Azul

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LA tarde estaba a punto de desfallecer y la tormenta aún se agrupaba en el horizonte. Como si con su inquietante color, apremiara a Fátima para que resolviera este problema de acuerdo a sus deseos.

Ella colocó la capa sobre sus hombros y metió el documento lacrado que Santiago le entregó varias horas antes, en un pequeño ridículo de terciopelo, salió de la habitación, bajó la escalera y cruzó la sala. La casa estaba en silencio, ni siquiera percibió el cuchicheo de las cocineras, ni la música interpretada por las cucharas en las ollas o los cuchillos sobre las tablas.

Fátima salió de la mansión y se encaminó al establo. Pablo estaba cepillando el caballo de Santiago.

—Pablo, ¿podría utilizar el coche?.

—Desde luego, doña Fátima. Deme un par de minutos para enganchar los caballos y pasaré por usted a la casa.

—No. Prefiero esperar aquí.

—¿Don Santiago sabe que va a salir?.

—Si. —Ella no dejó que la interrogara más— Pablo, quiero que me lleves al puerto.

—Como usted diga doña Fátima.

Él ya no preguntó más y se aprontó a concluir el enganche de los caballos. Luego encendió las lámparas que pendían de los soportes a los costados del pescante, abrió la puerta y sujetó la mano de ella para ayudarle a entrar en la berlina. Él subió al pescante, agitó las riendas y los caballos echaron a andar.

El coche giró por el camino de gravilla y cruzó frente a la casa, ella instintivamente se enderezó y observó por la ventanilla y vio a Santiago, él estaba ahí en la puerta, contemplando el carruaje que se alejaba. Él no se movió, y ella dudó que hasta respirara.

Él estaba pálido, su aspecto era terrible, llevaba deshecha la corbata y pendía del cuello, el chaleco desabrochado, una parte de su camisa ondeaba fuera del pantalón y un mechón de su cabello cubría una parte de su cara. No había ninguna emoción en su rostro, parecía estar espeluznantemente tranquilo. Una descarga helada se apoderó del cuerpo de Fátima y no fue capaz de apartar su mirada de aquellos ojos azul turquesa que ni siquiera parpadeaban. El coche dio vuelta y emprendió el camino hacia el puerto. Fátima perdió de vista a Santiago, pero un espantoso terror se apoderó de ella.

¿Cuánto dolor más podía tolerar él?.

Se le atoró la respiración en la garganta. El pecho le dolía y las silenciosas lágrimas rodaron de nuevo.

Otra vez había llanto por una nueva pérdida.

Cayó la noche, ella imaginó que bajo su manto oscuro pasaría desapercibida en aquella ciudad y sus caminos. Después de varios minutos de llanto profundo y continuo, ella se tranquilizó. Si iba a aplicar su nuevo plan, no debía mostrarse debilitada.

Llegaron a las afueras del puerto y Pablo se detuvo un momento, bajó del pescante y abrió la portezuela.

—Doña Fátima, hemos llegado. ¿Quiere que vayamos a algún lugar en especial?.

—Llévame a la taberna.

—¡¿A la taberna?!. Doña Fátima ese no es un buen lugar para usted. ¡Don Santiago me va a matar si se entera que...!

—Llévame a la taberna, por favor.

—Cómo usted diga doña Fátima.

Pablo cerro la portezuela y regresó al pescante, echo a andar los caballos y condujo el coche por los callejones oscuros hasta la taberna. Él descendió y abrió de nuevo la puerta.

—Doña Fátima ¿quiere que la acompañe?.

—No. Espérame aquí, yo volveré en un par de minutos.

Él la miró escandalizado, sin embargo se sometió a su petición y ni siquiera intentó seguirla. Ella bajó la capucha que cubría su cabeza y caminó hacia la puerta de la taberna, empujó una de las hojas de madera y entró majestuosa.

Las mesas estaban atiborradas de hombres que se hacían acompañar de botellas de aguardiente y de mujeres que intentaban sobrevivir a una noche más de trabajo. Ella no se detuvo a mirar, se encaminó expresamente hacia la barra, que estaba también repleta de hombres de pie que ni siquiera se inmutaron con su presencia, pero todos ellos la observaban lascivos, haciéndose ademanes burdos entre ellos refiriéndose a aquella distinguida mujer.

—Estoy buscando a un hombre extranjero. Un inglés. —Ella preguntó decidida al cantinero.

