Aurora

Aurora


7. Qué es esto

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—Ningún viaje en astronave tendrá éxito —dice abruptamente—. Es una idea que algunos de ustedes tienen y que ignora las realidades biológicas de la situación. Nosotros que venimos de Tau Ceti lo sabemos mejor que nadie. Hay problemas ecológicos, biológicos, sociológicos y psicológicos que no pueden solucionarse para hacer que esta idea funcione. Los problemas físicos de propulsión han captado su atención y es posible incluso que puedan superarse, pero son lo más fáciles. Los problemas biológicos no pueden solventarse.

Y no importa hasta qué punto se empeñen en ignorarlos, existirán para la gente a la que envíen en esos vehículos.

»Resumiendo. Los biomas que pueden impulsar a las velocidades necesarias para cruzar tales distancias son demasiado pequeños para contener ecologías viables. Las distancias que median entre este lugar y cualquier planeta verdaderamente habitable son demasiado grandes. Y las diferencias entre otros planetas y la Tierra también lo son. Los demás planetas o bien están vivos o bien están muertos. Los planetas vivos poseen su propia vida autóctona, y los muertos no pueden ser terraformados lo bastante rápido para que la población de colonos sobreviva ese tiempo encerrada. Solo una hermana gemela de la Tierra que no esté ocupada aún permitiría que su plan surtiera efecto, y un planeta así puede existir en cualquier parte, después de todo la galaxia es grande, pero está demasiado lejos de nosotros. Los planetas visibles, si existen, están sencillamente demasiado… lejos.

Aram hace una pausa de unos instantes para reordenar los pensamientos. Entonces hace un gesto con la mano y dice, más calmado:

—A eso se debe que no tengan noticias de las demás naves. A eso se debe que ese inmenso silencio persista. Hay otras muchas inteligencias ahí fuera, sin duda, pero no pueden abandonar sus planetas natales por la misma razón que nosotros no podemos hacerlo, porque la vida es una expresión planetaria, y solo puede sobrevivir en su planeta natal.

—Pero ¿por qué dice eso? —le interrumpe el moderador, la cabeza inclinada hacia un lado—. Pone en duda una ley general a partir de su propio caso particular. Es un error de lógica. No existen impedimentos físicos a desplazarse por el cosmos. Por tanto, con el tiempo sucederá, porque vamos a seguir intentándolo. Es una necesidad evolutiva, un imperativo biológico, algo similar a la reproducción. Posiblemente sea como el diente de león o el cardo cuando liberan sus semillas a los vientos. Claro que muchas de las semillas flotarán lejos y perecerán. Pero cierto porcentaje se aferrará a la vida y proliferará. Aunque solo sea un uno por ciento, ¡eso sería un éxito! Y así será en nuestro caso…

Freya se sorprende poniéndose en pie, y durante unos segundos debe concentrarse en aras de su equilibrio para evitar caer de bruces en presencia de todas esas personas. Seguidamente echa a andar, descarga un derechazo en la cara del moderador, que es derribado, se agacha sobre él y sigue golpeándolo a pesar de los brazos que este interpone, Freya procura colar otro buen golpe, una lluvia de golpes, todo ello mientras suelta una especie de rugido de dolor, ni siquiera sabe lo que intenta decir, ni sabe que está rugiendo. Le da un buen puñetazo en la nariz, ¡sí! Pero entonces Badim la coge de un brazo y Aram del otro, y los demás también se les acercan, conteniéndola, gritando, y ella sabe que no puede forcejear demasiado si quiere evitar hacer daño a Badim, que grita:

—¡Basta, Freya! ¡Para, Freya! ¡Para! ¡Para! ¡Para! ¡Para!

Un fuerte estruendo. Una locura. Badim la abraza, no la suelta, la escoltan fuera del escenario, ella trastabillando, Aram al frente, una persona situada en la puerta como con intención de bloquearles el paso, y Aram apartándolo tras situarse delante de él y gritarle a la cara, lo cual basta para apartarlo de un brinco. Ver todo esto sorprende a Freya, tan atrás pensando en cuánto le gustaría arrearle otro buen puñetazo en los morros, borrarle la sonrisilla de la cara, desintegrarla, pero es tan raro ver a Aram gritar de esa manera… Forcejea para soltarse de Badim y grita algo volviéndose hacia la audiencia que queda atrás, pero de nuevo ni siquiera sabe lo que dice. Es algo que surge de ella. Es como un grito.

Después de eso llegan los problemas, para ellos. Para ella. Su grupo la encierra con ellos y se acoge a inmunidad diplomática, sin importar cómo pueda aplicarse en su caso, porque nadie está muy seguro, pero parece ser que eso les permite ganar tiempo, las autoridades no están seguras de cómo proceder, lo suficiente para que deba discutirse la cuestión antes de actuar. Según parece, el hombre a quien ha agredido no desea presentar cargos, asegura a todo el mundo que entiende el desorden de estrés postraumático, y que además se cayó al suelo de resultas de un resbalón. Pero en casos de asalto y agresión los deseos de la víctima no constituyen el único factor determinante, les explican, así que la inmunidad diplomática podría ser su mejor defensa, eso o la simple ignorancia de su situación legal. Son alienígenas o algo parecido, Freya está demasiado furiosa para seguir las discusiones. Por ahora no permiten entrar a nadie en sus habitaciones. Se oyen discusiones continuas al otro lado de la puerta, en el pasillo.

Freya logra dormir durante buena parte del tiempo, pero le duele la mano derecha, y en cierto modo se siente avergonzada, un poco loca. Aunque sigue queriendo dar un buen golpe más.

Ahora son personas non gratas, comunica Aram a Badim tras una de las discusiones que mantienen en el pasillo. Casi en todas partes.

Badim, que parece más avejentado que nunca, descansa la cabeza en las manos, eso cuando no coge de la mano a Freya. Ella permanece sentada, mirando hacia una ventana a la que no se atreve a acercarse.

—¿Por qué lo has hecho? —le pregunta—. Bueno, es igual, sé por qué lo has hecho. Es un idiota. Molesto, como todos los idiotas. Pero hay muchos, Freya. Siempre habrá gente como él, y no son importantes. ¿No lo entiendes? No importan. Siempre estaremos rodeados de idiotas. Debes dejarlos hacer y hallar tu propio camino.

