Aura

Aura


Capítulo 26

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Una lluvia de cáscaras de naranja y hojas de lechuga cayó sobre la cabeza de Dorian. El chico, entre gruñidos, abrió los ojos para volver a cerrarlos inmediatamente al sentir que el mundo seguía dando vueltas como cuando se quedó dormido. Le dolía la cabeza, mucho. Y sentía el estómago tan revuelto que le costaba controlar las arcadas. Estaba sufriendo su segunda resaca, y bastó que intentara abrir los ojos de nuevo para jurarse que no bebería alcohol nunca más.

Tras lo ocurrido con Eden, Dorian había regresado a los bares en los que había estado la noche anterior. Eso era lo último que recordaba con claridad. El resto era una sucesión de imágenes, rostros desconocidos, paseos zigzagueantes por las calles de la Ciudadela e infinidad de jarras de cerveza que se mezclaban en su memoria sin ningún orden. Ni siquiera sabía cómo había terminado sobre ese montón de bolsas de basura en aquella esquina.

Solo tenía una cosa clara, y era la misma que le había incitado a beber durante toda la noche: los odiaba. A Ray, a Eden y a todo su pomposo grupo de rebeldes. Eran egoístas y crueles. Nunca se habían preocupado por él si no les era útil para sus fines. Su opinión valía tan poco como los desperdicios entre los que se encontraba en ese momento.

Y su clon era el peor de todos, con aquella cara angelical y su absurdo compromiso con los rebeldes. ¡Todo mentira! ¿Cómo no lo veían los demás? Les estaba engañando. Lo único que buscaba era ser el centro de atención, tener a su lado a la chica bonita. Sin embargo, a él no podía engañarle... La ambición que se escondía detrás de su perenne sonrisa la había visto antes en otra persona: en su creador. Y no pensaba volver a pasar por aquel infierno.

El repentino sonido de unas trompetas por la megafonía de la Ciudadela terminó de espabilarle. Dorian se quitó la mugre que le había caído encima e intentó situarse. No reconocía ninguno de los edificios que veía a su alrededor, así que era difícil saber en qué zona se encontraba ni cómo había acabado allí, pero por la posición del sol dedujo que debía de ser mediodía.

El chico se levantó como pudo y se acercó a la calle principal con los ojos entrecerrados. Allí se reunía una multitud de personas que caminaban en masa en la misma dirección.

—¿Te imaginas que me toca? —escuchó decir a una señora que batía palmas.

—Este va a ser nuestro año, ya verás —le contestó su compañera.

Bajo las enormes pantallas que había en las calles, cientos de personas se apiñaban expectantes con sus boletos agarrados firmemente entre las manos. Algunos sonreían, otros tenían los ojos cerrados y parecían estar rezando.

—¡Quita del medio, pasmado! —le gritó un hombre, dándole un empujón.

El chico caminó con la masa unos metros y después se apartó para apoyarse en la pared y observar desde allí a la gente. La pantalla, que hasta el momento se había mantenido apagada, cobró vida de pronto y la imagen del gobernador Bloodworth quedó flotando en el aire entre píxeles distorsionados.

—¡Buen día, gentes de la Ciudadela! —saludó el hombre—. Me enorgullece estar una vez más ante todos vosotros para anunciar el número ganador de nuestra Rifa. Como ya sabéis, el portador del boleto agraciado pasará a vivir inmediatamente en la Torre y se le entregará un suministro ilimitado de cargas de por vida.

Al escuchar aquello, la gente prorrumpió en aplausos y el gobernador sonrió orgulloso.

—Dicho esto, ¡que dé comienzo el sorteo!

Bloodworth desapareció de la pantalla y en su lugar apareció un contador con seis dígitos marcando cero. Tras un bocinazo que resonó en el silencio reverencial de la gente, los números comenzaron a correr hasta que se volvieron indistinguibles. Y entonces comenzaron a detenerse uno a uno hasta formar la cifra premiada.

—¡Enhorabuena! —exclamó Bloodworth por los altavoces—. Os agradecemos a todos vuestra participación y esperamos que el ganador se acerque a la recepción de la Torre lo antes posible para cobrar su premio. ¡Por una Ciudadela limpia y segura!

