Arizona

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Capítulo 22

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Capítulo 22

—Necesito que eches un vistazo a unos documentos —contesté al mismo tiempo que sacaba el móvil del bolso.

No iba a contarle de dónde los había sacado, no sabía que había en ellos ni si eso podría poner en peligro a Arthur o incluso a mí misma. Confiaba en ella, pero en la vida había que ser cautelosa. Dara era una muchacha sencilla, dulce y muy trabajadora. Admiraba todo lo que había conseguido siendo tan joven y es que tan solo tenía un año más que yo. Ella sola había construido un imperio de la nada, sin ayuda de nadie, sin ningún apoyo externo. Dara era huérfana, nació en una ciudad cercana a Kiev, cuando era una bebé sus padres y su hermano mayor murieron en un accidente de coche mientras viajaban a Fastiv, donde tenían una pequeña casa. Ninguno de sus padres tenía más familia, por lo que nadie reclamó a la pequeña bebé, ni siquiera tenía recuerdos de ellos.

—¿Te parece sin nos sentamos ahí? —Señaló una zona apartada en la que había algunos butacones de jardín blancos.

—Claro.

Estaba nerviosa, creía que ella podía ser clave para descubrir en qué demonios estaba metido Arthur y que no me contaba, tal vez en esos papeles estuviera la clave de por qué llevaba un balazo en el pecho. Saqué un cigarrillo, intentando paliar los nervios que empezaban a corroerme.

—Veamos. —Cogió mi móvil, amplió la pantalla y empezó a leer, balbuceó algunas palabras que para mí fueron inteligibles—. Esto es ruso, aunque hay partes en las que está en ucraniano —me informó—, parece una transcripción —continuó leyendo.

—¿Qué dice? —pregunté—. ¿De qué habla? —Mi ansia iba creciendo cada vez más.

—No sé quién habla, pero parece... —musitó—. Parece que hablen de un asesinato, en el texto uno de los tres interlocutores dice algo sobre un cuerpo, un herido y un castigo.

—¿Cómo?

No comprendía nada, ¿qué demonios tenía que ver Arthur en todo aquello? ¿Es que acaso había matado a alguien?

—Apenas se entiende, está escrito a mano —contestó—. Mira, esto de aquí es una carta, la firma una tal Atenea.

—¿Y qué dice? —le pedí.

—Es... es una carta de amor. —Me pasé una mano por la cara, ¿y si esa carta de amor la escribía una posible pareja de Arthur? Cientos de ideas cruzaban mi mente, no era capaz de atar ninguno de los cabos, y eso hacía que mi malestar creciese cada vez más.

»Atenea le dice que va a intentar irse, necesita libertad, volver a vivir y lo quiere hacer junto a él —me resumió—, hay alguien que la mantiene cautiva o algo así, tal vez sea su padre, que es demasiado protector. En Ucrania la figura de los padres suele ser bastante inquebrantable.

Asentí, suspiré y sin decir nada más le quité el móvil de entre las manos y lo guardé en el bolso. Me puse en pie, intentando pensar con claridad y, cuando fui a alejarme de ella, me cogió de la mano.

—Espera, Arizona —me rogó—. Hay algo más.

Desvié la mirada hacia ella, parecía asustada, lo que me heló la sangre. Su sonrisa había pasado a ser una mueca de preocupación. Volví a sentarme frente a ella, esperando a que me dijera de qué demonios hablaba.

—Señoritas. —Escuché cómo dijo Francesca a mi espalda.

Puse los ojos en blanco, llegaba en el peor de los momentos. Cogí aire y me di la vuelta, intentando esbozar una de mis mejores sonrisas, no me apetecía tener que contarle a Francesca nada de lo que estaba pasando.

—¡Vaya! ¡Qué sorpresa! —exclamé—. ¿No ibas a estar fuera? —pregunté.

—Sí, pero ha venido un invitado al que no podía dejar de ver. —Sonrió.

Puso una de sus manos en mi cintura cuando estuve en pie, me acercó a ella y me besó entre la comisura de mis labios y mi mejilla, lo que me dejó descolocada. Se acercó a Dara y le besó directamente en los labios, a lo que ella respondió con una ligera sonrisa, que guardaba más incomodidad que alegría.

—Me alegra verte de nuevo —le dije.

—Estoy segura de que no tanto como yo —aseguró, sonriendo, maliciosa.

Francesa era mujer, pero a veces conseguía ponerme los pelos de punta. No sabía por dónde podía salir ni qué diría, era imprevisible.

—¿Habéis tomado algo?

—Sí, una copa de cava —contestó Dara.

—Haré que os traigan algo más —nos informó.

Antes de que pudiéramos decir nada más, se marchó, encaminándose de nuevo hacia el porche que daba al interior de la casa. No aparté la mirada de ella en ningún momento, hasta que vi cómo se acercaba a un hombre y le decía algo al oído.

Tragué saliva. Entonces a mi mente vinieron cientos de imágenes, una sonrisa llena de picardía que me revolvió el estómago, unas manos volando sobre mi cuerpo, sobándolo entero. Podía escucharle hablándome al oído: «Ahora vas a saber lo que es un hombre, morena». Todo mi vello se erizó, y un profundo dolor me atravesó la sien, haciendo que me llevase las manos a la cabeza.

—Arizona, ¿estás bien? —preguntó preocupada.

Unas terribles ganas de vomitar vinieron a mí, apenas podía recordar lo que había ocurrido aquella noche, tan solo algunos fogonazos de lucidez acudían a mi mente, no eran suficientes como para saberlo, pero sí para reconocerle.

