Ari

Ari


Ari

Página 3 de 32

Acepté el tratamiento y lo inicié de inmediato, pero no pasaron más de tres o cuatro días antes de que sufriera la diarrea más feroz que jamás me haya atacado. Me debilité hasta extremos insospechados. Perdí ocho kilos en cuestión de días. No tenía ganas de nada, solo de descansar, de dormir; de esperar que la muerte me llevase antes de tres meses y aliviara mi sufrimiento. Me invadieron unos picores insoportables por todo el cuerpo, que solo calmaban los polvos de talco durante unos pocos minutos, y mi tez se tornaba más amarillenta con el paso de las horas. A veces perdía la conciencia o deliraba y mantenía conversaciones en voz alta con mi mujer muerta o mi hija ausente. Les reprochaba que no me cuidasen bien, que no supieran mitigar mi dolor.

Una de aquellas jornadas en las que yo ya no distinguía si era por la mañana o por la tarde, si tocaba cenar o desayunar, recibí la visita de mi cuñada Montse. Quedó horrorizada nada más verme. En sus ojos, para mi alivio, descubrí que me quedaba muy poco sufrimiento. Pero ella no se limitó a compadecerme. Tiró el frasco de pastillas experimentales a la papelera, echándole la culpa de haber acelerado mi decadencia con la diarrea que tanto me había debilitado. Se quedó a dormir en mi apartamento esa noche y, a la mañana siguiente, después de obligarme a desayunar un zumo de naranja y unas tostadas con mantequilla, me adelantó que íbamos a visitar a alguien capaz de ayudarme de verdad.

—Te sorprenderá su juventud —me explicó—, pero tiene unas manos benditas. Seguro que te aliviará.

No sabía muy bien qué insinuaba, aunque mientras íbamos de camino a La Carihuela imaginé que se refería a algún tipo de curandero. Yo nunca había creído en ese tipo de gente, en ese tipo de historias sobre sanaciones milagrosas, pero no disponía de las fuerzas necesarias para oponerme. Me hubiera parecido igual de bien, o de mal, que me hubiese embarcado en un avión con destino al más prestigioso hospital de Houston o que vertiese algún tipo de veneno en mi bebida para proporcionarme una muerte más tranquila. En ese estado en el que me hallaba, el mundo me parecía poco más que un molesto ruido de fondo, y mi único deseo consistía en que se apagase y me dejara descansar en paz.

La primera vez que lo vi, calculé que Duende rondaría los veinte años, quizá un poco más. Alto, algo grueso, con una larga e intrincada melena morena, y siempre con camisetas negras y vaqueros oscuros o desteñidos. En esa primera visita no llegué a hacerme ninguna idea sobre él. Apenas me dirigió la palabra. Mi cuñada le explicó la naturaleza de mi problema, y se limitó a poner la palma de su mano derecha sobre mi piel desnuda, a la altura del estómago, mientras cerraba los ojos y componía un gesto de concentración. Empleó apenas un instante, unos pocos segundos que no me causaron la más mínima impresión. Había imaginado algo más llamativo, lleno de cánticos o plegarias que invocasen al más allá, a Jesucristo, a la Virgen María o a algún dios pagano de la curación. Pero no ocurrió nada de eso; un momento de concentración y fuera, se acabó. Tan solo en una oportunidad creí apreciar un pequeño destello salir de sus dedos, pero sin duda lo confundí con algún reflejo o con el deseo que yo albergaba de encontrar una explicación a lo que hacía.

Acudí tres días seguidos, siempre acompañado por Montse. Notaba que las fuerzas regresaban a mí. Empezaba a pensar en algo más que en dormir y en la muerte. Mi cara recobró un tono de normalidad inimaginable solo unos días atrás, y la idea de recuperar mi vida comenzaba a formarse en mi cerebro como una posibilidad insólita pero real.

A la semana siguiente acudí por primera vez solo. De nuevo me notaba capaz de conducir, de pasear, de mantener una conversación y, entonces, Duende me habló por primera vez sin tapujos.

