Ari

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Asentí. Yo no desconocía que aquel debería ser nuestro siguiente paso, pero antes de enfrentarnos a la conversación con nuestro jefe, pretendía discutir con mi compañero algunos detalles que consideraba fundamentales y que prefería tener bien atados antes de hacer la llamada de rigor y que el comisario recibiera señales contradictorias por nuestra parte y tomase decisiones que no nos convinieran. A él le correspondía la última palabra, pero si le presentábamos los datos y las soluciones de la forma adecuada, y sin disensiones, resultaba factible vaticinar que nos respaldaría.

—¿Qué opinas sobre pedir refuerzos? —pregunté.

—Me parece perfecto. La historia se presenta complicada y si actuamos solos no resultará sencillo avanzar deprisa.

—Bien, se lo propondremos a Palacios. Imagino que no se opondrá en una situación como esta.

—¿Has pensando en alguien? —me preguntó.

—Eso que lo decida él. Tampoco conviene que parezca que se lo imponemos todo.

Corrales sonrió con socarronería. También manejaba las claves para tratar con el comisario Palacios, y concedió que mi idea era buena, aunque un tanto arriesgada, pues no todos los compañeros compartían las virtudes que necesitábamos para encontrar a Ariadna.

—También nos preguntará por los medios de comunicación —imaginó Corrales.

—Desde luego —supuse yo.

Lo razonable consistiría en enviar una nota a los medios sin dar demasiada información. Desde luego, sin mencionar para nada la palabra «ascensor». Junto con la nota podríamos adjuntar un par de fotos de la niña y expresar la preocupación de los padres. A estos les recomendaríamos no atender a la prensa, al menos por el momento. A lo mejor, de ese modo discreto, dispondríamos de unas jornadas más en las que trabajar con tranquilidad; aunque, por descontado, hallándose una menor involucrada, salvo que la desaparición se resolviera inmediatamente, aquello acabaría convertido en un circo hiciéramos lo que hiciéramos.

Corrales expresó su acuerdo con mi planteamiento, aunque en ese aspecto dudaba que el comisario nos respaldara, pues ambos conocíamos su gusto por las ruedas de prensa, las cámaras y los flashes. Con su metro ochenta, su pelo cano engominado, su cuidado bigote y sus impecables trajes, daba muy buena imagen en las cadenas de televisión, y no solía desaprovechar las oportunidades que se le presentaban para lucir palmito e ir haciendo méritos con vistas al futuro. Le encantaba presentarse como un firme defensor de los ciudadanos y sus derechos, de la democracia y el imperio de ley, que él personificaba como nadie con sus exquisitos modales de moderno caballero al servicio del pueblo.

—Acabaremos en una rueda de prensa —profetizó—, con él en el centro, y tú y yo uno a cada lado, como testigos del espectáculo.

—En este escenario, no lo aseguraría. Todavía sabemos muy poco y resultaría muy arriesgado lanzarse a la piscina de esa forma. Yo creo que esperará un poco antes de ponerse frente a los focos. Le gusta la notoriedad, pero es listo y huele los problemas; no se arriesgará a salir con tantas incógnitas detrás.

—Es posible —admitió—. Me muero de ganas por ver la cara que pone cuando le pongamos la grabación. ¿Qué crees que dirá?

VI

Palacios nos citó en su casa. Afirmó encontrarse algo acatarrado, aunque su voz sonaba igual de vigorosa y firme que de costumbre, y no quería salir a esas horas. Vivía en una urbanización nueva junto a la estación María Zambrano, en Málaga. Nos dio la dirección y nos explicó cómo llegar sin que las interminables obras del metro, que inundaban la ciudad desde hacía unos años, nos retrasaran demasiado.

