Aura

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Capítulo 31

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–Tú debes de ser Ray —dijo Philip Kurtzman, general del ya extinto cuerpo de centinelas.

Ray alzó el brazo con el Detonador en posición defensiva y el hombre agarró con fuerza a la chica. Samara mantenía los ojos cerrados, visiblemente asustada.

—No hagas ninguna tontería, Ray —le advirtió el hombre.

—Suelta a la chica —ordenó él.

—¿O qué? ¿Nos matarás a los dos?

Kurtzman sabía que no dispararía. Si lo hacía, no solo acabaría con la vida del centinela, sino también con la de la joven. Así que intentó ganar tiempo mientras pensaba una alternativa preguntando:

—¿Qué es lo que quieres?

—A ti. Así que quítate ese cacharro y métete en el ascensor o me veré obligado a pegarle un tiro.

—Si la matas, olvídate de que te acompañe a ninguna parte —le advirtió él.

Kurtzman esbozó una macabra sonrisa de victoria y dijo:

—Verás, si no estás muerto es porque te quieren vivo, pero también me han dicho que, si no queda más remedio, tome las medidas oportunas. Y una de esas medidas... es matarte.

Mientras el general hablaba, Ray advirtió que Samara había abierto los ojos y ahora le miraba con rabia. El hombre estaba tan distraído que ni siquiera la vio negar con la cabeza cuando el centinela le ordenó que se metiera en el ascensor.

—Está bien —dijo mientras levantaba las manos en señal de rendición—. Haré lo que pidas.

Con mucho cuidado, acercó su mano libre al Detonador y fingió que aflojaba el grillete más cercano a la muñeca, cuando en realidad comenzó a cargar la máquina. En el momento en que el Detonador comenzó a emitir el zumbido metálico, Samara le dio un pisotón a Kurtzman con el que consiguió zafarse de él.

—¡Apártate! —ordenó Ray, al tiempo que alzaba la mano.

Nada más abrir la palma, un rayo salió despedido contra Kurtzman. Sin embargo, este se apartó a tiempo y la carga fue a parar a la enorme cristalera del despacho de Bloodworth, que reventó en pedazos.

—¡Ponte a cubierto! —gritó Ray a la chica mientras volvía a cargar el Detonador.

Kurtzman comenzó a disparar a Ray de camino al ascensor, pero el chico volvió a lanzar otro rayo y esta vez le acertó en la pierna. El general cayó al suelo con un alarido. El chico aprovechó entonces para abalanzarse sobre él y ambos se enzarzaron en una pelea a puñetazo limpio.

Kurtzman le propinó un codazo en la barbilla y se lo quitó de encima el tiempo suficiente como para tirarse a por la pistola que había perdido durante la pelea, pero antes de que llegara a tocarla, Ray soltó una pequeña descarga y el arma salió despedida por el ventanal roto.

Al verse sin opciones, el centinela corrió hasta el ascensor para huir, pero Ray se negaba a dejarle escapar con tanta facilidad. Alzó de nuevo la mano, cargó el aparato y apuntó para descargar un nuevo rayo... que no salió ya que el Detonador se había quedado sin energía. Las puertas se cerraron en ese instante

—¡Mierda! —exclamó, cabreado.

—¿Eres Ray? —preguntó Samara, saliendo de su escondite.

El chico se volvió y le dijo que sí. Samara se sacudió las ropas y se acercó a él, aún en estado de shock.

—¿Dónde está Eden?

—Abajo, pero...

—¿Con quién está? ¿Está a salvo? —le interrumpió la chica, nerviosa.

—Sí, sí. Está con Logan y Dorian. Tranquila, está bien.

Al escuchar aquello, la chica se llevó las manos a la boca y comenzó a negar con la cabeza y a pegar gritos como una energúmena.

—No... Tenemos que bajar ahora mismo.

—Tranquila, está bien, solo tiene torcido el tobillo.

—¡Tú no lo entiendes! —respondió la chica, corriendo al ascensor para llamarlo—. ¡Os querían a los dos!

—¿De qué hablas? ¿A mí y a Eden?

—¡No! ¡A ti y a Dorian!

—Samara —dijo Ray, acercándose a ella—, Dorian está con Eden y Logan. Los tres están bien.

—¡No están bien! ¡Eden y Logan no están a salvo con Dorian! —explicó la chica, histérica—. ¡¡Dorian está con ellos!!

En ese momento, sintieron un leve temblor y supieron que la bomba de los pisos subterráneos había detonado. Las puertas del ascensor se abrieron en ese instante y juntos descendieron hasta la base de la Torre.

Aunque su mente se negaba a juntar las piezas del puzle, la verdad se hizo evidente cuando regresaron al vestíbulo de la recepción y solo se encontraron con Logan tirado en el suelo, con la mano ensangrentada presionando su estómago.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Eden?

Entonces se fijó en la herida del ingeniero que intentaba controlar la hemorragia sin demasiado resultado.

—¿Qué te han hecho?

Ray se rasgó un trozo de manga con la navaja que guardaba en el interior de la bota e intentó taponar la herida lo mejor posible. Enseguida, la tela se humedeció de rojo.

Logan gimió sin apenas fuerzas.

—¿Qué ha pasado, Logan? —preguntó Ray con un miedo enorme.

—Dorian... —dijo el ingeniero, sin apenas fuerzas para mantener los ojos abiertos—. Se la ha llevado, Ray... ¡Ah!