—¿Inglés?. Han venido varios extranjeros es difícil recordarlos a todos. —Fátima extrajo una moneda dorada de su bolso y la colocó sobre la barra. El cantinero la cubrió con el trapo y la deslizó por la madera hasta que cayó en una de las bolsas de su delantal— ¿Cómo es el que usted busca?.

Apoyó un brazo sobre la barra, mientras con la otra mano limpiaba la tabla con el trapo sucio y húmedo y preguntaba con más curiosidad que ganas de ayudar.

—Él mide cerca de un metro ochenta, entre treinta a treinta y cinco años, delgado pero musculoso, de piel bronceada, tiene los ojos azules... —Ella no terminó la descripción.

—¡Fátima!.

Se volvió de inmediato al escuchar la voz detrás de ella. Eugene estaba a menos de un metro de distancia de ella, él sujetaba el guardamano de la espada, preparado para desenvainarla si hacía falta. Antes ya se habían enfrentado a situaciones similares, y a ella no le sorprendía la posibilidad de tener que verse inmiscuida en una batalla. La gran diferencia era que esta vez, ella no iba armada.

Fátima se echó a sus brazos.

—¡Eugene!. No sabes qué alegría me da verte. Sabía que estabas aquí.

—Ven conmigo.

Eugene estaba tan serio que a ella le pareció que él desaprobaba su repentina aparición. Y su voz se lo confirmó, sus palabras sonaron ásperas. Él no respondió al abrazo de ella, se mantuvo rígido. La sujetó del brazo con tanta fuerza que ella temió que le rompiera el hueso mientras la arrastraba fuera de la taberna.

Caminaron apresurados varios metros, alejándose de aquel lugar y del coche, ante los pasmados ojos de Pablo.

Eugene la condujo a una posada modesta. Subieron la escalera y se detuvieron frente a la puerta de una habitación. Eugene llamó en tres ocasiones y luego giró el picaporte. Abrió la puerta y la sostuvo para que ella entrara.

De pie, atrincherado en la pared y observando a través de la ventana, descubrió a Robbie.

—Fátima, no pensé que te vería tan pronto.

A penas la vio, Robbie se acercó, sujetó sus manos y depositó un beso en su frente.

—Fátima te dije que estábamos esperando que Sir Henry nos enviara refuerzos para buscar al Capitán. —Eugene se paró a su lado y le plantó un tierno beso en la mejilla— El Black Clover y El Revenge atracaron anoche. El Cerulean, El Leprechaun y El Rouge, arribaran en las próximas horas. Georgie, Vane y Ladmirault vienen comandando los navíos.

¡Georgie, Vane y Ladmirault comandaban los navíos!.

¡Vane y Ladmirault al mando de sus navíos!.

¡Por Dios!. Fátima sintió que las piernas se le ablandaban. Su piel perdió el calor y se le secó la boca.

¡No tenía tiempo para atemorizarse!

Ella levantó la cabeza de manera altiva y eliminó de su rostro toda expresión, minimizando así, la magnitud de aquella confidencia.

—Fátima, hemos acordado que en cuanto estemos todos reunidos aquí, tomaremos la casa, el almacén y las plantaciones del astuto señor de Alarcón. Lo obligaremos a llevarnos a en dónde está el Capitán Drake.

Ella conocía perfectamente bien la mirada rígida y fría de Robbie, y su voz decidida sonaba como un relámpago. La sangre se le congeló en las venas y un escalofrío severo estalló simultáneamente en cada una de sus terminales nerviosas.

Dos barcos anclados y tres más en camino significaban un ejército de piratas que habían permanecido durante varios años en estado de aletargamiento y que ahora de un segundo a otro estaban preparados para tomar y desmantelar lo que se cruzara en su camino o intentara bloquear su misión. Santiago no sería capaz de sobrevivir al ataque de un puñado de ellos.

Fátima percibió su brutalidad como nunca antes la había visto. Las almas piratas de todos esos hombres continuaban arraigadas en sus cuerpos, y todo el romanticismo con que ella los había idealizado, se esfumó.

Aquellos hombres habían recobrado su ferocidad y su impiedad. Y tal vez, lo peor de todo era que el Capitán Drake había tenido mucho tiempo para alimentar su rabia, seguramente habría moldeado su venganza con la imagen de Santiago. Esto solo auguraba una masacre.

La atemorizó la idea de encontrarse con un hombre transformado, con aquel Oliver feroz y desenfrenado del que había escuchado mil historias sanguinarias y tétricas. Un hombre a quien ella no sería capaz de reconocer.

