Aura

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Capítulo 12

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Durante los cuatro días previos a la ejecución de Logan, los rebeldes no tuvieron apenas tiempo de descansar. Cuando no estaban repasando los detalles del plan, tenían que vigilar los caminos desde el núcleo hasta el Zoco, asegurarse de que el gobierno no hubiera cambiado de opinión o, por turnos, ayudar en el Batterie para no levantar sospechas.

Desde aquella primera reunión en el despacho de la directora del cabaret, todos se pusieron manos a la obra con la eficacia de un reloj. Mientras el gobierno organizaba los preparativos para la ejecución y se corría la voz de la ejecución pública, los rebeldes terminaban de perfilar los últimos detalles del rescate. Para Ray y Dorian fue como verse de pronto atrapados en mitad de un huracán. Aquella sería la primera vez que participarían en algo similar y el riesgo de que cualquier error los llevaría a una muerte segura les impedía actuar con la rapidez y la confianza de los demás.

Por eso, mientras tomaban posición en la plaza del Arrabal la mañana de la ejecución, las dudas comenzaron a asediar a Ray. ¿Y si habían dejado algún fleco suelto? ¿Y si todo era una trampa del gobierno y los estaban esperando? ¿Y si...?

—¿Todo bien?

La voz de Eden lo arrancó de sus pensamientos y le devolvió a la plaza, donde esperaban entre cientos de ansiosos desconocidos a que comenzara el macabro espectáculo.

—Sí, todo bien —contestó Ray con una sonrisa forzada.

Las cosas entre ellos dos no habían variado mucho en esos cuatro días. De hecho, apenas se habían visto. Cuando Madame Battery no mandaba a Eden a trabajar en el club, ella misma desaparecía por su cuenta para volver a altas horas de la madrugada con nueva información crucial que compartía con el resto a la mañana siguiente. No cabía duda de que era la más comprometida con la causa, y fuera por eso o por el miedo a tener esa conversación, Ray la había ido dejando pasar y ahora el grano de preocupación se había terminado convirtiendo en una montaña que le pesaba como una losa y que lo distraía de lo que de verdad importaba.

La plaza pública de la Ciudadela se encontraba en el Arrabal, dentro de la zona de los leales. Frente a ellos, se erigía la Torre por encima de los demás edificios, tan grande y cercana que Ray se quedó sin habla.

El escenario de las ejecuciones lo habían situado en uno de los extremos de la plaza y lo habían decorado con telas rojas y negras que ondeaban levemente con la suave brisa. Una decena de centinelas hacían guardia encima de la estructura y en los alrededores, evitando que el público se acercara más de la cuenta.

Mientras que los leales, ataviados con sus mejores galas, esperaban a que comenzara el espectáculo en las primeras filas, los moradores soportaban el calor, impacientes, detrás de ellos. Con tanta gente allí reunida, como les advirtieron esa mañana antes de partir en busca de los mejores sitios para el plan, solían ser habituales las peleas y los hurtos, y por eso debían prestar el doble de atención para no ser víctimas de ellos. Tampoco faltaban los mercaderes ambulantes que en las horas previas a la ejecución ganaban una pequeña fortuna vendiendo monóculos, abanicos o aperitivos entre los más de mil ciudadanos allí reunidos.

—¿No deberían haber empezado ya? —preguntó Ray, nervioso—. ¿Qué pasa si al final lo cancelan o...?

—Ray, cállate antes de que alguien te oiga —le interrumpió Eden, con la mirada clavada en el mar de cabezas que tenían delante.

—Disculpa que esté un poco nervioso. A diferencia de vosotros, no suelo boicotear los planes de asesinato de...

No pudo terminar la frase. Con una fuerza inusitada que le pilló totalmente desprevenido, Eden lo agarró del cuello y lo arrastró lejos de donde estaban.

—¡Eh!

—Cállate, estoy evitando que nos maten por tu culpa—siseó la chica, soltándole cuando consideró que se habían alejado lo suficiente.

Ray se masajeó la nuca controlando las ganas de mandarlo todo a la mierda y largarse de allí.

—¿Qué leches te pasa? —masculló.

—¿No me has entendido? La plaza está llena de oídos —contestó la chica, impaciente.

—No, que qué te pasa conmigo.

Eden lo miró sin comprender y después volvió la cabeza al frente, bufando.

—Ahora no, Ray —le advirtió ella.

—Ni ahora, ni ayer, ni mañana... Yo no puedo seguir así. ¿Qué te he hecho para que...?

—¡Ray! —esta vez sí que lo miró, enfurecida—. Estamos trabajando. Este no es ni el momento, ni el lugar.