—Como te imaginarás, Emilio, no formo parte de una ONG.

—Por supuesto. ¿Cuánto te debo?

—No me debes nada. La semana pasada y esta te atendí tres veces y no te cobraré nada. Cuando acudiste aquí estabas realmente mal. La mierda de pastillas que te habían recetado hubiesen acabado contigo en quince días. A partir de la semana que viene será suficiente con que vengas una vez a la semana, más o menos. Yo te llamaré.

—De acuerdo.

—Tienes un tumor muy grande. No creo que pueda curarte, pero si no dejas de venir, sí que podré evitar que avance y llevarás una vida perfectamente normal, como la que llevabas antes de que te diagnosticaran el cáncer. Cobro mil euros por sesión.

—¡¿Mil euros?! Eso es imposible. ¿Acaso crees que me sobra el dinero o qué? ¿Cómo voy a pagarte mil euros a la semana? ¡Qué locura!

—Lo harás o no seguirás en este mundo —replicó sin un atisbo de compasión, como si expusiese una verdad irrefutable.

—Pues entonces duraré pocas semanas —le contesté mientras se desvanecían todas las esperanzas que se habían ido formando en las últimas horas.

—Vamos, hombre, no te pongas dramático. Trabajas de policía, ¿no?

—Sí, ¿y qué?

—Los policías tienen muchas maneras de conseguir dinero.

«Sí», pensé, pero no los policías, sino los policías corruptos, los que aprovechaban sus investigaciones para conocer a delincuentes a los que chantajeaban a cambio de protección, o a los que se unían a cambio de una parte sustanciosa del negocio. Todos sabíamos que existían ese tipo de personas en el cuerpo. Todos conocíamos a alguien cuya casa o cuyo coche poseía un valor muy por encima de lo que alcanzaba su sueldo, pero yo nunca había estado a ese lado de la línea que divide a los defensores de la ley de los delincuentes puros y duros. Aunque no soportaba a mis jefes y discrepaba del rumbo que llevaban los acontecimientos, amaba mi profesión y jamás se me habría ocurrido traicionar su espíritu de aquella forma tan abyecta.

Más o menos, cada diez días, recibía una llamada de Duende y acudía a su casa. Después de un mes, mi dinero se agotaba sin remedio. Sopesé diferentes soluciones, que iban, desde pedir prestado a mi cuñada, hasta vender mi piso o solicitar un crédito, pero ninguna terminaba de convencerme. Acaso vislumbraba que no resolvían el problema, solo lo postergaban. Incluso la venta de mi vivienda, que parecía lo único que podría otorgarme un cierto remanente, se me antojaba complicada por la crisis inmobiliaria y porque me obligaría a pagar un alquiler, además de mudarme y abandonar demasiados recuerdos que no me sentía preparado para dejar atrás.

Así pues, no tomé ninguna decisión y, algún tiempo más tarde, sucedió lo inevitable.

—Ven esta tarde —me dijo Duende

—Ya no tengo dinero —le respondí.

—Búscame cuando lo tengas.

Pronto regresaron las molestias, los picores, el cansancio y, por encima de cualquier otra percepción, la opresiva certeza de que la muerte me rondaba igual que un tuno a una hermosa joven. Entonces, sucedió sin más, sin pensarlo, sin decidir al respecto, sin valorar las consecuencias que se derivarían de mis actos. En el fondo, no tenía nada que decidir, asomaba mi instinto de supervivencia. Mi vida prevalecía frente a cualquier otra consideración; así que, cuando me topé con un reputado camello, de un cierto nivel, y que dirigía una pequeña red de distribución en locales nocturnos, alcancé un acuerdo con él. Yo lo acogería bajo mi protección, lo haría pasar por un informador, y de esa forma nadie lo tocaría. A cambio, recibiría mil euros semanales que me garantizarían continuar acudiendo a las llamadas de Duende.