—¿Cinco navíos?. ¿Tantísimos hombres para enfrentar a uno solo?. —Preguntó ella con ironía.

—Él puede tener refuerzos ocultos en alguna parte. —Respondió Eugene perplejo ante el ataque de ella.

—Tú bien sabes que Santiago no tiene guardia que lo proteja, ni refuerzos de donde echar mano. Él está solo. O si con “refuerzos” te refieres a su chofer, el ama de llaves y las tres sirvientas...

Eugene ignoró la perorata de la joven y mantuvo su punto.

—Fátima, esto es un ajuste de cuentas. El rescate es cuestión de tiempo solamente.

—Si así fuera, vendría primero el ajuste de cuentas y luego el rescate, ¿cierto?. —Ellos no entendieron, se miraron uno a otro y luego resoplaron como si intentaran hacer entender a un infante un problema matemático difícil— No será necesario el asalto. Sé donde está Oliver. —Les dijo con toda la serenidad de la que pudo echar mano. Los dos hombres la miraron sorprendidos— Él está recluido en la prisión. —Ella sacó del interior del ridículo el documento lacrado y se lo entregó a Eugene— Este es el salvoconducto para liberar a Oliver de la cárcel, lo recibí hace un par de horas. Pregunta por el Coronel Salvatierra, dile al custodio que vas de parte de Santiago de Alarcón y que llevas una carta para coronel. Él liberará a Oliver después de leer este documento.

—No lo entiendo. —Eugene le arrebató el papel de la mano y lo observó con detenimiento— ¿Cómo conseguiste esto?. —Le dijo enfurruñado, como si la sola existencia de ese papel desmantelara su bien fraguado plan, o ¿sería tal vez la necesidad limpiar su honor manchado por el engaño de un hombre al que habían considerado amigo, y que solo podía remediarse blandiendo en su contra, la venganza como una espada recién afilada?— La última vez que nos vimos, no sabías con precisión en dónde estaba Oliver, por esa razón te quedaste con Santiago, para averiguarlo. ¿No es así?.

Eugene le estaba recriminando que hubiera puesto en sus manos la posibilidad de terminar con una batalla antes siquiera de haberla iniciado. Ella entendió que aquellos hombres no estarían satisfechos sin exigir la cuota de sangre correspondiente al escarnio del que habían sido presas. Aún cuando ella que era la parte directamente afectada, no estaba dispuesta a permitir que se le ofrendaran vidas como pago de esa afrenta.

—Así es. También averigüé cómo ocurrió el incendio en Viridian, y como nos hicieron creer que aquel cuerpo quemado era el de Oliver. Sé como lo trajeron desde Charles Towne hacia acá.

—¿Qué estás diciendo?.

Eugene se aferró a los hombros delicados de ella y la zarandeó. No pudo contener su molestia o su desconcierto, sus dedos clavados en la carne de ella, la lastimaron.

—¡Eugene, suéltala!.

Robbie sujetó con fuerza el brazo de Eugene, obligándolo a liberarla.

—Cuando te vi cerca del mercado, supe de inmediato que no te habías marchado a bordo del Cerulean, y que seguramente habrías enviado un mensaje a Georgie con la información que yo te había dado. Por eso vine a buscarte ahora, para entregarte la posibilidad de rescatar a Oliver.

—¿Y por qué estás tan segura de que no es otra treta de Santiago?. No has pensado que quizá ya nos estén esperando en la prisión y que esta carta sea solamente el boleto a prisión.

Él estaba fastidiado, había levantado tanto la voz que empezaba a gritarle y manoteaba, como si ella no fuera capaz de medir el alcance de semejante posibilidad.

—Alfonso es quién está detrás de todo esto, no Santiago. —Eugene se abalanzó sobre la pared y la golpeó con ambos puños, maldiciendo entre dientes. Fátima permaneció impasible— Si bien es cierto que Santiago planeo a detalle toda esta parodia del incendio y la muerte de Oliver y la ejecutó sin que ninguno de nosotros se percatara de lo que ocurría. Santiago solo actuaba bajo las órdenes y amenazas de Alfonso. El duque no está enterado de que Santiago tiene prisionero a Oliver y que yo me he hospedado en su casa durante todos estos meses. De lo contrario, Alfonso ya se hubiera presentado hace tiempo y se hubiera encargado de mandar ejecutar a Oliver y seguramente a mí también. Y tú, Robbie y los cinco barcos y sus tripulaciones, no habrían podido hacer nada para evitarlo.

