Aura

Aura


Capítulo 9

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De toda la Ciudadela, el Zoco era el lugar favorito de Eden. Ya fuera por los edificios tan variopintos que lo componían o por el ambiente tan animado que siempre reinaba allí, bastaba con poner un pie en él para olvidar, durante unos instantes, que había un muro inmenso que los aprisionaba a todos dentro. También porque fue allí donde encontró a la pequeña Samara.

Solo hizo falta recordar a la niña rubia para que se le hiciera un nudo en el estómago. Sentía como si hubiera visto aquellos ojos azules por última vez esa misma mañana, observando todo en silencio, atentos, desde el callejón que había junto a su primera madriguera.

«Mi madriguera», pensó. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces?

Su mente aún conservaba en la memoria el olor que desprendían esos agujeros que hacían las veces de viviendas unipersonales con una cama, un fogón y una letrina y que trepaban por buena parte del muro, unas encima de otras y conectadas entre sí por escaleras de mano. En espacios del tamaño de un monovolumen se hacinaban cientos de moradores que no podían costearse nada mejor y que tenían que luchar en verano y en invierno contra el frío o el calor, y la falta de luz por encontrarse pegadas a la muralla de la Ciudadela.

Le parecía increíble pensar que ella creció allí, concretamente en las viviendas que se encontraban delante del Zoco. Y que habría seguido siendo así de no haber sido por Samara.

—Qué recuerdos, ¿verdad?

Eden suspiró y se volvió hacia Aidan.

—Demasiados...

Al poco de conocer a la niña, Eden comprendió que no podía seguir en esas condiciones. Y que tanto ella como la pequeña merecían un futuro más digno. Por eso decidió alistarse en el ejército como centinela: para salir de aquella barraca y ofrecerle a Samara la oportunidad que a ella le hubiera gustado tener... sin saber que, al haber tomado ese camino, la estaba condenando.

Ya no le quedaban lágrimas que llorar por el cruel destino de Samara, pero la rabia seguía ahí, latente y viva como una llama eterna. Por eso se obligó a dejar de pensar en ello y se cubrió mejor la boca con el cuello de la chaqueta para evitar que nadie la reconociera. Después se adelantó para mantener el paso de Aidan y siguieron avanzando por la Avenida del Hambre mientras dejaban atrás los grandes y pretenciosos edificios de los leales que habitaban aquella zona: el inmenso palacio griego, la falsa metrópolis, el castillo medieval, el edificio piramidal en el extremo opuesto... Todas ellas eran construcciones muy anteriores a quienes ahora las habitaban, pertenecientes al Viejo Mundo y a los humanos que no necesitaban recargar baterías.

Aquella zona era la más concurrida de la Ciudadela, con una presencia de leales solo superada por el anillo interior y los alrededores de la Torre. Gran parte de ellos eran magnates de los comercios más prósperos del mercado que, en muchos casos, comenzaron su andadura con pequeños negocios en la zona de los moradores hasta que pudieron dar el salto, no solo geográficamente, sino también en la escala social. Eden prefería pensar que se lo habían ganado limpiamente, que habían luchado por llegar tan lejos, aunque no era difícil imaginar la cantidad de favores que debían de haber hecho, y que seguirían haciendo, al gobierno para estar ahí.

—Es raro tenerte aquí —dijo Aidan, sacándola de sus cavilaciones—. Después de cómo acabaron las cosas, pensé que jamás volvería a verte.

—Bueno, nunca digas nunca —sentenció ella, esbozando un intento de sonrisa.

No quería hablar del tema. No en aquel momento. Necesitaba concentrarse para recordar lo mejor de la única parte de la Ciudadela que le traía buenos recuerdos... y entonces el centinela hizo la pregunta que llevaba esperando desde la noche anterior:

—¿Lleváis mucho tiempo juntos?

Sabía que volver implicaba enfrentarse a su pasado. Pero lo que más le preocupaba era intentar proteger a Ray en la medida de lo posible para que no llegara a conocer nada de la Eden que había escapado de allí.

