Arizona

Arizona


Capítulo 21

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Capítulo 21

Toda esa excitación que tenía se esfumó por completo, como si nunca hubiera estado ahí. Durante unos minutos permanecí consternada, en un estado de shock, pensativa. Cogí aire, levanté la vista y me encontré con sus azules luceros, los cuales se habían vuelto fríos como témpanos de hielo y distantes como si estuvieran a cientos de kilómetros. Paseé los dedos sobre la cicatriz, quería saberlo todo sobre él y qué le había ocurrido para tener aquella marca. Antes de que pudiera seguir acariciándola, me cogió por la muñeca para acto seguido separarse de mí, echándose hacia atrás, para que no pudiera tocarle.

—¿Qué te pasó?

—Joder, Arizona —gruñó, visiblemente afectado.

—Arthur, necesito que me cuentes la verdad para poder confiar en ti. —Me desesperaba saber que me había estado ocultando toda su vida, a pesar de que yo me había abierto en canal para que me correspondiera con burdos engaños—. Por favor —le rogué desde la cama.

Quería que se abriera ante mí, necesitaba que lo hiciera, que confiase para poder resarcirse de toda la decepción que había creado en mi interior. Alcé la mirada, intentando conectar con él, haciéndole ver que, para que confiase en él, debía ser recíproco. Sin que pudiera esperarlo, se apartó de mí, levantándose como un resorte. Se pasó una mano por el cabello, cogió aire y se encaminó hacia la gran terraza con la que contaba su piso y de la que no me había percatado. Nos encontrábamos en el ático de un edificio de más de quince plantas desde el cual se veía toda la ciudad. Me puse en pie, siguiendo su camino, aún llevaba la camisa desabrochada y se apoyó sobre la barandilla. Cogí mi cajetilla de tabaco y me acerqué a donde se encontraba. Se la enseñé, ofreciéndole uno, pero era demasiado formal como para fumar y beber, aunque nunca era tarde. Me llevé a la boca un cigarrillo y lo encendí, dándole una larga calada. Le miré de lado, intentando descifrar qué era lo que se escondía en su cabeza.

—Joder... —gruñó al mismo tiempo que escondía su rostro entre sus manos.

—Explícamelo.

—Dame tiempo —me pidió, aunque parecía más una súplica.

—Necesito respuestas —dije en voz baja y le di una calada, de nuevo, al cigarrillo.

Perdí la mirada en la lejanía en las cientos de luces que se extendían frente a nosotros, a lo largo de toda la ciudad. Cogí aire, se acababa el tiempo y también mi paciencia. Quería saber qué le pasaba. Asintió, entreabrió la boca, como si cientos de palabras se agolpasen entre sus labios.

—No puedo responder a todas tus preguntas —terminó diciéndome, destrozando esa ilusión que se había creado en mí—. Lo siento.

Quería que me contase la verdad, que se abriera y me diera esas razones que decía tener, esas que necesitaba para creer en él y en un posible nosotros. Sin embargo, mientras yo intentaba tirar del carro, él no hacía más que ponerle trabas a las ruedas.

—Yo sí que lo siento, Arthur.

Sin pensarlo ni un solo segundo más, cogí mi bolso y me largué del apartamento sin mirar atrás. Aquel interés que parecía tener al principio tenía la sensación de que había desaparecido tan deprisa que me pareció incluso un insulto.

Estaba tan decepcionada con todo lo que estaba ocurriendo que ni siquiera podía creer que me estuviera pasando de nuevo. Había sido tonta, y lo que más me dolía era pensar que creí que Arthur iba a ser diferente, pero no. Por un momento supuse que con él no me equivocaría, su maldita moralidad, sus normas y esa ética que siempre ponía por delante de todo. Negué con la cabeza, cogí aire y suspiré nada más salir del ascensor.

 

Dara:

¿Cómo vas?

¿Estás bien?

 

Como por arte de magia, y como su estuviera viéndome, Dara me envió un mensaje, interesándose, haciendo lo que no había hecho Arthur.

 

Arizona:

Sí, no te preocupes.

No ha sido nada, solo una decepción más que añadir a la lista.

