Aura

Aura


Capítulo 2

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ADorian le resultaba familiar aquel aroma. Cuero viejo, enmohecido. Sabía que lo había olido alguna vez en el pasado, pero no lograba recordar cuándo ni dónde. Se encontraba con los ojos cerrados, tumbado en los asientos agrietados de un coche abandonado y corroído por el tiempo, en mitad de un desguace a pocos kilómetros de la Ciudadela. Eden había propuesto descansar allí mientras esperaban a que anocheciera para poder entrar en el reducto electro sin ser vistos.

Abrió los ojos y se incorporó para observar a través de las lunas rotas del coche la silueta distante del lugar al que se dirigían. La enorme muralla de hormigón que bordeaba la ciudad se alzaba amenazante en el horizonte. Lo único que sobresalía por encima de ella eran unos pocos edificios aislados y una torre que despuntaba en el centro como un siniestro faro levemente iluminado. Por las historias que había escuchado de Eden, no se trataba de un lugar agradable ni seguro, pero le habían convencido de que cualquier cosa sería mejor que aquella jaula de la que le habían rescatado, y él no tenía razón para no creerles.

Dorian se volvió a acomodar en los asientos e intentó conciliar el sueño, pero fue en vano. Se sentía inquieto, agobiado, y no lograba dejar la mente en blanco. Una vez más le sobrevino la duda: ¿dónde había olido antes aquel aroma? Imposible saberlo. Su memoria no iba más allá del instante en el que despertó dentro de aquella celda en el complejo.

Aunque pareciera increíble, una parte de él aceptaba ser un experimento. Un clon creado en un laboratorio al que le habían borrado los recuerdos. Pero la otra..., la otra buscaba desesperadamente ese pasado al que aferrarse, aunque fuera de mentira, aunque le hubiera pertenecido a otro, un pasado que, sencillamente, no existía.

Dándose por vencido, el chico decidió salir a respirar un poco de aire. El desguace era, sin duda, el sitio idóneo para esconderse y esperar, entre pilas de coches que superaban los ocho metros de altura y montañas de escombros olvidados. Más allá, el desierto se había convertido en el amo y señor de las casas bajas, la carretera de asfalto y los carteles publicitarios que ahora colgaban emblanquecidos por el sol.

—¡Duracell!

El grito de la chica lo hizo volver a la realidad, pero cuando se giró y ella le vio la ropa, advirtió su sorpresa.

—Dorian... Perdona, creí que eras Ray. ¿Le has visto?

El chico negó con la cabeza y permaneció en silencio.

—¿Cómo estás? —preguntó Eden.

Por respuesta, él se encogió de hombros y esbozó una sonrisa. No era la primera vez que se lo preguntaba, y sabía que tampoco sería la última.

—Ya, bueno. A mí también me está costando descansar.

Ninguno de los tres había sido capaz de conciliar el sueño una noche entera desde que habían emprendido el viaje. Cuando no eran las pesadillas, era algún ruido a su alrededor. El caso era que, al final, el amanecer siempre los descubría con los ojos abiertos y la mente inquieta, intentando asimilar lo que habían descubierto en los laboratorios antes de huir. Con todo, Eden se las había arreglado para no permitir que los ánimos decayesen y estaba convencida de que todo se solucionaría cuando llegaran a la Ciudadela.

Un golpe metálico, acompañado de un quejido lastimero, hizo que Dorian y Eden se giraran al unísono.

—¡Estoy bien! —exclamó Ray mientras se levantaba del suelo y se sacudía la ropa—. Estoy bien.

El paso de los días había convertido sus ropas en un puñado de harapos sucios y con jirones e, igual que los demás, llevaba el pelo enmarañado y la piel cubierta de polvo. El hombro lo llevaba cubierto por una gasa que protegía la herida de bala que había sufrido durante la pelea en los laboratorios. No obstante, su sonrisa seguía ahí, como el día que se conocieron. Perenne, curiosa e inquieta. Algo que, dadas las circunstancias, fascinaba a Dorian por encima de todas las cosas.

—¿Sabes? —comentó Eden, dirigiéndose a Ray—. Cuando te mueras escribiré en tu lápida: «Aquí yace un clon llamado Ray, asesinado por su buena amiga la torpeza. Descansa en paz, experimento fallido».

—Ja-ja-ja. Pues este experimento fallido ha encontrado algo muy interesante.

—¿De veras? —contestó la chica, escéptica.

Dorian se fijó en cómo el otro ocultaba un objeto detrás de la espalda y sonrió para sí, curioso.

—Pues sí. Y no ha sido nada fácil. He tenido que luchar contra un lobo. Y contra un infante.

—Aham... Un infante. De día.