—¿Mmm? —preguntó ella, haciéndose la distraída.

—Ray y tú. O Dorian. No los distingo.

—Ah, sí. Ray. Y no estamos juntos —aclaró, aunque enseguida se arrepintió de haberlo dicho de una manera tan tajante.

—Oh, vaya. Como anoche te...

—Lo estamos... y no lo estamos —le interrumpió—. Prefiero no tener que definir mi relación con nadie, gracias.

—Aquí nadie está definiendo nada —replicó Aidan, riéndose.

—¡Oh! Ya me conozco yo esa sonrisita.

—¿Qué sonrisita? —preguntó él.

—Aidan, por favor, que somos amigos desde hace mucho tiempo y salimos juntos durante un año.

Pronunciarlo en voz alta destapó por completo la caja de los recuerdos. Los buenos y los no tan buenos.

—Parece majo —añadió él, al cabo de un rato—. Ray, digo. Bueno, los dos lo parecen.

—Sí. Ray es un buen tío. Os llevaríais bien con todo eso del sentido del honor y tal. Dorian es... más reservado.

Acababan de entrar en la zona de los moradores cuando se toparon con la parte más sobrecogedora de todo el Zoco: el mercado; un impresionante despliegue de puestos y tiendecillas en los que podías encontrar alimentos, bebidas, objetos de todo tipo, prendas de primera y de segunda mano, telas, chatarra...

Los comercios se extendían por el antiguo aeropuerto y las pistas de aterrizaje, en las que incluso los propios aviones se habían reconvertido en almacenes y locales que exhibían su mercancía colgándola de las ventanillas o incluso de las alas de los aparatos. En el suelo, eran decenas y decenas las callejuelas que se formaban entre los puestos creando un inmenso laberinto.

Accedieron al interior por una de las entradas menos concurridas. Allí, como Eden recordaba, seguía una ancianita arrugada bajo un montón de telas que asaba castañas sobre un bidón vacío. La chica, más motivada por la nostalgia que por el hambre, no dudó en sacar un par de trones y comprarse un tentempié para el camino.

—Aunque parezca ridículo, lo echaba de menos —dijo, mientras respiraba el aroma de la comida.

—No es ridículo —contestó el centinela—. Yo también lo echaría de menos si me marchara.

Eden le sonrió y le acercó el cucurucho de papel. El centinela cogió una castaña y mientras la pelaba le preguntó:

—¿Y cuánto tiempo lleváis?

Eden se paró de golpe y lo miró.

—¿De verdad quieres hablar de este tema?

—Hace más de dos años que no te veo. Muchos te daban por muerta. Quiero saber qué tal te ha ido la vida en este tiempo, nada más.

Ella suspiró y contestó, dándose por vencida:

—La primera vez que Ray y yo nos besamos fue hace unos días, ¿contento?

—Ah, bueno... —dijo él, echando a andar de nuevo.

—¿Ah, bueno? ¿Qué quieres decir con eso?

—Que tampoco lleváis tanto tiempo.

—¡Es que no llevamos tiempo porque no estamos juntos! Bueno, mira, no quiero hablar del tema —le espetó ella mientras se metía otra castaña en la boca.

—O sea, que el chico te importa...

—Aidan...

—¡Está bien, ya paro! Pero que sepas... —guardó silencio unos instantes antes de seguir—: que me cae bien.

—Gracias, dormiré tranquila esta noche sabiendo que tengo tu bendición.

A medida que avanzaban por las calles del mercado, Eden tuvo la sensación de estar caminando por su memoria: los olores a especias mezclados con el sudor de tanta gente, las risas cantarinas de las mujeres, los gritos, las peroratas que soltaban algunos comerciantes para vender sus productos... Definitivamente, nada había cambiado.

—¿Qué tal está Kore? —preguntó entonces.

El centinela se encogió de hombros antes de contestar.

—Bien. Bueno, ya la conoces. Sigue siendo la misma de antes y a veces su carácter le trae problemas, pero no deja de ser magnífica en todo lo que hace.