Ella también quería gritarles, obligarlos a que entraran en razón y que vieran la situación desde su perspectiva. Pero, ellos eran hombres hechos en las batallas sangrientas y peligrosas. Eran miembros de una hermandad y como tal, no se detendrían ni siquiera por las inútiles explicaciones de la mujer del capitán.

—Vendrás ahora mismo con nosotros a bordo del Black Clover.

Dijo Eugene sofocado por la ira, sujetándola del brazo y casi arrastrándola hacia la puerta. Élla se resistió.

—¡No!. —Ambos la miraron con las quijadas trabadas y con los músculos tensos— Eugene puede ser que no entiendas la gravedad de lo que ha ocurrido y solo quieras blandir una espada y sosegar tu sed de venganza con la muerte de alguien que podría ser inocente. Esto no es una cuestión de honor. Es sobrevivencia. Santiago se hizo cargo de mí, me hospedó en su casa y me puso fuera del alcance de Alfonso, a pesar de las amenazas que ese monstruo le lanzó. Y a pesar de que es por causa de Santiago que hemos tenido que enfrentarnos a esta horrible travesía, es también gracias a él que yo volví a... —Ella tuvo que hacer una pausa, estaba a punto de revelar su secreto y justo a tiempo corrigió el curso— Él me dio la oportunidad de llorar, de liberar mi desesperación y mi dolor sin que nadie me lo impidiera. Me impulsó a desafiar la inmensidad de la pena que me consumía y vencerla. Si yo me hubiera quedado con ustedes, no lo habría superado. Cada uno de nosotros encaró el dolor de diversas maneras. Y todos ustedes volcaron su pesar en mí. Ninguno de ustedes supo cómo manejar mi sufrimiento. Ninguno de ustedes lo habría podido hacer. —Pensó que ninguno de ellos la habría amado de la forma en que él la amaba a ella— Yo tengo una deuda personal con Santiago. Y no puedo marcharme ahora. No, hasta que Oliver esté a salvo y no solo me refiero a que sea liberado de prisión, sino que también esté libre de cometer alguna locura que pueda costarle la libertad o la vida.

—Fátima, si entiendo correctamente, ¿estás sugiriendo que nosotros vayamos a liberar al Capitán y luego zarpemos sin darle su merecido a Santiago?. ¿Y tú te vas a quedar con el español?

Robbie se frotó la barbilla y entornó los ojos.

—Es correcto, Robbie. En el instante en que Oliver esté libre, se dirigirá a casa de Santiago. Él sabe que fue Santiago quien perpetro todo este desastre, y estoy segura de que lo va a... —Robbie la interrumpió.

—Fátima, Oliver aún ostenta el grado de Capitán, ninguno de nosotros podría desafiar sus órdenes.

Robbie razonaba siempre de manera tan práctica. Y su practicidad no era contrincante para la determinación de ella.

—Él es su Capitán, pero no el mío. No voy a permitir que él se comprometa de ninguna manera. —Ella asió el cuello de la camisa de Eugene— Aunque tenga que enfrentarme yo misma contra él. Prométeme que no le darás tiempo a Oliver para pensar o hacer nada. En cuanto lo liberen, llévatelo de aquí inmediatamente. ¡Prométemelo Eugene!.

Él notó la desesperación de ella, y se mantuvo firme en sus condiciones. Algo no estaba marchando bien. Y él lo percibía aunque sin poder determinar con precisión que era.

—Fátima prometo que si es preciso arrastraré a Oliver a bordo del Cerulean, pero tú a cambio debes abordar el Black Clover y permanecer ahí hasta que zarpemos.

—De ninguna manera, Eugene. No estás en posición de negociar.

Era ella quien no estaba en posición de negociar con una horda de piratas que como tiburones, solo esperaban una gota de sangre para desencadenar una masacre.

¿Podría él obligarla a seguir sus ordenes?.

No.

Él temía demasiado que ella perdiera la fuerza que había recuperado.

Él desconfiaba tanto que no se atrevería a llevarle la contraria. Preferiría enfrentarse a la furia de Oliver que colocarla a ella en una situación que provocara su desaliento.

Ella conocía todos los matices emocionales internos de ese par de hombres, ellos eran como hermanos para ella, y sabía hasta donde presionarlos y exigirles.