El chico no se amedrentó. Llevaba tantos días conteniéndose, tantos días obligándose a recordar a la Eden que él había conocido y que parecía haberse quedado fuera de la Ciudadela, que se armó de valor y dijo las palabras que llevaba rumiando desde que llegaron:

—Mira, si no quieres que sigamos juntos, dímelo. Pero hazlo de una vez.

La chica no tuvo tiempo de reaccionar a aquel comentario porque justo en ese momento los abucheos y los silbidos rompieron la calma que había reinado en la plaza hasta entonces. Todo el mundo se dio la vuelta para ver entrar por las calles colindantes a un grupo inmenso de moradores que portaban pancartas y exigían a gritos un juicio justo para el rebelde condenado.

—¡Atento! —dijo Eden.

Los centinelas bajaron en ese momento del escenario y se abrieron camino junto a sus compañeros para sofocar el repentino alzamiento que se había generado. Fue entonces cuando un hombre de barba larga y aspecto desaliñado lanzó una botella de cristal a uno de los soldados y estos sacaron sus porras para perseguir a los manifestantes. La gente echó a correr espantada ante las armas generando la avalancha de caos que los chicos habían esperado.

Era el turno de Ray. Eden había desaparecido entre la marabunta y ahora estaba solo para correr detrás de los centinelas. A contracorriente del resto de los moradores y leales, el chico se abrió paso hasta uno de los puestos ambulantes que se encontró más adelante y de donde cogió una manzana para lanzársela al primer guardia que vio. La fruta golpeó de pleno el lateral del casco del tipo y este se volvió hecho una furia.

Ray se arrepintió al instante del error que acababa de cometer. El hombre era incluso más alto que Aidan y tan ancho como una puerta. En menos de tres zancadas se plantó delante del chico con la porra en alto.

—Mierda... —dijo Ray, antes de echar a correr como si no hubiera un mañana.

Esquivar a la gente que escapaba desesperada sin rumbo fijo era toda una hazaña y, aunque no se atrevía a girarse para mirar atrás, temía que el soldado estuviera a punto de cazarle. Justo en ese momento, una niña pequeña agarrada a la mano de su madre se cruzó en su camino y el chico apenas tuvo tiempo de girar para esquivarla, con tan mala suerte que chocó con otra persona y ambos cayeron al suelo.

Unas manos agarraron a Ray por la camiseta y lo levantaron. De manera automática, el chico tomó impulso y le propinó una fuerte patada en la entrepierna al centinela, que no tuvo más remedio que soltarlo con un aullido de dolor. En cuanto sus pies volvieron a tocar suelo, Ray emprendió la carrera en dirección al callejón sin salida en el que había quedado con Eden, seguido por el guardia que a duras penas podía mantener el ritmo.

La alegría de haber llegado al lugar acordado se esfumó cuando Ray lo encontró vacío. ¿Dónde estaba Eden?

—Maldita rata moradora —escuchó a su espalda, y cuando se giró se dio cuenta de que no tenía escapatoria.

El centinela avanzó hacia él cogiendo cada vez más y más velocidad, pero cuando se encontraba a escasos metros del chico, una figura saltó desde lo alto y cayó sobre él con un grito de rabia. El tipo se derrumbó en el suelo y Eden, sin aguardar un instante, le asestó un golpe seco con la vara de metal que sujetaba entre las manos, dejándolo inconsciente.

—¿En serio? ¿No había ninguno más grande? —preguntó Eden, levantándose.

—Sí, pero no hubieses podido con él —contestó él, con la adrenalina por las nubes.

—Déjate de bromas. ¡Este centinela no nos vale! Nos hace falta alguien más pequeño y delgado.

De pronto escucharon un grito de alerta a sus espaldas y ambos se giraron para encontrarse a un segundo centinela que debía de haber seguido a su compañero hasta allí y con las características que acababa de describir la chica. El tipo, confiado en que podría con ellos gracias a la porra eléctrica, se abalanzó sobre Eden sin esperar la veloz llave que le hizo la chica y que lo dejó inconsciente, como al otro.

—Este nos vale. Ayúdame a quitarle el uniforme.

Tras desnudar al centinela, sacaron de un contenedor cercano una bolsa en la que habían guardado varias prendas con las que vistieron al hombre antes de amordazarlo y guardar su uniforme en el saco vacío.

—Dorian ya debería estar aquí... —dijo Ray—. ¿Qué hacemos en caso de que no aparezca?

—Seguir con el plan —sentenció la chica mientras le apretaba el nudo de la mordaza al centinela.