La pantalla se apagó de nuevo y al instante siguiente reapareció el número ganador y las instrucciones escritas de lo que debía hacer el portador del boleto.

La masa comenzó a disolverse; algunos con indiferencia, otros entre insultos y protestas.

—¡Esto es un timo! —exclamó un hombre que pasaba al lado de Dorian.

—¡Está todo amañado! —se quejaba otra señora.

Dorian permaneció quieto y en silencio. Él tenía un boleto en su bolsillo. Un boleto que, según aquel viejo borracho, era el ganador. Y ni siquiera recordaba el número. Dorian acarició el bolsillo, palpando el relieve del boleto y, lentamente, introdujo la mano para sacarlo con cuidado.

Tenía miedo. En cualquiera de los casos, su vida iba a ser muy distinta a partir de aquella mañana, y le aterraba el cambio. ¿Qué pasaría si tenía el boleto ganador? ¿Y si no? ¿Tendría que volver otra vez con Ray? No, se negaba. De cualquiera de las maneras no volvería a aquel tugurio del Barrio Azul. Eso lo tenía claro.

Por fin, se armó de valor para echar un vistazo al número.

261113.

A Dorian le dio un vuelco el corazón cuando se percató de que las cifras rojas que había en la pantalla coincidían con las de su boleto.

Había ganado la Rifa de la Ciudadela.

El chico guardó el boleto de nuevo, con cuidado y miedo, procurando no levantar sospechas. ¡Aquel viejo borracho había acertado! ¡Tenía el número ganador! Dorian no sabía qué hacer. Sí, tenía que ir a la Torre, pero... ¿y si todo era una trampa? Las casualidades no existían y todo aquello podría ser una farsa del gobierno para dar con él. O con el hombre que se lo había entregado. Quizás la mejor opción era abandonar la Ciudadela para siempre, se dijo.

No. Aquello era huir. Y huir era de cobardes.

«La suerte solo favorece a los valientes», le había dicho el anciano. Y él también lo creía.

Sin pensárselo más veces, Dorian se encaminó hacia la Torre. Sí, era arriesgado, pero las otras opciones eran incluso peores. Aquello podía ser algo más que su pasaporte para alejarse de la locura rebelde, de su clon, de Eden... Sería su oportunidad para ser alguien, para comenzar una vida que le perteneciera solo a él. La gente conocería su nombre y lo admiraría.

Con cada paso que daba, se convencía aún más de que había tomado la decisión correcta. Ya lidiaría cuando llegara el momento con el asunto de las cargas ilimitadas de energía y encontraría el modo de engañar al gobierno.

Por la cantidad de bares que veía, el chico dedujo que estaba aún en la zona del Barrio Azul, en el límite con el Arrabal. Tardaría un par de horas en llegar a pie a la Torre; no obstante, no quiso coger el monorraíl por miedo a que sospecharan de él. En aquel momento mucha gente estaría buscando al portador del boleto ganador para robárselo, así que debía extremar las precauciones.

Y no se equivocó.

Un par de calles antes de entrar en la zona de los leales, varios matones armados con cadenas y bates estaban parando a los transeúntes para exigirles que les enseñaran sus boletos si querían seguir caminando. Un chico que juraba haber tirado el suyo a la papelera recibió semejante golpe que cayó inconsciente sobre el pavimento antes de que los tipos confirmaran tras registrarle que decía la verdad.

Sin darles tiempo a que advirtieran su presencia, Dorian decidió tomar un camino alternativo y escogió un callejón contiguo para seguir su marcha. A pesar del mantra que se repetía en voz baja una y otra vez, tenía miedo. Sentía que le observaban, que todos sabían que ocultaba el boleto.

«Son paranoias tuyas, tranquilízate», se repetía.

Pero Dorian no conseguía relajarse y aquel callejón era demasiado estrecho y había demasiada gente en él. Desesperado, comenzó a correr. Por el camino empujó a un hombre y tiró la cesta que llevaba una mujer con frutas que rodaron por el suelo, pero no se dio la vuelta ni para disculparse.