—Pero hacen daño a la gente —protesta Freya. No ha dejado de sentir náuseas desde el momento en que la apartaron del pobre hombre. Aún quiere darle un puñetazo más, pero al mismo tiempo la acosa el remordimiento—. No solo es un idiota, está enfermo. ¿No has oído lo que ha dicho? ¿Semillas de diente de león? ¿Que forma parte del plan que muera el noventa y nueve por ciento de la gente que envíen? Una muerte miserable que no podrán impedir, niños y animales y la nave y todo, ¿todo por la absurda idea de terceros, un sueño? ¿Por qué? ¿Por qué tener ese sueño? ¿Por qué son así?

—La gente tiene opiniones, viven de ideas. Siempre ha sido así. Pero, mira, la gente que suba a esas naves lo hará voluntaria. Hay listas de espera.

—¡Sus hijos no se habrán prestado voluntarios!

—No. Pero impedírselo no es nuestra labor.

—¿De veras? ¿Tú estás seguro de eso?

Ante aquella pregunta se muestra indeciso. Se pone en su lugar sin problemas; que su deber consista en prestar testimonio. Por el hecho de ser los supervivientes de uno de esos planes locos.

Ella niega con la cabeza, llama su atención con la mirada, como ha hecho tan a menudo antes.

—¿Quienes creían en la eugenesia no eran más que unos idiotas? ¡Creo que debemos intentar detenerlos!

Badim la mira largamente. Cómo ha envejecido. Freya no puede recordar qué aspecto tenía cuando ella era niña.

Le da unas palmadas en el hombro, y está a punto de hablar varias veces, pero calla.

—Bueno —dice por último—. Tu madre estaría orgullosa de ti. —Y permanece un rato callado—. Tú… Me recuerdas a ella. Hasta es agradable verlo. Pero no. Porque no quiero que tú también mueras por intentar hacer lo imposible. Porque, mira, no puedes impedir que los demás vayan en pos de sus proyectos, de sus sueños. Aunque esos sueños sean una locura, por mucho que no funcionen. Si la gente quiere hacerlo, lo hará. Luego, más tarde, sus hijos sufrirán las consecuencias, claro que sí. Podemos señalárselo, y lo haremos. Pero es todo el mundo quien debería detener a esta gente, y me refiero a todo el mundo. Debe ser la idea la que fracase, que nadie la ponga en marcha porque ya nadie crea en ella. Eso tomará su tiempo. Entretanto, escúchame: Si le das una patada al mundo, te fracturarás el pie. Y tus pies, mi niña, ya están rotos.

Deben abandonar la ciudad. Aram lo arregla de algún modo, un vuelo de vuelta a Pekín, donde por lo visto a los chinos no les interesa extraditar a Freya y Badim por un crimen de esa índole. Algunos lo llaman libertad de expresión y denigran la clase de Estado que sería capaz de procesar a alguien por ese delito. Dejad que la gente se defienda por su cuenta de las agresiones, por favor. ¿A los demás qué nos importa?

Badim hace un gesto desaprobador cuando se enfrenta a este razonamiento, pero no dice nada.

Entonces las pantallas, y también los mensajes que les llegan, empiezan a manifestar muestras de apoyo ante la reacción violenta de Freya. No se trata de uno o dos mensajes aislados, sino de muchos. Un pequeño aluvión, de hecho. Hay mucha gente en la Tierra que se hacen llamar Primerolatierra, según parece. La emigración de personas, a menudo de gente rica, fuera de la Tierra y al sistema solar, y luego incluso fuera del sistema solar, ha dejado un fuerte poso de resentimiento. Solo ahora esta gente presta atención a una dotación de viajeros espaciales.

—O sea, ¿ahora soy popular? —pregunta Freya—. ¿Me odian, la emprendo a puñetazos con alguien, y ahora les caigo bien?

—No se trata de la misma gente —señala Badim, arrugando el entrecejo—. O tal vez sí lo sea. No sé decirlo. Pero, sí. Así es la Tierra. Eso he estado intentando hacerte comprender. Así funcionan las cosas aquí.

—No me gusta este lugar.

Badim niega con la cabeza.

—No te gusta esta gente, que no es lo mismo. Además no hablamos de todo el mundo.

Aram, que los está escuchando, interviene, dirigiéndose a Freya:

—Ah, pero es que no lo entiendes: como tu mente es la prisión, allá donde vayas vivirás siempre encerrada tras unos barrotes.

—A la mierda, entonces vayamos a Marte —gruñe Freya, recordando el poema, un recuerdo que la ha perforado como una astilla.

—Definitivamente no —dice Badim, al tiempo que niega con el dedo índice—. Están encerrados en sus habitáculos casi tanto como nosotros lo estuvimos en la nave. Ese lugar no es muy distinto de Aurora. El problema es químico en lugar de biológico, y con el tiempo adaptarán el terreno, pero nosotros no lo veremos. ¡Siglos, como mínimo! No. Vamos a tener que acostumbrarnos a este lugar.

Pero durante el breve desastre de su viaje, otros seis de ellos han fallecido. Uno, un joven, Phil, murió en una pelea con otra persona a quien no le gustaba la idea de que hubiesen regresado a la Tierra. Después del funeral de estos seis compañeros, ceremonias y defunciones muy, muy tristes, Aram cuenta a Badim una historia sobre Shackleton, quien devolvió a toda su dotación a salvo a casa en una de sus desdichadas expediciones antárticas, solo para que luego a muchos los enviasen a las trincheras de la primera guerra mundial, donde murieron sin más.

Freya siente de nuevo la necesidad de golpear a alguien, y hay algo en ese lamentable relato que la pone furiosa.

—¿Qué vamos a hacer? —les grita—. ¡No puedo soportarlo! Estamos aquí, perdiendo el tiempo, y están acabando con nosotros de uno en uno. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! Tenemos que hacer algo. No sé qué, pero algo habrá que podamos hacer. Algo para cambiar este lugar. ¡Algo! Bueno, ¿qué vamos a hacer?