No me siento orgulloso por lo que hice, pero tampoco culpable. Nunca intenté justificarme, entre otras razones porque alguien que lucha contra la muerte no necesita justificación alguna. No tuve problemas de conciencia ni me miré con asco frente al espejo. El negocio de Rocky, que así se apodaba el individuo, consistía en colocar todo tipo de mierda, con la permisividad de muchos porteros, en los locales de Puerto Marina. Yo no desconocía que la mayoría de sus consumidores eran adolescentes y que las consecuencias que podían provocar aquellos productos resultarían muy graves para algunos de ellos; pero si Rocky acababa entre rejas, otro ocuparía su lugar y la droga seguiría ahí mientras mis restos descansarían para siempre en el camposanto más cercano, sirviendo de pasto para gusanos y otras alimañas.

Reconozco, no obstante, que el hecho de haber dado aquel paso hizo que algo cambiara dentro de mí. Comencé a sentirme tentado por hacer lo mismo con otros delincuentes, ya no por necesidad ni por salvar mi vida, sino por pura avaricia. Me imaginé viajando en un camarote de lujo a bordo de un crucero, o conduciendo un BMW rojo camino de un restaurante sobre un acantilado, en el que me esperaban espectaculares manjares servidos por una cohorte de camareros que me agasajaban a cuerpo de rey. De repente, me preguntaba por qué no aprovechar mi posición y disfrutar mis últimos años, por qué no darme los caprichos que nunca me di, conocer los sitios en los que nunca estuve, vestir ropa elegante, zapatos caros; llevar relojes de oro o tarjetas platino en la cartera. En el fondo, sentía que tenía más derecho que otros muchos que vivían aquella vida que yo solo podía soñar, pero, aun así, resistí y solo conseguí el dinero necesario para mis sesiones de curación, ni un euro más. ¿Eso significó que me sintiera mejor persona, mejor policía? No lo sé, quizás sí. Puede que me contemplara con la misma indulgencia que a un ladrón que solo roba la comida que necesita para no morir de hambre.

Aquel domingo de febrero en el que desapareció Ariadna, la casa de Duende me recibió como siempre, con la atronadora música de Slipknot a un volumen que rozaba lo insoportable. Él insistía en que aquella banda seguía el camino trazado por otras que me gustaban a mí: Led Zeppelin, Iron Maiden, Saxon, Scorpions, etc.; pero yo no alcanzaba a encontrar la conexión por ningún lado. Con todo, consiguió convencerme para que escuchase un par de discos que me grabó y que usaba, fundamentalmente, para mantenerme despierto en los tiempos muertos y aburridos de muchos seguimientos rutinarios, que solían acabar con horas y horas dentro del coche, esperando a que el objetivo se moviera.

Sé que Duende resulta un nombre un poco, digamos, peculiar, pero nunca mencionó el verdadero, y cuando en alguna ocasión intenté sonsacárselo, me retó a que lo investigara. Un par o tres de veces lo intenté, incluso con bastante empeño, pero nunca logré averiguarlo. Más adelante llegué a la conclusión de que, con total probabilidad, su nombre constituía la menor de las incógnitas que pesaban sobre él. Su pasado no existía y su presente no se ajustaba a ningún arquetipo mínimamente creíble. De dónde venía o adónde iba; incluso, dónde estaba, resultaban cuestiones insolubles en la mayoría de las casos. No obstante, si de alguien pude aprender, fue de él. No sé si llegó a convertirse en un amigo, pero, desde luego, si no lo hubiese conocido, hoy no podría estar aquí sentado, tecleando esta sucesión de palabras que luchan por explicar lo inexplicable más de una década después de la desaparición de Ari.

A su casa, en contraste con su vida, se entraba directamente al salón, sin recibidor, sin excusas. Resultaba bastante austera, con un viejo sofá cama, cubierto por una funda floreada, delante del cual se situaba una mesita baja, llena de arañazos y de cómics. En una esquina, otra mesa de madera, más alta, cuadrada, con cuatro sillas alrededor. En la esquina opuesta, una puerta, generalmente cerrada, que conectaba con la cocina y las escaleras que ascendían a la planta alta. Apenas existían muebles, salvo uno bajo con cajones, situado frente al sofá, y sobre el que descansaban la televisión y el equipo de música con sus potentes altavoces.

