Aura

Aura


Capítulo 7

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Hacía mucho que Ray no dormía toda la noche de un tirón. Por eso, cuando Aidan lo zarandeó para que se levantara, tuvo que hacer un esfuerzo para no gruñir de rabia. Quería seguir durmiendo. Lo necesitaba.

—Arriba. Os he traído algo de ropa limpia a los dos —dijo el centinela—. Daos una ducha y nos vemos en la cocina para desayunar.

Ray se incorporó y se arrastró de la litera al suelo. Dorian seguía en su cama, pero tenía los ojos abiertos y le saludó con un gruñido muy parecido al suyo. Como un zombi, Ray fue hasta el baño compartido y allí se desnudó, se quitó la venda del hombro, comprobó que no había nadie y se sacó también el brazalete falso de la muñeca para esconderlo bajo la ropa limpia. Después fue directo a las duchas y dejó que el agua caliente desentumeciera los músculos de su cuerpo. Primero, la cama con colchón y ahora aquello. Iba a terminar considerando un regalo de los dioses haber ido a la Ciudadela.

Mientras se enjabonaba el pelo y el cuerpo se dio cuenta de que era la primera vez que se lavaba decentemente desde que abandonó Origen y prefirió no mirar toda la mugre que se estaba desprendiendo de su piel en aquel instante.

«Y yo que creía que estaba moreno...», bromeó para sí.

Con cuidado, se limpió la herida de bala del hombro y apretó los dientes cuando sintió la punzada de dolor. Por suerte, cada día que se la miraba tenía mejor aspecto y pronto, como decía Eden cuando le curaba, no quedaría más que una cicatriz para recordarle la pelea en el complejo.

Cuando estaba terminando de enjabonarse, entró Dorian, que se desvistió y se metió en una ducha un par de grifos más allá. Era la primera vez que lo veía sin ropa y no pudo evitar desviar la mirada para comprobar si eran idénticos. Lo eran, advirtió. Centímetro a centímetro. No solo en el aspecto, el contorno de los músculos o incluso en el tipo de vello, escaso y oscuro, que reptaba desde el pecho hacia su ombligo, sino también en detalles tan insignificantes como la manera en la que Dorian contraía los dedos de los pies inconscientemente mientras chapoteaban en el agua, como él.

En ese momento, el otro chico terminó de aclararse la cara y abrió los ojos. Ray apartó la mirada, turbado, y dijo:

—Me... me está sentando de lujo esta ducha.

—Yo es la primera que me doy en mi vida. En el complejo me desinfectaban con vapor —respondió Dorian—. ¿Cómo tienes la herida?

—Bien, bien. Me quedará marca, pero bueno... Da personalidad.

Ray se hubiese quedado más tiempo bajo el agua caliente, pero decidió apagar el grifo y secarse antes de que Aidan bajara a buscarlos. Antes de vestirse, se volvió a pintar dos marcas grises en el pecho, simulando las de un electro, y mientras lo hacía, se miró en el espejo.

Por fin se veía la cara limpia después de tanto tiempo llena de manchurrones, y pensó que la escasa barba que le había crecido y que no se había afeitado le daba un aspecto más maduro. Lo que sí que había cambiado era su mirada. Poco tenía que ver con la que le había devuelto el reflejo del espejo de su cuarto de baño en Origen semanas atrás. Ahora había un tenue velo que contenía todo lo que había descubierto, conocido y experimentado desde que abandonó su casa.

Aidan le había prestado una camiseta granate de manga larga y unos pantalones vaqueros negros algo desgastados. Una vez vestido, volvió a ponerse el brazalete en la muñeca y salió del vestuario.

—Dorian, voy a ver si Eden está en su cuarto —dijo—. Te esperamos en el pasillo, ¿vale? Y que no se te olvide pintarte las marcas del pecho; te he dejado el lápiz al lado de tus cosas.

Pero justo cuando Ray salió del baño, se topó con Eden.

—¡Ey! Iba a buscarte.

—Vaya, estás... limpio —dijo ella, mirándole con asombro.

Ella también parecía otra: se había lavado el pelo, que aún llevaba húmedo, y ahora vestía con una camiseta blanca de tirantes, pantalón beis y una cazadora del mismo color, abierta y que dejaba a la vista su increíble figura.