Por fin, la calle se abrió a un bulevar y el chico se detuvo a tomar aire y a tranquilizarse. Nadie le perseguía, se repitió. Su corazón latía a una velocidad desorbitada. Si seguía en esa línea, levantaría sospechas y entonces nunca llegaría a la Torre.

—¡Eh, tú!

Dorian se giró para encontrarse con un hombre tullido que lo llamaba desde una esquina.

—Eres el chico del brazalete, ¿no? El del otro día.

El clon le miró estupefacto. ¿Cómo le había reconocido si...? Ray. Le estaba confundiendo con Ray.

—No, señor, me confunde con otra persona —respondió él, y se decidió a emprender la marcha cuando de la nada aparecieron cuatro hombres que le cerraron el paso.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan nervioso? —le preguntó uno de ellos.

Instintivamente, Dorian se metió la mano en el bolsillo, protegiendo el boleto.

—¿Qué escondes ahí? —dijo otro, mostrando una dentadura podrida.

Desesperado, Dorian dio un par de pasos hacia atrás y enseguida echó a correr perseguido por aquellos tipos. No iba a llegar a la Torre, se dijo. No de aquella manera. Tenía que pensar en algo. Todavía quedaba un largo trecho hasta la Torre. ¿Cómo...?

El Arrabal, advirtió de pronto. Allí encontraría centinelas que podrían escoltarlo hasta la Torre. Si lograba llegar hasta la plaza pública, podría pedir auxilio y salvar su vida.

Torció en la primera calle que encontró y comenzó a esprintar como nunca lo había hecho en su vida. La adrenalina le mantenía atento a todos los obstáculos que se cruzaban en su camino y parecía que se hubiera tragado hasta el último rastro de la resaca de la noche anterior.

Sin embargo, sus perseguidores eran igual de rápidos, si no más que él. Y estaban a punto de alcanzarle. Los oía gruñir cada vez más cerca. Y entonces, cuando estaba a punto de perder la esperanza, divisó al fondo de la plaza a un grupo de centinelas a los que comenzó a gritar.

—¡Eh! ¡Ayuda! —dijo, casi sin aliento, mientras corría hacia ellos.

Los guardias lo vieron acercarse y sacaron sus armas, pero el chico metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el boleto.

—¡Soy el ganador! —gritó, a menos de veinte pasos de ellos y con el cartón en la mano—. ¡Soy el ganador!

Todas las miradas de alrededor se posaron en él, pero la gente se apartó en cuanto llegaron los centinelas. Casi sin aire, repitió:

—Soy... el ganador.

Los centinelas cubrieron al chico para protegerle de los cuatro matones que seguían corriendo hacia él y los amenazaron con la cárcel si no se largaban. Los otros, frustrados, tuvieron que darse la vuelta mirando con rabia al chico.

—¿Estás bien? —le preguntó uno de los centinelas, acuclillándose junto a Dorian.

—Soy el ganador —repitió, sin soltar su boleto.

Uno de los guardias fue a comprobarlo, pero Dorian lo volvió a esconder para protegerlo.

—Tranquilo, chico, tranquilo. No vamos a hacerte nada —le aseguró—. Vamos a escoltarte hasta la Torre, ¿de acuerdo?

Y eso hicieron. Los centinelas vaciaron el primer monorraíl que pasó por la parada más cercana y se subieron ellos solos. Dorian permaneció sentado, en silencio, asimilando que ya estaba camino a su nueva vida; que jamás volvería a ver a los rebeldes ni tendría que estar bajo la sombra de su clon.

Cuando llegaron a la Torre se encontró con una multitud de personas que se había amotinado para conocer el rostro del ganador de la Rifa tras las enormes vallas electrificadas que habían levantado la noche anterior. Los centinelas le condujeron al interior de la recepción, en donde se encontró de frente con Bloodworth.

—¡Vaya! ¡Qué joven! —exclamó el gobernador cuando le explicaron de quién se trataba—. La suerte está de tu lado, sin lugar a dudas. Te queda por delante toda una vida de honor y gloria que disfrutar. Un placer conocerte.

Antes de que Dorian pudiera estrechar la mano de Richard Bloodworth, uno de los centinelas lo cacheó para asegurarse de que no llevaba ningún arma.