—Es él... —musité en voz baja.

—¿Qué?

Salí corriendo en dirección a donde se encontraban sin mediar palabra, estaba tan cabreada, tanto... no solo con aquel capullo, sino con Francesca, quien le conocía y estaba segura de que sabía que todo lo que le conté era real.

—¡Maldito hijo de puta! —grité al mismo tiempo que sacaba mi pequeña Sauer y le apuntaba directamente a la cabeza.

—¡Arizona! —gritó Dara desde el otro lado del jardín, a mi espalda.

—¿Qué coño? —espetó el hombre, confuso.

—Dame la puta tarjeta SD de la cámara —gruñí entre dientes.

—¿Cómo?

—Sabes perfectamente a qué me refiero —espeté—. Te lo volveré a repetir y no lo haré una vez más. —Toda la gente que había alrededor de aquel hombre se marchó despavorida—. Dame la tarjeta de la cámara con la que me grabaste. —Di un paso hacia adelante sin apartar la pistola, mientras él retrocedía, hasta que su espalda chocó contra la pared. Una media sonrisa se dibujó en sus labios, sabía perfectamente de lo que le estaba hablando, lo que hizo que mi rabia creciera hasta límites insospechados.

»¡Que me la des! —grité, al mismo tiempo que ponía el cañón de la Sauer entre sus cejas.

Todo pasó tan deprisa que no fui capaz de darme cuenta, cuando alguien me sujetó el brazo, tirando de mí y haciendo que la pistola cayera al suelo. Miré hacia un lado y me encontré con el vigilante de seguridad, Frederick, quien me cogió del brazo con tanta fuerza que podía sentir cómo la circulación se me cortaba.

—¿Es que has perdido la cabeza? —siseó.

Tiró de mí, por suerte, pude recuperar mi nueve milímetros y volver a guardarla en el bolso antes de que me arrastrase en dirección a la salida.

Vi cómo Dara intentaba venir a por mí, y uno de los hombres de Vanko se lo impedía. Pude leer en sus labios un «lo siento» que iba acompañado de una mueca de tristeza, pero... ¿qué tenía que ver ella con el magnate?

—Joder... —dije entre dientes—. ¡Joder! —Alcé la voz—. ¿Quieres soltarme, maldito hijo de puta? —grité cabreada.

—Cállate —me ordenó.

—¡Porque tú lo digas! —intenté que me soltara, pero aquel gorila era demasiado grande como para zafarme de él.

—¡He dicho que te calles! —gruñó a la vez que me arrastraba por todo el pasillo del local en dirección a la salida.

—¿O qué? —le pregunté desafiante, a la vez que alzaba una ceja.

—Tienes suerte de que Francesca te tenga en buena estima, si no, no volverías a pisar ni uno solo de los clubes de Tótem.

—No la necesito, ni a ella ni a ninguno de vosotros, capullo —escupí con rabia.

Tótem solo me había traído problemas desde el primer día en el que entré en esa maldita secta en la que estaba metida, aun así, me lo había pasado bien, bastante. Adoraba estar rodeada de gente, ser el centro de atención.

—Eh, ¡tú! —Escuché cómo gritaba Arthur al vernos aparecer por la puerta—. ¡Suéltala, cabrón!

Llevaba una capucha puesta, apenas podía verle y mucho menos desde el ángulo en el que estaba. La luz de las farolas le incidía desde un lado, haciendo sombra sobre su rostro, pero aquella voz... ¡Ay, su voz! Era inconfundible.

—¿Y qué vas a hacer si no la suelto? —preguntó Frederick desafiante.

No necesitaba que nadie me ayudase, y mucho menos un desconocido del que no sabía nada, el cual me había engañado con burdas mentiras. Había pasado muchas veces por situaciones como aquella y lo último que necesitaba era que me metieran en un lío que no era mío.

Antes de que pudiera decir nada más, Arthur sacó una Glock con la que apuntó a Frederick a la vez que se acercaba a donde nos encontrábamos. Dejé ir un bufido, al final acabaría pagándola yo sin que realmente hubiera hecho nada para ganármelo.

—Eh, tío —murmuré.

—Suéltala —le ordenó a Frederick.

Este negó con la cabeza hasta que Arthur disparó a uno de los lados de la escalera de piedra en la que nos encontrábamos, haciéndole ver que no dudaría en dispararle a él para que me dejase. Me soltó haciendo que cayera de bruces contra el suelo.

Frederick no dijo nada más, miró desafiante a Arthur y se marchó de nuevo hacia el interior del caserío.

—Joder, ya podrías haber dicho que me dejase de pie, aunque fuera —refunfuñé.

—Solo quería ayudarte. —Me tendió la mano para que pudiera ponerme en pie, aunque no la cogí.

Le miré desde el suelo con desgana al mismo tiempo que me levantaba sin su ayuda, no le necesitaba.

—No esperes que te dé las gracias —aseguré—, no voy a hacerlo —añadí—. Que sepas que no necesitaba que nadie me ayudase —contesté con desgana.

—Te vas a meter en un lío al final —me advirtió.

—¿Y a ti qué coño te importa? —escupí con rabia.

—Escúchame, Arizona.

Me cogió por el brazo para que no pudiera seguir avanzando cuando pasé junto a él, no quería saber nada de lo que me dijera, estaba cansada de que me mintiera.

—¿Para qué, Arthur? ¿Para que vuelvas a mentirme?

—Por favor...

—Lo que pasó aquel día no tiene ningún sentido —añadí mirándole directamente a los ojos.

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