Aura

Aura


Capítulo 23

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Aquella vez la música que sonaba en el despacho de Bloodworth no provenía de uno de sus instrumentos, sino de la librería musical de su ordenador. Las melodías que había recopilado y seleccionado le ayudaban a revivir los años antes de la guerra.

Mientras escuchaba el Canon de Pachelbel, Bloodworth terminaba de recolocarse el traje que había escogido para visitar el nuevo complejo. Aquello no era algo que sucediera todos los días, y tenía que recordarles a los que había dejado atrás quién seguía al mando. No confiaba en nadie más que en sí mismo para aquella labor tan delicada.

Por eso debía hablar con cautela. A pocos días de que llegara Acción de Gracias, el altercado rebelde había enturbiado los planes de Richard con todo el problema de la ejecución fallida de Logan y el encarcelamiento del centinela rebelde.

Aparte, necesitaba aclarar la duda de cómo era posible que un clon de Ray Harper hubiera cruzado los muros de su ciudad. Durante unos días creyó que lo había imaginado, que debía de tratarse de un error. Pero después de revisar segundo a segundo todo el metraje de las cámaras de seguridad durante la ejecución, lo había encontrado. Estaba allí, y eso era un problema.

Richard Bloodworth se metió en el ascensor privado y colocó el dedo sobre el lector de huellas dactilares. Cuando el escaneado confirmó su identidad, las puertas se cerraron y el ascensor descendió los más de 350 metros que separaban la Torre del suelo hasta llegar a las instalaciones subterráneas. Allí, le esperaba un tren de alta velocidad cuyos raíles conectaban la Ciudadela con el nuevo complejo.

El tren, que tenía forma ovalada, cristales tintados y no más de cincuenta plazas, arrancó de manera automática en cuanto Bloodworth se subió y tomó asiento. En apenas cuarenta minutos, la máquina recorrió los cerca de 160 kilómetros que separaban ambas estaciones y, cuando bajó, había una mujer trajeada esperándole en el andén con una sonrisa.

—Señor Bloodworth, es un placer verle de nuevo —dijo, tendiéndole la mano.

—Lo mismo digo, Susan. ¿Cómo van las cosas por aquí?

—En orden y a tiempo —dijo ella mientras emprendía la marcha—. ¿Todo bien ahí fuera?

—Sí. Esta es solo una visita rutinaria —mintió.

La mujer avanzaba con brío por los pasillos subterráneos del complejo. La estructura de la metrópoli subterránea no era muy distinta a la de su ciudad hermana. La única diferencia radicaba en su tamaño, pues era más pequeña y carecía de tantas zonas de ocio. Pero la filosofía era la misma: las primeras plantas se habían destinado a las viviendas de los residentes, mientras que en el núcleo y en los pisos inferiores se encontraban los laboratorios y las oficinas de gestión del complejo.

Susan condujo a Bloodworth hasta una puerta. Allí se detuvo y le dijo:

—Hemos llegado. Le aviso que no está en sus cabales.

—Nunca lo ha estado.

—Cuando termine, salga y toque este timbre de aquí. Vendré a buscarle —añadió—. Que tenga suerte.

Bloodworth abrió la puerta de la sala en la que había un hombre vestido de blanco, sentado y esposado a una mesa.

—¡Ah, Richard, viejo amigo! Tantísimos años sin saber de ti...

—Hola, Ray.

Bloodworth avanzó hasta la silla que había delante del científico y se sentó. Ya le habían avisado, pero ver a Ray con aquella barba desaliñada y esa mirada febril le afectó más de lo que nunca reconocería.

—Te veo bien, Richard.

—Siento no poder decir lo mismo de ti —contestó él.

Ray se encogió de hombros.

—El exceso de trabajo es lo que tiene, supongo.

—No, tu obsesión por el trabajo es lo que te ha llevado a esto.

El otro asintió, sin darle ninguna importancia, y Bloodworth tuvo que recordarse que debajo de aquella mirada ahogada en la demencia se encontraba ante uno de los científicos más brillantes que había entrado nunca en el complejo.

—Por Dios, Ray. ¿Cómo has acabado así?

—Es el precio de la cura —confesó—, pero tú tampoco me creerás.

—No he venido a juzgarte.

