Aura

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Capítulo 25

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Ray había olvidado los hedores que los habían acompañado cuando entraron en la Ciudadela, pero apenas puso un pie dentro, los recordó de golpe. Con la mano sujetando con fuerza el pañuelo que le cubría la nariz, se internó en una de las dos enormes tuberías encharcadas y llenas de ratas detrás de Jake.

—¿No hay otra forma de salir de la Ciudadela? —preguntó Ray.

—No, sin que te vean —dijo el chico, riéndose—. Ya falta poco.

Cuando llegaron a su destino y Jake abrió la tapa de alcantarilla, Ray tomó varias bocanadas de aire limpio antes de quedar satisfecho. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo diferente que olía la Ciudadela comparada con el exterior.

—No me extraña que te encante pasar el tiempo aquí fuera —dijo Ray.

—A mí me da la vida —contestó Jake mientras volvía a cerrar la tapa y a cubrirla con varios matojos—. Cuando todo este asunto termine, seguiré dándome mis paseos por aquí.

—Pues espero que me dejes acompañarte en alguno.

—A los que quieras, tío —contestó el otro, dándole una palmada en el brazo, encantado de poder viajar acompañado.

Sus propias palabras hicieron que Ray fuera consciente de que daba por hecho que su futuro iba a estar ahí, en la Ciudadela. Y de que hacía días que no pensaba en todo el asunto de ser clon, de la inexistencia de sus padres, de las mentiras que había en su vida... Todo, gracias a esa gente a la que, de alguna manera, había llegado a considerar su nueva familia.

Según Jake, el jeep se encontraba oculto a unos quince kilómetros de su posición, dirección norte. Con él liderando la marcha, tomaron una carretera que se adentraba en la montaña, cuidándose de no ser localizados por los focos de los centinelas.

Al cabo de un rato, Ray distinguió el nombre de Gass Peak Road en un letrero corrompido por el óxido y el paso del tiempo. En silencio, atentos a cualquier peligro que pudiera acecharlos en la noche, anduvieron durante algo más de dos horas hasta que Jake se salió de la carretera y tomó un camino de tierra que los llevó al escondite.

El coche se encontraba cubierto por una enorme lona del mismo color que las piedras que lo rodeaban, volviéndolo completamente invisible para quien no supiera que estaba allí. Juntos, guardaron la lona en el maletero, le pusieron la batería y echaron algo de combustible. Después, Jake sacó de su bandolera un mapa que extendió sobre el capó y se inclinó sobre él para estudiarlo. Se trataba de un trozo de papel desgastado por su uso en el que figuraban varios caminos hechos a mano con apuntes que señalaban lugares peligrosos, zonas en las que ocultarse, atajos...

—¿Todo esto lo has hecho tú? —preguntó Ray, asombrado.

El chico asintió, orgulloso.

—Me ha llevado más de cuatro años conseguirlo. ¡Y aún queda mucho por descubrir!

—¿Cuatro años? ¿Pero qué edad tienes tú?

—Cumpliré diecisiete el mes que viene —contestó, antes de volver a sumergirse en sus anotaciones—. Vale, si el laberinto de rocas estaba en el cañón de Bryce, los cristales tienen que estar por esta aquí —señaló, al tiempo que redondeaba la zona con el dedo—. Para llegar allí, tenemos que seguir el camino por el que hemos venido y rodear la montaña de ahí enfrente.

—¿No sería mejor ir por aquí? —preguntó Ray, instigado por un recuerdo lejano perteneciente a su original.

—Esa carretera está destrozada y llena de obstáculos para el jeep. Además, nos exponemos a que nos vean desde la Ciudadela. Hazme caso, el mejor camino es este.

—¡Tú mandas!

—La mala noticia es que tendremos que volver a aparcar el coche en algún lugar cercano a nuestro destino e ir andando.

—Me gusta pasear. Venga, cuanto menos tiempo perdamos, mejor.

Con el mapa entre las manos, Ray ocupó el lugar del copiloto y Jake puso el coche en marcha. Según sus cálculos, tardarían algo más de seis horas en llegar, sin contar con la caminata posterior hasta el escondite de los cristales.

Cuando el coche tomó la carretera de Gass Peak y pudieron acelerar, Ray bajó la ventanilla y sacó la mano para sentir la velocidad entre los dedos. En sus recuerdos, siempre les pedía a sus padres que quitaran el aire acondicionado y bajaran los cristales para poder hacer eso mismo. En la vida real, era la primera vez que lo experimentaba.

Cada vez que su mente se perdía en alguna de aquellas memorias que no le pertenecían, Ray intentaba no ponerse triste y apreciar el hecho de poder saber de antemano muchas cosas que aún no había probado en su nueva vida, pero que sabía que le gustarían.

—¿Estás bien? —le preguntó Jake.

—¿Eh?, sí —contestó Ray, de vuelta a la realidad—. Es solo que salir aquí fuera me trae muchos recuerdos...

—Conmigo puedes estar tranquilo.

—¿Cómo dices? —preguntó Ray, confuso.

—Tu secreto. Darwin es mi hermano, o sea que... sé lo que sois Dorian y tú. Y puedes estar tranquilo.

