Aura

Aura


Capítulo 1

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Quedaba menos de una hora para el amanecer. Jake se detuvo, dio un trago a la cantimplora y comprobó el estado de su brazalete. La luz rojiza destellaba en la oscuridad de la noche. Solo esperaba que la carga durase hasta su regreso a la Ciudadela. Si no, bueno..., si no, podía despedirse de la vida. Pero ¿qué era la vida sin emociones fuertes?

A pesar del cansancio, se sentía animado. Quizás encontrara algo. Lo que fuera. Noticias. Información. Respuestas a preguntas no formuladas. Cualquier cosa valía cuando no sabías qué buscabas.

Alzó la vista y estudió la posición de las estrellas para orientarse. Y es que, cuando la tierra es un misterio, el cielo se convierte en el único mapa fiable. Debía seguir hacia el Oeste, hacia una nueva zona desconocida. A partir de ahí cualquier cosa era posible.

Estaba exhausto y necesitaba concentrarse para dar cada nuevo paso. Aunque la noche era fría, sentía un calor que le pesaba como telas húmedas. Las gotas de sudor se le escurrían por la frente desde el pañuelo que le cubría la cabeza y se le colaban en los ojos, la única parte de su rostro que llevaba al aire. Ni la chaqueta abotonada hasta el cuello ni los pantalones sucios y acartonados eran las prendas ideales para aquellas caminatas, pero al menos le protegían del frío nocturno y lo volvían invisible. O eso quería pensar. En cualquier caso, la libertad que sentía en esos momentos, fuera de la muralla, merecía el riesgo.

El aturdidor colgaba de uno de los cinturones que le cruzaban el pecho y con las manos, cubiertas por unos mitones de cuero, sujetaba la linterna casera que los rebeldes habían fabricado a base de cachivaches inútiles.

Llegó a un montículo de piedras. Dejaba atrás el suave resplandor que había comenzado a teñir el horizonte para adentrarse en un fragmento de noche más oscuro que el firmamento. Tuvo que caminar un rato más para darse cuenta de que ante sus ojos se levantaba una montaña tan escarpada que parecía un muro infinito.

Apoyó la mano en la pared de piedra rojiza y se decidió a bordearla.

Más de una vez Jake había fantaseado con la posibilidad de no regresar a la Ciudadela. De encontrar el modo de robar suficientes cargas de energía para huir tan lejos como fuera posible y comenzar una vida nueva en libertad. Pero nunca llegaba a atreverse. El miedo a que su corazón dejara de latir antes de encontrar una nueva fuente de alimentación se lo impedía. Igual que también lo hacía el sentido del honor que le ataba a su hermano y a los demás rebeldes. Todos tenían una misión, todos eran necesarios, tanto dentro como fuera de la Ciudadela. Y si uno fallaba, su misión se resentiría. Además, había tardado muchos años en ganarse la confianza de los demás para que lo dejaran salir a explorar y ahora no podía tirarlo todo por la borda, largarse y dejar tras él la estela de la traición. Y por otro lado, ¿quién le aseguraba que hubiera algo más ahí fuera, que las leyendas o los rumores eran reales, que ellos no eran los únicos supervivientes de la raza humana?

Jake se obligó a interrumpir aquel pensamiento. Eso era precisamente lo que el gobierno quería que creyesen: que estaban solos, que afuera solo había peligros y que no existían razones para intentar salir; que allí, en el interior de las murallas, eran libres y debían sentirse agradecidos de la protección que se les brindaba. La ironía en estado puro.

Para eso estaban allí los rebeldes: para recordar a quienes quisieran escuchar que podía existir otra manera de vivir si combatían las injusticias de sus gobernantes. Y aunque Jake nunca había visto las pruebas, ese había sido el argumento que había utilizado para convencer a sus superiores de que le otorgaran el puesto de explorador cuando el último fue cazado por una patrulla de centinelas.

Sin embargo, llevaba medio año ya con ello, casi siete meses desde que cumplió los dieciséis, escabulléndose por los túneles de la Ciudadela hasta el exterior, y todavía no había encontrado nada. Ni una mísera prueba que le convenciera de que lo que estaba haciendo tenía algún sentido.

