Aurora

Aurora


7. Qué es esto

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7

QUÉ ES ESTO

*

Siente el golpe seco del impacto en el agua, el chapoteo del transbordador en la superficie. Se libra de las correas y se pone en pie, pero cae de inmediato. Ay, claro, aún tiene dormidos los pies. Maldita sea. Es como caminar con los dos entumecidos al mismo tiempo, muy difícil, molesto. Mantener el equilibrio en el oleaje oceánico, ay, dios, se ha caído.

De nuevo en pie, se tambalea en dirección a Badim. Está despierto, le aferra el brazo y sonríe. Le dice:

—Ayuda a los demás.

El suelo se balancea y cabecea bajo sus pies mientras se dirige hacia la consola de operaciones y se reúne con quienes se han agrupado a su alrededor. Aram teclea febril. Dirige a Freya una mirada entusiasmada, como ninguna que ella haya visto en sus ojos.

—Hemos amerizado —dice—. Estamos vivos.

—¿Todos? —pregunta ella.

Él sonríe de oreja a oreja, como si la pregunta de ella fuese predecible.

—Aún no estoy seguro —dice—. Probablemente no. Porque menudo viajecito hemos tenido.

—Comprobémoslo —propone Freya—. Ayudemos a los heridos. ¿Hemos establecido contacto con el exterior?

—Sí, se dirigen hacia nuestra posición. Un barco, o quizá una pequeña flotilla. No tardarán.

—Bien. Pues preparémonos para cuando lleguen. Procuremos no hundirnos en el fondo del mar, después de todo por lo que hemos pasado. Creo que eso suele suceder en aterrizajes como este.

—Sí, es un buen plan. Da la impresión de ser menos pesada que 1 g, ¿no crees? —Aram sigue sonriendo de una manera totalmente impropia de él, sobre todo teniendo en cuenta que siempre le había parecido alguien predecible.

—No tengo ni idea —dice, molesta—. No siento los pies. Ni siquiera me tengo en pie. ¿Estamos en mitad de un fuerte oleaje o algo?

—¿Quién sabe? —Muestra las palmas de las manos—. ¡Habrá que preguntar!

Unas personas vestidas con lo que parecen ser trajes espaciales entran en la sala y los ayudan a ponerse en pie y evacuar el transbordador, atravesando un tubo con suelo móvil que los conduce a una especie de sala más espaciosa, muy estable en comparación con el transbordador, a pesar de lo cual ella sigue siendo incapaz de tenerse en pie. En el fondo teme a la gente vestida con traje espacial, trajes de cuarentena, sin duda, todos más bajitos que ella. No suelta a Badim por nada del mundo. A su espalda entra más gente, todos sus compañeros de viaje, e intenta llevar la cuenta, pero fracasa. Intenta recordar los rostros que ve, y pregunta a los del traje que tiene más cerca:

—¿Están bien todos? ¿Hemos sobrevivido?

Entonces por el extremo del tubo aparecen personas con traje que llevan camillas, y ella grita algo e intenta echar a correr hacia ellos, pero cae, se arrastra, la ayudan a ponerse en pie, la llevan hacia allí. Chulen, y Toba, inconscientes como mínimo, posiblemente muertos.

—¡Chulen! ¡Toba! —grita de nuevo. No hay indicios de que la hayan oído.

Badim se encuentra a su lado, diciendo:

—Freya, por favor, deja que los lleven a la enfermería.

—Sí, sí. —Yergue la postura, una mano apoyada en el hombro de él, tambaleándose—. ¿Tú estás bien? —le pregunta, mirándolo con atención.

—Sí, cariño. Estupendamente. Casi todos estamos bien, parece ser. Enseguida tendremos el parte. De momento, pongamos manos a la obra. Acompáñame. Mira, tienen una ventana.

Muertos en el último momento, en la aproximación final. Qué lástima, qué… algo que no puede nombrar. Cruel destino. Absurda ironía. Eso, absurdo. La realidad es absurda.

Se mueven lentamente. Ella no deja de tambalearse. Es como andar con muletas atadas a las rodillas. Muy frustrante.

—Mira, hay una ventana. A ver qué vemos.

Se abren paso entre la multitud que se agolpa en la ventana. Los de la nave miran por la ventana con ojos bizcos, haciéndose visera con la mano. Hay mucha luz ahí fuera. Un azul intenso. A sus pies hay un plano azul marino, y encima tienen una cúpula azul claro. El mar. El océano. Lo han visto a menudo en pantallas, y esa ventana también podría ser una pantalla enorme, pero de algún modo está claro que no lo es. Por qué es tan evidente para el ojo que se trata de una ventana es una cuestión intrigante, pero la hace a un lado y mira como los demás. La luz del sol baña por doquier la superficie del mar, cuesta mucho mirar y mantener el equilibrio, y las lágrimas le ruedan por las mejillas, pero no por la emoción que siente, sino por la intensidad de la luz, que la obliga a parpadear continuamente. Muchas voces, todas conocidas, llantos, exclamaciones, comentarios, risas. No puede mirar por la ventana, el temor de enfrentarse a un mundo entero, visible, se transforma en un nudo en su estómago que se tensa hasta obligarla a agacharse, a agachar la cabeza bajo la ventana. Náusea, mareo. El vértigo terrestre.

—Aquí hay más luz —dice Badim, no por primera vez. Ella lo percibe en su voz. Percibe que se repite, y recuerda habérselo oído decir antes, cuando ella no oía nada—. Más luz de lo que acostumbrábamos a llamar luz del sol. Y no creo que la gravedad de aquí sea equivalente a la nuestra, ¿tú qué opinas? ¡Es más ligera!

—No sabría decirte —responde Freya. Tampoco siente el barco zarandeado por el oleaje—. ¿Estamos a bordo de un barco?

—Eso creo.

—¿Por qué no se nota el oleaje?

—No lo sé. Quizá sea tan grande que las olas no lo zarandean.

—Vaya. ¿Eso es posible?

Habla uno de los anfitriones, no saben muy bien quién, la voz surge amplificada, y todos ellos van cubiertos por cascos y los miran con curiosidad.