Badim asiente, inseguro. Hay en su rostro anciano una expresión de antaño, una que Freya reconoce de su niñez: el labio mordido y el entrecejo arrugado que siempre dibujaba su rostro cuando intentaba pensar en qué hacer con Devi. Esa expresión encerró siempre en su interior varias cosas: diversión, preocupación, amor, fastidio, orgullo por tener semejante problema que solventar. Su esposa era una luchadora, presa de la furia. Puede que ahora sea lo mismo, puede que no. De cualquier modo, Freya está demasiado enfadada para que puedan calmarla. Es a ella ahora a quien mira, y para ella no hay nada divertido en la idea de tener en tu vida a una persona loca e idealista a quien amas y a quien debes ayudar. No cuando ella es esa persona. Pero es todo el mundo, muchos de los viajeros espaciales son como ella, no es nada especial. No, mierda: necesitan un modo de vida, algo que hacer, o no serán más que los tipos raros que volvieron del espacio y que mueren uno tras otro de conmoción terrestre. La gente de las estaciones que orbitan en torno a Júpiter y Saturno le han puesto nombre: Vuelven del espacio a la Tierra para obtener una dosis de bacterias o lo que sea, su periodo sabático, lo llaman, regresan para enfermar con tal de conservar la salud, pero les resulta duro, y a menudo contraen algo llamado conmoción terrestre, e incluso a veces fallecen debido a ello. Algunos saturnianos se ofrecen a ayudarlos a ajustarse a su nueva situación. Junto a los Primerolatierra. Vaya combinación, dice Aram. ¡No, son unos bichos raros! ¡Y solo unos bichos raros quieren ayudarlos!

Aram empieza a estudiar este periodo sabático que se toma la gente del espacio. Todo el mundo que vive en el sistema solar regresa a la Tierra para pasar allí un tiempo cada varios años, siempre y cuando se propongan ser longevos, tal como le sucede a todo el mundo. Esta relación entre regresar a la Tierra y vivir más tiempo en el espacio constituye una correlación inexplicable, un fenómeno estadístico que nadie puede poner a prueba en su propio cuerpo, ya que nadie vive de ambos modos, y no es necesariamente cierto para cada individuo que permanecer en el espacio todo el tiempo los haga enfermar. Se trata únicamente de que, en promedio, la gente del espacio que no regresa a la Tierra cada periodo comprendido entre cinco y diez años para pasar entre varios meses y un par de años allí, tiende a morir mucho antes que quienes vuelven. Los números se discuten, pero los estudios, que Aram piensa son bastante sólidos, generalmente concuerdan con que los años de vida añadidos para quienes no residen en el planeta y se toman el periodo sabático es próximo a los veinte años, o treinta. Incluso teniendo en cuenta que la gente alcanza a veces los dos siglos de vida, se trata de bastante tiempo. Es una discrepancia tan enorme que muchos aceptan lo que sugieren los datos y vuelven a la Tierra cada tanto. Es mejor prestar atención a los datos, es mejor no tentar al diablo.

Estudiando todo esto, Aram señala que la verdadera inteligencia artificial es el estudio actuarial a largo plazo; ningún humano podría ver estas cosas. Esta inteligencia artificial en particular ha presentado un caso muy convincente. Sugerente, plausible, persuasivo, probable, la escala lingüística de los científicos para evaluar las pruebas sigue siendo la misma, asegura Aram, y se remata con una palabra bastante fuerte: convincente. La gente lo hace porque se convence de ello. La realidad los empuja a hacerlo. Los empuja el afán de vivir.

Pero hay otro efecto, casi el opuesto al periodo sabático, e igual de fuerte, sino más: la conmoción terrestre. Hay gente que regresa a la Tierra, en condiciones perfectamente saludables al llegar, y muere sin previo aviso. A veces puede resultar muy difícil averiguar la causa, lo que por supuesto contribuye al temor al síndrome. Un declive rápido, conmoción terrestre, terralergia; estos nombres encierran en sí mismos las noticias terribles de que el fenómeno al que aluden no se comprende del todo bien, de que se trata de la consecuencia de causas desconocidas. Los nombres así revelan la ignorancia en el propio nombre: el Big Bang, el cáncer. Un declive rápido. Cualquier enfermedad que termine con un sufijo itis o penia. Etcétera. Tantos nombres ignorantes.

Por tanto, los viajeros espaciales, que no han disfrutado de un solo periodo sabático en doscientos cincuenta años, fallecen ahora por lo visto de resultas de la conmoción terrestre. Incluso cuando puedan determinarse las causas de un caso concreto, resulta sospechoso que estas se hayan manifestado tan pronto tras su regreso. Cuesta creer que no se hayan dado a bordo de la nave, sin importar que estuviesen hibernados. No, aquí pasa algo. Algo a lo que sobrevivirán o a lo que no sobrevivirán.

Entretanto, viven en ese planeta loco y enorme que sigue espantando tanto a Freya. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? A esas alturas, no podría sentirse más abatida.

Transcurre una semana o más sumida en la depresión, antes de que Badim acuda a ella y responda a su pregunta de «Entonces, ¿qué vamos a hacer?» como si únicamente hubiese pasado un segundo desde que la formuló.

—¡Nos vamos a la playa! —anuncia, feliz.

—¿A qué te refieres? —pregunta Freya.

Porque, por supuesto, no hay playas. El nivel del mar ha crecido 24 metros durante los siglos XXII y XXIII de nuestra era, debido a procesos iniciados en el siglo XXI que más adelante no pudieron controlarse; y en esa subida, todas las playas terrestres han desaparecido. Nada de lo que posteriormente se hizo ha bastado para enfriar el clima terrestre y reducir el nivel del mar, pero el proceso está en marcha. Tardarán unos cuantos miles de años más. Sí, ahora terraforman la Tierra. No hay modo de evitarlo, dados los daños producidos. En el presente año 2910 de nuestra era, calculan que será un proyecto de cinco mil años. Algunos calculan más tiempo. Será como echar una carrera con los marcianos, bromean.

