Aura

Aura


Capítulo 4

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Madame Battery les cedió el paso a lo que, a todas vistas, era su despacho. Al fondo, se situaba un enorme escritorio con una silla que más parecía un trono tapizado de color burdeos. Como el resto del local, allí también había varias columnas entre las que colgaban cortinas de terciopelo rojo, perchas con decenas de boas de plumas de todos los colores y un diván lleno de cojines con una mesita al lado sobre la que reposaba una bandeja de frutas.

La mujer cerró la puerta cuando estuvieron todos dentro y fue directa hacia Eden.

—Battery... Madame Battery, sé que no tengo derecho a...

—¡Exacto!, no tienes ningún derecho —le interrumpió la mujer—. Me sobran motivos para chasquear los dedos y avisar a todos esos centinelas borrachos de que estás aquí. ¿Cómo te atreves a presentarte de esta manera después de cómo te largaste?

—Escúchame, por favor...

—No quiero escucharte. Cada segundo que pasas aquí nos pones en riesgo a todos.

—Battery... —intervino Aidan.

—Y tú... —señaló al soldado con el dedo—. Tú mejor que nadie deberías saber que traerla aquí es una locura.

La mujer caminó hasta el escritorio, sacó de uno de los cajones una larga boquilla con un cigarro y lo encendió, acercándolo a una de las velas que adornaban el mueble. Le dio una calada con los ojos cerrados, soltó el humo lentamente, resopló y volvió a dirigirse a Eden.

—Entiendes en qué tesitura tan complicada me pones, ¿verdad?

—Battery, por favor —volvió a suplicar la chica—. Si he venido aquí es porque no tengo otro sitio al que ir.

Ray se mantenía en silencio junto a Dorian, incapaz de reconocer a Eden. Era la primera vez que la veía suplicar de esa manera y a cada segundo que pasaba se preguntaba con más ahínco quién era en realidad esa chica y qué había tenido que hacer para sobrevivir en el pasado.

—Te fuiste, Eden. Sin una nota. Y te fuiste con todas las consecuencias.

—¡Me fui pero seguí ayudando desde fuera!

—Aquí ya no eres bien recibida.

La mujer fue a darse la vuelta, pero Aidan la sujetó del brazo.

—Por todos los infiernos, ¡¿ni siquiera vas a dejar que se explique?!

La mano de Madame Battery se movió a la velocidad del relámpago y el bofetón resonó por toda la habitación.

—Ni se te ocurra volver a levantarme la voz —le advirtió, sin apenas mover sus labios pintados de carmín—. Y mucho menos a tocarme.

Hasta entonces, Ray no había advertido que la mujer llevaba su brazalete envuelto en unas delicadas telas con piedras engarzadas.

Después, como si aquello no hubiera sucedido, se alejó del centinela dando una nueva calada al cigarro y se recostó en el diván.

—La decisión ya está tomada: tienes que irte —sentenció la mujer—. Y llévate contigo a esos dos cachorrillos antes de que me encapriche de ellos.

—¡No! —exclamó Eden—. ¡Esto es importante! ¡No te haces una idea de lo que...!

Eden se interrumpió cuando se abrió la puerta y por ella apareció la chica pelirroja que momentos antes habían visto bailar sobre el escenario.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó la recién llegada, dirigiéndose a Eden. Después se volvió hacia Madame Battery—: ¿Qué hace aquí? ¿Eh?

—Kore, cielo, relájate —le pidió la mujer con hastío—. Ya se iban.

Pero la chica no pareció darse por satisfecha con aquella respuesta y fue directa a por Eden.

—¿A qué has venido? —y le propinó un empujón.

—¡Kore, basta ya! —ordenó Aidan, mientras la sujetaba por los hombros.

—¡Silencio! —exclamó Madame Battery mientras se masajeaba los ojos cerrados.

Kore se zafó del brazo de Aidan y se alejó de Eden sin apartar de ella ni un instante la mirada cargada de rabia. Se alejó hasta una de las columnas del despacho y se apoyó con la respiración acelerada. Por su parte, Eden parecía estar haciendo un esfuerzo sobrehumano para no lanzarse a por ella y mantenía los puños cerrados detrás de la espalda. Cuando logró serenarse les dijo:

—Tienen a Logan.

