Aura

Aura


Capítulo 21

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Dorian podía sentir aún la piel caliente de Ray bajo sus dedos. Los estertores de su garganta intentando tomar aire. El esfuerzo de sus brazos para no soltarlo y los gritos silenciosos en la cabeza ahogando sus súplicas y animándole a seguir, a terminar con todo, a acabar con su vida. Voces que le aseguraban que solo si moría Ray, él podría escapar. De la Ciudadela y de esa pantomima de la que le habían obligado a formar parte sin quererlo; que podría ser único.

Volvió a darse la vuelta en la cama y se destapó por completo. Tenía calor y frío al mismo tiempo. Por dentro estaba ardiendo, como si sus ideas inflamaran las células de su cuerpo. Pero por fuera estaba helado y el castañeo de sus dientes se mezclaba con las respiraciones acompasadas de Ray y de Eden en la litera superior. Una vez más, volvían a ser ellos dos... y él, aparte, estorbando, sobrando, pero cerca. Intentando no hacer demasiado ruido, no molestar, pero sin poder desaparecer.

Se arrepentía de lo que había estado a punto de hacer. No había sido su intención. La rabia del momento, el enfado y el miedo le habían nublado la mente. Los gritos no le habían dejado pensar con claridad... y había estado a punto de acabar con Ray. Con su hermano. Con quien, después, no había dudado en defenderle. ¿Por qué? Se merecía un castigo por lo que había intentado hacer. ¿Por qué no llegaba? En el laboratorio, cuando se negaba a obedecer o intentaba hacerse daño para que las sesiones de pruebas acabaran antes, el Ray original lo dejaba solo, a oscuras, durante tanto tiempo que al final perdía el sentido de la realidad.

Dorian siempre había soñado con visitar todos esos lugares que su mente conocía sin haberlos visto nunca. Montañas, ríos, playas inmensas, el mar..., experimentar el mar o la lluvia o el frío y el calor extremos que una parte de él temían sin saber en realidad qué eran. Y ahora que lo estaba haciendo, solo quería volver a su jaula de cristal. Las emociones que había descubierto en el laboratorio, como la ira, la rebeldía, la gratitud o incluso el afecto puntual por su creador, fuera, eran muchísimo más enrevesadas e intensas, y le consumían tanta energía que percibía el resto de la realidad en colores tan tenues que casi parecía estar coloreada en escalas de grises, igual que el laboratorio.

Algo dentro de él se había desatado y ya no podía dar marcha atrás. Como si hubiera abierto la caja de Pandora y todo lo que había aceptado creer desde que su vida había comenzado ya no tuviera sentido. Como si, cuanto más se cuestionaba su situación, más se tambalearan los cimientos de la realidad.

Alguien abrió la puerta de la habitación en ese momento y él cerró los ojos. Era Kore, y venía a despertar a Ray y a Eden. Los necesitaba para preparar la misión del día.

—¿Y Dorian? —preguntó Ray, antes de salir de la habitación.

—Madame Battery os necesita a vosotros. Después vendré a despertarle.

Cuando se quedó solo, los celos consumieron el poco rastro de cansancio que quedaba en él. ¿Y si escapaba? ¿Alguien se preocuparía? Probablemente Ray removería cielo y tierra para encontrarle, pero igual que lo haría por cualquiera de los otros rebeldes que había conocido en los últimos días. Admiraba y envidiaba ese sentido del deber y del compañerismo que mostraba en cualquier situación y que Dorian no llegaba a comprender. ¿Qué habían hecho los demás por su clon? ¿Qué había hecho él por Ray? Si algo había aprendido en su corta existencia era que resultaba imposible satisfacer las necesidades de todo el mundo y que ningún favor era gratis.

Harto de estar tumbado sin hacer nada, decidió salir del cuarto y ducharse tranquilamente. Ese momento del día se había convertido en su preferido. Sin nadie que lo vigilara, con las voces en su cabeza ahogadas por el chorro de agua caliente sobre su piel.