Pero por el momento, adiós a las playas, y son muchas las islas del pasado que yacen ahora bajo las olas. Todo un mundo y un modo de vida han desaparecido con estos lugares de leyenda, un modo de vida que se remontaba a los inicios de la especie en el sur y el este de África, donde se relaciona a menudo a los primeros seres humanos con el mar. Esa vida arenosa, sometida a la marea, salada, con reflejos solares en playas hermosas: todo desaparecido, por supuesto junto a todo lo demás; animales, plantas, peces. Forma parte del evento de destrucción masiva que aún se esfuerzan por detener, por escapar de él. Tantas cosas perdidas que jamás se recuperarán, la pérdida de la alegría de los relativamente pocos humanos que tenían la suerte de vivir en el litoral, que paseaban por las playas, que pescaban y montaban las olas, que se tumbaban al sol… Tal vez esto no sea digno de lástima, teniendo en cuenta todo lo demás que se ha perdido, todo el sufrimiento, el hambre, las muertes, todas las extinciones. Buena parte de las especies de mamíferos han desaparecido.

Pero era un modo de vida muy apreciado, recordado aún en el arte y la música, en imágenes e historias. Es legendario, como una especie de perdida edad de oro que resuena a nivel subconsciente, ahí en su sangre y sus lágrimas saladas, en las largas olas rizadas del ADN que siguen rompiendo en el interior de todos ellos.

Hay gente que se dedica a recuperarlo. Recuperan las playas.

Estas personas constituyen un ala o elemento de los Primerolatierra. Se abrazan a los árboles y odian el espacio, los hay de todos los colores. Muchos no solo han renunciado al espacio, sino también a muchos espacios virtuales, simulados e interiores que tantos terráqueos parecen satisfechos de habitar. Para los Primerolatierra, es como si estas personas ocupasen naves en tierra, o como si se hubieran trasladado al interior de sus pantallas o de sus cabezas. Son muchos los que viven continuamente en interiores, algo que a Freya le parece increíble, una locura, a pesar de que sigue temblando a cada paso que da. Pero al menos ella tiene una excusa, piensa, después de haber pasado toda la vida encerrada, mientras que los terráqueos no la tienen. Este lugar es su casa. El desprecio que muestran por su herencia natural, el modo en que desperdician el don que les ha sido dado, forma parte de las cosas que la empujan a rechinar los dientes, a acercarse a las ventanas, incluso a las puertas abiertas, para permanecer temblorosa en el umbral, aterrada, deseando que su cuerpo se relaje, y dar un paso afuera. Deseando cambiar. Topando con ese instante de pánico en que no puedes forzarte a hacer siquiera las cosas que más deseas, en que el miedo te aferra de la garganta.

Según parece, quizá estos amantes de las playas se parezcan a ella en esta opinión o convicción de cómo considerar la Tierra. Son almas afines, tal vez. Y expresan su amor a ese mundo perdido de la costa, reconstruyéndolo.

Freya atiende asombrada a la anciana menuda que Badim y Aram han invitado al interior de sus dependencias. La mujer tiene la piel morena, el pelo canoso, y les describe su proyecto y a quienes lo llevan adelante.

—Hacemos una especie de restauración paisajística llamada recuperación de playas. Es una especie de arte paisajístico, un juego, una religión… —Esboza una sonrisa irónica y se encoge de hombros—. Como queráis llamarlo. Para ello, hemos adaptado o desarrollado varias tecnologías y prácticas, empezando por las minas, trituradoras de roca, gabarras, bombas, tuberías, palas, topadoras, excavadoras, cosas así. Al principio es industria pesada. Mucha restauración de playas lo es. Hemos empleado esta tecnología en todo el mundo. Comprende llegar a acuerdos con gobiernos u otros propietarios, obtener los permisos para hacerlo. Se trabaja mejor en ciertos trechos de las nuevas líneas costeras. Ahora son prácticamente eriales, zonas intermareales que no son apropiadas para ello. Siendo anfibios es raro. —Sonríe de nuevo.

Ellos asienten.

—Y ¿qué es lo que hacéis, exactamente? —pregunta Freya.

En estas nuevas áreas de mareas, explica la mujer, proceden a hacer playas que sean tan parecidas a las que desaparecieron como sea posible.

—Las traemos de vuelta, eso es todo. Y nos encanta. Dedicamos la vida a ello. Tardamos un par de décadas en terminarlas, así que cualquiera de nosotros suele trabajar a lo sumo en tres o cuatro en una vida, dependiendo de cómo vayan las cosas. Pero al menos es un trabajo en el que puedes creer.

—Ah —dice Freya.

Supone un gran esfuerzo, continúa la mujer. Hay más trabajo que hacer del que pueden llevar a cabo los trabajadores. Y ahora, aunque los viajeros espaciales son polémicos y tienen problemas, o, mejor dicho, precisamente debido a ello, los constructores de playas se ofrecen a incorporarlos a sus filas. A todos ellos.

—¿Podemos ir todos? —pregunta Freya—. ¿Podemos seguir juntos?

—Por supuesto —responde la mujer—. Somos alrededor de cien mil personas, y enviamos grupos de trabajo a diversos puntos de la costa. Cada proyecto requiere de unas tres o cuatro mil personas en las fases más intensivas. Algunos se dedican a otra cosa cuando su papel concluye en un proyecto, así que la vida puede ser algo nómada. Aunque los hay que se quedan cerca de las playas que han hecho.

—De modo que nos acogeríais —dice Badim.

—Sí. He venido para haceros esta oferta. Tenéis que entender que somos más bien discretos con nuestras actividades. Es mejor evitar complicaciones políticas en la medida de lo posible, por tanto no nos esforzamos mucho en dar publicidad a nuestros proyectos. Nuestros tratos son discretos. Procuramos mantenernos al margen de los medios de comunicación. ¡Apuesto a que entendéis por qué!

Ríe mientras Aram, Badim y Freya asienten.