—Escúchenme bien los dos, aunque ambos me juraran por sus vidas que harán lo que les he pedido, la única garantía que tengo de que Oliver no cometerá una locura, es que personalmente me asegure de que así sea y solo lo conseguiré mientras yo permanezca al lado de Santiago.

—Fátima, lo que pides es imposible de conceder. Cuando el Capitán esté libre no aceptará zarpar sin enfrentamiento de por medio.

Robbie sacudió la cabeza y cruzó los brazos.

—Lo sé Robbie, por eso ustedes deben convencerlo u obligarlo a marcharse de inmediato. Hagan lo que sea necesario. Eugene, ven a recogerme cuando Oliver esté a bordo de alguno de los barcos y en camino a Charles Towne.

—Fátima...

—Recuerda que prometiste que recompensarías a Santiago por su invaluable ayuda. Considero que su vida es un precio justo.

Los ojos de Eugene se abrieron tanto que Fátima pensó que los perdería. Él nunca se imaginó que ella estaría enterada de esa clase de acuerdos. Había sido una conversación entre hombres, una oferta con tintes de aflicción. Y ahora, ella se la planteaba como una amenazante promesa que él debía cumplir.

Y él, Eugene Armitage, siempre respetaba sus promesas.

—¡Fátima no puedo permitir que te marches!. —Eugene aprisionó el brazo de ella.

—Ya me he enfrentado al peligro antes, no me resulta desconocido y tampoco me amedrenta.

—Respondió ella con voz serena. Tanto que le provocó escalofríos a Eugene.

—Fátima... —Ella lo abrazó.

—Ven por mí, cuando Oliver haya zarpado hacia Charles Towne. —Ella se separó de Eugene y se lanzó a los brazos de Robbie— Robbie ayúdame. Te necesito de mi lado y no de parte del Capitán.

Él disminuyó la dureza de su mirada. Fátima no estuvo segura si él se ablandó ante su petición desesperada, o tal vez descubrió la realidad en su decisión de no acompañarlos. Ella estaba entregándoles a Oliver sin ninguna clase de aspaviento, muy contrario a lo que ellos hubieran imaginado. Fátima era la esposa de Oliver. Ella debía correr a su lado y ser ella quien lo liberara, y en cambio ella optaba por permanecer al lado de Santiago.

Robbie era demasiado práctico, había analizado las palabras de ella de manera que le hubieran presentado otras posibilidades. Robbie sujetó con su mano el dije redondo de Oliver que pendía del cuello de la joven y la miró directo a los ojos.

¡Demonios!, solo tuvo que mirar en lo profundo de esos ojos para caer en la cuenta de que ella se había enamorado del maldito español, confirmó malhumorado el inglés.

—Fátima la batalla se está librando aquí. —Soltó el dije y con la punta de su dedo lo golpeó un par de veces. Él se refería al corazón de ella. ¡Él lo sabía!— Asegúrate de no dejar heridos ni rehenes. Porque un malherido puede no aceptar la derrota.

—No estoy segura de cómo hacerlo.-Respondió ella sosteniendo su mirada y sin intentar frenarse más, le mostró su angustia.

—Lo sabrás cuando llegue el momento. Y si no, yo voy a estar a tu lado para hacer el trabajo sucio.

Él se inclinó y depositó un beso sobre la frente de ella, mientras la abrazaba como si intentara proteger a una niña de un imaginario monstruo nocturno.

—Ya debo irme.

—Yo te llevaré de regreso a casa de Santiago. —Le dijo Eugene casi resignado.

—No es necesario. El carruaje espera por mí frente a la taberna.

—Te acompaño hasta el coche. —Insistió.

Abandonaron los tres de aquella habitación, bajaron la escalera y salieron de la posada. Al llegar a la calle, ella pudo ver claramente a Pablo que se paseaba de un lado a otro, estrujándose las manos, mientras con su mirada intentaba localizarla en alguna parte de la oscuridad.

Eugene y Robbie la custodiaron hasta el carruaje. Robbie abrió la portezuela y le ofreció la mano para ayudarla a subir. Ella abordó el coche y tomó asiento, Eugene se acercó al umbral de la puerta, mientras Robbie la mantenía abierta.

—Fátima, Vane y Ladmirault no verán las cosas de la misma manera que tú.

—Esa es una razón más para que yo permanezca con Santiago. —Ella sujetó con fuerza la mano de Eugene— Yo sé que en el fondo, tú también entiendes mi postura.