Cuando regresó a la habitación, encontró varias prendas de ropa dobladas sobre la cama y un brazalete nuevo que intercambió por el que había llevado desde que llegó allí. Este también tenía la luz verde iluminada, pero llevaba incorporado un cristal que simulaba la placa solar. Cuando estaba terminando de atarse las botas llamaron a la puerta.

—Dorian, ¿estás ya listo?

El chico se incorporó y abrió. Kore se encontraba al otro lado, ya vestida y con un folio arrugado en la mano.

—Tienes que memorizar esto —dijo, y le entregó la hoja—. Nos iremos en un rato. Si quieres, hay café en la cocina.

El chico miró el papel por encima y después a Kore.

—¿Quién lo ha escrito? —preguntó.

—Nosotros. Es lo que tenéis que decir. Ray tiene uno igual.

El clon volvió a leer las primeras líneas antes de decir:

—¿Y a mí por qué no me habéis avisado para...?

—Mira, Dorian, no hay tiempo para explicaciones. Apréndete las malditas frases y salgamos cuanto antes.

Sin darle tiempo a contestar, la rebelde se dio media vuelta y se marchó por las escaleras.

No tenía estómago para café ni para nada. Era demasiado pronto y se encontraba mal. Y antes que subir y encontrarse a Ray vestido como él pronunciando las mismas palabras que tendría que recitar en unos minutos, prefirió volver a los baños y sentarse en uno de los bancos de madera que había a la entrada, junto a la pared.

—Todos me veis como a uno de vosotros —empezó a leer en voz baja—. Igual que veis como a los vuestros al propio gobierno. Tienen más dinero, viven en casas mejores, pero ellos también necesitan recargar sus corazones... aunque solo tengan que chasquear los dedos para hacerlo (esperar a las risas) —la anotación sonó aún más rara leída en voz alta.

De hecho, todo sonaba raro. De él nunca saldrían de manera natural esas frases. Él no estaba acostumbrado a hablar tanto. Se trabaría, se le desordenarían las palabras en la lengua y haría el ridículo. Le interrumpirían antes de poder acabar. Si por él fuera, se arrancaría el brazalete falso de cuajo delante de todos y dejaría que los ciudadanos descubrieran la verdad. Toda la verdad. ¿Por qué dársela fragmentada? ¿Por qué escoger qué contar y qué no? ¿Acaso no era eso mismo lo que el gobierno estaba haciendo? ¿No los hacía igual de ruines a ellos?

Dorian cerró los ojos y se obligó a no cuestionarse todo tanto antes de proseguir con la lectura.

—Pero ¿y si os dijese que nos han mentido? Que mientras nosotros morimos y matamos por culpa de nuestros latidos limitados, ellos viven con una energía tan inagotable como la de este planeta. No me creeríais, ¿verdad? Pues aquí tenéis la prueba (descubro las placas de mi brazalete y las muestro). Son placas solares, capaces de transformar los rayos de luz en energía para mi corazón, ¿y sabéis de dónde las he sacado? De allí (señalar a la Torre). Y hay más. Pronto comenzará la revolución. Y cuando llegue el momento, esperamos que...

—Más te vale hacerlo con más brío cuando estemos ahí fuera.

Dorian se levantó de un brinco y se volvió hacia Kore, que había aparecido en la puerta de los baños.

—¿Estás listo? Los otros ya han salido.

—Aún no me lo he aprendido...

—No importa, lo harás por el camino, así que, cuanto antes empecemos, más veces podrás repetirlo. Venga.

Dorian puso los ojos en blanco y la siguió de mala gana fuera del local. Caminaron un buen trecho en silencio. Él con los ojos puestos en el papel, y ella vigilando que no se chocara con nadie. Cuando llegaron al pedazo de muralla en el que terminaba la Milla de los Milagros, se detuvo.