—¿Aquí? —preguntó Aidan, alarmado—. ¿En la Ciudadela?

—Sí, aquí —dijo Madame Battery.

El chico se volvió hacia ella.

—¿Lo sabías? ¿Y por qué no nos dijiste nada?

—A ver si ahora voy a tener que darte cuentas a ti de lo que sé o dejo de saber.

—De cosas como esta, sí, maldita sea. Me juego el cuello cada vez que llevo este uniforme y lo único que pido es que me mantengáis...

—Sí, vale, bien, de acuerdo. Me enteré ayer por la noche —respondió la mujer, estresada—. Menuda nochecita me estáis dando —añadió mientras se masajeaba la sien y daba otra calada al cigarro.

—Si Logan habla, estamos perdidos —masculló Aidan.

—Pues que lo maten —intervino Kore mientras se dirigía al minibar que había cerca del escritorio para servirse una copa con un par de hielos—. Vosotros habéis sido quienes más habéis complicado las cosas aquí —dijo, mirando a Eden—. Al menos sería un final justo después de todo...

—¿Un final justo? —le espetó la otra—. ¿Qué te crees que hemos estado haciendo fuera?

—No me obligues a responder a esa pregunta —dijo Kore—. Huiste y después buscaste redención intentando ser útil.

—Si te sientes mejor pensando eso, adelante. La cuestión es que desde entonces he pasado los días salvando de la Ciudadela a desgraciados que no tienen tu suerte de recibir cada día una carga que los mantenga vivos.

Kore ignoró el discurso de Eden y se bebió la copa de un trago.

—Deberíamos matarlo antes de que hable.

—¡¿Pero cómo puedes ser tan sumamente egoísta?! —gritó Eden, fuera de sus casillas mientras Ray intentaba calmarla con una mano sobre el hombro—. ¡Él es inocente!

—No para mí —contestó la otra.

—¡Callad! ¡Me dais dolor de cabeza las dos! —dijo Madame Battery al tiempo que apagaba su cigarro—. Logan lleva encerrado varios días y nosotros seguimos aquí. Si no ha hablado hasta el momento, dudo que lo vaya a hacer.

—¿Entonces? —preguntó Eden.

—¿Entonces, qué? Ya no es nuestro problema.

—Lo van a matar.

—Sabía los riesgos que corría cuando se metió en eso —sentenció la mujer.

—¿Y qué hay de los que se han quedado fuera, en el campamento?

Madame Battery se encogió de hombros y chasqueó la lengua. Eden se llevó las manos a la cabeza y exclamó:

—¡No podemos! No podéis...

—Yo que puedo —le espetó la mujer, alzando la voz—. Acordamos que si salíais ahí fuera, el problema era vuestro. Pasase lo que pasase. Así que, muchas gracias por tu visita, Eden, pero siento no poder hacer nada por ti.

—Tú no sientes nada... ¡Él fue quien me trajo a ti!

—Aidan, acompáñales a la salida. Por favor. Gracias. Ciao, ciao —dijo, mientras lanzaba besos al aire.

El centinela miró a Eden con lástima antes de obedecer. Kore se despidió de ellos con la mano y una sonrisa diabólica en los labios. Pero justo cuando parecía que la discusión había concluido, Eden se giró de nuevo.

—Por cierto, estos son Dorian y Ray. Son dos rebeldes gemelos que formaban parte del campamento.

Madame Battery pareció recordar de pronto su presencia allí y alzó la ceja con tan poco interés como si estuviera a punto de quedarse dormida allí mismo. Eden insistió:

—Cuando volvíamos nos topamos con un lugar nuevo que no había visto en todo el tiempo que llevo en el exterior. Un complejo subterráneo abandonado.

Bastó pronunciar esas palabras para que Madame Battery se incorporara y frunciera el ceño.

—¿Cómo dices?

—Desde fuera no se veía absolutamente nada, pero en el suelo descubrimos un inmenso cristal y bajo él se encontraba...