 

Suspiré, no tenía ganas de regodearme en mi propia mierda contándole la desilusión que sentía, ni que sintiera pena por mí. Una vez más había sido engañada, pero no iba a permitir que el maldito fantasma de Arthur me arruinase, no iba a haber más control ni reglas, ni esas malditas normas de las que tanto hablaba, solo libertad y perdición.

 

Arizona:

¿Sigues en la fiesta?

Dara:

Sí, aunque estoy sopesando el largarme.

Arizona:

Si me esperas voy para allí.

Tengo ganas de bailar y tal vez de desfasar, aunque sea un poco.

Dara:

Aquí te espero, reina.

 

Necesitaba la ayuda de Dara para poder traducir qué demonios decían esos papeles que tenía Arthur sobre la mesa. Sola no podría con ello, ni siquiera el móvil era capaz de traducirlo, ya que algunas de las cosas estaban escritas a mano.

No me lo pensé, iba a volver a ser yo misma, no dejaría que nadie me cohibiera de nuevo como había hecho él. Me encendí un cigarrillo mientras esperaba a que llegase el taxi que había pedido mediante la app de móvil. El teléfono emitió un leve sonido, y una parte tonta de mí deseó que fuese él. Cogí aire de nuevo resistiéndome a mirarlo, negándome a darle esa satisfacción.

—¡Diosa! —gritó Dara nada más verme bajar del taxi.

—Buenas noches, reina —la saludé cuando estuve frente a ella.

Nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida, y es que en cierto modo era así. Nuestra conexión fue tan fuerte desde el principio que parecía que lo supiéramos todo la una de la otra, porque sí, desde que nos conocimos en la fiesta de Tótem, no habíamos parado de hablar. Miré de nuevo a Dara cuando nos separamos y acto seguido me plantó un beso en los labios, lo que hizo que me quedase petrificada.

—¿Vamos?

Antes de que se separase de mí, le devolví el beso, dejándola sin palabras, por lo que se limitó a sonreírme, gratificada, como una gata salvaje.

—¿Cómo ha ido con el misterioso hombre?

—No tan bien como debería, si no, no estaría aquí... —admití—. Necesito tu ayuda —confesé.

—Lo que sea, ya lo sabes.

Me guiñó un ojo al mismo tiempo que tomaba una de sus manos y tiraba de ella para entrar a la fiesta.

—Buenas noches, Arizona —me saludó Frederick, el vigilante de seguridad que se encontraba siempre en la puerta—, ¿no te he visto antes?

—Puede ser. —Sonreí.

Nada más entrar pude ver cómo todo el mundo se arremolinaba en el centro del gran salón, cosa que me extrañó sobremanera, rodeaban a una pareja; una mujer delgada con el cabello rubio como los rayos del sol y junto a ella un imponente hombre de metro noventa, ancho de espaldas y mirada desafiante.

—¿Quién es? —Quise saber.

—Vanko Moguilevich —respondió Dara, sin ganas.

Fijé la mirada en él, en cómo su expresión cambiaba cuando observaba a la mujer que tenía junto a él. Iba embutida en un vestido dorado, palabra de honor, a pesar de que sobre sus hombros caía un chal hecho de pelo de zorro rojo, su cuello y lóbulos iban decorados con joyas de oro.

—¿A qué se dedica?

—Es un empresario multimillonario, tiene varias empresas —me resumió Dara.

—Buenas noches, Arizona —me saludó uno de los hombres que estaban junto al corrillo—, espero que estés pasando una magnífica velada.

Le recordaba, le había visto en la anterior fiesta de Tótem, tal vez hablásemos durante unos minutos, aunque lo cierto es que no le di la importancia suficiente.

—Gracias, lo mismo digo. —Sonreí con falsedad.

Nos apartamos de él, entonces asentí sin apartar la vista del magnate, aquel hombre parecía peligroso, no me gustaba la pinta que tenía, pero a lo mejor podría servirme de ayuda. Antes de hacer nada más, nos acercamos a la barra y cogimos dos copas de cava, la cual me bebí de un solo sorbo.

—¿Qué es lo que necesitas? —inquirió cuando salimos al jardín, donde la música se escuchaba menos.

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