Aura

Aura


Capítulo 13

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El sonido del chelo inundaba hasta el último rincón de la residencia de la Torre. Los acordes sonaban graves y potentes, cargados de la ira que Bloodworth descargaba sobre las cuerdas, como una tormenta desbocada. El gobernador estaba enfadado, enfadado y herido como una fiera que buscara venganza en la música.

Evelyn permanecía en la planta inferior, colocando la cubertería en sus cajones correspondientes, con la misma delicadeza con la que disponía los arreglos florales sobre la mesa o le organizaba las camisas a su amo: sin hacer un solo ruido.

De pronto, escuchó unos pasos acelerados a su espalda y la voz de una mujer llamándola.

—Evelyn, avisa al señor Bloodworth de que Kurtzman está aquí.

La chica se volvió para encontrarse con Jin, la secretaria de Bloodworth. Sus rasgos orientales siempre le habían recordado a los de las geishas que había pintadas en algunos de los cuadros del recibidor, si bien, a diferencia de aquellas, Jin nunca sonreía y su gesto adusto e inexpresivo combinaba perfectamente con las faldas grises y los chalecos abotonados que solía vestir.

—El señor Bloodworth me ha dicho que no le moleste —objetó Evelyn, con el violonchelo sonando de fondo—. ¿Por qué no le avisa por el interfono?

Jin se colocó las discretas gafas que lucía y le dio la espalda a la chica.

—A mí no me contesta y tú eres la única que puede subir cuando quiera, así que dale mi recado.

Dicho aquello, regresó por donde había venido y desapareció tras las puertas del ascensor.

Evelyn resopló, disgustada. No era miedo lo que le inspiraba el señor Bloodworth, pero detestaba interrumpirle cuando estaba concentrado en su música. Ya fuera a través del piano cuando le preocupaba algo, del saxofón, cuando se sentía alegre, o del chelo cuando estaba de mal humor, el gobernador parecía entrar en trance hasta que lograba poner de nuevo en orden sus sentimientos. Y después de la burla que había sufrido delante de toda la Ciudadela, la chica imaginaba que esa vez le llevaría su tiempo.

Aun así, una orden era una orden. Y llegara de Bloodworth, de su secretaria o de alguno de los centinelas que de vez en cuando se pasaban por allí, debía acatarla inmediatamente. La niña se sacudió sus ropas y subió al despacho. Abrió la puerta con delicadeza, para no hacer ruido, y a continuación se quedó quieta observándole tocar.

Se encontraba sentado delante de la inmensa cristalera que daba a la zona norte de la Ciudadela, abrazando el violonchelo y agitando el brazo con fuerza, como si estuviera protegiéndose a espadazos de sus enemigos. Lo hacía con los ojos cerrados, la camisa remangada y los primeros botones desabrochados, sin rastro del aspecto formal que solía tener.

Ella no entendía de música, pero parecía que la pieza que estaba tocando era difícil y requería toda la concentración del mundo. Por eso se detuvo varios segundos a esperar el instante más oportuno para interrumpirle.

—Señor Bloodworth —dijo, pero sus palabras se las tragó la música—. ¡Señor!

El grito de la niña hizo que Bloodworth se detuviera en seco. El silencio que se produjo le erizó los pelos de la nuca. El gobernador, aún de espaldas, relajó el brazo y lo dejó caer, como abatido, aún con el arco en la mano.

—¿Qué quieres, Evelyn? —preguntó con un tono tranquilo, pero firme.

La chica tragó saliva.

—Jin me ha dicho que el general Kurtzman está esperándole. Le ha intentado hablar por el megáfono, pero...

—De acuerdo —contestó él, sin girarse—. Que suba en cinco minutos.

Evelyn hizo una reverencia con la cabeza y se marchó para avisar a Jin. A continuación, regresó al despacho para ver si el gobernador necesitaba algo más.

El hombre se había vestido adecuadamente y había regresado a su despacho con una copa en la mano que él mismo se había servido. No, no necesitaba nada de ella y le pidió que los dejara solos.

Cuando el general Kurtzman llegó, el gobernador no se molestó ni en levantarse. Sin dirigirle tan siquiera la mirada, dijo:

—Espero que hayas traído contigo una explicación.

—Tenemos una brecha, señor.

—¿No me digas? —contestó el otro con tono irónico—. Yo también había llegado a esa conclusión por mi cuenta, Philip. Lo que necesito es que me digas ¡cómo ha podido ocurrir! —Bloodworth lanzó el vaso de cristal contra el suelo y se levantó para acercarse al hombre—. ¡¿Cómo es posible que tengas rebeldes infiltrados entre tus tropas?!

—Señor, con el debido respeto, llevo en el puesto desde hace casi una semana. Este problema viene de antes...

—¿Te estás excusando?

—No, señor.

—¡Eso espero!, porque te puse ahí para que arreglaras la mierda que dejó Bob. ¡Te di esto porque eres un humano! —añadió, mientras le agarraba el brazalete y dejaba al descubierto la placa solar que le dotaba de energía ilimitada—. Así que no me obligues a que te lo quite.

Philip tragó saliva, consciente de lo que suponía aquella amenaza.

—Además, he tenido que cargarme a uno de los nuestros para que esos rebeldes no me dejaran en ridículo delante de toda la Ciudadela.

—Tomó usted la única decisión posible, señor.