Nos dirigimos hacía allí en el coche de Corrales, pues a mí no me gusta demasiado conducir por la noche. Me resulta muy cansado ese añadido de concentración que hay que aplicar por la falta de luz, y nunca me siento del todo seguro al volante en esas circunstancias. Tomamos la autovía a la altura de Los Álamos, dejando a nuestra izquierda el centro comercial Plaza Mayor, con su impostada imagen de pueblo con casitas de colores, sobrevoladas de manera constante por aviones que aterrizan o despegan del aeropuerto con estrépito. A su espalda nacieron otras grandes superficies como IKEA, mientras a la derecha, al otro lado de la autovía, sobrevivían a duras penas los chalets de la zona de Guadalmar.

En poco más de veinte minutos habíamos llegado a nuestro destino y aparcado en la calle Héroes de Sostoa, que conecta el centro de la capital con la zona de la Carretera de Cádiz, uno de los barrios más populares y poblados de Málaga y en el que, por suerte, ya habían concluido las obras del suburbano; no sin polémicas, destrozos y notorios desatinos. Cruzamos la carretera y llamamos al portero electrónico del bloque dos. Tras franquear la entrada, nos encontramos ante un gran patio rectangular con un sinfín de portales que lo rodeaban y, a la izquierda, a unos ciento cincuenta metros de nosotros, una gran piscina que parecía coronar el recinto cerrado. Todo el espacio ofrecía sensación de nuevo, de modernidad, y también de buen gusto y excelentes materiales. Además, la zona se encontraba especialmente bien ubicada, no solo por su cercanía con la estación, sino porque, a pie, en no más de quince minutos podías acceder al puerto, la playa o a la avenida Andalucía, la arteria principal de Málaga, que se prolongaba hasta la Alameda y el paseo del Parque.

Reconozco que me sorprendió la austeridad de la vivienda de nuestro comisario. Aquel salón apenas amueblado, de paredes blancas y sin cortinas, no casaba con la imagen que teníamos de él. Esperaba algo más en la línea de lo que había contemplado en casa de los padres de Ariadna. Ciertamente, su sueldo no daba para tanto, pero no atisbaba por ninguna parte el reflejo de su personalidad. Otra vez me encontraba ante un individuo capaz de mantener diferentes comportamientos, según la esfera en la que se encontrase. Ansiaba destacar a toda costa en su trabajo, hacerse notar en la vida pública, pero resultaba discreto y contenido en el ámbito privado o, al menos, eso pretendía hacernos creer.

Palacios lo observaba todo a una cierta distancia; siempre ubicado un paso por detrás de la acción, del trabajo, de las disputas o de la vida misma. No deseaba que ninguna salpicadura manchara su impecable aspecto, sus trajes caros o sus zapatos de piel. Quizás por eso también, pese a haber nacido en 1959, el mismo año que yo, parecía diez años más joven. Se comportaba de una forma fría y calculadora, pero yo no consideraba esa frialdad como algo intrínsecamente malo, pues siempre mantenía la calma y, con frecuencia, eso le permitía hallar soluciones que los demás, simplemente, no percibíamos. Aquella noche no resolvió el misterio, desde luego, pero al menos puso algunas cosas en su sitio y nos mostró algún interesante camino a seguir que, al recordarlo después, resulta increíble que no se nos ocurriera ni a mi compañero ni a mí, siendo como éramos dos experimentados policías. Probablemente, nosotros sí que nos dejábamos influir por la coyuntura y nos encontrábamos todavía demasiado impactados por la historia del padre y las imágenes del vídeo, y eso no nos permitía discurrir con la claridad que necesitábamos en una situación tan complicada.

Nos ofreció asiento en un sofá oscuro y no demasiado confortable; también algo de beber, propuesta que ambos rechazamos. Mientras miraba la grabación en su portátil, apenas parpadeaba. Su expresión no denotaba ningún tipo de sorpresa o impacto, ni siquiera un mínimo atisbo de asombro. Si esperábamos alterar su frialdad y que lanzara gritos e improperios ante lo que mostraban las imágenes, nos equivocamos. Cuando el vídeo concluyó, nos devolvió la memoria y apagó el ordenador sin ni siquiera chistar. Después de quedarse un instante en silencio, comportamiento habitual en él, suponíamos que para evaluar con calma los acontecimientos y no precipitarse, nos pidió que le comentásemos nuestra primera impresión y por dónde íbamos a iniciar las indagaciones.