—Tú también estás muy... limpia —comentó él, con una sonrisa—. ¿Subes a...?

—No —le interrumpió la chica—. Aidan y yo ya hemos desayunado y nos vamos a hacer los recados que nos ha pedido Battery.

—Ahm, vale.

Ray intentó disimular la decepción de no poder compartir con ella el primer desayuno normal en todo ese tiempo. Desde que se conocían no habían hecho otra cosa que comer de latas de conservas, a toda prisa, vigilantes y sentados en rocas o en el suelo. Además, quería hablar con ella sobre lo ocurrido el día anterior. Pero cuando reunió el valor suficiente para decírselo, el otro clon apareció por el pasillo y ella lo saludó con la mano.

—¡Buenos días, Dorian! —exclamó Eden y le sonrió con entusiasmo—. ¡Qué cambio! Te queda muy bien esa camiseta.

—Eh..., gracias —dijo el chico, y siguió su camino hacia la habitación.

Cuando Ray se volvió para mirar a Eden, ella bajó los ojos y se dio la vuelta.

—Bueno, os tengo que dejar, que ya debería estar fuera con Aidan —explicó, caminando hacia las escaleras—. Os veo luego. Tened cuidado.

Y tan deprisa como una ráfaga de viento, Eden subió los peldaños corriendo y desapareció, dejando tras de sí el aroma de su cabello limpio y la extrañeza de Ray. En cuanto el chico entró en la habitación que compartía con los otros, Dorian lo miró y negó en silencio. No hacía falta decir nada para saber lo que ambos estaban pensando. Desde la noche anterior, Eden parecía diferente.

—Será mejor que subamos a desayunar —dijo Dorian.

—Sí, buena idea...

La cocina se encontraba detrás de una de las puertas más alejadas del despacho de Madame Battery, y además de los fogones y una nevera que hacía más ruido que un tractor, había una mesa larga con seis sillas a su alrededor. Kore ya estaba allí, con la mirada perdida en el ventanal tintado y una taza de café humeante en la mano cuyo aroma impregnaba toda la habitación.

Poco quedaba del aspecto que había llevado la noche anterior. De hecho, si no fuera por su característica melena rojiza, ahora recogida en un moño con un palillo de madera largo, no la habrían reconocido vestida con pantalones caquis y camiseta negra.

—Buenos días —saludó Ray cuando entraron.

La chica se giró, los miró de arriba abajo y volvió a su café sin decir una palabra justo cuando apareció por la puerta una mujer ataviada con uniforme de cocinera.

—¡Buenos días! Vosotros debéis de ser los nuevos, imagino. Soy Berta, encantada. Caramba, sí que sois parecidos. ¿Cómo os distinguía vuestra madre? —preguntó, con una carcajada contagiosa.

Berta era una mujer regordeta y negra que Ray no pudo evitar comparar con Mammy, la sirvienta de la señorita Escarlata en Lo que el viento se llevó. Sin embargo, donde una siempre parecía estar de mal humor y con el morro arrugado, la otra tenía una sonrisa que probablemente no desapareciera casi nunca y que prometía un carácter amable y bondadoso.

Mientras tarareaba una canción en voz baja, Berta les sirvió dos tazas de café espeso (que no expreso, como apuntó ella) y un plato con una masa que parecía puré. Después se volvió a la pila llena de cacharros y comenzó a fregar. Los chicos se sentaron en el extremo opuesto a Kore, y Dorian cogió una cucharada de aquella extraña comida para observarla de cerca y olerla disimuladamente.

—Supongo que esto no está a la altura de lo que comíais ahí fuera, ¿eh? —dijo Kore, sin volverse.

Ahí fuera —intervino Ray—, reinaban las judías en lata. Judías de todo tipo. Con tomate, con patatas. Algunas tenían jamón, o eso decía la etiqueta. Esto —dijo el chico mientras se metía una cucharada de puré en la boca— es bocado de cardenal.

Pero no lo era. Aquel comistrajo era un puré de arroz pasado que igual llevaba hecho un par de días y que se le agarró a la garganta como si quisiera estrangularlo. Su cara debió de ser todo un poema porque Kore se giró y comenzó a reírse entre dientes.

—Tranquilo. No hace falta que disimules que está rico. Pero que no te oiga Berta.