Mientras yo me quitaba el jersey y la camisa, Duende permanecía en el sofá, leyendo tranquilamente Tormenta de espadas, la tercera novela de la serie Canción de hielo y fuego, de George R. R. Martin. Yo, por aquella época, también leía bastante, y si mal no recuerdo, andaba enfrascado en la serie sobre el inspector Wallander, de Henning Mankell. En ocasiones habíamos hablado de la obra de Martin, que yo no había leído todavía aunque se hizo muy popular, y Duende la relacionaba con la de Tolkien, para que yo pudiese hacerme una idea sobre la narración. Por lo que deduje, no obstante, equivalía a comparar a Led Zeppelin con Slipknot, poco más o menos.

—Ya —le avisé, mientras depositaba mi arma reglamentaria y mi móvil sobre la mesa.

—Show me the money —me contestó sin apenas levantar la mirada del libro.

Cogí el abrigo y rebusqué en un bolsillo interior del que saqué un pequeño fajo compuesto por veinte billetes de cincuenta euros, que puse delante de él. Él los cogió y, soltando la novela sobre el sofá, comenzó a contarlos con parsimonia. Sabía que no me gustaba nada aquello, que me recordaba el origen del dinero con que le pagaba, pero él parecía intuir mis tribulaciones y disfrutar con ellas, con la imagen de un ser al que había corrompido, al que había empujado a abandonar sus más profundas convicciones sobre el bien y el mal.

—Deberías relajarte un poco, Emilio.

—Me encuentro muy relajado.

—Has venido corriendo y con un montón de culpabilidad sobre tus hombros.

—Debería estar trabajando. He dejado solo a mi compañero en mitad de un caso muy importante.

—Lo único que debería importarte es seguir con vida.

—Puede, pero al menos podrías dejar tanta exigencia, avisarme con un cierto margen de tiempo. Me pones en una situación muy complicada en el trabajo, y si me echan no podré pagarte.

—Tengo una vida ajetreada.

Hizo una pausa para buscar algo en el interior del primer cajón del mueble, que se hallaba bajo el televisor, y me lo entregó, no sin cierto orgullo en su expresión.

—Puedes comprobar que he estado muy ocupado, y he gastado mucho dinero.

Los folios contenían impresiones de billetes aéreos comprados por Internet. El primero correspondía al vuelo 815 de la compañía Oceanic, con origen en Sidney, Australia, y destino en Los Angeles, Estados Unidos. El siguiente trayecto enlazaba la ciudad californiana con Londres, en un avión de Delta y, desde ahí, easyJet le había traído de regreso a Málaga.

Me detuve en la primera página, como si algo me llamara la atención.

—Sí —me interrumpió Duende, como adivinando mis pensamientos, mientras me quitaba los papeles de entre las manos—. Es el mismo vuelo que desapareció hace unos años y cuyos restos aparecieron cerca de Bali. Murieron todos los pasajeros, pero durante un tiempo circularon extrañas especulaciones divulgadas, en su mayoría, por el que debió ser el piloto, pero que se quedó en tierra por enfermedad; un tal Frank Lapidus. Un tipo inquietante, diría yo. Desde el principio me fascinó esa catástrofe aérea —me confesó—, y siempre que vuelo desde Sidney a Los Angeles, procuro hacerlo en el Oceanic 815. No sé qué espero que suceda, pero no lo puedo evitar; se ha convertido en una especie de adicción para mí.

En ese momento consideré que aquella adicción resultaba muy cara, y que, por supuesto, parte del dinero salía de mi bolsillo o, para ser más exacto, del de mi amigo Rocky. Con el tiempo, sin embargo, descubrí lo que de verdad se escondía tras aquellos frecuentes viajes a Australia, de los que, desde luego, Frank Lapidus tenía muy poca culpa.

Al fin se situó frente a mí. Puso la mano derecha sobre mi estómago y cerró los ojos. Se apartó antes de lo habitual, con un gesto de extrañeza en su rostro y de forma un tanto precipitada, como saltando hacia atrás involuntariamente.