—La niña no está en el ascensor —afirmó, sin ningún género de dudas, tras escucharnos y negar con la cabeza—. No podemos partir de una base que sabemos falsa, por mucho que las imágenes parezcan indicar lo contrario.

—Pero...

Amagué con protestar, pero él me paró en seco con un gesto en el que no pude determinar si había más carga de autoridad o de desprecio. Me calló igual que uno se quita de encima a una mosca molesta pero insignificante, que ni siquiera merece una mirada antes de ser aplastada contra el suelo por un despiadado gigante.

—No hay peros, Emilio. Ya sé que lo ideal resultaría disponer de una hipótesis, porque eso nos aclara el camino a seguir, pero en este caso habrá que hacerlo al revés. Comenzaremos a investigar en todas las direcciones posibles y, a partir de ahí, surgirán indicios y podremos formular una hipótesis más creíble que esta de que la niña permanece en el ascensor, que insulta la inteligencia de cualquiera con dos dedos de frente.

—De acuerdo —concedí con la cabeza gacha, admitiendo mi derrota.

—La grabación que me habéis mostrado comienza con la niña saliendo de su casa, pero, ¿qué hay de lo anterior?

—¿A qué se refiere? —preguntó Corrales.

Palacios siguió negando con la cabeza, incrédulo, decepcionado, con un punto de hartazgo, como si no diese crédito a que hubiésemos pasado por alto el primer detalle que a él se le había cruzado por la imaginación; como si siempre fuese él el que acabara resolviendo nuestro trabajo o se hallase rodeado de incompetentes. ¿Tan torpes éramos que no detectábamos ni lo más obvio?

—¿Y si ya había alguien en el ascensor?

—¿Cómo? —gritamos los dos al tiempo.

Nos miró entonces con superioridad. Presentía que se hallaba a punto de demostrarnos que su inteligencia nos superaba y que no había nada de casual en que ejerciese de jefe y nosotros de simples subordinados. La evolución natural se encargaba de que cada cual ocupara su lugar en el mundo. Emergía, otra vez, la ambición por destacar. La austeridad apenas figuraba ya como un simple decorado de fondo, que no hacía más que resaltar la grandeza del personaje y sus muchos méritos, pero sin distraer al espectador del foco principal situado sobre él. De repente, fue como si su imagen creciera y se estilizara. Desprendía el brillo de los grandes momentos. El mesías regresaba a la tierra para iluminar a sus discípulos, una vez más.

—Imaginemos que cuando la niña sube al ascensor este no se encuentra vacío. Alguien, que ya ha preparado la huida, se encuentra esperándola. La inmoviliza y la saca de allí de alguna forma que aún desconocemos. Incluso podemos suponer que intervinieron dos asaltantes. Uno permanecía arriba, en el techo ya abierto del ascensor, mientras el otro, tal vez alguien conocido por la niña, la golpea y se la pasa al que aguarda arriba, para después escapar también él. No digo que la historia haya ocurrido exactamente así; ni siquiera de una manera parecida. Desde luego, no soy adivino, pero resulta obvio que existen alternativas a vuestra idea inicial.

Lo bueno de Palacios es que siempre te sorprende, incluso ahora, cuando escucho el resumen de alguna rueda de prensa suya en los informativos, consigue captar la atención de todos porque siempre añade algún punto inesperado. A veces para bien, y a veces para mal, pero rara vez resulta previsible. Ni lo fue antes como comisario ni lo es ahora como secretario de Estado. Cuando traspasaba la puerta de su despacho, uno jamás imaginaba lo que podía estar pasando por su cabeza. Era como entrar en el país de las maravillas o en la ciudad de los prodigios. Si nos hallábamos en mitad de un caso importante, él podía llamarte para que perdieras media hora de tu tiempo explicándole cómo llegar a un restaurante en Cuenca, que planeaba visitar el fin de semana, o le dieras un resultado para completar la quiniela de la jornada. ¿Qué opinaba yo, sería capaz el Osasuna de arrancar un empate del Calderón o no? Le encantaba demostrar que él era el jefe, el dueño de tu tiempo; el que decidía el camino, el que divisaba más allá de lo que alcanzaban nuestros ojos y, a veces, debo reconocerlo, mal que me pese, estaba en lo cierto.