—Bienvenidos a bordo del Macao’s Big Sister. —Extraño acento; por lo que recuerda de las retransmisiones procedentes de la Tierra, supone que se trata de un inglés asiático, pero distinto. Nunca lo ha oído y le cuesta seguirlo—. Nos alegra tenerlos a salvo. Lamentamos informarles que siete de sus compañeros murieron durante el descenso, y que varios están heridos o angustiados, ninguno de ellos en estado crítico, nos alegra aventurar. Esperamos que comprendan que llevamos trajes protectores para nuestra mutua seguridad. Hasta que nos aseguremos de que no constituimos un problema para ustedes, ni que ustedes lo son para nosotros, tenemos órdenes de pedirles que permanezcan en estas salas que les hemos habilitado a bordo del Macao’s Big Sister, y que por favor no nos toquen. El periodo de cuarentena no durará mucho, pero debemos llevar a cabo un análisis exhaustivo de ustedes, y de su estado de salud, para nuestra mutua seguridad. Sabemos que debido a sus experiencias en Tau Ceti comprenderán nuestra preocupación.

La gente de la nave cabecea en sentido afirmativo, cruzando miradas incómodas. Algunos se vuelven hacia ella.

—Por favor —dice Freya—, díganos quiénes han muerto y quién está ingresado en el hospital. Podemos ayudar a identificarlos si tienen problemas leyendo sus chips. ¿Podrían también decirnos qué ha sido de la nave y de Jochi? ¿Han dado ya la vuelta al Sol?

Está muy desorientada, pero al menos parece posible que en el mismo tiempo que han tardado en descender a través de la atmósfera, amerizar y ser rescatados y llevados a ese lugar, la nave tal vez haya alcanzado el Sol y lo haya rodeado. O no. Pero no es así; la nave se desplaza mucho más lentamente y mantiene su rumbo a la órbita de Venus.

El barco en el que se encuentran tiene dos kilómetros de eslora, y la cubierta superior se alza a doscientos metros sobre el nivel del mar, es como una especie de isla flotante que se desplaza lentamente por el océano, gracias a unos palos que adoptan la forma de velas diversas, además de unas velas cometa que se alzan tan en lo alto que apenas son puntos visibles, o invisibles siquiera. Las velas cometa atrapan la condensación, según parece. La nave avanza lentamente por el oleaje, como una isla libre de sus amarres. Según parece hay muchas islas flotantes como esa, y ninguna de ellas parece tener mucha prisa por llegar a ninguna parte. Naves ciudad, las llaman sus anfitriones. Como todos ellos, Macao’s Big Sister se desplaza a merced del viento, por tanto en algunas travesías circunnavega la Tierra de oeste a este, y en otras ocasiones aprovecha los alisios en las latitudes intermedias para dar la vuelta por poniente, en el Pacífico y el Atlántico. Hasta cierto punto pueden virar por avante y cuentan con motores eléctricos para obtener potencia auxiliar, o cuando necesitan afinar la maniobra. Dicen fondear frente a los puertos de las ciudades costeras que no son muy distintas de las naves ciudad. Las transmisiones enviadas a la nave no mencionaban todo esto ni por asomo. Todas las ciudades costeras son mayormente nuevas, les dicen, ya que el nivel del mar es más alto que cuando abandonaron el sistema solar, 24 metros más elevado. Por tanto ha habido muchos cambios. Tampoco mencionaron eso en las transmisiones.

Desde la salas superiores donde están confinados, cuyas ventanas dan a la cubierta superior de la nave ciudad, que es como un parque flotante bajo el cielo, pueden ver lo que calculan será un centenar de kilómetros de la inmensa llanura azulada. El horizonte se cubre a menudo de nubes, y las nubes se tiñen de colores al amanecer y al atardecer, naranjas, rosas o ambos a un tiempo, luego malva y púrpura con las últimas luces. A veces media una bruma entre ambos azules del mar y del cielo, blancuzca, poco definida; en otras el horizonte es una línea perfectamente definida, situada en la lejana distancia, en la frontera del mundo visible. Ay, la Tierra, qué grande es. Freya sigue siendo incapaz de mirarla; incluso sentada en una silla junto a la ventana sigue perdiendo el equilibrio, se le revuelve el estómago, la náusea invade hasta la última de sus células. Le asusta lo incapaz que se siente entonces. Aurora no le afectaba de esa manera, aunque solo la vio a través de las pantallas, procesada y como una especie de versión en miniatura. Esta ventana debería no ser más que otra pantalla, una gran pantalla que le proporcionara una transmisión de la Tierra, como cada noche cuando era pequeña. Pero no lo es, es distinta, como en los sueños donde un espacio normal y corriente cubierto de luz se cubre de pronto de oscuridad. Es un miedo que no puede evitar, una especie de terror; incluso cuando se aparta de la ventana, y camina en un andador hasta otras salas, a la estancia que le han asignado para que pueda dormir, la persigue, un miedo que en sí mismo es aterrador. Tiene miedo del miedo.

Están sometidos a 1 g por definición, pero los viajeros deciden, y los registros en los ordenadores que trajeron consigo confirman, que pasaron sometidos a algo próximo a 1,1 g durante el viaje de vuelta. Las grabaciones y registros no les permiten averiguar por qué la nave tomó esa decisión.

—Debió de hacerlo para asegurarse de que a nuestra llegada nos sintiéramos más livianos —aventuró Freya a Badim.

—Sí, imagino que es posible. Supongo. Pero también me pregunto si hubo programación por parte de la gente del año 68, una alteración de algún tipo que privase a la nave de un marco de referencia. Podemos preguntárselo cuando dé la vuelta al Sol.

Ah. Esa es la fuente de su temor. Una de ellas, al menos. Tal vez haya más, varias, quizá. Pero esa le duele en el alma.

—¿Han llegado al Sol?

—Casi.

Sea o no más liviana la gravedad, Badim muestra los efectos de… algo. De estar en la Tierra, dice él. Bromea que sus cuerpos se oxidan a mayor velocidad en este mundo, el mundo real. Está más envarado, se muestra más lento.