De pronto se escuchó un disparo en la lejanía.

—Mierda —se quejó la chica—, han empezado con el fogueo. Ayúdame a meterlo en el contenedor.

Una vez lo hicieron, ellos también saltaron dentro y cerraron la tapa de metal. Allí permanecieron, en silencio, escuchando el tiroteo y los gritos de la gente. Al cabo de un rato, los disparos se fueron distanciando más y más hasta que todo quedó en silencio.

Entonces escucharon los pasos. Unos pasos que no se alejaban, sino que cada vez sonaban más cerca. Eden agarró la porra eléctrica del guardia y se preparó para atacar, pero cuando se abrió la tapa y del exterior surgió la cabeza de Dorian, la chica se relajó.

—¿Dónde estabas? —preguntó mientras salían del cubo—. ¿Por qué has tardado tanto?

—Se han complicado un poco las cosas, pero Aidan ya está en posición. Tenemos que darnos prisa.

Ray y Eden sacaron al centinela inconsciente del contenedor y le dieron a Dorian el saco con el uniforme que le habían quitado.

—No podemos llevarle por la calle a rastras. Nos verá todo el mundo —apuntó Dorian.

Eden bajó la intensidad de la porra eléctrica al mínimo y después le dio una pequeña descarga al centinela para despertarle. Cuando abrió los ojos, el joven intentó liberarse, pero maniatado y agarrado como estaba, lo único que podía hacer era gemir con la mordaza cubriéndole la boca.

—Más te vale portarte bien —le advirtió la chica, enseñándole la porra. Después le colocó la bolsa de tela sobre la cabeza y dijo—: vámonos.

Dorian los guio entre la gente avanzando unos pasos por delante de Ray y Eden, que cargaban con el prisionero. De vez en cuando, el clon se detenía, comprobaba que no hubiera seguridad a la vista y les hacía una señal a sus compañeros para que avanzaran. Tuvieron que callejear bastante para evitar las grandes aglomeraciones hasta que llegaron a la puerta de atrás del piso franco escogido. Dorian golpeó tres veces con el puño y esta se abrió.

—Qué rapidez —dijo Aidan, vestido de centinela.

—No como otros... —apuntó Eden.

—Dorian, ven conmigo —le pidió el soldado mientras agarraba al prisionero—. Vosotros dos, volved a la plaza para no levantar sospechas si alguien os ha reconocido.

La puerta volvió a cerrarse y una vez más Eden y Ray se quedaron solos. El chico se paseó en silencio por la estancia y se asomó al agujero de una de las ventanas tapiadas sin ninguna intención de reanudar la conversación que habían dejado a medias. Para su sorpresa, Eden lo hizo por él.

—Lo único que intento es mantenerte alejado de mi pasado. Si supieras todo lo que hice... —la chica suspiró antes de seguir, con voz firme—. No he confiado en nadie tanto como en ti, Ray, por eso no podría soportar que tú también dejaras de mirarme como lo haces ahora.

—Eden —contestó él, acercándose a ella—. No me importa lo que hicieras. Me da igual si fuiste una leal, si fuiste centinela, si tuviste que marcharte para sobrevivir, o si estuviste liada con Aidan...

—Lo estuve.

—Bueno, me lo imaginaba. No estaba seguro, seguro. Simplemente algo me olía... —Eden sonrió al ver la turbación del chico y Ray agitó la cabeza para empezar de nuevo—: Mira, lo que quiero decir es que me importas, ¿vale? Mucho. Más de lo que imaginas. Y me da igual quién fueras hace años. Conozco a la Eden que tengo enfrente.

—No, Ray. Ese es el problema: que no me conoces.

—¡Pues déjame conocerte! No te pongas una máscara conmigo. Allí fuera no la llevabas, ¿por qué tienes que ponértela ahora?

Eden alzó los ojos y su mirada se cruzó con la de Ray. Por un instante, el chico advirtió cómo la frialdad y la seguridad que había intentado demostrar la chica desde que llegaron a la Ciudadela se disipaban para mostrar el miedo y la preocupación que en el fondo la estaban desgarrando por dentro. Sin dudarlo ni un instante, Ray se acercó a ella y la abrazó contra su pecho. Ella, en respuesta, se aferró a su espalda y suspiró. Antes de separarse, Ray le acarició la mejilla y acercó los labios a los suyos para fundirse en el beso que tanto necesitaban ambos.

—Así que nada de máscaras, ¿de acuerdo? —le pidió Ray—. Y solo para que quede constancia. Vale que Aidan es más guapo, pero tendrás que reconocer que yo beso mejor...