—Las madrigueras de esta zona son las más atestadas de moradores —prosiguió—. Si sabes cómo engañarlos, para esta noche la mitad de los vecinos habrán oído hablar de ti y de tu prodigioso brazalete.

Dorian se acarició distraído el artilugio que Logan había preparado para él, idéntico al de Ray.

—¿Estás listo?

Los moradores habían empezado a abrir los locales que había cerca de aquellas casas y la gente abandonaba las madrigueras descolgándose por las distintas escaleras como hormigas en procesión.

Kore agarró del brazo a Dorian y lo llevó hasta una antigua rotonda en mitad de la calle sobre la que se apilaban montañas de cajas de los comercios cercanos.

—Vale, empieza a hablar. Buena suerte —le dijo, y se alejó hasta mezclarse con el gentío cercano.

Dorian miró el papel que tenía en la mano, releyó de nuevo las palabras que querían que dijera y fue a empezar cuando un tipo lanzó una nueva caja sobre las demás, tan cerca que estuvo a punto de darle.

—¡Quítate de en medio, chaval! —le dijo de malas formas.

El chico buscó la mirada de Kore para que le infundiera fuerzas y se la encontró negando con los ojos cerrados. Ella tampoco tenía ninguna esperanza de que aquello saliera bien.

—Todos me veis como a uno de vosotros... —comenzó a recitar, en voz tan baja que nadie lo escuchaba—. Igual que...

—¡Aparta de ahí! —gritó un mercader que pasaba con un carro, dándole un empujón.

Dorian tenía ganas de salir corriendo. Hablar en público no era lo suyo. No podía fingir ser alguien que no era. No lo iba a hacer bien, la gente lo ignoraría y después los rebeldes le echarían en cara lo mal que había hecho su parte.

De repente, alguien le agarró del hombro. El chico se giró y vio a Kore.

—¿Qué demonios te pasa? ¡Así no vas a conseguir nada!

—Yo... No puedo. No puedo hacerlo —dijo él, agobiado.

—¡Pero es que no tenemos opción! ¡Tienes que hacerlo! —respondió ella antes de girarse hacia la muchedumbre y comenzar a gritar—. ¡Prestad atención, moradores del Barrio Azul! ¡Prestad atención!

—Kore... No... —le suplicó Dorian, agarrándole el antebrazo.

—Es por tu propio bien, Dorian —le dijo ella en un susurro para dirigirse después a quienes había conseguido atraer con su grito—. ¡Prestad atención, por favor! ¡Este chico tiene algo importante que deciros!

Cuando Dorian se quiso dar cuenta, ya había más de una decena de personas formando un corro en torno a él. Kore le dio una palmadita en la espalda y se echó a un lado para dejarle hablar.

No. No podía hacerlo. ¡Ni siquiera se acordaba de lo que tenía que decir! Aquello era una locura. Él no era Ray. Las palabras que tenía que pronunciar no eran suyas. No era él quien tenía que dar aquel discurso. Esta no era su guerra, ni quería formar parte de ella.

—Lo siento...

Dorian salió corriendo, empujando a una de las personas que había cerrado el círculo, sin mirar atrás. Escuchaba cómo Kore gritaba que se detuviese, pero sin pronunciar su nombre.

«Dorian».

Ni siquiera era ese su nombre. Su creador se lo había puesto para no tener que compartir el mismo. ¿Qué hacía en aquel lugar? ¿Cómo se le había ocurrido seguir a Ray y a Eden? Debería haberse largado en cuanto tuvo oportunidad, y ahora...

Sus pies tropezaron contra un saliente y el chico cayó de bruces al suelo y golpeó el pavimento con los puños, ofuscado. Quería desaparecer.

—¡Dorian! —era Kore de nuevo—. ¿Qué te ocurre? ¡Solo tienes que soltar el discurso y listo!

—No puedo... Yo, yo... —dijo Dorian con voz temblorosa, sin levantar los ojos.

—Mira, cuanto antes lo hagas, antes podremos volver a casa.