—¿Ocurre algo? —Me inquieté.

—Puede —respondió, poniendo de nuevo la mano sobre mi piel.

Quise que me explicara lo que había sucedido; si había notado algo extraño; pero se negó con evasivas. Se escudó en que no me importaba, que no guardaba ninguna relación con mi tumor y que solo le incumbía a él. Tal vez otro día se detendría a hablarme de su habilidad curativa, pero todavía no había llegado el momento.

En ese instante, sonó mi teléfono. Corrales.

—Dime, ¿qué sucede?

—El padre nos ha dicho la verdad.

—¿Cómo? —pregunté aún desubicado—. ¿A qué te refieres?

—Su hija entró en el ascensor y, según muestran las grabaciones de las cámaras de seguridad del edificio, todavía no ha salido de allí.

V

Tras recibir la llamada de mi compañero, permanecí todavía unos minutos en el salón de Duende, esperando a que amainara la tormenta que resonaba en el exterior. Mientras él continuaba con su lectura, yo no hacía nada más que darle vueltas a la frase de Corrales: «Ha entrado en el ascensor y todavía no ha salido de allí». Aquello no se sostenía. Algo se nos escapaba; algún tipo de manipulación de los vídeos o una puerta interior, en alguna parte fuera del alcance de las cámaras, que habíamos pasado por alto. Nadie desaparece en un ascensor, y aquella niña no iba a ser la primera. Desde luego, no mientras yo me encargase del caso.

Cuando la lluvia comenzó a perder intensidad, me atreví al fin a pisar la calle. Duende apenas levantó la cabeza del libro para mirarme cuando me despedí. Ahora me arrepentía de haber aparcado tan lejos. Necesitaba llegar cuanto antes a la comisaría para poder visionar las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad instaladas en la urbanización Paraíso. La meticulosidad y competencia de Corrales se hallaban fuera de toda duda. Si existiese algo raro en el vídeo lo habría advertido, de eso estaba seguro; pero, a la vez, seguía albergando la secreta esperanza de que esa grabación pudiera aclararnos lo sucedido; que arrojara luz sobre la desaparición de Ariadna, dejando en evidencia al increíble relato del padre. Por el momento, prefería no imaginar que pudiese ocurrir de otra forma.

Desde la avenida Carlota Alessandri, giré a la derecha y subí por la cuesta de La Cordera hasta llegar a una gran rotonda con una gasolinera Repsol a mi izquierda, un centro comercial Carrefour a mi derecha, y la entrada del parque empresarial El Pinillo frente a mí. La lluvia arreció de nuevo. Un relámpago encendió el atardecer sobre la montaña, mientras la humedad se colaba en mi coche y alcanzaba hasta mis huesos. Seguí recto para abandonar la glorieta y, después, tras pasar bajo el puente de la línea de cercanías Málaga-Fuengirola, giré a la derecha para entrar en el recinto de la nueva comisaría y aparcar sin dificultad en la zona habilitada para ello, en la parte trasera del edificio central, de los tres que componían el complejo.

A diario algún agente custodiaba la entrada principal, pero un domingo como aquel, con el azote del levante y la lluvia, quedaba expedita para cualquiera que pretendiese franquearla. La recepción sí estaba ocupada. Germán permanecía en su puesto, que compartía con otros dos compañeros con los que rotaba turnos. No obstante, él llevaba allí más años que nadie. Se encontraba ya al borde de la jubilación; asustado ante la perspectiva de disponer de tiempo libre para vivir, algo de lo que no llegó a disfrutar jamás, pues apenas unos meses después falleció en el hundimiento de un crucero en las aguas del Mediterráneo mientras consumía, sin saberlo, sus últimas vacaciones.

—Bonita tarde para trabajar —me saludó.

—Mientras no se caiga la comisaría, lo intentaremos.

—Yo creo que aguantará, al menos un par de años.

