Aura

Aura


Capítulo 8

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Adentrarse en el Distrito Trónico fue como descubrir una nueva realidad más parecida a la idea de ciudad futurista que Ray tenía en su cabeza. Las calles estaban mucho más cuidadas y daba la sensación de que detrás de cada ventana oscura en la que se reflejaba el cielo había alguien observándolos.

Era fácil reconocer a los leales entre los moradores. De hecho, lo difícil era encontrarse con alguno de los hombres o mujeres de ropas desgastadas y oscuras que inundaban el Barrio Azul. Los habitantes del Distrito Trónico vestían con ropas elegantes, trajes, vestidos, tacones que resonaban sobre el asfalto, e incluso lucían los brazaletes como un complemento más de moda, algunos con joyas engarzadas, otros con un reloj incorporado. Pero sobre todo, lo que más los diferenciaba de los moradores era su actitud: allí todo el mundo aparentaba tener prisa, y caminaba de un lado a otro esquivándose entre sí, sin apenas cruzar miradas con el resto.

Sin embargo, unos minutos más tarde, los edificios perdieron altura y recuperaron el diseño habitual de los barrios del norte. Aunque no habían abandonado el Distrito Trónico, el óxido se había cebado con el acero de las fachadas y en las calles volvieron a cruzarse con moradores de aspecto humilde que portaban maletines y mochilas.

—Como imaginaréis —dijo Kore—, hay verdaderas peleas para conseguir un puesto en esta zona en lugar de en el Barrio Azul, aunque el trabajo de los moradores de aquí sea mucho más cansado y exigente que el de los leales.

—Parece un sitio bastante más seguro que la zona norte... —observó Ray.

—Lo es, pero también está más controlado por el gobierno. Aquí es donde se maneja casi todo el dinero de la Ciudadela. Fijaos en las cámaras que nos observan, en los centinelas que nos vigilan —añadió, y señaló a una cuadrilla de soldados que caminaba por la acera contraria a la suya—. En casos como este, prefiero la libertad a la seguridad.

Siguieron caminando hasta que Kore se detuvo frente a un establecimiento llamado «Vida x Trones». A la entrada había un hombre alto, rubio, con un bigote tan fino que parecía pintado y tan bien vestido como los demás leales con los que se habían cruzado. También llevaba un sombrero de copa, más propio de siglos pasados, que se quitó para hacer una rápida reverencia a Kore antes de abrir la puerta y pasar adentro. Enseguida Ray dedujo que debía de tratarse del tal Randall al que Madame Battery les había pedido que visitasen.

—Será más probable que averigüe algo si entro sola que si vamos los tres, así que vosotros esperadme en ese callejón de ahí —dijo señalando la calle que hacía esquina con el local.

—¿Qué es este sitio? —preguntó Ray.

—Es un local de trueque. La gente trae energía en forma de baterías y ellos dan trones a cambio —explicó la chica—. Al final pasa más gente por aquí que por el Centro de Recargas y Randall acaba enterándose de todo lo que sucede en la Ciudadela. Ahora salgo. No creo que tarde mucho.

Mientras la chica desaparecía en el interior de la tienda, Ray y Dorian fueron al callejón y se apoyaron en una de las paredes a esperar. Afortunadamente, el edificio de enfrente les proporcionaba suficiente sombra como para combatir la solana del mediodía.

—Es una sociedad un tanto...

—Peculiar —sugirió Dorian.

—Sí. Y ese asunto de los leales..., ¿crees que los humanos también estarán detrás de ellos? —preguntó Ray.

—Probablemente. Pero es imposible que todos los leales sean humanos a los que les inyectaron la vacuna electro. Los habrían descubierto hace tiempo...

—Exacto —contestó el otro, y se asomó a la calle que habían dejado atrás para ver si la rebelde había salido ya.

—Ray —dijo Dorian entonces—, nunca te he dado las gracias por haberme rescatado de aquel infierno.

El chico se giró al escuchar aquello y apoyó su mano en el hombro del otro clon.

—No tienes por qué darlas. Al fin y al cabo, somos hermanos, ¿no?

Dorian se quedó pensativo unos segundos, bajó la mirada y suspiró. Ray era consciente de cómo, desde que se habían conocido, su clon había intentado integrarse con los demás, formar parte del equipo, hacer suya aquella misión de rescatar a Logan aunque ni siquiera lo conociera. Pero también se daba cuenta de que, a cada segundo que pasaba sin lograrlo, más perdido y distante lo sentía.

—Eh, ¿estás bien? —le preguntó.

—No lo sé —contestó Dorian—. Debería estar bien, pero una parte de mí... Es como si el mundo girara cada vez más deprisa y yo lo observara desde fuera sin poder hacer nada.

—Creo que te entiendo. No es fácil admitir que nuestra vida es una mentira.