—Lo cierto es que, dependiendo de cómo lo cuentes —le dice a Freya cuando ella comparte con él su preocupación—, ahora tengo unos doscientos cuarenta y cinco años.

—Por favor, Beebee, ¡no lo digas así! Ahora resultará que todos somos demasiado viejos para vivir. De esos años, pasaste dormido ciento cincuenta, no lo olvides.

—Dormido, sí. Pero ¿cómo prorrateamos esos años? Solemos incluir el tiempo que dormimos cuando decimos nuestra edad. No decimos «He vivido sesenta años y dormido veinte». Decimos «Tengo ochenta años».

—Y así es. Y para tener ochenta años lo llevas muy bien. Pareces un cincuentón.

Él se ríe al oír eso, encantado con la mentira, o por el hecho de que le mienta.

Su nave ha llegado al Sol, y Freya, con el corazón en un puño, pide a sus cuidadores que le muestren lo que puedan. Los cuidadores muestran imágenes en la gran pantalla instalada en una amplia sala a la que puede acudir todo aquel que quiera. No todo el mundo desea verlo, pero la mayoría sí, y, con el transcurso de los minutos, casi todos los que dijeron querer quedarse a solas, o con la familia, acaban entrando para reunirse con los demás. La pantalla muestra imágenes del Sol. Se sientan en la estancia a oscuras, mirándolo. Cuesta respirar.

La imagen del Sol, vista a través de un filtro, es una pelota naranja tachonada de negras manchas solares. La imagen en la pantalla sufre alteraciones cuando las manchas brincan a una nueva posición, posiblemente en el momento presente. El tiempo calculado del tránsito de su nave tras el Sol era de unos tres días, y ahora ese periodo casi ha terminado. Permanecen allí sentados, en ese no-tiempo en el que no se puede decir si el tiempo transcurre o se ha detenido. Quizá fuera así cuando hibernaban, tal vez ahora posean la capacidad de recuperar ese estado mental a voluntad. Es tanto tiempo que nadie sabe cuánto, ni recordar cuánto se suponía que debía tardar, o percibir cuán largo es. Freya se siente mareada, consciente apenas de que el balanceo de ese barco inmenso a merced del oleaje la afecta, a pesar de que no pueda sentirlo. Muchos tienen aspecto de sentir lo mismo. Están al borde de la náusea, la sensación que más odia de todas, peor que el dolor más agudo. El temor a la náusea. Como los demás, camina con dificultad en dirección al cuarto de baño, camina por pasillos para hacer que pase el tiempo, sintiendo crecer más y más ese temor que le atenaza las entrañas.

Entonces una línea de diminutas partículas blancas emerge en pantalla por el lado derecho de la masa solar, como un meteoro que se ha fragmentado, como el fulgor breve de la aurora borealis, y se sienta en el suelo. Badim se halla a su lado, abrazándola. A su alrededor se encuentran las personas que conoce desde siempre, aturdidas todas, abrazándose. Están aturdidos. Freya mira a Badim, quien niega con la cabeza.

—Han muerto.

Ella abandona ese momento, ese lugar.

Badim y Aram comparten la expresión entristecida. Otra conflagración de ratones que desaparecen envueltos en llamas por decenas de miles, como tienen por costumbre hacer. Igual que el resto de los animales. Y Jochi. Y la nave. Los engendró a millares en los últimos días, como un salmón, dice Aram. Debe aferrarse a ese pensamiento. Pobre Jochi, mi niño. Aram se seca las lágrimas una y otra vez.

Sus cuidadores se muestran solícitos. Les dicen que el transbordador incluía un ordenador con diez zetabytes de memoria que incluyen una sólida copia de respaldo, que incluso podría incluir una copia viable de la Inteligencia Artificial de la nave.

Badim niega con la cabeza cuando les oye decir eso.

—Era un ordenador cuántico —explica, didáctico, como quien pone al corriente a un niño de una defunción—. Imposible reducirlo a sus registros.

Se apodera de Freya un frío inmenso, una especie de calma. Ha habido tanta muerte. Han logrado regresar, están en casa por primera vez, pero ese lugar no es su hogar, ahora lo comprende. Ahí siempre serán exiliados en un mundo demasiado grande para creérselo. Desde luego parece mejor aferrarse de momento a la incredulidad, permanecer desconectado. Dada la naturaleza de las intermitencias del corazón, recuperará con el tiempo el sentir de las cosas. Y no tardará.

Los llevan a Hong Kong, en cuyas aguas fondea el barco ciudad al cabo de un par de semanas. Es una ciudad portuaria del tamaño de doce o veinte de sus biomas puestos juntos, llena de muchos rascacielos más altos que cualquiera de sus biomas, más altos que un radio, posiblemente más que la columna. Cuesta conservar la perspectiva al verlos recortados contra el firmamento. El día anterior amaneció nuboso, y el gris de las nubes se antojaba un techo inmenso sobre el mundo visible. Aram dice que esas nubes estaban a tres kilómetros de altura, y ahora Badim y él discuten cuán alto parece estar el cielo azul y despejado.

—Te refieres a si fuera una cúpula —indaga Badim.

—Pues claro, eso es lo que parece —dice Aram—. Al menos a mí me lo parece. Sé que es la dispersión de la luz solar, pero ¿no te parece una especie de cúpula sólida? A mí sí. Tú mírala bien. Es igualita al techo de un bioma.

A ambos les ha dado por consultar un libro incluido en la memoria de sus navegadores, un texto antiguo titulado La naturaleza de la luz y el color al aire libre, y ahora hojean una sección titulada «El aparente allanamiento de la bóveda celeste», que confirma la opinión de Aram conforme el cielo puede percibirse como una cúpula.

—¿Tú ves? —dice Aram, señalando su navegador—, la parte alta del cielo parece más baja al observador de lo que el horizonte le resulta lejano, en una proporción de dos a cuatro, dice, dependiendo del observador y de las condiciones de la observación. ¿Eso te encaja?