Por eso, cada vez pedía que lo dejaran estar más tiempo en el exterior, para poder cubrir más terreno. Pero cuantos más días pasaba fuera, más se arriesgaba a ser descubierto. Los que estaban al mando, y en concreto su hermano, preferían no correr ese riesgo.

Así que hasta entonces solo había encontrado rocas, barrancos y ahora esa pared de arenisca interminable... que desapareció de repente. Iba tan absorto en sus pensamientos que a punto estuvo de caerse cuando su mano encontró el vacío.

Era una cueva. Una gruta tan profunda que se tragaba la luz de la linterna. Sin perder un instante, se agachó y sacó de uno de los bolsillos un trozo de hoja arrugado y un lapicero tan gastado que solo podía sujetarlo con las yemas de los dedos. Comenzó a dibujar lo que había visto hasta el momento.

En breve, el amanecer bañaría aquella tierra y debía emprender el camino de vuelta a la Ciudadela. No podía entretenerse allí dentro, encontrara lo que encontrase. Tendría que presentar su descubrimiento a los rebeldes y esperar que le autorizasen una nueva exploración más larga. Si no lo hacía, mandarían una patrulla a buscarlo o, directamente, lo darían por perdido.

Aun así, la curiosidad era demasiado fuerte. ¡No podía darse la vuelta ahora que había llegado hasta allí! Aunque fuera un vistazo, necesitaba saber qué había en las profundidades de aquella cueva. Así pues, sacó su aturdidor del cinturón y se dispuso a investigar el lugar.

A los pocos minutos de entrar, sintió cómo el sudor del rostro se le enfriaba. Debía de haber algún tipo de brisa proveniente del interior, por lo que dedujo que también tenía que haber otra salida al fondo. Según se adentraba, más ancho se volvía el túnel.

Los únicos ruidos que le acompañaban eran los de sus botas sobre el suelo húmedo y la gravilla, su respiración, el goteo del techo y el rumor de lo que parecían ser corrientes de aire. En cualquier caso, toda su atención estaba puesta en la negrura en la que se adentraba. Iba contra reloj y necesitaba saber qué se escondía al otro lado. Probablemente más desierto, más rocas, más barrancos. Pero serían nuevos desiertos y nuevas rocas y nuevos barrancos que investigar en la siguiente incursión.

Fue en ese instante cuando escuchó el ruido. Sonó como un puñado de ramitas quebrándose bajo la pisada de alguien. Agitó la linterna en busca de su origen, pero una vez más no vio nada. Decidió apagar la luz. Prefería que, en caso de haber algo, o alguien, observándole, no localizara su posición. Y siguió avanzando, esta vez con más tiento, esforzándose en no hacer ruido. Sentía que ya no estaba solo. Quizás solo fuera una ilusión, producto de la oscuridad y de la angustia. Sin embargo, siempre había confiado mucho en su instinto y acostumbraba a hacerle caso.

El aturdidor tembló en su mano; lo agarró con fuerza esperando el momento oportuno para encenderlo si era necesario. La brisa ya no solo la sentía, sino que también la escuchaba con mayor claridad. Parecía tener varios orígenes y debía de haber algo que interrumpía su paso porque sonaba entrecortada. ¿Dónde conduciría ese túnel? Al mismo tiempo que crecía el miedo también lo hacía la intriga por llegar al final.

Y entonces el suelo cambió. Ya no sentía roca bajo la suela de sus botas y tuvo que encender la linterna. Cuando lo hizo, la luz se reflejó en la superficie. Jake no dio crédito a lo que veía.

—Metal... —musitó.

Sobre la pared advirtió un símbolo grabado en el hierro que representaba una paloma con una rama en el pico sobrevolando tres edificios. Sin esperar un instante, el chico sacó el trozo de papel y lo apoyó sobre la pared para después pasar por encima la mina del lápiz y calcar el relieve. Esta vez no se preguntó a dónde llevaba ese túnel, sino qué era y quién lo había construido. Porque estaba claro que la mano del hombre tenía que estar detrás de ello.

Al tiempo que se hacía esa pregunta, cometió el error de alzar la linterna hacia las profundidades y, de repente, una decena de estrellas se iluminaron en la oscuridad. Estrellas que se encendían y se apagaban de manera desacompasada. Que parecían titilar al son de las brisas que silbaban en la distancia.