—Yo no estoy tan seguro —repliqué—. Este edificio hace unos ruidos que me recuerdan a las cañerías cuando cogen aire.

—El comisario dice que eso son chorradas.

—Entonces, ni una palabra más al respecto.

—Exacto. Prestamos servicio en la mejor comisaría jamás construida, y punto.

—Oye, ¿sabes si Corrales ha vuelto ya?

—Aún no.

Me despedí de Germán y le indiqué que me avisara en cuanto llegase mi compañero. Además de repasar aquellos vídeos, teníamos que sentarnos a reflexionar sobre la poca información de que disponíamos para perfilar un plan de acción. Las horas pasaban sin que la niña apareciese, y pronto llegaría el momento de informar a los medios y difundir su imagen para conocer si alguien la había visto desde su desaparición.

Me encerré en el pequeño despacho de la segunda planta, que me correspondía en mi condición de inspector. Dejé el abrigo sobre un viejo perchero de pie y me hundí en la silla, dejándome caer casi a plomo. Por un instante noté que las fuerzas me abandonaban. Tuve la extraña percepción de que aquel caso resultaría más complejo de lo que hubiera imaginado y, por alguna razón, yo no me encontraba capaz de resolverlo. Me sentí viejo, derrotado, impotente para afrontar un nuevo reto como el que se me presentaba.

Al igual que Germán, llevaba meses considerando la idea de jubilarme. A mí me faltaban todavía bastantes años, pero quizás con el tumor podría acceder a un retiro por enfermedad. El problema, una vez más, se llamaba Duende. Necesitaba unos mil euros semanales para que me siguiera curando, y si dejaba la policía ningún delincuente se mostraría dispuesto a pagar esa cantidad por mi protección; de modo que, en mi caso, jubilación equivaldría a muerte e, incluso así, no dejaba de convertirse en una palabra que me seducía con discreción. A menudo me costaba demasiado levantarme afrontando la idea de ir a trabajar. Notaba que mi tiempo de policía se agotaba, se consumía inexorablemente. Cada vez echaba más de menos a mi hija. Necesitaba estar cerca de ella. Ya no podía vivir sin ella. Decidí llamarla cuanto antes. «La próxima semana, sin falta», me dije; obviando que aquel mismo propósito lo repetía, sin éxito, casi a diario.

Tras tocar en la puerta, el subinspector Iván Corrales entró en mi despacho con un lápiz de memoria en su mano derecha. Intenté descifrar su expresión, pero no me resultó sencillo. Temía detectar resentimiento hacía mí por no haberlo acompañado a la sede de la empresa de seguridad, pero más que nada me pareció cansado, tan cansado como yo. Imaginé que él también sospechaba que aquel caso se complicaría y la perspectiva de enfrentar algo así no le atraía en absoluto. Su sensatez, su sentido común, su método, no casaban bien con la imagen de una niña desaparecida por arte de magia.

Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa, y me ofreció la memoria USB. La conecté a mi ordenador y reproduje las imágenes. Una y otra vez. Sin parar. De forma compulsiva, deteniéndome en detalles absurdos hasta que, al fin, hastiado, opté por cerrar el reproductor y, negando con la cabeza, me eché hacia atrás sobre el sillón. Me pregunté dónde se escondía el truco y cómo era posible que dos policías expertos como nosotros no descubrieran nada en un vídeo como aquel.

Mi compañero jugueteaba nerviosamente con un bolígrafo. Ninguno deseaba comenzar aquella conversación porque ambos sabíamos que las conclusiones no nos iban a gustar, así que mantuvimos el incómodo silencio durante unos minutos que se eternizaron. Pudiera parecer que nos dedicábamos a reflexionar en profundidad sobre lo ocurrido, empeñados en encajar las piezas del rompecabezas, pero simplemente no deseábamos asumir la realidad ni enfrentarnos a ella. En cuanto diésemos el primer paso, estaríamos dentro de un lodazal y ya no podríamos dar marcha atrás, así que nos resistíamos aun sabiendo que resultaría inútil; que aquella niña se había cruzado en nuestro camino y esquivarla iba a resultar tan complicado como saltar la cordillera del Himalaya con una pértiga.