—No me va a perdonar nunca, ¿verdad?

—Eso no es algo que me tengas que preguntar a mí...

—Ya, pero dudo que ella esté dispuesta a hablar después de cómo terminaron las cosas —confesó Eden, resentida—. Mira, Aidan, quiero que entiendas que lo que hice fue por...

El centinela no la dejó continuar, se detuvo delante de ella y la miró a los ojos.

—Te entiendo —le dijo—. No te he pedido explicaciones. Tuviste tus razones y yo las acepté en su momento.

Eden había olvidado lo frágil que se sentía siempre bajo su mirada. Los ojos de Aidan siempre le habían recordado a un cielo despejado. El mismo que le gustaba observar cuando todo en la tierra era caos y peligro. Allí arriba, como en los iris del centinela, podía imaginarse libre, segura y capaz de cualquier cosa. O al menos así había sido una vez. Ahora, ni sus fuertes brazos ni su sonrisa tranquila podían calmar su turbación como lo habían hecho en el pasado, antes de ser pareja, cuando eran mejores amigos.

Aidan se acercó a ella y la abrazó, y ella se sintió un poco menos confusa, un poco menos perdida.

—Kore y yo estamos juntos —dijo él, de repente.

Eden se separó y lo miró, sorprendida.

—Vaya... ¿y qué tal os va?

—Bien, bien. Aunque con eso de que yo estoy en las guardias de la muralla y ella en el Batterie, tenemos poco tiempo para nosotros.

—Ya, los dramas del trabajo —dijo ella, intentando ocultar su perplejidad.

—Efectivamente.

Los dos guardaron silencio. Había costado, pero ya estaban todas las cartas sobre la mesa. Ahora Eden comprendía mejor el enfado de Kore al verla de vuelta allí. Con lo celosa que había sido siempre, incluso cuando los tres eran solo amigos, lo último que esperaba era reencontrarse y tener que convivir con una amiga que no solo sentía que la había traicionado, sino que también era la exnovia de su actual pareja.

—Battery me ha dicho que Arthur quizá sepa algo de Logan —dijo Aidan cuando llegaron a una bifurcación entre las hileras de casetas—. Le hace los pasteles a la esposa de uno de los secretarios del gobierno y siempre se entera de cosas.

—¿Arthur, el panadero? —preguntó Eden—. Creí que había dejado el negocio después de aquella redada.

—Sí, lo dejó durante un tiempo —explicó Aidan—, pero luego conseguí que volviera al negocio sin problemas. Es lo bueno de tener un amigo centinela.

—Perfecto. En ese caso tú habla tranquilo con él, a ver qué te cuenta, y yo aprovecharé para visitar a un viejo conocido. Nos vemos en la entrada en una hora, ¿de acuerdo?

A Aidan le pareció bien el plan. Se despidieron y cada uno tomó un rumbo diferente hasta perderse entre la muchedumbre.

Durante el tiempo que había trabajado de centinela, Eden también había hecho valiosos contactos que aún le debían unos cuantos favores o que, sencillamente, confiaban lo suficiente en ella y en la misión de los rebeldes como para querer ayudarla.

Ese era el caso de Diésel, un antiguo vigilante que había dejado su puesto en la guardia para dedicarse al sector alimentario como carnicero. Al menos esa era la versión oficial. La verdadera historia era que, al mismo tiempo que trabajaba para el gobierno, se había alistado en las tropas de los rebeldes. Después de una de las redadas más duras que se hicieron, mucho antes de que Eden fuera centinela, decidió que no le merecía la pena arriesgar tanto su vida y optó por dejar todo de lado y esfumarse. Nadie sabía dónde había ido, pero cuando reapareció, optó por abrir esa tienducha en el mercado y no volver a implicarse más ni con un bando ni con el otro... aparentemente, ya que en el fondo seguía ayudando desde las sombras.