—Dorian me ha visto, ¿a que sí? —y le guiñó un ojo cuando Eden no miraba.

Él asintió y ella puso los ojos en blanco antes de mascullar:

—Mi héroe...

Y se acercó para dar un beso a Ray. Pero cuando sus labios estaban a punto de tocarse, alargó el brazo y le quitó de las manos lo que escondía a la espalda. Después, se dio la vuelta y regresó con Dorian.

—Tramposa... —masculló Ray.

—¡Te he oído! —gritó ella mientras estudiaba el objeto.

—Creo que es un monopatín flotante... —dijo Ray, corriendo tras ella—. Como los de Regreso al Futuro.

Eden lo miró sin entender a qué se refería y él añadió:

—Da igual. El caso es que, si te fijas, en lugar de ruedas tiene este dispositivo tan extraño...

—Que sirve para encajar unas ruedas —concluyó Eden, y se agachó para recoger algo del suelo—. Como estas, precisamente. Menudo hallazgo —añadió, con sarcasmo—. ¿Puedo tirarlo ya?

—El futuro es un timo... —se quejó Ray, mientras la chica le devolvía el juguete roto.

Dorian observó en silencio cómo su clon acariciaba la superficie del monopatín con mirada soñadora, como si estuviera reviviendo otros momentos de un pasado que, probablemente, no le habían pertenecido. De pronto alzó la mirada, como si hubiera escuchado sus pensamientos, y dijo:

—Se me hace tan raro poder recordar perfectamente las tardes de skate en Origen y saber al mismo tiempo que esta es la primera vez que tengo uno en mis manos... —añadió, entristecido.

Dorian sintió lástima por él, pero también una punzada de envidia que le hizo apartar la mirada. Sí, los recuerdos de Ray habían sido fabricados artificialmente, pero al menos tenía recuerdos. A él, por el contrario, le habían despojado de ellos y sentía un vacío, un agujero insaciable que le hacía sentirse incompleto y ajeno a ese mundo. Había despertado en aquella pesadilla sin tener memoria de sus padres, de dónde vivía, de sus amigos, de haber sido un niño... Ni siquiera podía recordar cuáles eran su color o comida favoritos o si alguna vez se había sentido querido. Dorian habría dado cualquier cosa por encontrarse en la situación de Ray y asimilar la verdad sobre sus recuerdos antes que esforzarse cada mañana en ignorar esa fría angustia de no haber existido, ni dentro ni fuera de su cabeza.

Cuando el sol comenzó a ocultarse, se prepararon para emprender la marcha hacia la entrada secreta de la Ciudadela. Mientras Eden y Ray valoraban los contratiempos que se podían presentar, Dorian aprovechó para dar una vuelta por el desguace sin saber si, una vez cruzaran la muralla, volverían a salir.

Los últimos rayos del sol se reflejaban en los cristales rotos de aquel cementerio de coches mientras las sombras comenzaban a transformar el lugar en un escenario siniestro y peligroso. Ya no hacía tanto calor, por suerte, y se había levantado una fría brisa que arrastraba por el suelo el polvo y los restos de chatarra.

A Dorian le gustaba ese silencio cargado de vida. Después de haber pasado tanto tiempo encerrado en una celda de cristal, aquella variedad de sonidos le hacía sentirse acompañado incluso cuando estaba solo. Aunque también le acongojaba sentirse tan pequeño en un mundo tan grande y desconocido. No rechazaba la compañía de Eden y Ray, pero no dejaba de sentirse fuera de lugar. Hacían un esfuerzo por incluirle en el equipo, pero era evidente que para ellos tampoco era fácil.

El chico se apoyó en uno de los coches y observó cómo el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas que cercaban la Ciudadela como un escuadrón de centinelas. A pesar de lo desolador del paisaje, la vista le pareció fascinante y se sintió feliz pudiendo atesorarla en su mente. Como un recuerdo. Otro de los muchos que había empezado a guardar desde que habían emprendido ese viaje. Desde que había empezado a vivir de verdad.

De pronto algo crujió bajo su zapatilla y descubrió que acababa de partir un espejo retrovisor con su peso. Se agachó y recogió uno de los fragmentos para mirarse en él.

No solía hacerlo y siempre que podía apartaba la vista para no encontrarse con su reflejo, pero esa vez la tentación fue mayor y cuando posó sus ojos sobre el cristal sintió un escalofrío. Ray y él eran tan parecidos que, de no ser por el cabello desaliñado y la corta barba del otro, habría sido imposible distinguirlos. Incluso para él. Solo cuando se fijó en sus ojos pudo comprobar que, a pesar de tener cada mota de color, cada arruga y cada pestaña en el mismo lugar que Ray, eran completamente diferentes. Había algo en su mirada que no recordaba en la del otro.