Según los informes, Ray no estaba acostumbrado a recibir visitas. Desde que le capturaron en el complejo días atrás, solo había tenido trato esporádico con algún miembro del gobierno y con los celadores que lo alimentaban y duchaban. Él no había querido saber nada del asunto.

Lo habían acusado del asesinato de Sarah, su antigua compañera de laboratorio. No obstante, el hombre negaba, con el mismo tono tranquilo con el que solía hablar, que él hubiera tenido nada que ver con su muerte, a pesar de asegurar que Sarah le había robado la solución de la vacuna antes de desaparecer.

—¿Qué es lo que quieres, Richard? —preguntó Ray.

—Respuestas acerca de la cura. ¿Cómo la conseguiste? ¿Qué es lo que nos faltaba?

Ray giró lentamente la cabeza y dejó ver la cicatriz que lucía bajo la nuca.

—Nuestra esencia —dijo.

Bloodworth sintió un escalofrío al escuchar de sus propios labios lo que ya había leído en los informes. El alma, la moral de los nanobots... No podía creerse que aquello fuera verdad, que hubiera llegado tan lejos. Y aun así...

—No es la cura lo que te preocupa, ¿verdad? —le preguntó Ray.

Bloodworth tragó saliva y dijo:

—¿En qué sujeto empleaste la vacuna?

La leve sonrisa que se dibujó en los labios del científico le confirmó que sabía de lo que le estaba hablando.

—Así que le has visto. A mi clon.

Y con aquella sencilla respuesta, todas sus sospechas se confirmaron.

—Hace unos días me pareció reconocer a un chico entre la multitud. Sabía que me sonaba de algo. No es fácil olvidar a la persona que se sentaba a nuestro lado en los autobuses blindados que nos llevaron al complejo.

—O sea que está en tu Ciudadela...

El tono de indiferencia que empleó parecía ocultar una burla a él y a todos los que estaban en el poder.

—Ray, esto no es un juego. Que una persona totalmente sana se pasee por un mundo en el que todos los humanos dependen de baterías es peligroso. Muy peligroso. Y puede echar a perder todo lo que hemos construido.

—Lo que habéis construido —le corrigió Ray, sin levantar un ápice la voz—. O debería decir lo que has construido. Yo no formo parte de esto. Me opuse a ello, ¿lo recuerdas? Os dije que, tarde o temprano, encontraría la forma de volver a salir ahí fuera sin baterías de por medio y lo he hecho. Os advertí que era una locura condenar a nuestra especie de esta manera.

—Es gracioso que me hables tú de locura.

Ray guardó silencio durante unos instantes, para después recolocarse en su asiento y acercarse al gobernador.

—Aún estoy esperando que me digas qué necesitas de este loco, Richard.

—Que me confirmes que tu experimento es real.

—Oh, son reales. Muy reales.

Bloodworth fue a asentir cuando asimiló sus palabras.

—¿Son? ¿Cuántos hay?

—Hay dos clones con mis genes.

—¿Iguales? ¡¿Y ninguno depende de baterías?!

—Es posible.

Aunque había sido advertido, la pasividad e indiferencia con la que Ray se expresaba comenzaban a sacar al gobernador de quicio.

—¡Deja de jugar conmigo, Ray! —le ordenó, golpeando la mesa.

—¿Por qué estás tan preocupado, Richard? ¿Es que acaso mis experimentos están en el bando que no te conviene?

Bloodworth guardó silencio, mientras apretaba fuerte los puños, intentando controlarse para no agarrar el cuello del científico y golpearle hasta que quedara inconsciente.

—Deduzco, pues, que los rebeldes de tu Ciudadela saben que escondéis algo, ¿es así? —insistió Ray con cierto regocijo.

Sin poder soportarlo más, Richard se levantó y agarró a Ray por la camisa.

—Escúchame, pedazo de psicópata. Todo esto es por tu culpa. Si no hubieras hecho esos experimentos, ahora no estaría aquí intentando solucionar este problema de última hora. Y te juro que si no me dices cómo dar con ellos, ordenaré que te maten. Esta vez definitivamente. Así que habla de una maldita vez.

Cuando Bloodworth soltó a Ray, este dijo:

—Quiero el indulto. Sabes que no estoy loco, que los experimentos funcionaron. Y que no maté a Sarah.