—¡Fuera! —exclamó de pronto la mujer—. Fuera todo el mundo menos Eden y estos dos.

—¿Cómo que fuera? —preguntó Kore con el rostro desencajado—. ¿No los ibas a echar?

—¡Salid de mi despacho de una maldita vez! —gritó Madame Battery.

Kore obedeció, indignada, farfullando maldiciones y Aidan la siguió sin rechistar. Cuando cerraron la puerta, la mujer caminó hasta los tres chicos y estudió más de cerca a Ray y Dorian.

—Maldita sea, Eden... —resopló Madame Battery mientras se llevaba la mano a los labios—. Estos dos no son gemelos.

—No lo somos, no —contestó Ray.

Cuando ella le miró, dijo:

—Tenéis que conocer a alguien.

La improvisada melodía a piano que estaba interpretando Bloodworth en su despacho le permitía desconectar durante unos instantes de todas sus preocupaciones. Los pensamientos negativos, el cansancio del día a día... se evaporaban con cada golpe de tecla al delicado piano de cola negro. Ser gobernador de la Ciudadela no era tarea fácil. Desde la muerte de Wilde, él había asumido el mando del complejo y su primer sacrificio había sido salir al exterior para dirigir personalmente los avances del proyecto. Solo durante aquellos remansos de paz en los que dejaba la mente en blanco y traducía sus emociones a música lograba ver las cosas desde otro punto de vista.

La habitación estaba iluminada tenuemente con lamparitas que destellaban sobre las paredes y los muebles de madera barnizada. El incienso japonés que ardía junto a las ventanas cerradas se había tragado el olor del puro que había estado fumando hasta hacía un rato y traía consigo recuerdos de aquellos viajes a Asia antes de que el mundo cambiase.

Se encontraba en su residencia, situada en el Óculo, la parte más alta de la Torre. Por las mañanas prefería no asomarse. La Ciudadela era un lugar feo y sucio, de lejos y de cerca. Y eso no cambiaba por mucho que intentaran luchar contra ello. Pero cuando caía la noche y solo se advertían las luces que iluminaban las calles y los hogares, le daba la sensación de gobernar un pedazo de cielo.

La alarma de su reloj de muñeca le hizo regresar de aquel trance musical y se dirigió a la caja fuerte que escondía en una de las estanterías de la pared para coger los electrodos que conectó a su brazalete. Se remangó la camisa y se desabrochó los botones, dejando a la vista un pecho que una vez fue fuerte y que ahora estaba arrugado y cubierto de canas.

Bloodworth había recibido la vacuna electro contra los nanobots a los cuarenta años, casi diez años atrás. Y allí seguía, suministrándose como cada día una nueva dosis de energía para que su corazón humano no dejara de latir.

De repente, saltó un suave pitido y del altavoz de su escritorio le llegó una voz femenina:

—Gobernador, Kurtzman está aquí.

—Bien, hazlo subir —respondió él mientras guardaba los electrodos de nuevo y se volvía a vestir.

A continuación, bajó el tramo de escaleras que conectaba su vivienda con el despacho y tomó asiento en el sillón reclinable. Después, apretó una serie de botones para que, del escritorio, salieran un par de pantallas de ordenador.

—¡Evelyn! —gritó entonces.

Una joven de apenas quince años surgió de pronto de uno de los cuartos adyacentes y esperó a recibir las órdenes de su amo. Vestía un discreto uniforme gris y llevaba el pelo recogido en una coleta.

—En unos momentos llegará Kurtzman. Quiero que le recibas con una copa del mejor coñac que tengamos.

—¿Y para usted, señor?

—Lo mismo —dijo sin desviar la mirada del ordenador.

La chica hizo una reverencia y se fue a prepararlo todo. A los pocos minutos, llamaron a la puerta con los nudillos y por ella apareció un hombre engalanado con el uniforme de los altos cargos centinelas.

—¡Philip, amigo mío, cuánto tiempo sin vernos! —exclamó Bloodworth dándole un abrazo—. Siéntate, por favor.

—Gracias por la bienvenida, señor.