Badim levanta la vista y mira por la claraboya abierta de la cubierta superior. Aram y él pasean continuamente por esta cubierta, sin importarles verse expuestos al aire libre.

—Sí, lo hace.

—Y esto explica tal vez por qué estos rascacielos parecen tan altos, tal como continúa diciendo el autor. Tendemos a pensar que el punto medio de un arco entre el horizonte y el cenit se encuentra situado en un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto del suelo, como lo haría si la cúpula estuviese en un hemisferio. Pero con la cúpula más baja que la distancia del horizonte, el punto medio de un arco tiene un ángulo mucho menor, pongamos que en torno a entre doce y veinticinco grados. A eso se debe que nos parezca constantemente que las cosas son más altas de lo que son en realidad.

—Vale, pero también creo que estos rascacielos son inmensamente altos.

—Sin duda, pero nos parece que lo son más de lo que son realmente.

—Muéstrame a qué te refieres.

Se ponen bronceador, sombrero y gafas de sol, y salen a cielo abierto en el gran buque, girando en círculos, levantando la mano al cielo y charlando mientras consultan los navegadores. Parecen ajustarse muy bien al nuevo mundo, y a la muerte de su hogar de toda la vida, así como a la de Jochi. Freya continúa aturdida, sigue siendo incapaz de mirar por esa ventana que es la puerta que la separa de ellos; la idea de salir a cubierta y acompañarlos basta para hacer que se desplome en la silla. Un vacío oscuro la llena por completo.

Muchos de los edificios de Hong Kong emergen del agua de la bahía de la ciudad, consecuencia sin duda de la subida del nivel del mar, respecto a la cual algunos de sus compañeros de la nave aseguran haber leído o visto detalles en las transmisiones de la Tierra, pero que ahora está ahí bajo ellos, en los canales que serpentean entre todos los edificios próximos a la orilla, y en las alargadas embarcaciones que se deslizan con soltura por su costado, dejando en su estela un chapaleo de olas, olor a sal y aceite de cocinar quemado. Gritos de gaviotas que los sobrevuelan. Ardiente, húmedo, hediondo. Si hubiesen reinado semejantes calores y humedades en cualquiera de sus biomas tropicales, si hubiesen olido así, habrían pensado que algo se había torcido.

Tras los rascacielos se extienden las colinas verdes, cubiertas de edificios. Siguen mirando a su alrededor todo ese fabuloso paisaje cuando los conducen fuera del barco ciudad a un transbordador alargado. Es como acceder a un tranvía que los lleva de un bioma a otro. No es necesario salir de la larga cabina del transbordador, pero a Freya le produce pánico pensar que deba hacerlo. Le han dado unas botas que le llegan por encima de la rodilla, un calzado que parece proporcionarle mayor apoyo y equilibrio del que solía tener. Aún no siente los pies, pero cuando camina las botas parecen saber qué pretende, y con un poco de cuidado es capaz de andar bastante bien.

Entonces suben por una pasarela tubular, algo similar al interior de los radios; luego a la cabina de un ascensor; seguidamente a una estancia con una pared abierta que da a otra cubierta al aire libre, ubicada al parecer a unos cientos de metros sobre la bahía. Ahí en el cielo, justo debajo de un influjo de nubes bajas, la capa marina, tal como la llama Badim. ¿De quién ha sido la idea?

La gente de la nave salía al exterior y a menudo caían de rodillas, llorando o gritando, y muchos de ellos regresaban a refugiarse al interior. Freya se acurruca junto al ascensor. La gente de la nave la ve ahí y se le acerca para abrazarla, y algunos de sus anfitriones sonríen, y otros lloran, supuestamente conmovidos todos por las reacciones de aquellas personas que nunca han estado en el exterior y que se esfuerzan por acostumbrarse a ello.

Son como los corderos de invierno, dice un aparato de traducción, cuando los dejan salir del corral en primavera.

Muchos no caminan bien. Vamos, traedlos dentro, dice la misma voz del aparato de traducción. Así acabaréis matándolos a todos.

La voz de la caja tiene acento terrestre, habla inglés con acento marcado y con oscilaciones tonales. Dice Badim que es como si el inglés fuese chino. Cuesta entenderlo.

Llora de vergüenza y de frustración, siente la cara ardiendo. Freya se aparta de quienes la rodean y camina con dificultad con las botas nuevas hasta la pared con el acceso al exterior, y sale a la cubierta exterior, manteniendo los ojos entornados, casi cerrados por completo. Se siente débil, pero camina hasta un muro que le llega a la altura del pecho coronado por un pasamano, algo a lo que agarrarse.

Permanece ahí de pie, en el viento, y abre los ojos y mira a su alrededor, con el estómago como si tuviera un agujero negro dentro que tira de ella hacia el interior. El sol arde incandescente a través de la capa de nubes bajas.

Es un cielo aborregado, dice la caja de traducción. Bonito dibujo. Trama y urdimbre. Mañana podría llover.

Dios mío, dice alguien una y otra vez, y entonces siente en los labios que ese alguien es ella. Lo impide llevándose el puño a la boca. Apoya el peso del cuerpo en el pasamano. Puede ver tan lejos que es incapaz de enfocar. Cierra los ojos, se aferra con más fuerza al pasamano, esta vez con ambas manos. Mantiene los ojos cerrados para no vomitar. Necesita volver dentro, pero tiene miedo de caminar. Se caerá, tendrá que gatear desesperada, con el temor de que alguien la vea. Está ahí, atascada, y apoya la frente en el pasamano. Procura relajar el estómago.

Nota la mano de Badim en el hombro.

—Está bien.

—En realidad, no.

Al cabo de un rato, añade:

—Me gustaría que Devi hubiese visto esto. Le habría gustado más que a mí.

—Sí.

Badim se sienta en cubierta a su lado, recostada la espalda en el muro que remata en pasamano. Levanta la barbilla para mirar al cielo.

—Sí, le habría encantado.

—¡Es tan grande!

—Lo sé.

—Tengo miedo de marearme.

—¿Quieres apartarte del borde?