—Eso aún está por demostrar —contestó.

—Si quieres que te ayude, me ofreceréis el indulto. Y a uno de los clones. Vivo.

Richard meditó la oferta del científico y terminó por acceder: al fin y al cabo, era el único que sabía cómo manipular aquella fórmula y pronto necesitarían más vacunas.

—De acuerdo. Tienes mi palabra.

—Bien. Entonces tienes que ser sincero conmigo y contarme todo lo que no sé.

Richard le habló del altercado con Logan y del centinela rebelde al que habían capturado que sabía la verdad sobre los brazaletes solares y lo que habían planeado para Acción de Gracias.

—¿Acción de Gracias? —preguntó Ray—. ¿Vais a concluir la cuarta fase en Acción de Gracias?

—Así es —confesó Bloodworth—. Por eso quiero erradicar este problema cuanto antes.

Richard le explicó entonces su plan relacionado con la Rifa y con la enorme valla eléctrica que estaba terminando de levantar alrededor de la Torre para protegerse de las protestas que pudieran surgir.

—Uno tiene mi nombre —dijo el científico, cuando lo escuchó todo—. Al otro le llamé Dorian. Posiblemente, el líder sea el que responde al nombre de Ray y es del que más te tienes que preocupar.

—¿Y cómo llego hasta él? ¿Cómo le borro del mapa antes de que sea demasiado tarde?

—Enfrentándolos.

Richard pensó que el científico le estaba tomando el pelo.

—¿Cómo dices?

—Enfrenta a Dorian y a Ray. Abre una brecha entre ellos. De esa manera evitarás que lideren la revolución rebelde.

—¿Y cómo sabes que eso funcionará?

—Porque no dejan de ser iguales que yo.

Samara terminó de escribir las señas del remite en el paquete y lo guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta. Después corrió al espejo y, mientras se peinaba el cabello oscuro, advirtió las raíces claras. Tendría que darse una nueva capa de tinte pronto, y apenas le quedaba del último envío de Diésel.

Aún recordaba lo brillante y rubio que había sido su pelo en el pasado y lo mucho que le gustaba. Pero ese había sido el menor de los sacrificios que tuvo que hacer para seguir viva y ocultarse en la mismísima Torre. Echaba de menos las madrigueras, a las gentes de la Ciudadela, jugar con otros niños en las calles del Barrio Azul... Y sobre todo, echaba de menos a Eden. No había día que no pensara en ella. Pero también sabía que se sentiría muy orgullosa sabiendo todo lo que estaba haciendo por los rebeldes, y eso la motivaba cuando sus fuerzas flaqueaban o no le encontraba el sentido a su labor.

Dos años habían pasado desde la última vez que había abandonado la Torre. Dos años sin hablar con nadie del exterior, exceptuando a Jin o Diésel cuando traía pedidos a las cocinas. Sin embargo, cada vez que Bloodworth se reunía con alguno de sus generales o le escuchaba tocar el violonchelo para descargar su ira, ella se sentía triunfante. Y en días como aquel, en los que su valentía podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, tan útil que apenas podía ocultar su sonrisa.

Faltaban cinco minutos para que fuera mediodía y que el servicio postal recogiera el correo de la Torre para distribuirlo por la Ciudadela, y ella tenía que hacerle llegar el suyo a Madame Battery. Le hubiera gustado poder adjuntar algún tipo de nota, pero cualquier mensaje, por muy cifrado que fuera, pondría en peligro a todo el mundo y no podía arriesgarse.

Samara salió de su habitáculo y se dirigió al servicio de mensajería. Daba gracias de no estar viviendo en lo alto de la Torre con Bloodworth porque, si no, bajar hubiese sido toda una odisea. En tres minutos los envíos comenzarían y aún tenía que recorrer dos pasillos más hasta llegar a la oficina. Llegó un minuto antes de que dieran las doce. Cuando sonó la campanada, un hombre con un carrito salió de la oficina y avanzó por el pasillo. Samara, sigilosa, se acercó para introducir el paquete en la cesta que llevaba y acto seguido regresó corriendo a su lugar de trabajo.

Ahora el destino de la Ciudadela estaba en manos de aquel desconocido mensajero.

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