—Al menos tú tienes a Eden —respondió el chico, alzando la mirada—. Tienes una vida, un pasado. En cambio yo... Todo se reduce al laboratorio.

Ray le aguantó la mirada intentando descifrar sus emociones.

—Dorian, tu vida acaba de empezar. Y sé que es fácil que yo lo diga, pero tienes todo un mundo a tu alcance que descubrir, tío. Yo aún no he asimilado que papá y mamá no me dieron los abrazos que recuerdo. O que nunca charlé con ellos. No consigo aceptar que la primera vez que pisé el jardín de mi casa fue cuando me desperté hace unas semanas. Aún no soy consciente de que todos los recuerdos que tengo son una mentira y una parte de mí se intenta aferrar desesperadamente a ellos mientras que la otra pretende darles esquinazo. Y... —dijo Ray tragando saliva—. Y es duro, tío. Muy duro.

—Pues imagínate lo duro que es para mí querer tener, aunque sea, un mísero recuerdo de todo lo que tú intentas olvidar.

Daban igual los argumentos que expusiera cada uno. Ray deseaba resetear su memoria y olvidar los recuerdos que no le pertenecían, y nunca comprendería que Dorian quisiera parte de aquella mentira, por mucho que hubiera sufrido.

—Bueno, si de algo estoy seguro —prosiguió Ray, intentando sonar animado—, es de que saldremos adelante. Lo que cuenta es el ahora, lo que estamos construyendo en estos momentos. Ya verás como encontramos la forma de ser felices.

Dorian resopló y asintió sin ninguna convicción y con las mandíbulas apretadas.

—Ojalá pudiera tener tu misma confianza —dijo con la voz ronca.

Entonces Ray le pasó la mano por la espalda y le arrimó contra él para darle un abrazo. Dorian se quedó rígido, sin saber cómo reaccionar, y él comprendió que, probablemente, aquel fuera el primer abrazo que recibía en su vida. Cuando se separaron, Ray forzó una sonrisa y dijo:

—Tú lo que necesitas es una chica, tío. A mí me cambió la vida. O más bien me la salvó... después de intentar matarme. Varias veces —añadió, pensativo—. Lo que digo es que si me hubieras conocido antes de cruzarme con Eden, te hubieras echado unas buenas risas a mi costa. Como hizo ella...

El recuerdo de la chica y su extraño comportamiento desde que se había reencontrado con Aidan le agrió el ánimo lo suficiente como para que Dorian supiera en qué pensaba.

—¿Qué os pasa? —preguntó el chico.

—Yo estoy normal. Es ella la que está rara —dijo Ray—. Mira, no soy celoso, pero... ahí hay algo. Entre Aidan y ella, quiero decir. No digo que Eden sienta algo hacia él, pero...

—Igual han tenido su historia en el pasado, ¿no?

Ray asintió. Al menos podía descartar la posibilidad de que estuviera siendo un paranoico. Dorian también se había dado cuenta. De cómo se entendían sin apenas palabras, de la manera en la que se esquivaban las miradas y al mismo tiempo hacían todo lo posible por encontrarse con la del otro. De hecho, cayó en la cuenta, probablemente todo el mundo supiera lo que había habido entre ella y el centinela. Madame Battery, Logan, Kore... De pronto Ray ya no se sentía tan contento de haber llegado a la Ciudadela. Allí, el pasado de Eden, donde él no existía, se hacía presente. Al menos fuera, aunque corrían más peligro, eran ellos dos nada más.

—Habla con ella —le recomendó Dorian—. Pregúntale qué le ocurre, si has hecho algo mal... Las cosas se solucionan hablando.

—Sí... —dijo Ray—. Pero no sé si estoy preparado para saber las respuestas.

El ruido de una botella estrellándose contra el suelo desvió la atención de ambos. Cuatro tipos, aparentemente ebrios, entraron en el callejón entre carcajadas, empujones e insultos. Hablaban a gritos, pronunciando palabras ininteligibles por culpa del alcohol. Aunque lucían ropas elegantes, parecían estarles demasiado estrechas, y por las greñas y las barbas desaliñadas fue fácil imaginar que debían de haber robado aquellas prendas a alguien. Mientras los demás se sentaban en las escaleras del edificio que había frente a ellos, uno comenzó a actuar con aires de grandeza y a pasearse dando tumbos y haciendo reverencias con un bate de béisbol en la mano.

Fue entonces cuando repararon en la presencia de los chicos y uno les gritó con la lengua pastosa:

—¡Eh, moradores! ¡Servidnos más ron!

Los demás volvieron a estallar en carcajadas. Dorian y Ray apartaron la mirada para ver si así los dejaban en paz.

—¡Moradores! —volvió a gritar el tipo—. ¡Os estoy hablando!

Ray se dio la vuelta y les sonrió de manera conciliadora mientras levantaba la mano.

—¡Salud! —exclamó, y volvió a mirar a Dorian con preocupación.