Nos miramos a los ojos. Directamente. Sin tapujos. Corrales dudaba de mi compromiso con el trabajo, pero yo estaba dispuesto a demostrarle lo contrario, a no dejarlo solo otra vez, a pedirle que confiara en mí, que unas pocas semanas no alteraran una opinión forjada a lo largo de muchos años de impecable servicio a su lado.

—¿Qué se nos escapa? —le pregunté.

—No lo sé. Le he dado tantas vueltas a la cabeza que creo que puede explotarme en cualquier momento.

—Observando las imágenes podemos concluir que el padre nos contó la verdad. Sus reacciones me parecen sinceras. No creo que haya nada fingido ni exagerado en su manera de proceder. Si actúa, se merece una nominación a los premios Goya.

—Estoy de acuerdo, pero eso no resuelve el mayor de los enigmas.

—¿Dónde está la niña?

—Exacto. Nadie desaparece en un ascensor.

—Entonces, teniendo en cuenta eso y que la grabación demuestra que no ha salido de allí, solo cabe una posibilidad.

Corrales negó con la cabeza. El razonamiento le llevaba a una conclusión que le resultaba tan ilógica, tan imposible, como todo lo demás relacionado con este asunto.

—Me lo advertiste por teléfono, ¿recuerdas? —le apunté—: «Ha entrado en el ascensor y todavía no ha salido». Ergo, sigue dentro.

—Eso resulta absurdo, Emilio, y lo sabes igual que yo —replicó levantándose, a la vez que elevaba el tono de su voz—. Hemos registrado el ascensor de arriba abajo. Los técnicos han buscado por todo el hueco, se han subido a la cabina y hasta han trepado por el cable. Allí no hay nadie y, además, no hay nada extraño en ese ascensor que pueda indicar un posible punto de fuga. Joder, hablamos de un cubículo de dos por dos, la niña no está ahí.

—Los de la Científica decidirán sobre la posible manipulación del vídeo; entretanto, no disponemos de ningún indicio para sostener que haya sido alterado, por lo que si el vídeo no ha sufrido manipulación, la niña permanece en el interior de ese ascensor. No hay ninguna otra hipótesis. Habrá que buscar mejor, sin descartar ninguna posibilidad, por absurda que parezca. Ni tú ni yo concedimos la más mínima credibilidad a la historia del padre, y unas horas después, ambos afirmamos que es verdadera. No podemos dar nada por sentado; transformaremos lo imposible en improbable y avanzaremos muy despacito por el único camino que se nos abre.

Corrales suspiró. Sabía que mi razonamiento resultaba impecable, pero a la vez inaudito. La niña tenía que encontrarse en el ascensor, pero ambos sabíamos que la niña no se encontraba allí. No obstante, comprendía que necesitábamos un punto de partida sobre el que cimentar la investigación, y a tenor de la declaración del padre y las imágenes que parecían corroborar sus palabras, tampoco a él se le ocurría otro mejor.

Fuera, la noche se había cerrado por completo. Los destellos de un tráfico intermitente distorsionaban la monotonía negra de un horizonte oculto por un manto de nubes y sin una triste luna que lo iluminase. Añoré la primavera, pero ese año la presentía aletargada, como si nuestro cansancio la alcanzara también a ella y anhelara huir de sus obligaciones y que el invierno cediera el testigo directamente al verano, sin que ella acudiera a su cita con el mundo. ¿Soñaría la primavera con jubilarse? ¿Acaso se habría jubilado ya? Me preguntaba si sobreviviríamos a un mundo sin primaveras y otoños, arrasado por el frío y el calor, por la nieve y el sol, sin medias tintas; todo o nada. Algunos disfrutarían así, con la desaparición de los matices, y podrían esconder sus carencias bajo la desagradable contundencia de un «sí» o un «no».

—Aunque sea domingo, y a estas horas, hay que poner este asunto en conocimiento del comisario —afirmó Corrales.

Ir a la siguiente página

Report Page