Aura

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Capítulo 29

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–Queridos ciudadanos, feliz día de Acción de Gracias!

Así dio comienzo el discurso de Bloodworth desde lo alto del escenario. Llevaba un elegante traje oscuro, con un chaleco dorado bajo la chaqueta negra y un pañuelo del mismo color en el bolsillo del pecho. Y sonreía con tanto entusiasmo que parecía estar a punto de echarse a llorar.

En el sótano del edificio, Ray se secaba con la manga larga de la camiseta los goterones de sudor que le corrían por la frente. No solo era cosa de los nervios, sino también de los focos que le habían plantado a ambos lados de la cámara. El dispositivo era tan básico y rudimentario que costaba creer que de verdad fuera a captar ninguna imagen. Lo había construido la propia Allegra años atrás con chatarra de otros inventos fallidos y lo había conectado a ese ordenador sin carcasa que solo parecía una amalgama de chips y cables de colores.

—Hoy nos reunimos como cada año para recordar a quienes ya no están y agradecer a nuestros vecinos, familiares y amigos que cada día tengamos una Ciudadela más limpia y segura —proseguía el discurso de Bloodworth—. Agradecemos a los que nos precedieron que dieran sus vidas por nosotros en la guerra sin cuartel que tantas vidas se cobró. Ellos, como héroes que son, colocaron los primeros ladrillos de esta gran Ciudadela y nos ofrecieron el hogar y la protección que no tuvieron. No son tiempos fáciles —añadió tras un silencio—. Hay quienes se obcecan en recordarnos que los peligros no solo residen fuera de nuestras murallas, sino también en nuestras propias calles. Rebeldes que impiden que haya paz entre nosotros. Pero hoy no vamos a dedicarles ni un segundo más de nuestros pensamientos. ¡Ni uno! Porque hoy es un día de celebración.

—Ray, estate preparado, estoy a punto de entrar —le avisó Allegra en ese momento.

El chico asintió y volvió a repasar las palabras que Darwin le había escrito en un trozo de papel y que sujetaba por debajo de la cintura para que no se viera. Eden entró en la habitación, le guiñó un ojo para darle ánimos y se sentó en el sillón. Los demás se encontraban alrededor del viejo televisor que habían instalado en una esquina del sótano, junto al ordenador de la mujer, y en el que estaba proyectándose lo mismo que en las pantallas exteriores.

—Como sabéis, las obras de la zona norte están a punto de finalizar.

La gente en la calle prorrumpió en aplausos al escuchar aquello.

—Y todo, una vez más, es gracias a vosotros. Por eso, este año, desde el gobierno hemos pensado que, aparte de la música y de los puestos de comida que hemos abierto en las calles principales, os merecíais un regalo muy especial.

—¿Un regalo? —preguntó Logan, inclinándose en su silla.

Un hombre subió entonces al escenario con una caja de madera que Bloodworth abrió y de la que extrajo un cilindro morado.

—¿Eso es lo que creo que es? —preguntó Kore, incrédula y al borde de la carcajada.

—¡Esto que veis aquí es una carga extra para vuestras baterías! —añadió el gobernador—. Se trata de una nueva energía que han desarrollado nuestros investigadores y que, a partir de mañana, se distribuirá en todos los centros de recarga oficiales. Es más limpia, sana y duradera. Y, lo mejor de todo, mucho más barata de producir. Por eso hemos decidido regalaros una a todos y cada uno de vosotros. ¡El futuro ya está aquí! ¡Por una Ciudadela limpia y segura!

Dicho aquello, un centenar de centinelas comenzaron a repartir entre todos los allí reunidos las ansiadas cargas. La gente, entre aplausos y vítores, se abalanzó sobre ellos para conseguir la suya.

—¡Orden, por favor! ¡Hay para todos!

Allegra dio una palmada.

—¡Ray, un minuto y estás dentro!

Las palabras se confundían en su cabeza con lo que acababa de decir Bloodworth y por mucho que intentara memorizarlas le era imposible. ¿Dónde estaba Dorian?, se preguntaba una y otra vez. ¿Dónde lo habían metido? ¿Estaría bien?

—Esa... carga...

El chico apartó los ojos de la cámara que tenía delante solo para ver cómo Madame Battery se levantaba del sillón, despacio, con el dedo dirigido a la pantalla.