—Mirad, existe un elemento político en todo esto —continúa—, un elemento político que debéis comprender. No nos gustan los cadetes del espacio. De hecho, muchos de nosotros los odian. Esta idea suya de que la Tierra es la cuna de la humanidad forma parte de lo que ha acabado por arruinarla. Hay mucha gente en la Tierra convencida de que es nuestra labor enderezar esta percepción. Será nuestra labor durante las generaciones venideras. Y ahora vemos que vosotros formáis parte del daño que han causado. Nos ha llevado un tiempo comprenderlo, pero cuando la emprendiste a puñetazo limpio con ese tipo resultó tan claro como el agua. —Ríe al ver la cara que pone Freya—. Eh ¡que no pasa nada! Hemos abierto la puerta a unos cuantos que se metieron en líos por resistirse de un modo u otro a toda esa mierda. Así que añadir quinientas almas perdidas a uno de nuestros equipos no supondrá un problema. Os integraréis, y podéis mantener la cabeza gacha, hacer vuestro trabajo y echar una mano, contribuir. No nos vendrá mal un poco de ayuda, y vosotros tendréis una manera de salir adelante.

Freya intenta asimilar todo eso, comprenderlo. ¿Construir playas? ¿Restaurar el paisaje? ¿Podría ser? ¿Les gustaría?

—Badim, ¿esto me gustaría? —pregunta.

Badim esboza su sonrisa tímida.

—Sí, creo que sí.

Los demás no están tan seguros. Después de que la mujer se haya marchado, mantienen una larga discusión, y en un punto determinado piden a Freya que salga junto a un grupo de exploración y eche un vistazo a uno de estos proyectos para ver qué opina.

Por supuesto, esto supondría salir al exterior.

Freya traga saliva.

—Sí —dice—. Cómo no.

Vuelan de nuevo. Esta vez parece que a sus anfitriones chinos les gusta la idea de verlos marchar. Más salas y túneles, aviones, tranvías, trenes y coches. Viajar por la Tierra no se diferencia mucho de moverse entre los radios, aunque la gravedad sea constante. Procuran no llamar la atención. Van de una estancia a otra. En cualquier rincón de la Tierra, te metes dentro y te mueves a través de salas de formas y dimensiones distintas, que o bien se mueven o bien no, y la próxima vez que sales fuera (¡si lo haces!) estás en el otro extremo del planeta. Es tan raro. Mientras mira por la ventanilla de un avión al planeta océano, bajo un manto de nubes, Freya decide domeñar sus miedos, lograr que su cuerpo se someta a su voluntad. Está cansada de tener miedo. A veces te cansas de ti mismo, cambias.

Una costa que mira a poniente situada en algún lugar. Le dicen dónde, pero lo olvida enseguida. No había oído ese nombre antes. Latitud templada, clima mediterráneo. Riscos de arenisca amarilla que asoman de un mar de contornos blancos. Antaño hubo playas al pie de estos riscos, les dicen, playas tan extensas que albergaban carreras de coches en la arena llana y húmeda, cuando se inventaron los coches. Su guía les dice que para llegar al agua había que dar un paseo matutino desde los riscos, todo por sendas de arena. Un poco exagerado. Con esa historia pretende decirles que hay mucha arena en los bajíos. Parte de ella la arrastraron al sur las corrientes hasta un gigantesco cañón submarino que discurre frente a la costa, hasta el borde de la plataforma continental, pero incluso el fondo de ese cañón es ahora una especie de río submarino de arena que fluye hacia la llanura abisal, un río de arena que puede ser aspirado por tuberías hasta las barcas y transportado en estas a tierra, llevado luego a los estuarios de los riachuelos que rompen la larga y curva línea de los riscos, y depositado allí. Arena antigua para playas nuevas, ubicadas en la nueva línea que marca la marea, estuarios arriba. También transportan en camión gigantes piedras de granito procedentes de tierra adentro, algunas las sueltan frente a la costa para hacer arrecifes, otras al pie de los riscos para establecer una nueva playa, otras las convierten en arena, grava, guijarro, adoquines, cualquiera que sea el tipo de roca que solía haber en la playa. Se necesitan ciertas mezclas de minerales para hacer una playa que sea duradera, para hacer que sea bonita. También ciertos tipos de arrecifes costeros. Millones de toneladas de arena y roca a trasladar e instalar. Son muchas las cosas que sus guías quieren explicarles, todos están bronceados, el pelo desteñido por el sol y la sal, los ojos radiantes.

Los viajeros espaciales arrastran el cansancio del viaje: cosa del desfase horario, les han dicho que lo llaman. Están desincronizados con la rotación planetaria, el ritmo diurno, el ritmo circadiano, peculiar malestar que aprenden a reconocer. Después de un primer recorrido por la costa, llevados en coche por carreteras que se extienden en lo alto de los riscos, y luego por las costas del estuario, con diversas paradas para salir y mirar (aunque Freya no sale), los conducen a un bar que hay en el extremo del risco. El bar parece ser un modesto y pequeño centro de reuniones y conferencias, con bungalós situados alrededor del edificio principal. Freya sale cuando aparcan el coche dentro del garaje, y se dirige al vestíbulo, momento en que, con una carrera controlada bajo un pasaje, se apresura a desplazarse hasta el bungaló que le han asignado, situado junto al que comparten Aram y Badim. Una vez instalada, mira a través de la puerta abierta y ve a los dos ancianos acomodados en tumbonas, a la sombra de un saliente natural que se extiende desde el bungaló, vueltos al océano. Les han dicho que al saliente natural lo llaman enramada.

Badim repara en ella y dice:

—Freya, cariño, ¡ven y únete a nosotros! ¡Inténtalo!

—Lo haré en un rato —responde ella, enfadada—. Estoy deshaciendo el equipaje.

Desde el risco pueden ver un buen trecho de mar. Una llanura azul plata de deslumbrante tamaño, salpicada de luz blanca. Badim y Aram hablan de nuevo sobre fenómenos ópticos. A esas alturas se han convertido en físicos aficionados, y esperan ver el rayo verde al atardecer. Por lo visto, la gravedad de la Tierra, o la atmósfera, pues discuten mucho al respecto, doblega la luz del sol de tal forma que justo antes de que el Sol se hunda tras el horizonte y desaparezca, la Tierra se encuentra físicamente entre el observador y el Sol, pero la luz solar traza una curva alrededor del globo debido a la atmósfera, o la gravedad, y puesto que la luz azul se curva más que la roja, esta curva alrededor de la Tierra separa la luz como si atravesase un prisma, lo que supone que el último punto visible de luz solar adquiere una tonalidad verde, dicen que puro verde esmeralda.