—No creo que sea capaz de moverme aún. Lo que podemos ver desde aquí… —Hace un fugaz gesto para abarcar la bahía y el océano, la ciudad de los rascacielos que se alzaba ante ellos, el resplandor del sol cuya luz superaba la capa de nubes—, solo lo que podemos ver desde aquí, ahora mismo, ¡es mayor que toda nuestra nave!

—Así es.

—¡No puedo creerlo!

—Pues créelo.

—¡Hemos vivido en un juguete!

—Sí. Bueno. Debía ser tan pequeña como fuese posible para ser funcional y poder acelerarla y establecer una óptima velocidad interestelar. Se trataba de prioridades encontradas. Así que hicieron lo posible.

—No puedo creer que pensaran que no pasaba nada.

—Bueno. ¿Recuerdas la vez que dijiste a Devi que querías vivir en tu casa de muñecas, y ella te dijo que ya lo hacías?

—No, creo que no.

—Pues eso hizo. Se enfadó mucho.

—Ah, eso me lo ha recordado. ¡La vez que se enfadó tanto!

Badim ríe. Freya se sienta a su lado y ríe con él.

Badim se lleva las manos al borde inferior de las gafas de sol y se seca las lágrimas.

—Sí —dice—. Solía enfadarse a menudo.

—Lo hacía. Supongo que nunca entendí bien el porqué. Hasta ahora.

Badim asiente. Sigue con las manos en los pómulos, bajo los ojos.

—Tampoco ella lo hizo, en realidad no. Nunca vio esto, así que cómo iba a saberlo. Pero ahora lo sabemos. Me alegro. Ella también se habría alegrado.

Freya intenta ver el rostro de su madre, oír su voz. Aún puede hacerlo; Devi sigue ahí, sobre todo en su voz. Su voz, la voz de la nave. La voz de Euan, la voz de Jochi. Todas las voces que tiene en la cabeza. Euan en Aurora, amante del viento que lo hacía tambalear. Levanta la mano y se aferra como puede al pasamano para incorporarse y contemplar la imponente ciudad. Se aferra como si le fuera la vida en ello. Jamás ha sentido tal mareo.

Los suben a un tren a Pekín. Viajan en cómodos asiento mullidos, en la planta superior de dos largos coches, unidos como dos biomas por un pasillo. Constituyen un grupo móvil, con ventanas y cúpulas acristaladas y la tierra que fluye junto a ellos, verde y llana, o alfombrada de colinas y de color pardo, siempre hacia delante. Adelante.

—¡Nunca nos habíamos movido tan rápido! —exclama alguien. Es asombroso lo rápido que se desplaza el tren por el paisaje. Marcha a 500 kilómetros por hora, les dice uno de sus anfitriones. Aram y Badim conversan, Aram sonríe brevemente y niega con la cabeza.

Badim ríe y dice a los demás:

—Nos hemos pasado buena parte de nuestras vidas moviéndonos un millón de veces más rápido que ahora.

Todos ríen contentos, se ríen de lo descabellado que es todo.

Mientras el tren planea con tan asombrosa rapidez por el mundo inverosímil y enorme, el día se transforma en noche franqueando las puestas de sol más hermosas que han visto, nubes fucsia visten un cielo claro que es limón sobre un horizonte negro, fundiéndose verde sobre él, y más arriba aún hay un azul que algunos llaman azul turquesa, y más allá aún un índigo que se extiende sobre todo el trecho de cielo hacia el este. Esta gama de intensos colores transparentes comparte un mismo instante, a pesar de lo cual ninguno de sus anfitriones terrestres parece reparar en ello; todos contemplan las pantallas de sus muñecas, pantallas que a veces muestran imágenes diminutas de los viajeros.

Pueden buscarse a sí mismos en los navegadores y ver lo que dicen los demás de ellos. Pero es inquietante hacerlo, porque ven y oyen el resentimiento, el desprecio, la ira y el odio encarnizado volcado sobre ellos. Al parecer para muchos son unos cobardes y unos traidores. Han traicionado a la historia, traicionado a la raza humana, traicionado al mismísimo universo. ¿Cómo iba a conocerse el universo? ¿Cómo iba a expandirse la consciencia? ¡Han decepcionado no solo a la humanidad, sino al universo!

Freya apaga el navegador.

—¿Por qué? —pregunta a Badim—. ¿Por qué nos odian tanto?

Él se encoge de hombros. También se siente inquieto.

—La gente se forman una opinión. Viven apegados a ella, ¿comprendes? Y esas opiniones, sean las que sean, marcan la diferencia.

—Pero hay más cosas aparte de las opiniones —protesta su hija—. Este mundo —dice, abarcando con un gesto la puesta de sol— no es solo opinión.

—Hay gente que funciona así. Tal vez no tengan nada más, y por eso empeñan todo lo que tienen en las opiniones.

Ella niega con la cabeza, decepcionada.

—No querría por nada del mundo ser así. —Señala los diminutos rostros furibundos que aparecen en otras pantallas, caras que asoman en las muñecas que los rodean, expresiones furiosas, escupiendo literalmente debido a la intensidad de su amargura—. Espero que nos dejen en paz.

—No tardarán en olvidarnos. En este momento somos la novedad, pero pronto surgirá otra cosa. Y esa gente necesita combustible para alimentar su fuego.

Aram arruga el entrecejo al escuchar esto. No está claro que se muestre de acuerdo.

En Pekín los guían hasta un edificio rectangular del tamaño de un par de biomas, un complejo, lo llaman, que rodea un patio central que en su mayor parte está asfaltado, pero donde se alzan algunos árboles de escasa altura. Toda la población de la nave cabe en las habitaciones arracimadas en un rincón del complejo, que por tanto en su totalidad debe de albergar entre cuatro y cinco mil personas; y solo es un edificio de tantos en una urbe que se extiende hacia el horizonte en todas direcciones, una ciudad que llevó al tren, desacelerando al acercarse, cuatro horas en alcanzar el centro.

