarlo y tampoco formaré parte de ningún otro complot en contra tuya o de él. Te doy mi palabra. —Santiago pasó al lado de ella dirigiendo sus pasos hacia la casa. Varios metros adelante, él se detuvo y sin volver la mirada, le habló derrotado— Ven conmigo, te daré el salvoconducto que necesitas para sacar a Oliver de la cárcel. Cuando llegues a la prisión pide hablar con el Coronel Salvatierra, dile al custodio que vas de parte mía y que llevas una carta para el Coronel y entrégasela. Él liberará a Oliver de inmediato.

Santiago entró en la mansión y ella permaneció algunos minutos más en aquel jardín devastado.El relato de Santiago la había inquietado. Una vez más se descubrió a si misma comparándolos. Oliver jamás le había dicho que ella fuera capaz de contagiarle sus emociones. Ella ni siquiera lo había considerado posible hasta que Santiago se lo confirmó. ¿Sería tal vez que Santiago era un poco más sentimental, quizá más ingenuo y más deleznable?. Él podía llorar presa del remordimiento o el amor, y luego transformarse en un ser tan poderoso y fuerte. Ella jamás había visto que Oliver derramara una lágrima.

No.

Un hombre que era capaz de llorar no era por ser frágil.

Él era humano y real.

¡Maldito fuera Santiago!

¿Por qué los hombres se pasaban la vida complicándosela a las mujeres?.

¿No tenían suficiente con sus guerras para aturdirse entre ellos?.

Ella finalmente exhaló. Aunque más bien pareciera un suspiro resignado. ¿A qué se resignaba?.

¿A regresar con Oliver?. Él era su esposo.

¿A abandonar a Santiago?. Ella no podía quedarse con él.

Eso era categórico. Ella no debía, ni podía quedarse con él.

¿Y tampoco quería hacerlo?.

¡Malditos hombres y sus guerras!.

Y maldito mil veces Santiago por haberla colocado en este pecaminoso aprieto.

Ella caminó de vuelta a la mansión, y se dirigió al despacho de Santiago.

Santiago había dejado la puerta abierta y él se encontraba sentado tras su escritorio, cerró la carta, derramó un poco de lacre e imprimió el sello de su anillo. Se puso de pie y extendió el brazo ofreciéndole aquel documento.

Ella mecánicamente se acercó y tomó la carta. Santiago se dirigió hacia la ventana, levantó un poco la cortina y permaneció ahí. En silencio. Petrificado.

Ella salió de inmediato y subió a su habitación. Cerró la puerta con seguro y colocó el documento lacrado sobre el escritorio como si fuera un bicho venenoso.

Ella debía pensar muy cuidadosamente lo que iba a hacer, porque si tomaba una decisión equivocada, podría desencadenar un cataclismo.

Esa tarde no bajó a cenar, ni siquiera respondió a Índigo que llamó a la puerta insistentemente. Fátima permaneció encerrada en la alcoba caminando de un lado a otro, imaginando cuál sería la mejor opción en estas circunstancias. Era tan sencillo pensar que podía marcharse en ese mismo instante y liberar a Oliver de la cárcel, sin embargo, había algo más por hacer.

Había alguien más a quien ella debía liberar antes que a Oliver.

Santiago.

Aunque había sido él quien había arrastrado a Fátima y a Oliver al ojo del huracán de catástrofes, durante el tiempo que ella recorrió el camino de tormento en una sola vía, Santiago le ofreció protección, afecto y un indiscutible y dulce amor que los había conducido a ambos al centro de ninguna parte.

Ella recordó todos aquellos momentos en los que creyó que las lágrimas la demolerían y siempre encontró a Santiago a su lado, sosteniéndola, consolándola, amándola en silencio.

Ella no deseaba abandonarlo. No de esta manera.

Finalmente llegó a una conclusión.

Ella tendría que utilizar el amor de Santiago y volverlo en su contra para presionarlo y comprometerlo o hasta obligarlo a que se marchara de inmediato. Una vez que se hubiera asegurado que él ya estaba en camino, entonces esperaría toda la noche y luego con toda la calma que no tenía, se dispondría a ir a la prisión a liberar a Oliver. Para cuando él estuviera libre, Santiago ya estaría lo suficientemente lejos como para que la furia de su esposo, que seguramente estaba hirviendo a fuego horrorosamente lento, ya no pudiera dañarlo. Si todo salía como ella planeaba entonces no provocaría ninguna víctima. Ella salió de la alcoba y se dirigió a la cocina.

—¿Dónde está Santiago?.

Le preguntó a Conchita que estaba atareada cortando zanahorias. Esa mujer siempre sabía dónde encontrarlo. Santiago tenía la particular costumbre de informarle a donde iba y con quién.

—En su despacho, doña Fátima. ¿Quiere que lo llame?.

—No, yo iré. Gracias.

Fátima caminó hacia el despacho de Santiago. La puerta estaba cerrada con llave. Llamó un par de veces, pero nadie respondió. Aguardó varios minutos frente a la puerta de doble hoja, ella tenía la seguridad de que él estaba ahí justo del otro lado, su colonia se escapaba por las rendijas y ella la percibía intensamente.

Él tenía las manos y la frente apoyadas en la puerta. Desde el primer momento en que ella se acercó, él escuchó sus pasos, los conocía a la perfección.

¿Qué más quería ella de él?.

Le había entregado la llave para rescatar a su Oliver.

Ya no le quedaba nada más.

¡Él estaba vacío!.

No podía otorgarle más de lo que ya le había ofrecido.

Ella se había adueñado de él por completo. ¿Qué más podía exigirle esta mujer?.

Solo le quedaba su vida, y él estaba dispuesto a jugársela por ella. No. Lo reconsideró, y descubrió que deseaba morir, no fue capaz de imaginarse viviendo sin ella.

—Santiago, abre la puerta. —Ella esperó algunos segundos a que él le respondiera, pero no sucedió— Santiago. —Insistió.

—Márchate Fátima. —Él gritó y golpeó con fuerza la puerta.

A ella le sorprendió su reacción, y dio un salto hacia atrás. Él hacía cualquier cosa que ella le pidiera, o que él intuyera o creyera que ella necesitaba o deseaba y ahora, estaba obligándose a sí mismo a hacer lo contrario.

Ella se preguntó ¿cuánta amargura podría soportar el alma de él?.

¿Cuánto más suplicio podría tolerar alguien como él?.

¿Cuánto desconsuelo podría alimentar el corazón de alguien como él?.

¿Y no era precisamente todo eso lo que ella le iba a obligar a aceptar con su perfecto plan?

¡Desde luego que no!.

Ella se atragantó con solo pensarlo. Ella pretendía salvarle la vida. Pero él no lo entendería y ella no podía explicárselo de la manera simple.

¿Hasta cuándo descubriría él, que su inesperado amor había surtido efecto en ella?.

Tal vez era mejor que él no se enterara, las cosas eran ya tan complicadas, que un trozo de amor no sería bien recibido en estos momentos.

Él la había derrotado sin saberlo.

Y tuvo que aceptar que su frágil amor, no le haría bien a ninguno de los dos. Tres. Corrigió. A ninguno de los tres.

Ella subió la escalera y se dirigió a la alcoba, cerró la puerta y se acercó al balcón.

Hombres trabajaban retirando los vidrios rotos y colocando nuevos en las ventanas de la mansión y a lo lejos, justo en la línea donde nace el horizonte, se esbozaba una tormenta.

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