Ray comprobó que la mujer no estuviera mirando y escupió el puré en una servilleta. Mientras, Kore se dio la vuelta por completo y apoyó los codos en la mesa.

—Voy a ir al grano. No soy vuestra niñera, pero se me ha encomendado la maravillosa misión de enseñaros cómo funciona esta ciudad. Así que ahí fuera haréis lo que yo os diga. No quiero que os metáis en líos, ni que os separéis de mí si yo no os lo pido. Seréis mi sombra, ¿entendido?

Cuando Ray y Dorian asintieron, Kore le dio un último trago a su taza y se levantó.

—Con el café, es más digerible —les advirtió la chica en voz baja—. Os veo en la puerta de atrás dentro de diez minutos. ¡Adiós, Berta!

Ray se comió lo que pudo del puré de arroz mientras Dorian probaba el invento de la chica y, por cada cucharada, daba dos tragos de café. Aun así, el gesto de ambos cuando terminaron de comer era el mismo. Después, le llevaron los cacharros a la cocinera, se despidieron de ella y salieron del local por la puerta de atrás.

—¡Bienvenidos al tour de Kore por la Ciudadela! —exclamó la chica cuando los vio aparecer—. Vamos, que cuanto antes os enseñe lo principal, antes acabaremos.

Ray miró a Dorian y el otro sonrió. Al menos parecía que la chica estaba de mejor humor que la noche anterior.

Salieron a la calle principal, tan animada como cuando llegaron pero sin tanto borracho suelto y con las luces del Batterie apagadas.

—Esta es una de las cuatro carreteras principales que conectan el centro de la Ciudadela con el muro. Hay otras tres más que se unen en la Torre y que forman una cruz —y señaló el edificio en la distancia—. La zona norte, donde nos encontramos nosotros, se conoce con el nombre del Barrio Azul y esta es la Milla de los Milagros.

—Bonito nombre —dijo Dorian.

—Si tú lo dices... A mí me parece que se lo pusieron para burlarse de nosotros y recordarnos que es un milagro que sigamos vivos en estas condiciones. Aunque luego bien que les gusta pasarse por el Batterie a beber o a cargarse las baterías...

—¿No tienen sus propios bares al otro lado? —preguntó Ray, señalando al núcleo de la Ciudadela.

—Sí, pero a pesar de estar aquí, no existe un solo bar en toda esta cloaca tan elitista como el nuestro. Además, ¿te crees que puedes encontrar bailarinas como nosotras en cualquier parte? —añadió, guiñándole el ojo y echando a andar—. Detrás de nosotros está el muro. Así que imagino que esa parte ya la conocéis. No vais a encontrar mucho más que comercios ilegales, comida pasada, criminales y montañas de mierda. Pero según nos acercamos al centro... Bueno, miradlo con vuestros propios ojos.

Lo que tenían enfrente era una serie de edificios totalmente nuevos, algunos incluso a punto de terminar de ser construidos. No tenían un diseño moderno y vanguardista, pero eran impresionantes, sobre todo si los comparaban con los que dejaban a su espalda.

—¿Y estos edificios no están dentro del Barrio Azul? —preguntó Ray.

—Sí y no. Imaginad la Ciudadela como una telaraña. En el centro, la Torre, con el gobierno y las familias más afortunadas viviendo en ella, y en el primer aro, todos los edificios en los que habitan los leales. Gente rica, pudiente, que no tiene que preocuparse cada mañana por saber cuántos latidos les quedan a sus corazones, que están contentos con el trabajo de este gobierno que nos ha convertido en esclavos. Y, después, en el segundo aro, vivimos nosotros, los muertos de hambre, mejor conocidos como moradores. Entre una zona y otra no hay ningún muro como el que nos separa del exterior, pero sí todos estos edificios que veis aquí y que ahora mismo están desalojados.

—¿No vive nadie? —preguntó Ray, extrañado.

—Por el momento, no, aunque supuestamente cuando terminen de construirlos podremos habitarlos algunos de nosotros —dijo Kore, esperanzada.

—Supuestamente —repitió Dorian, y la chica lo miró furibunda.

—Vale, ¿y esto quién lo construye? Me refiero a que tenéis arquitectos y esas cosas, ¿no? —preguntó Ray.

—Los construimos los moradores, los diseñan los leales y los financia el gobierno.