La sangre seguía brotando de la herida del estómago sin control. Ray era incapaz de reaccionar. ¿Dorian los había traicionado? ¿Su hermano? ¿Su clon?

—Ray... —volvió a gemir Logan—. Se ha ido con Kurtzman.

—¿Por dónde se han ido? —preguntó Ray, saliendo de su estupor.

El centinela señaló hacia el sur de la Ciudadela y consiguió pronunciar la palabra «muralla» antes de lanzar otro gemido.

—La ha drogado, Ray —logró decir el ingeniero, antes de escupir un espumarajo de sangre y señalar un pañuelo que había tirado cerca.

Apenas tuvo que acercárselo a la nariz para advertir el aroma del cloroformo.

El hombre agarró el brazo al chico con las pocas fuerzas que le quedaban y añadió en un estado casi delirante:

—Tienes que salvarla. Ella confía en ti. Todos lo hacemos. Esto no ha... acabado. No ha acabado...

El último aliento de Logan se fue con aquellas palabras. Ray le zarandeó e intentó despertarle, pero en ese instante, su brazalete se quedó en rojo y después se apagó.

—Quédate con él —ordenó Ray a Samara—. Y cuando vengan, diles que he ido a por Eden.

El chico se puso de nuevo en pie y echó a correr calle adelante. Dorian los había traicionado, Samara tenía razón. Las piezas iban encajando en su cerebro con una delicadeza que lo perforaba todo. Todo el mundo se lo había advertido y él no había sido capaz de creerles. Ahora estaba seguro: Dorian no había ganado la Rifa por casualidad. Bloodworth sabía quién era. Tal vez incluso lo hubiera confundido con el propio Ray. Pero estaba claro que lo había buscado y él se había dejado engatusar a saber con qué mentiras. Eso no lo exculpaba, al contrario, lo hacía mucho más peligroso.

¿Qué le había podido pasar? ¿Cómo había sido capaz de engendrar tanto odio hacia los únicos que le habían protegido? Más aún, ¿para qué quería a Eden? ¿Por qué se la había llevado? ¿Qué pensaban hacer con ella? ¿Utilizarla como cebo para atraerles a él y a los rebeldes?

Los primeros rayos del alba teñían el cielo de rojo y comenzaban a dibujar la sombra de los edificios. Ray siguió corriendo en dirección a la entrada sur de la Ciudadela, hacia la muralla. A cada minuto que pasaba, más perdido se sentía. No en la ciudad, sino dentro de su cabeza. Eden no estaba. Había desaparecido. La habían raptado. Se la había llevado Dorian.

—No, no, no..., por favor... —se decía, casi sin aliento y sin dejar de correr—. ¡Eden! ¡Dorian!

Sus gritos, cargados de odio, no obtuvieron respuesta. A su alrededor la gente se volvía para mirarle, pero cada uno tenía sus propios problemas de los que hacerse cargo. Casas derrumbadas, heridos a los que cuidar, hijos a los que enterrar.

Escuchó el ruido del motor cuando estaba llegando a la muralla. Podía haber sido cualquier cosa, pero tuvo un presentimiento y se dirigió hacia allí sin mirar atrás. Llegó a tiempo de ver uno de los jeeps de los centinelas abandonando la Ciudadela por el inmenso portón abierto que los separaba del exterior.

—¡No! ¡Dorian! —gritó, corriendo tras el vehículo—. ¡Dorian, detente!

Ni siquiera estaba seguro de que su clon estuviera allí. Pero entonces alguien asomó la cabeza por la ventanilla del acompañante, y a pesar de la distancia, de la escasa luz de los faros traseros y de la velocidad a la que se alejaba de él, lo reconoció, como habría reconocido su reflejo en cualquier espejo.

—¡Dorian! ¡Vuelve aquí! ¡DORIAN! —gritó hasta que la voz se le desgarró.

No dejó de correr tras el coche hasta que tropezó con un desnivel en la tierra y se cayó de bruces contra el suelo. Y ni siquiera entonces dejó de moverse. Se puso de pie otra vez e intentó perseguir la nube de polvo que el vehículo había dejado a su paso, pero la rodilla volvió a fallarle y acabó en el suelo. De nuevo, se intentó levantar, pero esta vez no pudo con su peso y los brazos le fallaron antes de llegar a ponerse de rodillas si quiera.

—Por favor... —susurró a la tierra que a cada segundo le separaba más y más de Eden.

No fue consciente de que estaba llorando hasta que las primeras lágrimas cayeron sobre la arena, entre sus puños cerrados. Sentía el corazón a punto de salírsele por la boca y los pulmones le ardían tras el esfuerzo, pero nada era comparable a la impotencia que sentía en ese momento mientras veía desaparecer el jeep en la distancia.

Tenía que volver a la Ciudadela, comprendió en un instante de lucidez. ¡Jake tenía las llaves del jeep que habían utilizado ellos para ir a buscar a los cristales! ¡Podrían perseguirlos! Tenía que darse prisa. Tenía que...

De pronto sintió un mareo tan fuerte que pareció que la tierra se hubiera volcado sobre él. Antes de que le diera tiempo a sentarse siquiera, la visión se le nubló y la oscuridad lo cubrió todo. Y aunque intentó mantenerse despierto, le fue imposible.

«Ni se te ocurra dejarme aquí».

Aquellas fueron las últimas palabras que había escuchado Ray de Eden antes de salir corriendo a salvar a Samara.

El último pensamiento antes de perder el conocimiento fue de disculpa hacia Eden. Le había fallado.

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