—Tendréis que obtener las grabaciones de, al menos, la última semana y visionarlas enteras. La prioridad, por supuesto, son las horas más próximas a la desaparición para comprobar si no hay otra persona que, como la niña, entrase en el ascensor y tampoco saliera. Observad si alguien pasa demasiado tiempo en el interior o si hay operarios que lo hayan manipulado en los últimos días. Preguntad a los vecinos o a los porteros, si los hay, si han reparado en alguien ajeno al edificio en la última semana o si han notado algún detalle extraño en el funcionamiento del ascensor.

Aproveché las instrucciones y el mucho trabajo que se derivaba de ellas para pedir refuerzos. El comisario, como suponíamos, se mostró de acuerdo y nos asignó a los subinspectores Santos y Mediavilla, lo que juzgamos una elección muy acertada por su parte, pues eran dos de los mejores investigadores de que disponíamos. Prometió que él mismo se encargaría de avisarlos y ponerlos al tanto de lo acaecido hasta entonces, y que deberíamos reunirnos a la mañana siguiente para distribuir las tareas de cada uno y planificar el desarrollo del caso. Los cuatro constituiríamos el equipo de investigación y recibiríamos otras ayudas puntuales, siempre que la ocasión lo requiriese.

También se mostró de acuerdo con mantener un perfil bajo en cuanto a los medios de comunicación, o al menos en intentarlo. Le pareció bien que les enviásemos una escueta nota y un par de fotos recientes de Ariadna que pudieran ayudar a localizarla. Antes de salir a la palestra, necesitábamos conocer más detalles, sobre todo en lo relativo a la manera en la que desapareció la niña.

—Si el padre apareciera en los medios contando que su hija entró en un ascensor y que no salió de allí, tendríamos a todas las televisiones de medio mundo haciendo guardia a las puertas de su urbanización en menos de veinticuatro horas. Desde los programas informativos, hasta los del corazón, pasando por Iker Jiménez y su Cuarto milenio. Llenarían horas y horas de espectáculo a costa de esa pobre cría. La palabra «circo» se quedaría pequeña para describir la que se montaría alrededor del caso. Necesitamos saber lo que pasó allí adentro antes de que la familia se desespere y acuda a los platós.

Intentaba parecer horrorizado ante la perspectiva, pero en realidad estoy seguro de que percibía todo aquel previsible maremágnum como una oportunidad para él. Estaría encantado de alternar en los programas con todos esos presentadores estrella o famosos de medio pelo, que destapaban su vida o la inventaban a cambio de un puñado de euros. Aquello ayudaría a promocionar su carrera y que el mundo descubriese que su puesto de comisario en Torremolinos se le quedaba tan pequeño como a Napoleón la alcaldía de Fuengirola.

Siempre me cuestioné por qué ingresó en la policía, como medio para hacer carrera política, y no se atrevió a afiliarse, directamente, a uno de los dos partidos que entonces ganaban todas las elecciones. No cabe duda que sus cargos policiales se convirtieron en un buen trampolín, pero también desperdició valiosos años que, de haber dedicado a medrar desde dentro, le hubiesen llevado, con toda probabilidad, hasta las más altas responsabilidades.

—¿Qué sabemos de los padres? —preguntó tras una breve pausa, que aprovechó para abrirse una cerveza.

—No demasiado todavía, aunque desde mañana mismo constituirán una prioridad en la investigación. El padre es asesor fiscal, se llama José Alberto del Cid, y se ocupaba de la niña cuando desapareció. Ella se encuentra de viaje, en un congreso, su nombre es Olivia Madueño.

—¿La doctora Olivia Madueño?¿La cirujana? —preguntó con un gran fruncimiento de ceño.

—¿La conoce?

