Arizona

Arizona


Capítulo 23

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Capítulo 23

—¿Cómo?

Caminé intentando alejarme de él, de la casa y de todo lo que me hacía pensar que estaba equivocada con él. Cogí aire, negué con la cabeza, necesitaba aclarar mi mente, porque cada vez la tenía más turbada.

—Nada ha tenido sentido entre nosotros, joder... —Le miré directamente a los ojos—. ¿O es que acaso mientes a alguien que te importa?

—Si te he mentido ha sido para protegerte —aseguró—, porque te quiero.

Me di la vuelta y dejé ir un profundo bufido, estaba cabreada, pero lo que más rabia me daba era que le creía, que mi corazón se aceleraba a cada palabra que salía de su boca.

—Joder —siseé pasándome una mano por el pelo— ¿Y qué coño es todo ese montón de papeles que tienes en ucraniano encima de la mesa? ¿Qué hay de ese maldito balazo? —pregunté—. Porque no entiendo nada —dije abatida—. Ayúdame a hacerlo, Arthur, porque esta es la última oportunidad...

—Arizona, de verdad...

—Si vas a volver a darme largas o a mentirme, mejor no digas nada. —Me encaminé hacia la calle central por la que pasaban decenas de coches, a pesar de la hora que era.

Durante unos minutos permaneció quieto, hasta que empezó a perseguirme. Me encendí un cigarro y, justo antes de que pudiera darle una sola calada, me cogió por la muñeca y tiró de mí lo suficiente como para unirnos en un dulce beso. El cigarrillo se me cayó de entre los dedos, ni siquiera me importó, ya que le devolví cada uno de los besos, enredando mis dedos en su dorado cabello.

—No vuelvas a mentirme —le pedí.

Con él todas las jodidas barreras que tanto tiempo me había costado alzar desaparecían, se resquebrajaban como si jamás hubieran estado. Él tenía ese maldito don de joderlo todo con tan solo una mirada y eso me sacaba tan de quicio...

—Dame una última oportunidad —rogó contra mis labios.

—La última.

 

Me deshice de la sudadera que llevaba, la camiseta de manga larga y lo dejé todo tirado por el salón, igual que hizo él con mi vestido, el cual desabrochó con un rápido movimiento. No dejó de besarme en ningún momento, aunque en realidad ni siquiera lo intentaba, ya que volvía a unirlo a mí para que nada ni nadie pudiera separarnos. Sentía cómo el fuego ardía en mi interior con cada una de sus miradas, con cada gruñido que escapaba de entre sus deliciosos y carnosos labios.

Mordí su labio inferior haciendo que un gemido entrara directo a mi boca. No pude evitar sonreír, maliciosa, deseosa de hacerle de todo, necesitaba sentirle, saberlo todo sobre él, y empezaría por memorizar cada centímetro de su piel.

Colé una de mis manos entre los vaqueros que vestía y choqué con su piel, para mi sorpresa, no llevaba nada más debajo, por lo que una pequeña risa se escapó de mi interior, congratulada. Bajé la cremallera con cuidado, desabroché el botón y los deslicé hasta que cayeron a sus pies, dejando a la vista su gran erección. Me relamí, volví a besarle, al mismo tiempo que hacía que diera varios pasos hacia atrás, dejándose guiar por mí. Mi sexo ardió al notar cómo posaba una de sus grandes manos en mi nuca agarrándome con fuerza, impidiéndome que me separase de él, besándome con tanta ansia que conseguía erizar cada vello de mi piel. Necesitaba que me hiciera el amor, que me follase con esas ganas que nos teníamos, porque sí... Eran demasiadas.

Con un ágil movimiento se quitó los pantalones, que aún permanecían a sus pies y que le incomodaban. Todo lo hizo bajo mi atenta mirada, adoraba observarle. Arthur era distinto, era elegante, señorial y también altamente sensual o, por lo menos, a mí me lo parecía. Nunca me habían llamado la atención los ingleses, sin embargo, él... era mi completa perdición.

—Arthur. —Le miré a los ojos, fijándome en la claridad y la lujuria que emanaban de ellos—. Fóllame.

No siempre era así, la gran mayoría de las veces era yo quien lo hacía, quien tomaba el control y decidía lo que quería en cada momento, pero con él... era imposible no desear que hiciera lo que le diera la gana, aunque, conociéndolo, primaría mi placer, ante todo.

—Tus deseos son órdenes para mí, mi reina —susurró contra mi boca.

Sin que apenas pudiera darme cuenta, me cogió en brazos, haciendo que mis largas piernas rodeasen su cintura y con un único movimiento se adentró en mí, provocando que una descarga de placer me recorriera por completo, estremeciéndome, haciéndome arder. Dejé ir un gemido, el cual devoró con su boca.

Caminó hacia la mesa en la que estaban las decenas de papeles que había estado revisando unas horas atrás, los tiró todos al suelo, sin importarle nada, y comenzó a embestirme una y otra vez. Podía sentirle tan dentro de mí que mi corazón se desbocaba con cada uno de sus movimientos, los cuales arrancaban quejidos repletos de placer de mi garganta. Arthur parecía convertirse en otro hombre, sin prejuicios, sin normas..., en definitiva, sin límites.

—Estás tan prieta... —gruñó deshaciéndose en mí.

Adoraba escucharle, conseguía que mi ansia fuese a más, ver cómo me observaba con aquella mirada de lobo que tomaba el control. Era como el más puro instinto animal. Me eché hacia atrás apoyándome sobre mis codos, para poder observarle con detenimiento. Acarició mi pequeño botón con delicadeza, mientras no dejaba de moverse con fiereza, esa que conseguía volverme loca. Arqueé la espalda, sintiéndole cada vez más adentro. Estaba tan húmeda, tanto que era capaz de entrar con una facilidad pasmosa, estremeciéndome a cada estocada. Cogí aire cuando sentí cómo todos mis músculos se tensaban. Arthur también se percató de ello y sonrió lobuno, tenía el cabello desordenado y algunos mechones caían sobre su hermoso rostro.

Siguió moviéndose, me erguí, y fue entonces cuando no dejó de avasallarme con cientos de besos que me llevaron a lo más alto, me hicieron tocar las nubes y volar entre las estrellas. Arthur se dejó llevar por mi clímax, sentía palpitar mi sexo, cómo lo devoraba y le hacía perder la cabeza como había conseguido él conmigo.

—Joder... —gruñó entre dientes con tanta sensualidad que deseé volver a hacerlo con él un millón de veces, hasta que cayéramos exhaustos en la cama.

—No me mientas nunca —le rogué.

—No más mentiras —prometió.

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