Al día siguiente, muchos de ellos son conducidos a la Plaza de Tiananmen. Freya no va. Al día siguiente, los llevan a la Ciudad Prohibida para mostrársela, hogar de los antiguos emperadores de la China. De nuevo Freya no puede enfrentarse a la idea de salir. No es la única. Cuando los demás regresan, dicen que los edificios parecían a la vez antiguos y tan relucientes como si fueran nuevos, así que cuesta concebirlos como objetos. Freya querría haber podido verlo.

Sus anfitriones chinos hablan con ellos en inglés, y parecen satisfechos con la idea de albergarlos, lo cual resulta tranquilizador después de todas las caras diminutas y furiosas que pueblan las pantallas. Los chinos quieren que a los viajeros espaciales les guste su ciudad, se sienten orgullosos de ella. Las nubes y la neblina amarilla espesan el ambiente, e impiden que el cielo intimide demasiado a Freya. Permanece en sus habitaciones y finge que el mundo exterior es una estancia mayor, o que se encuentra en una especie de proyección. Posiblemente pueda aferrarse continuamente a esa sensación. Piensa que ha pasado lo peor, quizá, aunque sigue sin salir y se mantiene también apartada de las ventanas.

Varios de los viajeros espaciales (así los llaman los chinos) sufren colapsos nerviosos a lo largo de los siguientes días, superados física o mentalmente, si es que hay diferencia. Sus visitas se cancelan de forma repentina, y los llevan a una especie de instalación médica, tan grande como el complejo, o bien vaciada para acogerlos o bien inutilizada, cuesta decirlo, pues no les dan explicaciones al respecto, y algunos de ellos sospechan que se han convertido en los peones de un juego que no comprenden, mientras que a otros no les preocupa nada aparte de sí mismos y sus compañeros de la nave. Porque la gente se derrumba. Los chinos quieren someterlos a pruebas a todos, preocupados como están por sus invitados. Cuatro han fallecido desde el desembarco en tierra; muchos están incapacitados, ya sea por la hibernación o por el descenso desde el espacio; son muchos más los que no se adaptan adecuadamente a las condiciones terrestres, por una u otra razón. Rostros apesadumbrados, asustados, rostros todos que conoce de toda la vida, los únicos que ha conocido. Su gente. No es como Freya lo había imaginado. También ella se siente abatida.

—¿Qué pasa? —pregunta a Badim—. ¿Qué nos está pasando? Lo hemos logrado.

Él se encoge de hombros.

—Somos exiliados. La nave ha desaparecido y este no es nuestro mundo. Por tanto solo nos tenemos los unos a los otros, y eso, como bien sabemos, nunca ha hecho que nos sintamos especialmente felices o seguros. Y salir al aire libre nos asusta.

—Lo sé. A mí la primera —admite—. ¡Pero no quiero estarlo! ¡Voy a tener que acostumbrarme!

—Lo harás —le asegura Badim—. Lo harás si quieres hacerlo, y sé que lo haces.

Pero cuando se acerca a una ventana, cuando se arrima a una puerta, su corazón le golpea con fuerza en el pecho como un niño que intenta escapar. ¡Esa bóveda celeste, las nubes lejanas! ¡El insoportable sol! ¡Aprieta con fuerza los dientes, rechina los dientes! Camina a las ventanas, pega la nariz al cristal y contempla el exterior, las manos en el pecho, ante el mundo visible hasta que su pulso cede, y ceden el sudor y el rechinar de dientes. Pero su pulso nunca lo hace.

Pasan los días, permanecen juntos, entristecidos.

Aram y Badim, preocupados por cosas que suceden más allá de la madriguera de Freya, continúan sentándose juntos, atentos a las pantallas, y charlan sobre lo que ven, y observan con curiosidad a sus camaradas. Si dependiera solo de ellos, todo iría bien; disfrutan de una aventura, dicen sus rostros ancianos. Se lo están pasando como nunca en la vida. Por encima de todas las cosas, siguen profundamente asombrados. A Freya le levanta el ánimo verles la expresión, se sienta a los pies de Badim, la espalda pegada a las huesudas rodillas de él, levantando la vista para mirarlo, procurando relajarse.

Los dos viejos amigos se leen en voz alta mutuamente, como hacían antaño en las veladas que compartían en el Fetch, aquel encantador pueblecito. Un día, Aram, leyendo en la muñeca para sí, ríe y dice a Badim:

—Mira, escucha esto; es un poema de un griego que vivió en Alejandría. Un tal Cavafis.

Dijiste: «Iré a otra tierra, a otro mar

y una ciudad mejor con certeza hallaré.

Todo esfuerzo mío está aquí condenado,

y mi corazón como cadáver sepultado.

Cuánto tiempo seguiré en este erial…».

—Y sigue por estos derroteros, es la misma vieja cantinela que conocemos tan bien. Si estuviera en otra parte, sería feliz. Hasta que el poeta responde a su desdichado amigo:

«No hallarás otras tierras, no hallarás otro mar.

Siempre llegarás a esta ciudad. No esperes más (…)

No hay barco para ti, no hay caminos.

Has destruido tu vida aquí

En este pequeño rincón, tu vida has arruinado en el mundo entero».

Badim sonríe, asiente.

—¡Recuerdo este poema! Se lo leí a Devi en una ocasión para recordarle que no debía depositar toda su esperanza en Aurora, que no esperase a nuestra llegada allí para empezar a vivir. Entonces éramos jóvenes, y ella se enfadó mucho, pero mucho, conmigo, te lo aseguro. Pero esa traducción no me parece acertada. Creo que hay una mejor. —Teclea algo en una de las tabletas que les han prestado.

»Aquí está —anuncia—. Tal como recordaba. Encontré el poema en el Cuarteto. Escucha, es la versión de Durrell.

Te dices: «Iré

a otra tierra, a otro mar,

a una ciudad mucho mejor de lo que esta

pudo ser o soñar.

Esta ciudad donde cada paso aprieta ahora el nudo,

Corazón en cuerpo, sepultado e inservible…».

—En la versión en inglés rima.

—No estoy seguro de que eso me guste —opina Aram.