—Esa mujer es una hija de puta.

VII

Saqué una pizza de espinacas con queso de cabra del congelador y la metí en el microondas. Mientras se cocinaba, preparé la mesa del salón poniendo un viejo paño a cuadros, un par de servilletas de papel y una cerveza sin alcohol. El agotador domingo tocaba a su fin y yo me notaba cansado y hambriento, por lo que no encontré las fuerzas suficientes para pararme a preparar nada más saludable y con menos calorías. Después me invadía la culpa, pero en el instante de decidir entre lo sano y lo fácil, me decantaba a menudo por la segunda opción y más tarde lograba encontrar una excusa para mi comportamiento, y una nueva fecha a partir de la cual aquello resultaría intolerable; con frecuencia el lunes de la semana siguiente, pues los cambios, o se hacían desde el principio de la semana, o carecían de sentido.

Enrique Palacios lo había vuelto a conseguir; nos había sorprendido sacando cientos de conejos de la chistera. El último, e inimaginable, que conociese a la madre de Ariadna. Tras su demoledora frase no nos ofreció ningún tipo de aclaración, se limitó a coger un trozo de papel y apuntarnos el número de teléfono de una tal Nuria Aguilar. Él la pondría sobre aviso de nuestra llamada y seguro que ella nos hablaría largo y tendido acerca de Olivia Madueño, o eso al menos nos adelantó. ¿Qué escondería aquella brillante cirujana? ¿Acaso sería capaz de participar en la desaparición de su propia hija? Odiaba especular y, sin embargo, en este caso no encontraba otra opción. La materia sólida sobre la que reflexionar resultaba tan escasa y poco consistente que mi pensamiento exploraba territorios más propios de la fantasía novelesca que de la policía criminal.

Encendí el televisor y, tras zapear un poco, me detuve en uno de esos programas de viaje que tanto abundaban entonces. Este lo repetían a menudo, pues la emisión de Canal Sur HD se encontraba en periodo de pruebas y «Andaluces por el mundo» resultaba un formato con mucho éxito en la cadena andaluza. Una joven malagueña, que dirigía un hotel en Estambul, nos enseñaba las peculiaridades culinarias turcas, adentrándonos por sitios tradicionales, pero escondidos al turismo de masas.

—¿Qué hora es en Seattle? —pregunté en voz alta y con una voluntad a prueba de bomba, como si algún secretario fantasma tuviese la obligación de aparecer por la puerta del salón para responder a mi pregunta, o a cuantas se me ocurriesen.

En realidad, me daba igual la hora o el hecho de que el microondas hubiera lanzado el aviso de que la pizza estaba preparada. Desconocía de dónde había salido el impulso, pero iba a coger el teléfono y llamar a mi hija en ese preciso instante, sin esperar ni un segundo más, sin dejar que la vergüenza o el orgullo me detuvieran de nuevo. Sí, tan sencillo como eso.

Mientras se sucedían los tonos de llamada —uno, dos, tres—, mi determinación se resquebrajaba y a punto estuve de colgar, pero justo cuando iba a pulsar el botón rojo, escuché su voz. Una voz tan lejana como inconfundible, tan olvidada como familiar. La causa y el remedio de todos mis males, de mis pesadillas más espantosas y mis sueños más reconfortantes. La voz de mi hija. La voz de mi vida, de mi mundo solitario y absurdo, sin futuro ni presente.

—Sonia Van der Hayden —respondió.

—Sonia —repetí—. Soy yo, tu padre.

—Papá.

Temí que colgase sin ni siquiera ofrecerme la posibilidad de hablar. No obstante, su voz me pareció sorprendida pero feliz, y eso me tranquilizó. Con toda probabilidad ella también llevaba meses queriendo llamarme, pero sin encontrar la excusa para hacerlo; tan perdida y orgullosa como yo.

—¿Estás bien, Sonia?

—Sí, papá.