—Un sistema de castas, como en el pasado —comprendió Ray—. Las modas siempre vuelven...

—¿Y un morador puede llegar a ser leal? —quiso saber Dorian—. ¿O a estar en el gobierno?

—Solo los que aspiran a ser centinelas o tienen negocios relacionados con la Torre. Si te alistas en los centinelas, superas las pruebas y asciendes a jefe, cuando te retiras pasas a ser un leal. Pero claro, eso es muy difícil: tienes que haber conocido a mucha gente por el camino. La mayoría, por desgracia, acaban muertos antes de lograrlo. Aidan, por ejemplo, aspira a ello.

—¿A morirse o a llegar a jefe? —preguntó Ray, aunque al ver la mirada de Kore interrumpió la risa y dijo—: ¿Alguno de vosotros ha llegado a ser leal?

La chica resopló y negó con la cabeza mientras contestaba:

—Solo uno. Y ha venido con vosotros.

—¡¿Eden?! —exclamó Ray, sorprendido.

Esta vez fue Kore la que soltó una risotada y se acercó al chico para darle unos cachetes en la cara mientras ponía pucheros.

—¿No me digas que no os ha contado nada? Qué típico de ella...

No era el hecho de saber que la chica tuviera secretos del pasado lo que le molestaba, sino que tuviera que estarse enterando de ellos con cuentagotas y por boca de otros. Por suerte, Kore no estaba con ánimos de seguir burlándose de él y dijo:

—Hay otra forma de llegar a ser más que un leal, de vivir en la Torre: a través de un sorteo —explicó mientras volvía a ponerse en marcha—. Pero es poco habitual...

Kore los llevó por una callejuela hasta una escalera de mano por la que comenzó a trepar. Los chicos la siguieron sin hacer preguntas hasta el tejado de aquel edificio desde donde podían contemplar prácticamente toda la Ciudadela.

—La zona oeste se conoce como el Arrabal y la avenida principal que veis allí es la Vía de la Luz —dijo, señalando en esa dirección—. Esa parte está dedicada al mantenimiento de la Ciudadela y es donde vive la mayor parte de los centinelas y donde se encuentra el Centro de Recargas.

—¿Centro de Recargas? —preguntó Dorian.

Kore elevó su brazalete y le señaló la carga.

—Aquí no tendréis que andar mendigando chatarra para cargaros las baterías, en el Centro os darán energía a cambio de trones. ¿Vosotros no teníais algo así donde nacisteis?

Los chicos se limitaron a negar sin dar explicaciones y Ray añadió, divertido:

—Trones. Desde luego, imaginación no os falta para los nombres.

Kore le sonrió fugazmente antes de volver a ponerse seria.

—Es nuestra moneda. Con ella pagamos todo, hasta las baterías del Centro de Recargas.

—Y el gobierno se lleva unos impuestos, imagino.

—No. No hay impuestos. Pero el dinero del Centro de Recargas pertenece al gobierno, seas leal o morador. O sea, que para el caso es lo mismo. ¿Quieres seguir viviendo? Pues paga. Mirad, la zona financiera se encuentra allí, al este.

—¿Y el nombre oficial es...? —preguntó Ray, divertido.

—El Distrito Trónico y la Calle de la Moneda.

—Magnífico —le dio un codazo a Dorian—. ¿No te parecen brillantes?

Kore puso los ojos en blanco y fue a darse media vuelta cuando Ray preguntó:

—Espera, ¿y la zona sur?

—Allí se encuentra el mercado —dijo, mientras comenzaba a descender la escalera de vuelta a la calle—. Lo llamamos el Zoco y la avenida que lo une al centro es la del Hambre, la más antigua de la Ciudadela, habitada sobre todo por leales.

Una vez abajo, Kore echó a andar mientras les explicaba que el medio de transporte más común en la Ciudadela era la bicicleta para el área de los moradores y el monorraíl que rodeaba toda la Ciudadela. Ellos, sin embargo, yendo a pie, tardaron prácticamente toda la mañana en llegar al Distrito Trónico, donde casi todos los edificios estaban recubiertos con placas de acero que reflejaban el sol como espejos.

—¿Recordáis lo que os he dicho antes de salir? —preguntó Kore.

—Que fuéramos tu sombra —dijo Dorian.

—Pues ahora seguidlo a rajatabla.

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