—¡Aquí estás! —exclamó de pronto Eden, apareciendo a su lado—. Vamos, se hace tarde.

El crepúsculo había dado paso a la noche y la oscuridad comenzaba a gobernar la zona.

Ray le puso la mano sobre el hombro.

—¿Estás bien, tío? Sabes que puedes contarnos cualquier cosa que te preocupe.

Dorian sonrió incómodo y levantó la vista hacia Ray.

—Estoy bien. Solo necesito tiempo para adaptarme.

—Como nosotros. Pero no nos queda otra que tener paciencia. Ya verás como en menos de lo que esperas podrás lidiar con todo lo que llevas ahí dentro.

«Ojalá», pensó Dorian, y agradeció los ánimos de Ray.

La noche ya se había hecho dueña de todo y la Ciudadela parecía otra completamente distinta con aquella luminosidad multicolor que desprendía. El parpadeo de las luces dotaba al reducto electro de una vida que hasta entonces, en el día, no habían advertido. Y entre los destellos, la Torre. Un cordel de luz blanca del que surgía un rayo que se difuminaba en el firmamento y que coronaba la Ciudadela.

—Que no os engañen las vistas: ese festival de colores solo se produce en el centro. El resto de la ciudad subsiste con candelabros y bombillas fundidas —dijo Eden, sin dejar de avanzar—. Si la energía que emplean en mantener eso encendido la utilizaran en la gente, los índices de mortalidad de la Ciudadela se reducirían mucho.

Dorian y Ray permanecieron en silencio, intentando asimilar una vez más el peligro que corrían adentrándose en ese lugar, mientras se acercaban esquivando las ráfagas de luz que los delatarían como intrusos.

La muralla, de hormigón reforzado e iluminada por focos, debía de alcanzar los cuarenta metros de altura y los chicos alzaron la cabeza para avistar la cúspide.

—La base de la muralla llega a los ocho metros —explicó Eden entonces mientras recuperaban el aliento tras la carrera—, pero a medida que asciende, se reduce la anchura. Desde ahí arriba vigilan los centinelas.

—¿Cómo cruzamos? —preguntó Ray.

—Hay unos pasos subterráneos por los que entran los suministros de agua y salen los residuos del alcantarillado. Ya nos falta muy poco para llegar.

Ocultarse entre las sombras de los escombros y de los árboles que habían crecido alrededor de la muralla se convirtió en su prioridad. Si un foco los delataba, saltaría la alarma y comenzarían los disparos sin preguntar ni analizar la amenaza.

Eden se detuvo en un hueco entre la maleza y comenzó a apartar arbustos del suelo para descubrir una tapa de alcantarillado.

—Hogar, dulce hogar —dijo, con su habitual ironía.

Cuando entre los tres lograron abrirla, les sobrevino un nauseabundo hedor a cloaca que inundó sus fosas nasales. Eden fue la primera en entrar. Encendió la linterna y comprobó que estaba todo despejado. Los chicos la siguieron.

Se trataba de un camino estrecho flanqueado por dos inmensas tuberías por las que corría el agua amortiguando incluso el sonido de sus pasos sobre el cemento encharcado. Más allá del halo de luz de la linterna, todo era oscuridad. Dorian comenzó a respirar agitadamente. Sentía fobia por los espacios cerrados y aquel le recordaba a las entrañas del complejo en el que tanto tiempo había pasado.

—Un poco más —les dijo la chica—. Solo tenemos que seguir a las ratas...

Dorian evitó mirar al suelo, pero los chillidos de los roedores delataban su presencia. El pánico comenzó a apoderarse de él. Necesitaba aire y aquel pasadizo parecía no tener fin.

—Ray... —musitó el chico, cada vez más angustiado.

—Silencio —chistó Eden—. Ya casi estamos.

De pronto, una luz se encendió al final del túnel.

—¡Quietos! —gritó una voz masculina.

Los tres se quedaron congelados mientras la chica intentaba enfocar a la persona que sostenía la otra linterna.

—¡Apaga la luz! —ordenó el hombre.

Eden no obedeció. Se quedó quieta, en silencio.

—¡Apágala o disparo! —amenazó el otro.

Tras unos segundos de duda, la chica terminó dándose por vencida y bajó la linterna. Dorian no podía creerse que aquello estuviera sucediendo de verdad. ¿Apenas acababan de entrar en la Ciudadela y ya los habían capturado?

El hombre, que vestía un uniforme y no dejaba de apuntarles con un arma y con su linterna, se acercó a ellos hasta tenerlos delante. Y entonces, inesperadamente, bajó la pistola y acercó la luz antes de preguntar con sorpresa:

—¿Eden?

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