—¿Es que no me habéis escuchado?

El borracho se levantó y comenzó a acercarse a ellos. Aunque intentaba aparentar estar sobrio, con cada paso que daba se desviaba un poco de su objetivo. Cuando llegó frente a ellos, dijo:

—No estoy de broma. Quiero otra copa.

El aliento del borracho hizo que Ray retrocediera un paso.

—No tenemos nada, lo siento.

—¿No tenéis nada? ¿Y qué es eso? —dijo el borracho tocando la camiseta de Ray—. Parece de buena calidad, ¿dónde la has robado?

—No la he robado. Es mía.

—No. No es tuya. Me la has robado a mí —respondió mientras le agarraba el hombro—. Esa camiseta es mía. Quítatela y devuélvemela.

Ray le apartó la mano de su hombro y le dijo a Dorian:

—Vámonos de aquí.

Sin embargo, cuando fueron a salir a la calle principal, los otros tres borrachos, que se habían acercado a ellos en ese tiempo, les impidieron el paso.

—De aquí no se va nadie hasta que nos devolváis lo que nos pertenece —dijo el borracho desde detrás.

Uno de sus compinches se había remangado la camisa y otro enarbolaba una botella rota en la mano mientras sonreía con sadismo. El tercero llevaba el bate de béisbol y se lo pasaba de una mano a otra, divertido.

—Mirad, no buscamos problemas... —dijo Ray, intentando mantener la calma.

—Ya, bueno —contestó el borracho—. Pues resulta que los problemas os han encontrado a vosotros. Desnudaos y dádnoslo todo. Ahora.

A su lado, Dorian se mantenía tenso y en guardia. Tenía las manos cerradas y ni siquiera pestañeaba mientras los tipos soltaban unas carcajadas que sonaban como si alguien pateara cajas de cartón vacías.

Sin que los otros lo advirtieran, Dorian cruzó una mirada con su clon y comenzó a retroceder despacio en dirección a un cubo de basura metálico que había junto a la pared. El líder de los borrachos, cansado de esperar, le dio un empujón a Ray y este dio un par de pasos hacia atrás con las manos en alto.

—Venga, tíos, no tenemos por qué llegar a esto...

—Por supuesto que tenemos —le espetó el otro, amenazando con darle un puñetazo.

—Está bien, está bien —dijo Ray mientras comenzaba a quitarse las mangas—. Os daremos lo que pedís.

Pero justo cuando se quitaba la camiseta y dejaba el pecho al descubierto, se agachó y Dorian agarró la tapa del cubo de basura para atizar al tipo del bate en toda la boca. Su golpe contra el suelo fue el arranque de la pelea.

Ray se lanzó contra el de la botella rota y con un golpe en el estómago logró hacerle perder pie y que la botella cayera al suelo y terminara de romperse en varios pedazos. El líder no se quedó quieto y fue a por él. Antes de que pudiera levantarse, recibió la primera patada que lo dejó sin aire. Mientras, el cuarto tipo corrió a por Dorian, pero este, que estaba preparado, tomó impulso y le lanzó con todas sus fuerzas la tapa de metal, que golpeó al hombre en la nariz. Ray no pudo ver más. Los golpes de su atacante lo dejaron sin respiración y tuvo que cerrar los ojos para intentar soportar el dolor.

De repente, escuchó el grito de guerra de Dorian y un golpe seco. Al momento siguiente, su atacante se derrumbaba como un fardo junto a él. Cuando abrió los ojos, el otro clon se encontraba allí de pie, descargando con saña el bate de béisbol una y otra vez contra el cuerpo inerte del borracho. A cada golpe que le atizaba, soltaba un gruñido que hacía temblar a Ray.

—¡Dorian! ¡Para! —gritó mientras se levantaba—. ¡Basta, tío!

Pero los golpes no cesaban. Al contrario, la furia crecía con cada uno de ellos y la rabia que destilaba su mirada era salvaje, animal. Desesperado, Ray le dio un empellón al otro clon y se interpuso entre él y el borracho.

—¡Para! —le ordenó, y cuando Dorian le miró a los ojos, añadió—: ¡Lo vas a matar!

Los otros tipos se levantaron en ese momento y huyeron de allí, muertos de miedo. Dorian respiraba con fuerza, mirando de manera alternativa a Ray, al bate que tenía en las manos y al tipo moribundo en el suelo. Parecía asustado, perdido, como si acabara de despertar de una pesadilla y no supiera dónde se encontraba.

—Tenemos que largarnos antes de que venga alguien —dijo Ray mientras se ponía la camiseta.

Con delicadeza, le quitó el bate de las manos y lo lanzó bien lejos. A continuación, le agarró del brazo y se alejaron tan rápido como les fue posible del callejón y de aquel desconocido que, posiblemente, no sobreviviría a la tremenda paliza que le había propinado Dorian.

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