Antes de que Eden pudiera llegar a darle una colleja, escucharon una fanfarria en la distancia y decidieron que ya era buen momento para regresar a la plaza.

Cuando llegaron, se encontraron a la gente enloquecida, aplaudiendo y vitoreando con una sed de sangre que aterró a Ray.

En ese instante subió al escenario un hombre que debía de rondar los cincuenta años, vestido con un traje y un pañuelo rojo en la pechera, y el pelo negro repeinado hacia atrás tan brillante y grasiento que el sol despedía suaves destellos mientras giraba la cabeza para saludar a un lado y a otro. A pesar del mal estado de las pantallas holográficas cercanas que retransmitían el acontecimiento en directo, Ray advirtió la sonrisa tan artificial que compartía con los ciudadanos.

—Ahí lo tienes... —le dijo Eden a Ray—. Bloodworth.

—¡Buenos días, gentes de la Ciudadela! —la grave voz del hombre resonó por toda la plaza—. En primer lugar quería disculparme por el pequeño percance rebelde que hemos sufrido hace tan solo unos minutos. Por suerte, gracias a nuestros increíbles cuerpos de seguridad y a vuestra inestimable ayuda, podemos continuar con lo que nos concierne. Pido un fortísimo aplauso para la Guardia Centinela de nuestra amada Ciudadela.

El público gritó aún más fuerte, emocionado, y el hombre asintió, orgulloso.

—Hoy estamos reunidos para poner fin a un nuevo peligro de esta ciudad, para demostrar a los rebeldes que no tenemos miedo de ellos. Como anuncié hace unos días, hemos capturado a uno de los artífices más peligrosos de la amenaza rebelde y, tras un justo consenso entre los distintos miembros del gobierno, hemos dictado sentencia de muerte para Benedict Logan Jackson.

Mientras pronunciaba esas palabras, un par de centinelas escoltaron al prisionero con la cabeza cubierta hasta el escenario. Ray miró a ambos lados, preocupado. ¿Y si había salido mal el plan? ¿Y si Aidan no había llegado a tiempo? Los soldados encadenaron al hombre a los grilletes que colgaban de una escultura de madera y tiraron de una polea hasta que el tipo quedó colgando de los brazos. Acto seguido, le colocaron un artilugio de metal alrededor del pecho y se apartaron para dar paso, de nuevo, al gobernador.

—Benedict Logan Jackson, se te condena por el asesinato del general Robert Castell, por multitud de atentados rebeldes y por traicionar a esta ciudad y a su gobierno.

—¿Robert Castell? —preguntó Ray a Eden—. ¿Se refiere a Bob?

Bloodworth hizo un gesto a los centinelas para que le quitaran la capucha. Ray contuvo el aliento y no lo soltó hasta que los guardias descubrieron el rostro del centinela que ellos mismos habían dejado inconsciente en el callejón. La gente había vuelto a prorrumpir en gritos e imprecaciones contra el supuesto rebelde, pero el rostro de Bloodworth se había quedado pálido y el chico advirtió cómo le estaba costando mantener la sonrisa.

Con ojos fieros, miró a su alrededor, al pueblo, como si intentara descubrir entre la gente al culpable de aquella trampa. Y entonces su mirada se cruzó con la de Ray. Fue solo un instante; aun así, el chico creyó advertir cómo le reconocía. El clon parpadeó, nervioso, y el hombre siguió barriendo la multitud con los ojos antes de recuperar la sonrisa y ordenar la ejecución de aquel tipo que ni era Logan, ni era rebelde.

—¿Lo van a...? —exclamó Ray.

Eden lo agarró del brazo para que se contuviera y negó en silencio con la cabeza.

El que debía de ser el nuevo jefe de los centinelas se acercó al condenado y sin más dilación pulsó el botón rojo del artefacto que le habían colocado en el pecho. El hombre se puso a gritar al tiempo que el aparato comenzaba a emitir un agudo pitido antes de liberar una espectacular descarga eléctrica que le arrancó la vida al pobre hombre y le chamuscó la ropa.

—Por una Ciudadela limpia y segura.

Con aquella frase, Bloodworth dio por concluido el evento y abandonó el escenario para saludar a los leales que tenía más cerca mientras se alejaba en dirección a la Torre seguido por las cámaras.

Ni Eden ni Ray hablaron en el camino de vuelta al Battery. Un sentimiento agridulce revolvía las tripas del chico. Sí, habían salvado a Logan, pero en su lugar había muerto otro hombre que no lo merecía.

Aquel era el comienzo de una revolución: los rebeldes le habían declarado la guerra al gobierno.

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