Eden escuchó los golpes del cuchillo contra la madera antes incluso de ver el puesto. Detrás de la barra, un hombre de casi dos metros de altura, con el pecho y los brazos de un toro, la cabeza afeitada y la piel morena, cortaba en trozos un enorme pedazo de carne y lo iba depositando sobre una balanza.

Diésel era ese fantasma en el que nadie reparaba a pesar de su envergadura y que siempre acababa enterándose de buena parte de los secretos que el gobierno intentaba esconder. Como la suya era la mejor carne de toda la Ciudadela, también se la servía a la gente de la Torre, y era precisamente durante esas transacciones cuando el hombre aprovechaba para poner la oreja.

—Hola, Diésel —saludó ella, incapaz de ocultar la alegría de volver a verle.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué ven mis ojos? —contestó él con una sonrisa cálida y una voz grave que parecía envolverlo todo como una manta—. ¡Ya pensé que había perdido a una de mis mejores clientas!

—No fuiste el único, pero ya sabes que no es tan fácil deshacerse de mí.

Diésel soltó una carcajada y le preguntó:

—¿Qué te pongo, preciosa?

—Lo de siempre —contestó ella consciente de que daba luz verde al código que tenían para comenzar la conversación—. ¿Qué tal todo por aquí?

Diésel comenzó a rasgar el cuchillo con un afilador de mano mientras decía:

—Bien. El negocio va bien. Ya no solo tengo la mejor carne de vacuno de toda la Ciudadela sino que además también vendo cerdo. Últimamente los del gobierno consumen mucho solomillo de cerdo.

El tipo no cambió ni el gesto ni la entonación mientras hablaba, pero Eden iba traduciendo sus palabras en función del código que habían acordado hacía tantísimo tiempo: el gobierno tenía apresado a uno o varios rebeldes.

—¿Pero solomillo del bueno? —preguntó ella.

—El mejor, el mejor —respondió él, sonriente.

O sea, que además se trataba de alguien importante, comprendió la chica. Se jugaba el cuello a que se trataba de Logan.

—¿Y ha gustado el solomillo a los de ahí arriba?

Diésel agarró el trozo de carne que había estado partiendo minutos antes y comenzó a cortar filetes finos.

—Pues creo que todavía no lo han probado. Lo han intentado descongelar, pero la pieza es tan grande que les hacen falta varios días para partirla y cocinarla.

Diésel cambió entonces el cuchillo por uno más grande y comenzó a partir las costillas de cerdo. Eden se estremeció con el sonido que producía el filo cada vez que cortaba un hueso.

—De todos modos, creo que lo van a tirar —añadió.

—¿Cómo que lo van a tirar?

Aquello significaba que el gobierno tenía pensado ejecutar al rebelde. No tenía sentido matarle sin haberle sacado información.

—¡Pues ya ves! Me han dicho que se van a dar por vencidos y que lo van a tirar. Es una pieza muy grande y pesada. Y lo único que pueden hacer con ella es demostrar al pueblo que no es bueno guardar solomillos de cerdo tan grandes.

«¡Le van a ejecutar públicamente!», comprendió Eden, aterrada.

Diésel metió la carne en una bolsa y Eden pagó la factura habitual.

—Me alegra verte de nuevo por aquí, señorita —concluyó el carnicero.

—Y yo me alegro de verte a ti, Diésel. Cuídate.

Y fue al darse la vuelta cuando el hombre añadió:

—Por cierto, échale un vistazo al solomillo que te he puesto. Viene con especias.

Eden despidió a Diésel con una sonrisa y antes de ir al punto de encuentro con Aidan, se acercó a una de las zonas en las que había madrigueras y regaló toda la carne a unos niños, a excepción del paquete que contenía el solomillo. De forma disimulada, desenvolvió los filetes y se fijó en lo que Diésel había escrito en el interior del papel.

«4/Plz.P.»

Eden hizo añicos el papel y tiró la carne a un perro hambriento que vagaba por allí antes de salir corriendo en busca de Aidan. Ya tenía la información que necesitaba: Logan iba a ser ejecutado dentro de cuatro días en la plaza pública de la Ciudadela.

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