Aquella frase le atravesó el pecho como una flecha. Ese no era su hogar. Que la Ciudadela fuera el sitio de Eden y, por tanto de Ray, no implicaba que también fuera el suyo.

—¿A casa? —preguntó, para después mirar con rabia a la chica—. ¡Esta no es mi casa!

Kore retrocedió un paso, asustada por su reacción.

—Pero ¿qué dices? —preguntó, con una sonrisa nerviosa en los labios—. Anda, no digas tonterías. Si Ray puede hacerlo, tú también.

Tenía que parar aquello. Tenía que hacer entender a la gente que él y Ray eran personas distintas.

—Yo... no soy como él.

Con aquella frase, se zafó de Kore y volvió a echar a correr, huyendo de todo mientras se sentía estúpido y frustrado y vacío. Más vacío que nunca.

—¡Dorian! —la escuchó gritar, pero él comenzó a callejear tan deprisa como le permitían las piernas.

¿Por qué no podían dejarle en paz? ¡Él no había buscado aquello! Daba igual que intentara creer lo contrario cuando los demás pensaban que no era más que una extensión de Ray. ¿Por qué no podía aceptar la verdad?

Cuando estuvo seguro de que ya no le seguía, se detuvo para recuperar el aire. Estudió el lugar en el que había acabado y llegó a la conclusión de que se había perdido. Sabía que la Torre era el centro de la Ciudadela, así que comenzó a caminar hacia ella para luego... ¿qué? ¿Volver a casa? No, a casa no. Al Batterie. La supuesta casa de Ray, Eden y compañía. No la suya.

Dorian no quería volver allí. Al menos por el momento. Necesitaba distraerse con algo, así que pensó que aquel era el mejor momento para tomarse una copa y decidió entrar en el primer antro que encontró, llamado «El barquero».

El interior de aquel bar era mucho menos glamuroso que el Batterie. Parecía la típica taberna con mesas de madera y asientos acolchados pegados a la pared. El suelo crujía con cada paso que daba y el olor a ebrio inundaba toda la estancia. Solo había un par de personas apoyadas en la barra, refugiadas en su bebida. El camarero, un hombre de más de cincuenta años, limpiaba unos vasos con su propio delantal mientras mascaba la punta de un palillo.

—¿Qué te pongo? —preguntó el camarero. Pero al ver que Dorian no respondía, añadió—: Es a ti, chaval. ¿Qué quieres?

—Em... —dudó, acercándose a la barra—. ¿Qué puedo tomar con esto?

El chico dejó en la barra un par de trones y el camarero le sirvió una pinta de cerveza. Nunca la había probado, pero sabía que la gente lo solía pedir. O al menos eso le decía su cabeza...

Dorian agarró la jarra de cerveza, se fue a una de las mesas libres junto a la ventana y se quedó observando la bebida. Pasó sus manos alrededor de la jarra, sintió las gotas frías en la piel y le dio un fuerte trago sin pensárselo dos veces.

Tuvo que hacer esfuerzos para no escupirla. Aquella era la primera bebida alcohólica que probaba y, desde luego, no estaba nada buena. Tenía un sabor amargo y rancio. No entendía cómo la gente podía beberse aquello hasta saciarse. Aun así, volvió a dar otro largo trago, esta vez obligándose a saborear la espuma que se formaba en el interior de su boca.

Echó un vistazo a través de la ventana y vio cómo la luz de la mañana terminaba de inundar la Ciudadela. Dorian se imaginó a Ray dando el discurso en la punta opuesta de la ciudad, con decenas de miradas puestas en él mientras descubría ante los moradores la magia de su brazalete solar. Y entonces todo el mundo susurraría su nombre, como si de un dios se tratase...

Dorian dio un segundo trago a la cerveza, pero esta vez se le fue por el otro lado y tosió.

La puerta del bar se abrió y entró un hombre con un sombrero de cowboy que fue directo a la barra para pedir su bebida. El desconocido se giró y saludó a Dorian con un gesto del sombrero. El chico lo ignoró y volvió a centrar su atención en el paisaje de la ventana.