—Esa carga... —repitió.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Darwin, con preocupación.

—Dios santo, no puede ser. ¡Van a acabar con todos! —exclamó, antes de darse la vuelta y correr hasta la otra punta de la habitación.

—¡Battery! —exclamó Eden, yendo tras ella.

Aquella era la primera frase larga que le escuchaba Ray pronunciar a la mujer desde que había llegado.

—¡Cuarenta segundos, Ray! —dijo Allegra.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kore, levantándose también.

—¡Aquí está! —exclamó la mujer, con cara de desquiciada y lo que parecía ser un tubo vacío en la mano.

—¿Tienes una de esas cargas? —preguntó Logan, acercándose para cogerla.

—¡No es una carga! —replicó ella—. Es un arma, ¡quieren acabar con todo el mundo!

—Battery, deberías calmarte —le dijo Eden, pero la mujer se apartó de ella de malas formas y alzó el cristal.

—¡No me digas que me calme y escúchame, maldita sea! Me llegó por correo, pero se la di a Jimmy antes de que entraran esos energúmenos en mi bar. ¡Y lo mató!

—¿Un centinela? —preguntó Kore.

—¿A quién? —quiso saber Carlton.

La mujer gruñó y se echó las manos a la cabeza.

—¡Es energía envenenada! Jimmy se quedó frito en el sitio en cuanto se la activó. Eso no es ningún regalo —y señaló a la televisión—, ¡es un genocidio!

—¡Diez segundos! —exclamó Allegra.

—¿Estás segura, Battery? —le preguntó Darwin.

—¡¿Te crees que lo diría si no estuviera convencida?!

—De acuerdo, ¡cambia el discurso, Ray! ¡Avisa a todo el mundo!

—¡¿Qué?!

—¡Cinco segundos!

—¡Que no se la conecten!

—¿Y cómo lo hago? —preguntó mientras veía en la pantalla cómo la gente se colocaba en sus baterías las cargas regaladas—. ¿Qué les digo?

—¡Tres, dos...!

—¡Lo que se te ocurra!

—¡Dentro!

Ray se quedó paralizado, pero los gestos de Darwin le hicieron reaccionar.

—Hola a todos... —dijo, sintiéndose ridículo por no saber si realmente estaba funcionando el invento—. Muchos me reconoceréis por haber sido el ganador de la última Rifa. Estoy aquí para..., para avisaros de que el gobierno nos ha mentido: hace tiempo que sus... brazaletes dejaron de ser como los nuestros. La energía solar les permite vivir sin necesidad de cargar sus corazones constantemente con un brazalete como este —dijo mientras alzaba el brazo—. Creo que es hora de cambiar las cosas, así que os pido que...

Ray se quedó en blanco durante un segundo. ¿Que se unieran a ellos? ¿Que se alzaran en armas contra su gobierno?

—Ray... —le susurró Darwin.

Entonces buscó a Eden y la vio allí de pie, observándole con una sonrisa y la mano puesta en el corazón y el chico retomó el discurso:

—Os pido que os unáis a mí para acabar con estas injusticias. Que luchéis a mi lado para conseguir lo que verdaderamente merecemos: una vida justa y sin peligros. Sin tener que preocuparnos de cuándo nuestro corazón dejará de latir. Hemos estado construyendo esta civilización bajo sus reglas y su mandato. ¡Es hora de reclamar lo que nos pertenece! ¡Porque esta ciudad es nuestra! ¡No de ellos!

—¡Di lo del regalo! —le insistió Madame Battery, zarandeando el tubo vacío en una mano.

—¡Y no utilicéis las cargas que os han dado! Es energía envenenada. Creedme. Si la probáis, moriréis. ¡Quieren acabar con todos nosotros porque...!

—Estás fuera. Me han cortado la emisión —dijo Allegra, mientras las pantallas se fundían—. Siento no haberos conseguido más tiempo...

—Esperemos que haya sido suficiente —contestó Eden.