Por alguna extraña razón, Ray había olvidado que Jake sabía la verdad acerca de los clones ya que también había vivido en el complejo y había tenido que inyectarse la vacuna electro para sobrevivir en el exterior.

—¿Por qué, siendo humanos, estáis del lado de los clones? —preguntó Ray, curioso.

—Para mí no somos distintos, tío. Creo que somos igual de humanos nosotros que vosotros. Y si algo he aprendido es a valorar mi vida y la de quienes me rodean. También tendrá algo que ver con que Darwin sea mi hermano —añadió, divertido.

Era increíble encontrar a alguien de su misma edad que tuviera las cosas tan claras, y más en el mundo en el que le había tocado crecer.

—¿Y te acuerdas de todo lo que ocurrió en el complejo? —preguntó Ray.

—Bueno..., no de todo. Era pequeño y muchas cosas las tengo borrosas. Del atentado que hubo, sí creo que conservo imágenes, y poco más. Para mí, la vida empezó de verdad cuando abandonamos ese sitio.

—Ya somos dos...

Había algo en Jake que le hacía sentirse cómodo incluso cuando hablaban de esos temas. A pesar de haberle conocido hacía unas semanas, le daba la sensación de que hubieran sido amigos en otro tiempo y ahora se hubieran reencontrado.

Durante las seis horas que duró el viaje, hablaron de todas aquellas referencias que su mente conservaba de la infancia y que no tenían ningún significado en aquel futuro: los Beatles, Elvis Presley, Harry Potter... Comentaron las películas infantiles que había en la biblioteca del complejo y que Jake confesaba haber visto en bucle una y otra vez cuando era niño...

—¿Sabes? —le dijo Ray—. Es raro hablar contigo de El rey león y tenerla tan viva en mi mente cuando, en el fondo, yo no la he visto.

—¡Tienes que dejar de pensar en eso, tío, o te volverás loco! No les busques lógica a las cosas. Tú recuerdas haberla visto, ¿no? Pues ya está. ¡Hakuna-matata!

Hakuna-matata... —repitió Ray.

Tras cruzar multitud de carreteras secundarias y recorrer de manera breve la autopista, por fin llegaron a la entrada del Parque Nacional del Cañón Bryce. Aparcaron el coche en un lugar apartado para que nadie lo viera y se dirigieron al enorme mapa emblanquecido por el sol que había en la entrada del lugar.

—Vale, a ver... —dijo Ray, intentando situarse—. Este laberinto de aquí es en el que nos perdimos Eden y yo y donde encontramos a los cristales.

—Y estamos a...

—Dos horas, según esta ruta.

—Pues vamos a llenar el buche antes de emprender la marcha, que hay que coger fuerzas.

Regresaron al vehículo para comer un par de latas de conserva que habían traído y guardar unas botellas de agua para el camino, baterías para el corazón de Jake y un par de pistolas, por lo que pudiera pasar. Después, se pusieron en marcha a buen ritmo para llegar cuanto antes al lugar en el que, teóricamente, vivían los cristales.

Ray esperaba que Gael cumpliera su palabra y los ayudara, o todo aquello no habría servido para nada. Cuando se conocieron, les quedó claro que no luchaban en bandos opuestos, sino que tenían un enemigo común. Ahora que podían enfrentarse a los humanos del complejo, necesitaba que el líder de los cristales se uniera a la causa rebelde y los apoyara.

Jake caminaba con un ojo puesto en la naturaleza que los rodeaba, y otro en el papel donde iba dibujando su avance para no perderse. No dejaba de repetir una y otra vez que tendría que volver cuando todo aquello hubiera terminado para estudiar con calma ese paraje.

Tras casi una hora de caminata, el crujido de unas ramas sobre sus cabezas les hizo detenerse.

—Creo que ya nos han visto... —susurró Ray, y al instante, Jake cambió el lapicero por su pistola.

Otro crujido de ramas a su izquierda hizo que se colocaran espalda contra espalda para estar preparados.

—Tú estate tranquilo, déjame hablar a mí —añadió el clon, justo cuando una figura alada caía del cielo para aterrizar delante de ellos.

Tres más le siguieron. Todos ellos cristales con el torso desnudo y las telas entre sus brazos.

—Venimos a hablar con Gael —dijo Ray, mientras Jake le quitaba el seguro al arma, dispuesto a defenderse.

—Ningún electro habla con Gael —contestó el que parecía ser el líder de grupo.

—Yo no soy un electro. Mi nombre es Ray.

—Idos por donde habéis venido. Aquí no sois bien recibidos.

Ray suspiró y sacó con cuidado el aturdidor que llevaba en el cinturón. Con la otra mano en alto, activó el artilugio y se dio una descarga en el pecho. La mueca de dolor que puso el chico desconcertó a los cristales. Pero más lo hizo que no estuviera muerto después de aquello.

—No soy... un electro.

—¿Y qué eres? —pregunto el cristal, extrañado.

—No hablaré con nadie que no sea Gael.

El cristal se quedó pensando durante unos segundos, para después decir:

—Está bien, dadnos vuestras armas.