—No, pero el significado es el mismo, y la conclusión es tal como sigue:

No hay nuevas tierras, amigo mío,

no hay nuevos mares, ni otros lugares,

siempre este, tu recalada terrenal, y no hay barco

que pueda apartarte de ti mismo. ¡Ay! ¿No ves

que igual que has malogrado tu vida en este

trecho de tierra, también lo has hecho

en todas partes, en toda la tierra?

Asiente Aram.

—Ah, pues sí, muy bueno.

Teclean un rato más, leyendo en silencio. Entonces Aram dice:

—Mira, he encontrado otra versión, parece que marciana. Escucha el final:

¡Ay! ¿No ves

que como tu mente es prisión,

vives ahora tras los barrotes

en toda Marte?

—Muy bueno. Esos somos nosotros, está claro. Estamos atrapados en una prisión diseñada por nosotros mismos.

—¡Qué horror! —protesta Freya—. ¿A qué te refieres con que es bueno? ¡Es terrible! ¡Y no nos hemos encerrado nosotros mismos! Nacimos en una prisión.

—Pero ya no estamos encerrados en ella —objeta Badim, mirándola a los ojos. Está sentada a sus pies, como ha hecho tantas otras veces—. Y somos nosotros mismos en todo momento, sin importar adónde vayamos. Eso dice el poema, creo. Debemos reconocerlo y disfrutar lo posible aquí. Este mundo, por grande que sea, no es más que otro bioma en el que debemos vivir.

—Lo sé —dice Freya—. Eso no me causa ningún problema en absoluto. Pero no nos culpes. Devi tenía razón. Vivimos la vida en un armario de mierda. Es como si un loco nos hubiese secuestrado de niños y encerrado allí. ¡Una vez liberados, pienso pasarlo en grande!

Badim cabecea aprobador, con ojos que la miran relucientes.

—¡Buena chica! Que así sea. Volverás a mostrarnos el camino.

—Lo haré.

Aunque se le hace un nudo en el estómago en cuanto lo dice. El sol insoportable, el cielo de vértigo, la náusea y el miedo, ¿cómo afrontarlos? ¿Cómo caminar siquiera bajo semejante cielo, con esas piernas que no responden, con el miedo impreso en el corazón? Badim la rodea con ambos brazos cuando sorprende en ella esos pensamientos, y ella, medio vuelta hacia él, apoya la mejilla en su regazo y llora, es tan anciano, envejece a marchas forzadas, se oxida ante sus ojos, no puede soportar la idea de perderlo, tiene miedo de hacerlo, ha perdido tantas cosas; tiene miedo de su enorme e incontrolable temor.

Los chinos la equipan con unas botas musleras nuevas que actúan según sus deseos, recibiendo señales de su sistema nervioso y traduciéndolas a la hora de caminar, de tal modo que su andar no es muy distinto del que hubiese sido si sintiese los pies. Es casi como si sus sensaciones se hubiesen trasladado a unos zapatos nuevos, mientras que sus pies se quedan inertes como solía serlo el calzado. Es un cambio al que le lleva un tiempo acostumbrarse, pero es preferible a caminar con dificultad y caer o empujar un andador, o depender de las muletas. Camina con sus botas nuevas, intentando hacerse con ellas. Ya se ha acostumbrado a la gravedad algo más ligera de la Tierra. Casi.

Los instan a enviar una delegación a una especie de conferencia sobre astronaves, y Aram y Badim preguntan a Freya si querría acompañarlos; parecen preocupados, no están muy seguros de cómo lo llevará, pero en ese caso, como sucedía tan a menudo a bordo de la nave, comprende que quieren usarla como una suerte de sustituta de Devi, como un mascarón de proa, una cara pública que represente al grupo. También cae de pronto en la cuenta de que Badim piensa que debe pedírselo, crea o no que es una buena idea que ella se les sume.

—Sí —dice, molesta, y no tardan en volar a Norteamérica, son veintidós en total, escogidos con torpeza, de un modo distraído, no como solían hacerlo en las reuniones públicas que celebraban en los ayuntamientos. Están confusos, ya no está claro cómo deben decidir las cosas, no están en su mundo, no saben qué hacer. Posiblemente la nave solía dirigir sus reuniones sin que ellos se diesen cuenta, por tanto ahora están desorganizados.

Al agachar la vista desde la ventanilla del avión cohete, ve el ancho mundo azul, en este caso el océano Ártico, les dicen. La Tierra es un mundo acuático, no cabe duda de ello; en ese aspecto no se diferencia mucho de Aurora. Quizá a eso se deba la sensación de temor que crece en su interior; tal vez tema al asunto que van tratar en la reunión a la que se dirigen, teniendo en cuenta lo que dicen sobre ellos las caras que aparecen en las pantallas, considerando todo lo que ha pasado. Sus anfitriones chinos han prometido reunirlos después con sus compañeros viajeros espaciales en cuanto quieran marcharse, les han prometido que nadie los separará nunca, siempre y cuando quieran permanecer juntos, claro está. Ahora son ciudadanos del mundo, aseguran los chinos, por tanto ciudadanos chinos, entre otras muchas ciudadanías, y tienen carta blanca para ir adonde quieran y hacer lo que quieran. Los chinos les ofrecen un hogar provisional y cualquier empleo que los viajeros espaciales quieran desempeñar. Cuesta entender a los chinos, no está claro por qué hacen lo que hacen por los viajeros espaciales, pero dados los ataques que ven a través de las pantallas, la gente de la nave no puede evitar sentirse aliviada. Aunque sean peones en un juego que no comprenden, o siquiera intuyen, es mejor que la lluvia de desprecios, el aluvión de desdenes.