Cesar Picols sostenía en sus manos la carga que su hija de catorce años le había traído emocionada hacía un segundo. Por primera vez en mucho tiempo daba gracias al gobierno de la Ciudadela por mostrar misericordia con un simple morador como él, encargado de fabricar las puertas de los nuevos edificios que se estaban construyendo en la zona norte. Pero ahora, después de haber escuchado a aquel joven que había aparecido en las pantallas, Cesar Picols se sentía confuso.

El silencio que reinaba en la plaza pública era sepulcral.

El herrero miró a su hija, que le había agarrado la mano libre, y vio en sus ojos las mismas dudas que le corroían a él por dentro. Que tenía miedo. Y eso fue todo lo que hizo falta para que aceptara las palabras del chico del brazalete solar: aquella ciudad era suya y de los otros miles de moradores que la habían sacado adelante con el sudor de su frente. Y tenían que recuperarla.

Cesar Picols dio un beso en la frente a su hija y le quitó de las manos el arma mortífera que quienes velaban por ellos habían tenido la osadía de regalarles. Después, le ordenó que se marchara a su madriguera y que no abriese a nadie hasta que escuchara al otro lado de la puerta la nana que le había cantado todas las noches cuando era un bebé.

Los susurros en la plaza comenzaron a crecer. El hombre avanzó entre la gente hasta tener suficientemente cerca la pantalla en la que había visto el discurso y el posterior mensaje. Nunca había querido formar parte del movimiento rebelde. Siempre había intentado seguir las reglas y ser un ciudadano honorable. Tal vez ese chico que había interrumpido a Bloodworth les hubiera mentido, pero sus entrañas le decían que no. Que eran otros los que habían estado burlándose de ellos toda la vida. Y ya era hora de que las cosas cambiasen.

Agarró entonces una de las baterías y la lanzó con toda su furia contra la base que proyectaba las imágenes holográficas, rompiéndola en el acto. Un centinela que lo había visto corrió hasta él y le atizó con la culata de una porra en la barbilla, pero Cesar Picols le devolvió el golpe con la otra batería que tenía. Después, le quitó el arma y se giró para defenderse de otros guardias que intentaran socorrer a su compañero. Sin embargo, no llegó ninguno: los más de cien centinelas que había en la plaza se encontraban intentando frenar a todos los hombres y mujeres que como Cesar Picols habían decidido unirse a la lucha del chico con el brazalete solar.

Los ruidos y gritos que se empezaron a escuchar en el exterior hicieron que Ray y todos los que se ocultaban en la guarida se pusieran en estado de alerta. De golpe, la trampilla del techo se abrió y por ella surgió la cabeza de uno de los rebeldes que traía de vez en cuando noticias a Carlton.

—Ha comenzado —dijo, emocionado, mientras les hacía gestos para que salieran—. La gente..., la gente... Tenéis que verlo con vuestros propios ojos.

Y eso hicieron. Desde las ventanas del edificio en el que se escondían, los rebeldes se asomaron para contemplar una imagen que unos días atrás solo se habían atrevido a imaginar: el pueblo, leales y moradores sin distinción, se enfrentaba a los centinelas y se abría paso hacia el centro de la Ciudadela como una marea enfurecida que arrasaba con todo a su paso.

—Es el momento —dijo Darwin, regresando al sótano—. ¡Coged las armas!

Darwin comenzó a repartir aturdidores y pistolas de cargas y a Ray le entregó el Detonador.

—Es hora de que lo pruebes, a ver qué tal funciona.

Ray, emocionado, se armó el artilugio en su brazo derecho y comprobó que la batería que incorporaba estuviera cargada.

—Si la Torre cae, la Ciudadela será nuestra —gritó Darwin.

Tomaron la salida trasera del edificio, por donde también corrían moradores a esconderse en sus casas. Los gritos y los tiroteos resonaban por los alrededores como en una película de guerra. Un grupo de veinte rebeldes se encontró con ellos en la primera bifurcación. También iban armados, pero con herramientas improvisadas que Carlton les cambió por algunas de las que llevaban ellos. Hecho esto, se dividieron en dos grupos, y diez de estos jóvenes guerreros salieron corriendo en dirección a la Torre.

Antes de separarse, Darwin agarró a Ray del brazo y se acercó para decirle:

—Tened mucho cuidado.

—¿No vienes con nosotros? —preguntó Ray confundido, y al mirarle a los ojos supo lo que iba a hacer—. Vas a por Bloodworth...