—¡Esto hay que verlo! —exclama Aram.

Badim se muestra de acuerdo.

—Qué raro ser tan mayores como somos y verlo por primera vez. —Se vuelve y llama a Freya—. ¡Niña, ven a ver este fulgor verde que es posible que se produzca!

—No eres tan mayor —le dice ella—. Eres como la centésima persona más mayor de la nave.

—Bueno, eso no quita que lo sea, aunque de hecho creo que ahora debo de ser la decimoquinta. Pero concentrémonos en la puesta de sol. Me han dicho que cuando el Sol se hunde tres cuartas partes, puedes mirarlo sin perjudicarte la vista. No mucho rato, ojo, pero lo bastante para ver el fulgor verde cuando se produzca.

Ella se sitúa de pie justo tras el umbral de la puerta doble del bungaló, vuelta hacia el mar, y mira hacia el exterior, los puños crispados a los costados. El estuario es apenas visible más allá del punto del risco a la izquierda, una bahía cubierta por un manto de oleaje. Donde en el pasado hubo una playa en la desembocadura del río, que se extendía entre dos puntos del risco, ahora hay una línea blanca de oleaje roto. Construyen la playa a ambos lados del río, sobre la playa sumergida.

Las olas se deslizan inexorables procedentes del oeste, del sol sesgado que espeja la superficie acerada del mar. Líneas bajas pero nítidas de olas, visibles como cambios en el azul del agua, acercándose siempre a tierra. Una visión extraña. En el horizonte hay una isla que asoma como una joroba sobre la línea clara donde el cielo besa el mar: azul claro sobre azul marino, conjunto de acero y negrura a última hora de la tarde. La brisa levemente salina franquea el umbral de su puerta, las gaviotas planean a la altura de sus ojos, las cabezas inclinadas hacia abajo y a un lado. Una hilera de pelícanos pasa de norte a sur, una visión repentina del Jurásico, siluetas negras recortadas contra el brillo del sol, lento batir de alas, aunque sobre todo planeen. Freya nota cómo el pánico gana de nuevo terreno en ella como la marejada que sigue sus propios y misteriosos tirones. Quiere con denuedo salir al aire libre, bajo el cielo, pero algo le atenaza el corazón, no hay nada que pueda hacer al respecto, no puede moverse. Ni siquiera para unirse a Badim y Aram bajo el ramaje. Es demasiado para ella. No le queda sino volver dentro e intentarlo más tarde.

Aunque es tarde, sus anfitriones llaman a su bungaló porque quieren mostrarle más detalles sobre el funcionamiento de sus obras, y como lo harán en la cabina de un vehículo de maquinaria pesada para extraer tierra supone que podrá aguantarlo. El desfase horario la tiene machacada.

Y salen, van de interior en interior hasta la cabina. El vehículo mueve arena de las pilas gigantes en sus zonas de recepción, hasta la propia playa. A la luz horizontal de última hora del día dan botes por una larga rampa de la playa nueva, cubierta ahora por marcas de neumático. Pasan junto a vehículos más pequeños de todas las clases, algunos transportan tierra y pequeñas pilas de arena a superficie allanadas, o empujan dunas al fondo de la playa. Lo importante es aceptar el nuevo nivel del mar y trabajar con ello, le explican los operadores del vehículo; pasarán siglos antes de que recupere su nivel, eso en el mejor de los casos, y podría no hacerlo jamás. Pero confían en que al menos no suba más; todo el hielo del mundo que podía fundirse lo ha hecho ya. Aún queda una considerable capa de hielo en la Antártida oriental, pero finalmente las temperaturas se han estabilizado, y es probable que ese siga donde está. Y si no es así, ¡lástima! ¡Habrá que construir más playas!

Por ahora, este es el nivel del mar. Aquí las olas rompen arriba y abajo en una distancia vertical que promedia tres metros, más en las mareas muertas cuando la Luna está más próxima a la Tierra. Las mareas son cosa de la atracción del flujo de la marea entre la Tierra y la Luna. El tirón gravitatorio, fantasmal acción a distancia. Fuente de gran parte de la vida en este planeta, es posible que incluso la aparición de la vida, aseguran algunos.

Se aseguran de que el límite de la marea alta se sitúe por debajo de buena parte de la nueva orilla, que como mínimo tendrá una anchura de cien metros. Tras la playa levantan dunas y plantan e introducen toda la vida característica de este terreno. Y durante la marea baja, la orilla que está temporalmente en contacto con el agua se compone mayormente de arena, con algunas zonas rocosas bajo el risco, para incluir charcas de marea y demás. Todos estos parámetros y elementos se ingenian, diseñan, construyen y cuidan. Freya entiende que esa playa es su obra de arte, que esas personas son artistas. Practican un arte que aman. Podrían matarla de aburrimiento a fuerza de hablar de ello, de tanto que lo aman.

A menudo en las desembocaduras de los ríos que rompen la línea de elevaciones que pueblan esta línea costera, le dicen, el mar al elevarse su nivel ha alcanzado a las casas, las calles, los patios, los parques y al resto de los vestigios de la anterior civilización, aplastándolos, llevándoselos consigo. Por tanto, una de las primeras labores en la construcción de la playa ha consistido en demoler y retirar lo que ha quedado sumergido, lo cual ha debido hacerse a lo largo de la costa hasta alcanzar cierta profundidad, para evitar que toda la línea costera continuase entrañando un grave peligro. Aquí han terminado dicha labor hace unos años, y ahora, tal como comprueba Freya, han depositado buena parte de la arena para la nueva playa. Alrededor de la mitad de la arena se ha extraído de los bajíos y del cañón submarino; aspirada en barcas, depositada donde quieren tenerla. El resto se ha fabricado en los riscos. Se distribuye según protocolos que siempre evolucionan a medida que estudian el oleaje propio de ese trecho de costa y las pautas fluviales del estuario. Y también a medida que aprenden más cosas sobre las playas en general, en todo el mundo.

Ah, dice ella.