—¿No eres muy joven para beber eso? —le preguntó el tipo, que debía de haber tomado su indiferencia como una invitación para sentarse con él.

—No —respondió Dorian, tajante y sin mirarle.

El hombre se rio mientras sacaba del interior de su gabardina de cuero la batería y los electrodos.

—No pareces de por aquí, ¿te has perdido?

Dorian le dio otro trago a su cerveza y no comentó nada.

—¿O es que... te estás escondiendo?

Aquello sí captó la atención del chico, que se volvió para estudiar al hombre. Tenía un rostro afable, acostumbrado a sonreír, y lucía un bigote poblado que movía como un tic mientras encajaba la carga de Blue-Power en la batería.

—Se te nota en la mirada, chico —dijo, concentrado en lo que estaba haciendo—. Soy viejo y he visto a muchos como tú ahogar sus penas en este bar... Y, ¿sabes qué?, la suerte siempre le acaba sonriendo a uno.

—Ya, bueno... Yo no estoy tan seguro de eso —dijo Dorian.

El hombre comenzó a descamisarse, dejando su pecho canoso al descubierto y las marcas de los electrodos.

—¿Quieres que te cuente un secreto? —añadió el hombre mientras sacaba de su pantalón una papeleta—. Hoy es el día en el que puede cambiar tu suerte.

Y puso el boleto encima de la mesa.

—Mire, solo quiero beber tranquilo —respondió Dorian con indiferencia.

—No, no —dijo el desconocido riéndose—. Creo que no me has entendido. Este es el boleto ganador de este año. ¡De la Rifa!

Dorian estudió con más atención el cartón. Aquel tipo era un borracho y un drogadicto. Solo decía bobadas. Era imposible que tuviera el boleto ganador y que además lo supiese.

—Pues buena suerte —respondió.

El hombre terminó de colocarse los electrodos en el pecho y conectó el cilindro azul a la batería, que activó con un pitido agudo de carga.

—Déjame decirte algo, chico —dijo secándose la nariz con la mano—. La suerte solo favorece a los valientes. ¿Quieres cambiar las cosas? Pues deja de huir y llévate este boleto.

—¿Me lo da? —dijo Dorian sorprendido.

—Te doy la opción de que te lo lleves. La otra opción es que te marches y lo dejes aquí, conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Dorian sorprendido.

—Porque soy viejo, chico. No me queda nada en esta vida salvo este trasto y unos trones en mi madriguera. Y, qué demonios, me recuerdas a mí cuando tenía tu edad, ¿sabes? —dijo el hombre riéndose entre dientes.

—Me está mintiendo. ¿De qué va todo esto?

—La única forma de saber si digo la verdad es llevándotelo.

Con aquella última palabra, apretó el botón. El cilindro azul se iluminó y la energía viajó hasta su pecho. El cuerpo del hombre se tensó durante unos segundos para después pasar a un estado máximo de relajación y quedar semiinconsciente, con los ojos en blanco y una sonrisa bobalicona en los labios.

Dorian se fijó en el boleto que había dejado sobre la mesa.

Ganar la Rifa le daría independencia absoluta de Ray y del resto. Podría dejar de vivir con ellos y hacer su vida... Pero ¿qué probabilidades había de que el hombre no le hubiera mentido?

«La suerte solo favorece a los valientes».

Y él quería dejar de huir por miedo. Quería ser un valiente.

El chico volvió a mirar al hombre, que seguía con los ojos en blanco, y después acercó su mano al boleto. Observó que el 261113 era el número que figuraba en él. Lo acarició y se lo guardó en el bolsillo antes de levantarse y salir del bar. Por fin se sentía afortunado, y ya fuera por eso o porque había sido la primera vez que alguien en esa ciudad le dedicaba unas palabras amables, decidió patearse el resto de la Ciudadela en busca de otros antros en los que olvidar sus penas.

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