—Ni lo sueñes —replicó el otro, apuntándole.

—Jake —le dijo Ray, mientras ponía la mano en la pistola para que la bajase—. Hagamos lo que dicen.

Tras unos segundos de duda, los chicos tiraron sus armas al suelo y dos de los cristales se las guardaron en los morrales que colgaban de sus hombros. A continuación, el cabecilla les hizo un gesto y comenzaron la marcha. Los sacaron del camino principal y los guiaron a través del bosque. Ray reconocía que aquello era muy arriesgado, pero ¿qué otra opción les quedaba? A su lado, Jake se mantenía en tensión, dispuesto a abalanzarse sobre las criaturas en cuanto percibiera algo extraño.

Anduvieron durante casi una hora más hasta que llegaron a un lugar en el que reinaba la oscuridad. Los frondosos árboles de alrededor impedían que la luz del sol apenas llegara al suelo. Pero cuando Ray alzó la vista descubrió que había algo más que ramas y hojas sobre sus cabezas.

Los cristales se detuvieron delante de un grupo de árboles y les metieron en una especie de montacargas de madera. Acto seguido, pegaron un enorme salto hasta una de las ramas superiores y a continuación desaparecieron entre las hojas. El montacargas comenzó a elevarse unos instantes después, y cuando el habitáculo atravesó el techo de hojas, los chicos se quedaron boquiabiertos ante lo que allí se ocultaba.

Una urbe de madera se alzaba entre las copas de los árboles como en las historias de fantasía que Ray recordaba haber leído. Había casas, caminos de madera, puentes de cuerdas... Y cristales. Muchísimos cristales. Hombres, mujeres y niños de diferentes edades que vestían con un estilo a caballo entre los de una tribu amazónica y un movimiento punk, con cinturones negros, cadenas y peinados de lo más variopintos.

Los cristales que los habían llevado hasta allí abrieron la puerta del ascensor improvisado y los guiaron por aquellos senderos invisibles entre las ramas. Su presencia suscitaba miradas de inquietud y desconfianza por donde pasaban, pero nadie se atrevía a acercárseles. Con cuidado, atravesaron uno de aquellos puentes hechos con cuerdas y tablones cortados hasta un salón diáfano de cuyo techo colgaban varias lámparas de aceite encendidas. Al fondo, Gael los esperaba sentado en un trono de ramas y hojas.

—Sabía que nuestros caminos se volverían a cruzar, Ray —dijo el hombre con una sonrisa mientras se levantaba y acudía para saludarles con una reverencia. Sus ojos azules parecían sondear su alma.

Ray respondió de igual forma y dijo:

—Me alegra verte, Gael. Gracias por recibirnos. Este es Jake, un amigo y aliado.

Jake copió la reverencia de Ray, quien se concentraba en estudiar las facciones del líder de los cristales. Tal y como lo recordaba, el hombre seguía luciendo varios símbolos pintados en su torso negro y fibroso, y las alas que ocultaba bajo sus largos brazos parecían más bien la capa de un rey salvaje.

—Los amigos del protegido también son los míos —dijo, y sus palabras se repitieron en un susurro entre todos los que observaban atentamente aquella escena.

Parecía que no era la primera vez que oían hablar de él. Era como si sus leyendas se hubieran hecho realidad.

—Dime, Ray —continuó Gael—, ¿qué podemos hacer por ti? ¿Encontraste lo que buscabas?

—Eh..., sí —contestó el chico, algo incómodo—. Pero ¿podríamos hablar en un lugar más privado?

El cristal levantó las cejas, sorprendido, e hizo un gesto para que todo el mundo abandonara la sala. Después los condujo hasta un palco cuyas vistas de la antigua reserva eran cuando menos, sobrecogedoras.

—Tú dirás —invitó Gael.

—Vengo a contarte la verdad sobre lo que somos.

—¿Somos? —preguntó, confuso.

—Tanto tú, como él, como yo. Nuestra naturaleza no es fortuita.

Así fue cómo Ray comenzó a relatarle a Gael todo lo que había descubierto tras su encuentro. La verdad sobre el complejo, el origen de los clones y los distintos experimentos que habían dado origen a los lobos, infantes, cristales y electros... Y después le explicó por qué él y Dorian eran distintos al resto.

Gael permaneció en silencio unos minutos después de que el chico terminara de hablar, asimilando sus palabras. Se apoyó sobre los barrotes de madera del balcón y perdió su mirada en el horizonte. Cerró los ojos y respiró profundamente.

—En el fondo, una parte de mí conocía la verdad, aunque no pudiera creerla. Sigues siendo el protegido, Ray —dijo girándose hacia el chico—. Y te has ganado mi lealtad por haber venido otra vez aquí para contarme todo esto.

—No hemos venido solo por eso... —intervino Jake, impaciente.

—Sí, hay algo más, Gael —añadió Ray—. La Ciudadela, aunque hemos intentado evitarlo, va a entrar en guerra. Y si queremos evitar la muerte de miles de inocentes, necesitaremos vuestra ayuda.

El cristal se volvió entonces para mirarlo y frunció el ceño.

—Queremos que luchéis a nuestro lado.

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