—Habría preferido que no fuera así. —Él también lo había entendido. A él también le había bastado mirarla a los ojos para darse cuenta de lo que burbujeaba en el interior de ella— Y te juro por mi vida que no blandiré la espada contra Santiago. —Su voz tenía un dejo de desencanto.

—Pablo, regresemos a la mansión, por favor.

Ella sentía la necesidad de alejarse de ahí. Ella estaba incómoda, y experimentaba una profunda culpabilidad por un horrendo crimen que ni siquiera había cometido. Y las miradas de aquellos hombres aunque no eran complacientes tampoco eran hostiles, pero si conseguían hacerla perder la entereza.

—Como usted diga doña Fátima.

Robbie cerró la portezuela y dio varias palmadas indicándole al cochero que podía echar a andar el coche. Ella se recargó sobre el respaldo del asiento. Sus manos se rehusaron a levantar la cortinilla de la ventana, ella estaba nerviosa, sentía como su cuerpo trepidaba. Le quedaba claro que ese par de hombres estaban decepcionados.

Descubrir que ella amaba a Santiago no fue una noticia que Eugene y Robbir hubieran esperado recibir y mucho menos que se hubieran visto obligados a aprobar o a censurar. Las circunstancias habían jugado un papel determinante, y ellos estaban consientes de eso.

Pablo condujo el coche tan aprisa como la fuerza de los caballos se lo permitió. Era ya muy tarde, sería cerca de la media noche cuando arribaron a la casa. El cochero disminuyó la velocidad, Fátima supuso que llevaría el carruaje hasta la puerta principal de la mansión y se asomó por la ventana para darle una nueva orden.

—Pablo, ve directamente a la caballeriza, por favor.

—Como usted diga doña Fátima.

Cruzaron por el frente de la casa y ella percibió que no había luz en la habitación de Santiago, solo en la ventana de su propia habitación emergía una débil señal de luz, seguramente Índigo estaría esperándola. Fátima se había olvidado completamente de ella, ni siquiera le había dejado una nota.

Llegaron a la caballeriza y finalmente el carruaje se detuvo. Pablo se apresuró a abrir la puerta y a ofrecerle la mano para ayudarla a bajar y desenganchó una de las linternas que pendían del pescante.

—La acompaño hasta la casa doña Fátima, luego regresaré a desenganchar los caballos.

—Te lo agradezco Pablo.

Ella se aferró al brazo del hombre y caminaron a través del desastrado jardín, que bajo la frágil luz de la linterna, se veía tétrico, como si en cualquier instante los fantasmas de aquellas inocentes flores se fueran a levantar clamando por un lugar de descanso pacífico.

Llegaron a la puerta principal de la mansión, Pablo la abrió y la sostuvo para que ella entrara, pero él no ingresó con ella. Apenas Fátima cruzó el umbral, él cerró la puerta y regreso a las caballerizas.

Entonces ella notó que no tenía velas, pero había luz ahí. Se sorprendió al ver a Santiago sentado en el tercer peldaño de la escalera. Había una botella de vino casi vacía en el primer escalón. Su camisa estaba fuera del pantalón, no llevaba corbata ni chaleco, tampoco casaca, sus brazos estaban apoyados sobre sus rodillas y su cabeza descansaba encima y un candelabro con cinco velas colocado en el piso le proporcionaba una tenue compañía. Santiago ni siquiera se movió cuando escuchó el golpe de la puerta al cerrarse.

—¿Santiago?. —Le habló ella en un susurro.

Él no modificó su posición y le respondió con otra pregunta agria.

—¿Qué haces aquí?.

Ella avanzó hasta que solo dos peldaños los separaban. Y volvió a bombardearlo con preguntas.

—¿Conchita cambió el vendaje hoy?. ¿Cómo han evolucionado las heridas de tus manos?.

Él no respondió ninguna de sus preguntas.

—Estaba seguro de que te habías marchado.

Su voz estaba constipada. La conmovió saber que este hombre había llorado y lo aceptaba no como una debilidad, sino como un desahogo.

—Tenemos un pacto.

Él levantó el rostro y clavó su mirada en la figura apenas delineada de ella. Sus marítimos ojos estaban enrojecidos y no brillaban como en ocasiones anteriores. Las pupilas negras habían devorado casi todo el color. Él había permanecido mucho tiempo tragado por la oscuridad de la mansión. Las velas no iluminaban lo suficiente.

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