—Nada, nada. Es lo mínimo que puedo hacer por mi general. ¿Deseas algo más? Evelyn, trae los puros.

La joven, que acababa de dejar las copas delante de los caballeros, se apresuró a traer la caja con el tabaco.

—Muchas gracias, señor, pero no fumo.

Bloodworth hizo un gesto a la criada para que volviera a sus asuntos y, una vez se quedaron los hombres solos, preguntó:

—¿Y bien? Cuéntame, ¿qué tal tu primera semana como capitán?

—Estupendamente, señor. Son todos muy dóciles. Lo que peor llevo es el asunto de las baterías —añadió, masajeándose el brazo en el que llevaba el brazalete.

—Ah, las baterías... —contestó el gobernador, asintiendo—. Recuerdo mi primer mes con ellas. Fue... horrible. Es angustioso saber que tu corazón se puede parar en cualquier momento. Pero te acabarás acostumbrando, créeme. ¡Mírame a mí! Diez años y estoy como un toro.

Bloodworth se levantó con la copa y el puro y caminó hacia el ventanal para contemplar la Ciudadela.

—Diez años, Philip... —repitió—. Y ya casi hemos acabado.

—Es admirable, señor.

—Lo es, desde luego. El trabajo y el sacrificio han merecido la pena.

Bloodworth dio un último trago a su copa y regresó al escritorio.

—¿Sabes por qué te he llamado?

—Por la última fase, señor.

El gobernador de la Ciudadela asintió.

—Eso es. Pero dime, ¿cómo vamos a llevarla a cabo con situaciones como esta?

Otro mueble situado a espaldas de Kurtzman comenzó a desplegarse hasta dejar a la vista una enorme pantalla de televisión. La imagen que apareció era la de una cámara de seguridad con un hombre semiinconsciente y desnudo atado a una camilla vertical.

—Logan no va a suponer ningún problema —dijo el centinela a toda prisa.

—Logan no ha hablado, así que eso le convierte en un problema. No le habéis conseguido sonsacar nada en este tiempo. Por tanto, seguimos sin saber nada nuevo sobre los rebeldes.

—Lo intentamos, señor, pero...

—Ya sé que lo intentáis, Philip. Te observo desde aquí —añadió, sonriente—. Y sé que te esfuerzas, pero no lo suficiente. Tus métodos no son efectivos.

Bloodworth apagó el puro y comenzó a teclear una serie de comandos en el ordenador hasta que apareció otra imagen en la pantalla. Esta vez se trataba de la cámara de seguridad de unos laboratorios con largas mesas ordenadas en hileras donde multitud de científicos manipulaban baterías.

—Las pruebas de la última fase han terminado esta misma mañana, Philip. Me han llamado del complejo diciendo que, por su parte, tienen todo listo para Acción de Gracias.

—¿F... funciona? —preguntó el soldado, asombrado.

—Perfectamente. Así que solamente quedan dos cosas por hacer: concluir las obras de la sección norte y que tú y los tuyos hagáis vuestro trabajo —dijo Bloodworth mientras jugaba con la guillotina del cortapuros.

—Señor, lo de los rebeldes es complicado. El centinela anterior, Bob, no hizo nada y...

—¡Bob era un maldito clon, Philip! —gritó Bloodworth, cabreado—. ¡Tú eres humano, como nosotros! Juegas con ventaja.

—¿Y qué propone que hagamos, señor? —preguntó Kurtzman.

Bloodworth apagó las pantallas del escritorio y se giró para encarar de nuevo el cristal con la Ciudadela y su reflejo.

—Mata a Logan. De manera pública. Quiero que el pueblo lo vea morir. Le condenaremos por el asesinato de Bob.

—¿Está seguro, señor?

—Si no ha hablado todavía, no lo va a hacer nunca. Así que pongamos el cebo y dejemos que sea el conejo el que salga de su madriguera.

Dicho esto, terminó su copa y acompañó a Kurtzman al ascensor.

Mientras tanto, la joven sirvienta del gobernador ordenaba los licores del bar, procurando que las botellas no titilasen entre sus manos temblorosas mientras intentaba asimilar la conversación que acababa de escuchar.

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