—Conociéndole, estará intentando salir de la Ciudadela en estos momentos. Y no puedo dejar escapar a ese bastardo.

—Darwin... —dijo Ray intentando convencerle de lo contrario.

—Cuida de Jake, por favor.

Y con aquellas palabras, Darwin desapareció con el grupo de rebeldes hacia los límites de la Ciudadela.

La primera explosión la escucharon al poco de separarse de los otros. Alguien había incendiado unos contenedores que ahora rodaban calle abajo empujados por un grupo de moradores que se enfrentaban a varios centinelas. Aquella fue la primera de muchas. Los rebeldes que iban con ellos dirigían la marcha, y los avisaban de cuándo avanzar o cuándo parar. La Ciudadela ardía con el odio de sus habitantes y las ganas de libertad.

De repente, en una de las bocacalles que eligieron, se toparon con un escuadrón de centinelas que surgió de la nada. Eran siete, pero no se amedrentaron lo más mínimo: con sus porras eléctricas en alto se abalanzaron sobre ellos al ver que iban armados.

Los rebeldes se enfrascaron en una pelea sin cuartel en la que Eden pudo desplegar todas sus habilidades como luchadora y Kore repartió puñetazos y patadas con la misma ferocidad que mostraba al bailar. Mientras, Jake utilizaba dos aturdidores al mismo tiempo para defenderse, y Logan y Ray cubrían a sus compañeros, uno con la pistola de descargas y el otro con el Detonador, que liberaba rayos de energía con la palma de la mano.

—¡Seguimos! —ordenó el chico cuando despejaron la zona—. ¡Tenemos que llegar cuanto antes a la valla para que Gael pueda pasar!

La carrera hasta la Torre fue agotadora, pero cuanto más se acercaban a ella, más se inflamaban sus ánimos. Lo iban a conseguir, se repetía Ray una y otra vez para despistar al cansancio de la larga carrera. Había más gente que se dirigía allí. Mujeres, hombres, ancianos y jóvenes luchando contra centinelas con las armas que se habían construido ellos mismos o con los puños, todos con el fin de acabar de una vez por todas con la tiranía de un gobierno que había intentado masacrarlos.

A los pies de la inmensa alambrada, cientos de centinelas defendían la fortaleza de los rebeldes y ciudadanos que se habían unido a la causa mientras otros guardias disparaban desde el interior con armas de fuego. Había llegado el momento de recibir ayuda. Ray sacó la pistola que le había dado Gael, apuntó al cielo y disparó una bengala roja que voló varios metros por encima de la valla para después iluminar el oscuro cielo.

En cuanto lo vio un centinela, se abalanzó sobre él, pero bastó con un sencillo giro de muñeca para que Ray activara el Detonador y lo lanzara despedido varios metros contra el suelo. Se giró al escuchar el grito de un segundo guardia que corría hacia él, pero la vara eléctrica de Eden llegó antes y, tras un fugaz forcejeo, la chica le hizo una llave para después clavarle la punta en el pecho.

—¡Tenemos que despejar esta parte de la valla antes de que llegue Gael! —gritó Ray—. ¡Jake, vente conmigo y quítame a esos dos de este lado! Yo me encargo de los de dentro...

Mientras Eden, Logan y Kore les cubrían las espaldas, Ray y Jake fueron directos al límite tras el cual se encontraban varios centinelas con armas de fuego. El hermano de Darwin lanzó una de las porras con la carga contra la cabeza del centinela que protegía la alambrada y aprovechó el despiste del otro para enfrentarse a él en una lucha cuerpo a cuerpo. Ray cargó entonces el Detonador al máximo y se acercó hasta la valla. El ruido que emitía el arma era una mezcla entre eléctrico y metálico y el puño brillaba con una luz azul.

—¡Apártate, Jake! —gritó.

Y cuando el chico lo hizo, Ray abrió la palma de la mano para liberar un impresionante rayo azul que atravesó el metal y lanzó por los aires a los tres centinelas que se encontraban detrás.

Antes de que pudieran felicitarse por el buen trabajo, comenzó a escucharse un zumbido lejano que Ray reconoció enseguida. Todos miraron al cielo buscando su procedencia. El murmullo creciente venía acompañado por gritos que sonaban cada vez más claros. Y, de repente, decenas y decenas de figuras comenzaron a saltar desde las azoteas de los edificios colindantes hasta el otro lado de la valla como si de una plaga de langostas gigantes se tratara.