—El pueblo nos espera. ¿Cuál es tu nombre? —dijo mientras se colocaba la corbata.

—Dorian —contestó él.

—Muy bien, Dorian. Alegra esa cara, que tienes que salir guapo en cámara.

Y con aquella frase, regresaron al exterior para comunicar el mensaje.

Aunque muchos de los que se reunían allí eran leales que probablemente vivían o trabajaban en la Torre, entre los aplausos y vítores Dorian pudo escuchar también insultos y silbidos de moradores enfadados.

—Enseña el boleto, hijo —le susurró Bloodworth, sin dejar de sonreír.

Y Dorian, obediente, alzó las dos manos para desarrugar el cartón y la gente enloqueció aún más. ¿Le estaría viendo Ray? ¿Y Eden? Se había convertido en la envidia de todos los ciudadanos. Por si acaso, sonrió y saludó antes de regresar al interior de la fortaleza.

De vuelta en la recepción de la Torre, Bloodworth le dio unas palmadas en la espalda.

—Bien hecho, Dorian —se acercaron al séquito que los esperaba allí y añadió—: Teniente, avise a Kurtzman para que despejen toda la zona. Y tú, Dorian, por favor acompáñame.

El chico se montó con Bloodworth en un ascensor que los llevó hasta lo alto de la Torre. Era increíble pensar que estuviera pisando aquel lugar tan odiado y a la vez tan deseado por todo el mundo. Era un privilegiado. Un afortunado o, mejor dicho, un valiente.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, se encontraron en el despacho de Bloodworth. Dorian fue directo a uno de los ventanales y quedó fascinado con las vistas del lugar. La luz iluminaba de pleno toda la Ciudadela y desde esa altura se advertía hasta el último detalle de allí a la muralla. Incluso atisbó el desguace de coches a lo lejos y las montañas que habían cruzado para llegar.

—Precioso, ¿verdad? —dijo el gobernador—. Me relaja mucho contemplar este paisaje.

Dorian aún permanecía callado, asimilando que estaba allí arriba.

—Oye, déjame hacerte una pregunta —prosiguió Bloodworth—. ¿Quién era el que estaba en la plaza el día de la ejecución? ¿Tú... o Ray?

Bastó con escuchar el nombre de su clon para que Dorian se diera la vuelta como impulsado por un resorte y se alejara del gobernador. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo? No era un afortunado. Era un idiota. Y había caído en la trampa que le habían tendido.

—¿O eres Ray? —prosiguió el gobernador con una sonrisa zalamera.

—No. Mi nombre es Dorian. Ya se lo he dicho.

—¡Estupendo! Solo quería confirmarlo —dijo, riéndose—. ¿De verdad creíais que ibais a fastidiarlo todo? ¿A echar por tierra los planes de años de trabajo?

Dorian continuó alejándose mientras el hombre seguía hablando.

—No pensé que fueras a ser tan tonto de venir por tu cuenta hasta aquí, por eso el boleto que te dio el viejo tenía un microchip integrado: para localizarte. Por si te perdías, simplemente.

La rabia de Dorian regresó. No había comenzado su nueva vida y ya le habían traicionado una vez más. ¿Por qué? ¿Por qué tenía tan mala suerte?

—Lo mejor de todo es que no solamente te localicé a ti, sino también el lugar en el que os escondéis.

Dorian chocó contra una mesa de madera y no pudo avanzar más. Sus manos se aferraron al borde, pero además del tacto de la madera, sus dedos también sintieron el frío metal de un puntiagudo abrecartas.

—La suerte no existe, Dorian. Y las casualidades tampoco.

Haberse dado cuenta de la verdad era de por sí duro. Pero escucharla en labios de aquel hombre tan despreciable terminó de derrumbarlo por dentro. En aquel momento, una lágrima recorrió su mejilla. Por primera vez, estaba llorando.

—Dime, Dorian —dijo Bloodworth acercándose a él—. ¿Ray también llora como tú?

Bastó que pronunciara aquello para desatar toda la ira del chico. En un movimiento rápido, Dorian agarró con fuerza el abrecartas y se abalanzó con el filo en alto sobre el gobernador de la Ciudadela.

«La suerte solo favorece a los valientes», pensó.

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