Esta playa se estabiliza al pie del risco norte, y la del sur también está casi terminada. Los viajeros espaciales pueden asentarse y echar una mano, aprender más acerca del proceso, conocer a quienes trabajan en él. Así podrán ver si les gusta. Como hay decenas de equipos así que trabajan en todo el mundo, parece más que posible que puedan fundirse sencillamente en este sector de la población, en la gente de la playa, y pasar a integrar los miles de millones de personas que pueblan el planeta Tierra.

Freya asiente.

—Suena bien.

Puede ir a nadar frente a esta playa si quiere, le dicen, porque ahora es segura, mucha de la gente de la playa, los más jóvenes, lo hacen. ¿Sabe nadar?

—Sí, sé nadar —responde ella—. Solía nadar a menudo en Long Pond.

Muy bien, estupendo. Debería intentarlo. Ahí la temperatura del agua es adecuada, un pelín fría, pero te acostumbras cuando llevas un rato dentro. Ya verá cómo la sustenta el agua salada del mar. Es fantástico flotar mejor. Mañana habrá un poco de oleaje, pero hay quienes nadan de todos modos. Hay gente a la que no puedes mantener fuera del agua, con olas o sin ellas.

—Magnífico —dice ella, sintiendo el latigazo del miedo a lo largo de la columna vertebral, el eco en brazos y piernas. Incluso los pies que no siente acusan el reflejo del temor.

De vuelta en el bungaló, exhausta, comprueba que Badim y Aram siguen bajo el ramaje comentando la puesta de sol que se ha producido apenas hace escasos minutos. O bien han visto el fulgor verde, o bien no. La discusión es muy relajada, y a Freya le parece evidente que ambos disfrutan ante un problema que no pueden desentrañar de inmediato. Algo a lo que darle vueltas. Dos ancianos que discuten a orillas del mar.

Le dan la bienvenida. El cielo a poniente ha adquirido una tonalidad de azul marino muy oscura, sobre un mar que ahora parece de un color más claro que el cielo, una especie de plata negra, más que nunca surcada por el oleaje incesante. Hay una vastedad inabarcable en el paisaje. Freya permanece de pie en el umbral de la puerta, atenta, consciente del viento que proviene del mar. Los ancianos la dejan en paz.

—He hecho una traducción de ese poema de Cavafis —anuncia Aram a Badim—. Del final, quiero decir. Atención:

No hay nuevo mundo, amigo mío, ni

nuevos mares, ni otros planetas, no hay adónde ir.

Estás ligado por un nudo que no puedes deshacer,

cuando comprendes que la Tierra también es una nave.

—Aaah —exclama Badim, como a quien le han contado un chiste—. Muy bonito. Me gusta cómo te las has ingeniado para dejar que sea algo que te has hecho a ti mismo, sino más bien cómo son las cosas.

—Sí —dice Aram, pensativo.

Entonces, al cabo de un rato Badim ríe en voz baja y da una palmada suave en el muslo de su amigo, señala el cielo crepuscular, azul puro como nada que hayan visto antes.

—Aunque, ¡vaya pedazo de nave preciosa!

—Lo es, lo es —admite Aram—. Pero ¿el tamaño importa? ¿Es eso?

—¡Creo que podría hacerlo! —responde su interlocutor—. Eso hace que sea robusta, ¿no? Lo bastante grande para que sea robusta. Y empiezo a pensar que su robustez es lo que buscamos.

—Es posible. Y me he dado cuenta de que tú te estás volviendo más robusto con el paso de los días.

—Bueno, aquí la comida es estupenda, admítelo.

Freya deja a ambos conversando, entra en el dormitorio y se tumba en la cama.

Esa noche, la brisa marina inunda la estancia y la inunda a ella, alcanza a oler y notar la sal hasta poco antes del amanecer, momento en que la fuerza del viento cae. No pega ojo en toda la noche, tiembla un poco, o es la habitación la que tiembla. Nota pinchazos en los pies, un nudo en el estómago. Siente que su miedo es como un lastre en el pecho. Cuesta respirar, e intenta hacerlo profundamente, con mayor lentitud. De vez en cuando espabila de un trance salino que no puede considerarse sueño.

Cuando despeja la noche a través de la ventana de poniente, iluminando un retal de las cortinas, se levanta y va al baño, sale de nuevo, camina de un lado a otro, se sienta en la cama, hunde el rostro en las manos. Se levanta y se dirige a la ventana para mirar fuera.

El amanecer inunda de luz el mar. Amanece en la Tierra. Aurora era la diosa del amanecer, pero esto es lo auténtico.

Abre la puerta del bungaló, siente el aire que ahora sopla hacia el mar. Es como si la tierra respirase, aspirando de noche y exhalando de día. Así sucedía en el Fetch. Hace calor, será un día caluroso. El aire es seco.

Se lava la cara en la pila del lavabo; contempla en el espejo su cara ojerosa. Es una mujer de mediana edad, los años han pasado volando; apenas recuerda qué aspecto tenía. Se pone un pantalón corto y una blusa, se pone las botas ortopédicas, toma una de las toallas grandes del cuarto de baño.

—A la mierda —dice en voz alta, al tiempo que sale del bungaló.

El gran azul del cielo. Aire cálido y seco que sopla con suavidad procedente del mar. Desciende a la playa a la sombra del risco, la mirada puesta en los pies que no siente, quejándose mientras se seca las lágrimas y los mocos que le corren por la cara. Apenas puede ver. Se siente estúpida, loca, pero sobre todo asustada. Solo asustada.

Al llegar a la playa le parece más pequeña, más como sacada de un bioma. Un bioma enorme, pero no tan grande como para hacer que se desmaye sin más. Tiene la respiración agitada, suda, jadea un poco, caminando con torpeza calzada con aquellas botas raras. Lleva puesto un sombrero de ala ancha, las gafas, mantiene la cabeza gacha.

Hacia la arena de las dunas que hay al pie del risco. A cada paso, la arena cede entre uno y tres centímetros bajo las botas. Basta con esto para que deba prestar atención, dado que no siente los pies. La arena asciende en una leve pendiente mientras camina hacia la orilla, hasta alcanzar una especie de cresta baja, más allá de la cual la arena cae llana y despejada sobre el borde espumeante del mar. Las olas rotas ascienden hacia Freya en la extensión burbujeante, el agua cristalina sobre la arena gris-marrón y mojada que cubre. Este borde inclinado y húmedo está surcado por trechos de espuma blanca. Hay un fuerte ruido debido a las olas que rompen, la mayoría de las cuales lo hacen a un centenar de metros de la orilla, calcula, y avanzan blancas y espumosas, coronadas por una capa entrante que es visiblemente más alta que la que le sirve de base, el borde blanco rebota susurrando una masa de burbujas en hilera, cubriendo los bajíos, entrechocando con otras líneas que retroceden de la orilla.