Badim parece cansado, Freya desea que se hubiese quedado en Pekín, pero él se negó, quiere estar presente, para ayudarla. El brillo cobalto del Ártico muestra una pauta curva compuesta por líneas blancas, olas que se extienden bajo ellos de horizonte a horizonte. Parecen volar muy lentamente, aunque les informan de que el aparato se desplaza al menos seis veces más rápido que el tren de Hong Kong a Pekín; claro que ahora se encuentran a veinte kilómetros de altura sobre la Tierra, en lugar de a veinte metros. Pueden ver tan lejos que el horizonte es un poco curvo, y comprueban de nuevo que ese mundo es una esfera. Al llegar por el sur alcanzan a ver Groenlandia a la izquierda, no toda verde, tal como habían oído que era, sino más bien un desierto de negras montañas, con un mar central de hielo blanco mayormente cubierto por estanques fundidos de azul cielo, mezcla difícil de concebir como paisaje. De nuevo al sur sobre la hundida costa este de Norteamérica, profundamente encerrada en una bahía por largos brazos de mar azul, vacía hasta el momento en que aterrizan, ya que bajo ellos reaparecen con profusión los edificios, una ciudad de juguete brillante y geométrica, y aterrizan en un extremo próximo a otro bosque de argénteos rascacielos.

Habitaciones y vehículos, vehículos y habitaciones. Estrechas calles atestadas y canales, edificios altos a ambos lados. Caras en las calles que se quedan mirando sus coches, algunos les gritan. Nada como Pekín, sino más similar a lo que ven en las pantallas. Ahí la gente habla en inglés, y a pesar de los acentos entienden lo que les dicen. Es la lengua de los viajeros espaciales, por tanto debería ser su mundo, pero obviamente no lo es. Ahí el cielo parece más alto que nunca. Badim y Aram comentan este fenómeno, consultan su libro antiguo y las ecuaciones mientras levantan la vista hacia los edificios, ignorando el hecho evidente de que el cielo es asombroso no por su altura como cúpula, sino precisamente porque no es una cúpula, esto es lo más aterrador de todo, pero insisten en la conversación, quizá para mantener a raya ese hecho. Ahora que recorren la ciudad, el cielo en lo alto es un techo de nubes mezcladas que Aram dice que debe calificarse de diseño de espiguilla, hermoso en el sesgo de la luz vespertina, aunque no tan bajo como las nubes cargadas de lluvia que los dejó asombrados en Hong Kong.

—¿Es un cielo de espiguilla lo mismo que un cielo aborregado?

—No lo sé.

Teclean en los navegadores, intentando averiguarlo.

Entran en un edificio grande como un bioma. «Los terráqueos no pasan mucho tiempo fuera» piensa Freya. Tal vez también a ellos los aterrorice. Puede que la respuesta apropiada a estar de pie en un extremo del planeta, al aire libre de su atmósfera, tan cerca de su estrella local, consista siempre en el terror. Quizá todo lo que los humanos han hecho o planeado hacer tuvo por objeto evitar ese terror. Tal vez su plan de ir a las estrellas fuese una manifestación más de ese miedo. Como ella sigue en las garras de esa sensación, que continúa revolviéndole el estómago siempre que se dispone a verse en el exterior, esta idea tiene mucho sentido para ella.

De nuevo está en el interior de un edificio, moviéndose de sala en corredor y de corredor en sala, hablando con un extraño tras otro, porque hay muchos. Algunos tienen aparatos que dirigen hacia ella mientras le vocean preguntas, ella las ignora e intenta concentrarse en las caras que tengan una expresión amable, que establezcan contacto visual con ella en lugar de mirar al aparato de turno.

Se sientan en una estancia que es una especie de sala de espera, con las mesas cubiertas de comida y bebida. Pronto harán una especie de comparecencia pública.

Llega la noticia a través de sus navegadores, procedente de sus anfitriones chinos, de que cuatro miembros más de su grupo han fallecido en Pekín, y de que se ignoran las causas de su muerte. Entre los cuatro se encuentra Delwin.

Antes de que comprenda del todo lo que Aram, Badim y los demás están diciendo al respecto, y a qué propósito obedece esa reunión, pues todo se mezcla en ella ahora, la llevan a un escenario, ante la multitud y una hilera de cámaras. Hay una docena de personas en el escenario, y un moderador que hace las preguntas. Badim y Aram la flanquean, junto a Hester y Tao, y se sientan y atienden lo que lentamente comprenden se trata de una discusión sobre las últimas propuestas acerca de la última astronave.

Se inclina hacia Badim y susurra a su oído:

—¿Más naves?

Él asiente sin apartar la vista de los ponentes.

El plan actual, cuyos prototipos se construyen en el cinturón de asteroides, consiste en enviar muchas naves pequeñas con pasajeros hibernados, que dormirían mientras las naves recorriesen el espacio que las separa del centenar de estrellas cercanas escogidas por tener planetas con condiciones similares a las terrestres en su zona habitable, no solo gemelas de la Tierra, sino análogas de esta. Estas estrellas distan entre 27 y 300 años luz de la Tierra. Las sondas han pasado por varios de estos sistemas, o lo harán en el futuro cercano, y envían información de vuelta, y todo parece muy prometedor.

Las personas encargadas de describir este plan se levantan una a una de las sillas para dirigirse a una tarima, donde cuentan su parte de la historia, ayudándose de grandes imágenes proyectadas a su espalda en una pantalla que siempre cambia cuando vuelven a tomar asiento. Todos son hombres, todos caucásicos, la mayoría barbudos, vestidos todos con americana. Uno de ellos presenta al resto, y luego se sitúa a un lado y escucha sus exposiciones con la cabeza inclinada a un lado, acariciándose la barba, con una sonrisa imperceptible bajo el bigote. Asiente al escuchar todo lo que dicen los demás, como si ya se le hubiese ocurrido a él y no hiciese más que aprobar la manifestación de sus ideas. Está muy satisfecho con el modo en que se desarrolla el evento. Se pone en pie después de que haya terminado otro de los ponentes, y se dirige a la multitud.

—Vamos a intentarlo hasta que funcione. Es una especie de presión evolutiva. Hace tiempo que sabemos que la Tierra es la cuna de la humanidad, pero se supone que uno no debe quedarse en la cuna toda la vida. —Está visiblemente complacido con la agudeza de ese aforismo.

Invita a Aram a hablar, y la promesa de la sonrisa le tuerce el gesto un poco para dotarlo de una expresión magnánima: Permite hablar a Aram.

Aram se yergue en la tarima. Mira alrededor de los asistentes.

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