Eran decenas, pero parecían miles, y los centinelas, que nunca hubieran esperado un ataque aéreo, tardaron en reaccionar el tiempo suficiente para que los cristales tomaran ventaja. Ray logró ver cómo los primeros guerreros que tocaban el suelo empuñaban arcos y flechas para hacer caer a los guardias que protegían el interior de la fortaleza. Los siguientes, armados con cuchillos y sables, se abalanzaron sobre los enemigos como acróbatas de circo, entre saltos y piruetas.

La gente a su alrededor no entendía lo que estaba viendo, pero cuando, de pronto, todas las luces de la Torre y de los edificios colindantes se fundieron de golpe y su destino quedó a oscuras, los gritos y los aplausos no se hicieron esperar.

—¡Lo han conseguido! —exclamó Kore, sin dejar de luchar.

La gente de Gael se las había ingeniado para acabar, no solo con la energía que llegaba a la valla, sino con la de todo el complejo de la Torre, excepto la del Stratosphere, que debía de funcionar con un generador propio.

Al tiempo que sus ojos se iban acostumbrando a la repentina oscuridad, tomaron una bifurcación hacia el lugar por el que los rebeldes habían estudiado que sería más fácil la entrada.

Instigados por el odio, la sed de venganza o las ganas de encontrar alguno de esos brazaletes solares de los que habían oído hablar, los moradores y leales cansados del gobierno tiránico de Bloodworth se lanzaron contra las verjas con alicates y otros artilugios para abrir boquetes y cruzar al otro lado.

Había varios guardias intentando repeler el ataque de un grupo de cristales en la zona de la verja por la que ellos tenían que cruzar. Antes de que los advirtieran, amparados por las sombras, los tiradores más experimentados tomaron las pistolas de cargas y en pocos segundos liberaron el camino. Una vez junto a la verja, los rebeldes volvieron a alzar las armas, pero Ray se colocó en medio.

—Son amigos —les avisó, refiriéndose a los cristales, que se habían apartado de la verja—. No les hagáis daño, están con nosotros.

Los hombres de Carlton no parecían muy seguros de aquello. Primero, porque era la primera vez que veían a unos seres como esos, y segundo, porque habían comprobado lo que acababan de hacerle a la seguridad del gobierno.

Pero Ray insistió y después de abrir con ayuda de Kore y de otros rebeldes un agujero en la valla, cruzaron al otro lado para encontrarse con Gael, armado con dos hojas de espada que llevaba atadas a sus antebrazos.

—Gracias por vuestra ayuda —le dijo con una reverencia.

—Mi causa es la tuya. Y, por tanto, también la de mi gente —dijo devolviéndole el gesto—. Uno de mis observadores me ha dicho que han reforzado la seguridad y están enviando más tropas centinelas aquí. Ya he mandado a varios hombres a retenerlos, pero no sé cuánto tiempo voy a poder darte... Así que entrad y salid de ahí tan rápido como podáis.

—Cubridnos desde el cielo con vuestros arcos. Nosotros haremos el resto. Cuando veáis las primeras luces del alba, marchaos: seréis un blanco fácil.

—Buena suerte, Protegido. Cambia el curso de la historia.

Ray se despidió del jefe de los cristales. Gael se alejó unos metros, silbó con fuerza y alzó las alas para dar un salto con el que comenzó su vuelo hasta los tejados de los edificios. El resto de las criaturas no tardó en hacer lo mismo: mientras el silbido se iba repitiendo por todo el patio de la fortaleza, los demás cristales fueron abandonando la Torre para seguir a su líder.

Los rebeldes se pusieron también en marcha. Las palabras de Gael le habían devuelto a Ray la esperanza y el ánimo. Dorian, Aidan y Samara se encontraban allí dentro, en algún lugar, esperando que los rescataran junto a otros inocentes. Y también Bloodworth y los suyos.

Ahora les tocaba a ellos. Cambiarían el curso de la historia, como les había pedido Gael. La pesadilla de los electros acabaría esa noche... o perecerían en el intento.

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