En el límite de la marea alta hay marañas de algas renegridas, y también otras que poseen una apagada tonalidad verde, con hojas anchas y alargadas, y bulbos. Laminarias, piensa. Se dirige hacia una línea y se sienta con fuerza en la arena a su lado. Mantiene la cabeza gacha, la respiración a un ritmo constante y profundo, e intenta contener la náusea, detener el mundo que gira a su alrededor. ¡No es más que un bioma enorme! ¡Aguanta! El alga al tacto es como un gel endurecido, algo limoso. Tiene arena pegada. Los granos de arena individuales no parecen del todo redondos: piedras pequeñas biseladas, unas quince o veinte pegadas en la yema del dedo índice. Las ve mejor cuando levanta el dedo a unos seis centímetros de su nariz. También hay unas motas negras de algo que parece mica, mucho más pequeño que los granos de arena clara. Estas motas negras se mezclan con los granos de arena, y donde las olas rotas se alzan y se abaten blancas en la orilla, a unos veinte metros de donde ella permanece sentada, se distingue un motivo diagonal, negro sobre rubio, flechas que se pisan unas a otras y que señalan al mar. Impera el fuerte ruido del oleaje rompiente.

El sol asoma sobre el risco situado a su espalda, y siente la radiación en el cogote como una lengua de fuego. Es, efectivamente, una llamarada. De nuevo se le encoge el estómago. Rebusca en la bolsa por debajo de la toalla, y saca un bote de protector solar con pulverizador, que extiende en el cuello. Huele raro. Le tiemblan las manos y se siente mareada. El olor del protector solar lo empeora, está a punto de vomitar. Menos mal que no tiene que estar de pie ahora, que no debe ir a ninguna parte. Mantén la cabeza gacha, observa los granos de arena que relucen transparentes en tu yema del dedo. Procura no devolver. Por Dios, cuánta luz. Debe apretar con fuerza los dientes para impedir que castañeteen, para mantener la bilis a raya.

—¡A la mierda! —exclama de nuevo con los dientes prietos—. ¡A ver si te controlas!

¡Déjame llevarte a la playa!

¡Na na na na na na na na na-na!

¡Déjame llevarte a la playa!

¡Na na na na na na na na na-na!

Un joven canta este estribillo, caminando a paso vivo en la arena blanda. Entre dieciséis y diecisiete años, desnudo, rostro alargado, ojos claros, la piel de una tonalidad parda que ella atribuye al bronceado. Su pelo rizado castaño también está tan quemado por el sol que las puntas de los rizos muestran un amarillo rayano en el blanco. Lleva un par de aletas azules en la mano, como las pinturas minoicas que decoraban una pared que tuvo ocasión de ver en un libro. El joven aguador, cargado con bolsas de agua.

—¿Vas a nadar? —le pregunta Freya.

Él se detiene.

—Sí, voy a cabalgar unas olas. Hay un punto de rotura estupendo que parte de este lugar, llamado Reefers.

—¿Punto de rotura?

—Hay un arrecife enorme ahí fuera, a unos doscientos metros, fácil de ver con la marea baja. La mayoría de las rotas vienen por la derecha, pero hoy hay corriente del sur, así que también habrá algunas que lo hagan por la izquierda. ¿Vas a salir?

—No siento los pies del todo —dijo Freya, desesperada por hallar una excusa—. Tengo este calzado, que se las ingenia para caminar por mí. No sé cómo sería nadar.

—Hmm. —Arruga el entrecejo, la mira como si nunca hubiese oído algo semejante, y es posible que no lo haya hecho—. ¿Cómo te ha pasado eso?

—Es una larga historia.

Él cabecea en sentido afirmativo.

—Bueno, si te pusieras las aletas es como si nadaras por las rodillas. Podrían servirte. De hecho, si permaneces de pie en los bajíos, el agua te hará flotar. Puedes usar los brazos, ganar impulso en el fondo y aprovechar las olas pequeñas.

—Me gustaría intentarlo —miente Freya, aunque puede que diga la verdad. Traga saliva ruidosamente. Tiene el rostro encendido, un cosquilleo le recorre dedos y labios. Le arde el dedo gordo de ambos pies.

—Ahí vienen mis amigos, es posible que Pam lleve en la bolsa un par de aletas más.

Dos jóvenes, un hombre y una mujer, desnudos también, bronceados, algo musculosos, el pelo quemado por el sol. Dioses y diosas jóvenes, náyades o lo que sean, no recuerda el nombre de las deidades menores marinas, pero estos lo son. Chicos de la playa. Saludan al joven que conversa con Freya, a quien llaman Kaya.

—¡Kaya! ¡Eh, Kaya!

—Pam, ¿llevas un par de aletas de sobra? —pregunta Kaya.

—Sí, claro.

—¿Podrías prestárselas a esta señora? Quiere salir a nadar.

—Claro, sí.

Kaya se vuelve hacia ella.

—Ten. Prueba a ver.

Los tres jóvenes se quedan mirándola.

—¿Sabes nadar? —pregunta Kaya.

—Sí. De pequeña nadaba constantemente en Long Pond.

—Quédate en los bajíos y todo irá bien. Apenas hay oleaje hoy.

—Gracias.

Freya acepta las aletas azules que le tiende la joven. Los tres jóvenes se adentran a la carrera en el agua, levantando arcos de espuma blanca a su paso, y después de zambullirse en una ola rota se incorporan con el agua a la altura del muslo. Después parecen flotar a merced del suave oleaje, mientras se ponen las aletas, y una vez hecho esto se dirigen hacia la pared que se aproxima compuesta por olas blancas, que rompen a más de treinta metros de ellos. Solo entonces nadan de verdad. Hacen que parezca sencillo.

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