Bloodworth guardó silencio durante unos segundos y estudió el rostro del centinela mientras se iba serenando. Sin embargo, de pronto, le lanzó un puñetazo al hombre a la cara y este cayó al suelo, desprevenido. Antes de que pudiera levantarse, Bloodworth le pisó la mano derecha con saña y tomó el abrecartas que había sobre su escritorio para acercárselo al dedo índice mientras se agachaba.

—¿Sabes qué les hacían los yakuza a sus nuevos miembros cuando cometían una falta grave? Les cortaban el dedo meñique. Decían que era un gesto de purificación, castigo y lealtad —explicó mientras iba aplicando más fuerza al filo.

—Por favor, señor. Richard... —suplicó el centinela.

—No era la única decisión posible, general. También podía haber ordenado la muerte de todos los que me oían desde la plaza, o incluso haberte puesto a ti en el lugar de tu centinela. No lo hice. ¿Sabes por qué? Porque no hubiera sido lo correcto.

Kurtzman susurró algo entre dientes mientras bufaba de dolor. El gobernador se acercó a él.

—¿Cómo dices?

—Lo... siento —sentenció el subordinado, más alto.

Bloodworth observó el dedo de Philip antes de levantar el abrecartas, dejando tras de sí un leve rasguño ensangrentado.

—Ya sé que lo sientes, Philip —dijo, levantándose—. Y, por tanto, tenemos que trabajar juntos para encontrar la solución a este problema.

Bloodworth se pasó la mano por la nuca y se crujió el cuello, más relajado. A continuación volvió a apoyarse en la enorme mesa y aguardó a que Philip se levantara y se recolocara el uniforme.

—Encontraremos al rebelde infiltrado —le aseguró, intentando disimular el temblor en sus labios.

—No me cabe la menor duda. Sin embargo, hay algo que me preocupa mucho más. Dime, ¿cómo encontrarías una aguja en un pajar?

—¿Con un... imán, señor?

—¡Exacto! Hace falta un imán para atraer a la aguja hacia nosotros y sacarla de entre toda la paja. Muy bien. El problema es que nos hace falta un imán...

El gobernador guardó silencio para reflexionar mientras se golpeaba el mentón con el dedo.

—¿A quién quiere encontrar, señor? ¿Al centinela rebelde?

—No, no... Tu centinela revolucionario no me preocupa. Quiero encontrar a otro rebelde que me ha parecido ver en la plaza. Un viejo conocido, por llamarlo de alguna manera, y me juego el cuello a que está con los rebeldes.

—Señor, todos los rebeldes humanos fueron ejecutados o huyeron de la Ciudadela hace años.

—O eso pensamos. De todos modos, esto no tiene que ver con los Hijos del Ocaso. Esto va más allá de lo que hemos visto hasta ahora. Y sé cómo hacer para atraerle. Una Rifa. Le haremos ganar.

—¿Una...? Pero, señor, Richard, ahora mismo deberíamos fijar nuestros esfuerzos en otras cosas. Organizar una Rifa a estas alturas nos hará perder un tiempo del que no disponemos.

—Pues encuentra el modo —le amenazó el hombre, de nuevo serio.

A continuación, caminó hasta el ventanal sobre la Ciudadela y dijo:

—Tengo que bajar al complejo —susurró.

—¿Tan grave es?

—Debo asegurarme de que lo que he visto es real. Solo hay una persona que puede confirmármelo y no está aquí.

—Richard, sabe que puede confiar en mí.

—Tú limítate a encontrar al centinela rebelde y diles a tus hombres que preparen los dispositivos para la Rifa —le espetó el hombre—. Quiero que entrevistes a todos y cada uno de los soldados que estuvieron en contacto con el prisionero. Y quiero que les sometas a las pruebas de la verdad.

—¡Pero algunos de ellos son humanos! ¡Son de los nuestros!

—Me es indiferente. En tu cuerpo de centinelas hay una brecha que nos ha dejado en ridículo hoy. Los rebeldes nos han declarado la guerra y no vamos a dejar que se salgan con la suya, no ahora que estamos tan cerca de restaurar de nuevo el orden. Así que haz lo que sea necesario para encontrarle y aplícale el castigo que se merece. ¿Cuántos centinelas estuvieron en contacto con Logan?

—Cinco.

—Déjame tu llave.

Philip le tendió su tarjeta electrónica a Bloodworth y este la pasó por una ranura del ordenador antes de comenzar a teclear hasta dar con lo que buscaba.

—Aquí está.

Sobre la pantalla habían aparecido cinco perfiles con cinco fichas de centinelas.

—¿Quiénes son los humanos y quiénes son clones? —preguntó el gobernador.

—Gridman y Cardown son humanos. Walker, Ross y Basil, clones.

—Bien, empieza por los nuestros y después procede con los clones.

Dicho aquello, Bloodworth apagó el ordenador y acompañó a Kurtzman de vuelta el ascensor.

—Quiero que lleves esto con la máxima discreción. No los arrestes, ni nada por el estilo. Que parezca todo un trámite rutinario. Tienes una semana para hacer tu trabajo y decirme el nombre del culpable. Yo me ocuparé del otro asunto con el complejo...

Justo antes de que se cerraran las puertas del ascensor, Bloodworth dijo una última cosa:

—Ah, y Philip, un fallo más y el dedo no será lo único que pierdas.

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