Estrellas que no eran estrellas. Igual que los silbidos de la brisa que escuchaba no eran brisa. Eran respiraciones.

Se dio la vuelta al tiempo que una vorágine de gritos y rugidos salvajes se abalanzaba sobre él.

Infantes.

No los había visto nunca, pero los mayores le habían hablado de ellos muchas veces. Sobre todo en forma de cuento y de canciones. ¿Cómo decía aquella nana que tanto detestaba su hermano? Evita las cuevas y la oscuridad, o los infantes malditos te vendrán a atacar... Nunca había creído que existieran de verdad. La de veces que se había burlado de ello... y ahora más le valía correr tan deprisa como fuera posible o no viviría lo suficiente como para disculparse ante su hermano por su escepticismo.

Tras él, los pasos se escuchaban cada vez más cercanos. Aterrorizado, giró la cabeza un instante y vio cómo, más que correr, aquellos niños hambrientos galopaban sobre manos y pies, apoyándose en el suelo y en las paredes. La imagen le sobrecogió tanto que no advirtió el desnivel hasta que fue demasiado tarde y tropezó con él.

Lo primero que sintió cuando dejó de rodar fue el dolor punzante en la espinilla. Por suerte, parecía una herida superficial. Pero cuando se dispuso a levantarse para seguir la carrera, le alcanzó la primera de aquellas criaturas. Con un golpe seco, lo derrumbó y, antes de que pudiera quitárselo de encima, notó cómo las uñas y los dientes del infante le atravesaban la piel de la espalda y el cuello.

Desesperado, Jake rugió de dolor y se revolcó hasta quitárselo de encima. Pero otras dos criaturas, y después una tercera, se le echaron encima con la misma saña que el anterior. No esperó más, encendió el aturdidor y comenzó a golpear a todo lo que se movía.

Los gruñidos se convirtieron en aullidos lastimeros con cada chispazo que propinaba. Liberado por fin, Jake se levantó y echó a correr sin acordarse siquiera del dolor de la pierna.

Necesitaba llegar al exterior para salvarse. Una vez fuera, bajo el sol del amanecer, los infantes no podrían seguirle. Eso, si aquella parte de la historia también era cierta. Si no, estaría perdido.

Los rugidos y los pasos se multiplicaron tras él. ¿Cuántos podía haber? ¿De dónde salían? ¿Cómo habían llegado hasta allí? Intentaba recordar todo lo que alguna vez había oído sobre esos seres. ¿Acaso no necesitaban formar su nido en un lugar en el que pudieran encontrar comida? No parecía que aquella cueva estuviera muy transitada y, además, estaban demasiado lejos de la entrada de la gruta, en el lugar en el que el suelo de rocas se convertía en metal..., donde había señales de presencia humana. ¿Tendrían allí su fuente de alimentación?

El túnel hizo un quiebro que no había advertido al entrar y de pronto la luz del exterior apareció a lo lejos. No pudo disfrutar del alivio porque en ese momento le alcanzaron dos nuevos infantes que lo agarraron de la cintura y comenzaron a escalar por su espalda, clavándole las uñas. Gritó de dolor y les enchufó el aturdidor, pero había dejado de funcionar. Esforzándose por no perder el ritmo, comenzó a golpearlos con fuerza hasta que logró liberarse.

Con un último esfuerzo, recortó los metros que lo separaban del exterior y salió de la cueva soltando un grito de dolor y alivio. Lo había logrado. Tras él, los infantes que lo habían seguido gemían de dolor mientras regresaban corriendo a resguardarse en las sombras, con el resto del nido.

Tenía la camisa ensangrentada y desgarrada, pero no podía rendirse. No ahora. Debía regresar a la Ciudadela, aunque era consciente de que, a cada segundo que pasaba, más sangre perdía. Lo que había encontrado no era un accidente geográfico, de eso estaba convencido. Lo que acababa de descubrir podía cambiar el curso de los acontecimientos, dar un nuevo sentido al trabajo de los rebeldes. Pero para eso necesitaba llegar con vida. Necesitaba informar a los demás.

Repitiéndose aquel pensamiento en bucle hasta que las palabras dejaron de tener sentido, Jake siguió avanzando con el sol marcando los últimos minutos de su cuenta atrás.

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