Durante los siguientes diez o quince minutos los dos fuimos capaces de pedirnos perdón por el mutuo abandono que nos habíamos infligido. Reconocimos nuestra cabezonería e hicimos la promesa de que aquello no se repetiría, que nunca más convertiríamos los errores del otro en ofensas ni permitiríamos que estos borraran los aciertos e invadieran los recuerdos. Sonia me contó que vivía con un hombre llamado Phil, y que las cosas le iban bastante bien, tanto a nivel personal como a nivel laboral. Me confesó que sopesaba la idea de convertirse en madre y me invitó a visitarla el verano siguiente. Yo acepté encantado, aunque no sé si logró entenderme, porque a esas alturas de la conversación los dos llorábamos a moco tendido. Las barreras explotaron en cuanto se rompió el hielo, en cuanto los dos dejamos atrás las decenas de problemas imaginarios y permitimos que los sentimientos acabasen enterrando los reproches. Nada importaba salvo nuestra condición de padre e hija, separados por un mar, pero unidos por miles de recuerdos comunes y agradables.

Cuando Sonia nació, yo no me encontraba preparado para ejercer el oficio de padre. Veintiséis años más tarde, seguía sin estarlo. Junto a Elena habíamos acondicionado la casa para su llegada. El moisés, la bañera o el carrito, todo lo compramos con la ilusión de quien espera a una invitada especial y aspira a que se sienta lo más a gusto posible. Leímos libros, vimos documentales y preguntamos a amigos, pero nadie nos habló del olor especial de un recién nacido, de su fragilidad, de su dependencia, de su llanto único e inconfundible, de la extraña sensación la primera vez que escuchas su nombre completo —Sonia Van der Hayden Romero—, de cuando recibes su tarjeta de asistencia sanitaria o cuando se pone roja como un tomate porque intenta defecar. No, nadie te prepara para eso ni para su primera pelea, sus preguntas o sus salidas nocturnas. Nadie te prepara para sus opiniones ni su rebeldía, para sus fracasos ni sus enfermedades. Eres su padre y se supone que debes saber cómo actuar en cada momento; pero en realidad no sabes nada, salvo que darías tu vida por ella, y eso, por desgracia, no resulta suficiente para aprobar el examen.

Sonia se convirtió en parte de mi piel; la más profunda y desconocida, pero a la vez la más cercana al corazón. Si el alma existe, ella es mi alma. Si Dios existe, ella es mi dios, mi paraíso, mi salvación... y, a veces, también mi infierno y mi adicción.

Encontré la pizza dura y fría. La arrojé a la basura y preparé un sándwich de jamón cocido y queso. Por primera vez en mucho tiempo me notaba en paz conmigo mismo y con el mundo que me rodeaba. ¿Por qué no había sido capaz de dar ese paso antes? Mi vida hubiese resultado tan diferente solo con hablar unos minutos a la semana con Sonia. Ella era la cura para mi soledad, para mi vacío, para mi indiferencia. Ahora tenía algo al otro lado del Atlántico por lo que vivir de verdad. Ya no eran solo la inercia de la rutina y el instinto de supervivencia los que me empujarían a seguir adelante.

Tras comer a toda velocidad, me senté frente al ordenador, en un pequeño cuarto auxiliar, y comencé a buscar vuelos que me llevasen, con el menor número de escalas posible, desde Málaga hasta mi hija. Valoré las mejores fechas para pedir mis vacaciones y decidí reservar los días cuanto antes para poder comprar los vuelos de ida y vuelta a un buen precio. El verano solía resultar una época complicada para coordinar los descansos, pues todos los compañeros deseaban algunas semanas en esas fechas, pero a mi favor jugarían la antigüedad en el cuerpo y el hecho de que llevara años dejando a los demás la preferencia para elegir, porque a mí me daba igual irme unos días que otros.

Un sentimiento de profundo alivio me recorría cuando me tumbé sobre la cama. Como cada noche, puse la radio para que me acompañase en la fase previa al sueño. No solía prestarle demasiada atención, salvo que el tema de la tertulia me interesase de forma especial; algo que no ocurría ese domingo.

Conseguí sentirme orgulloso por haber dado aquel paso, por haber marcado el número de Sonia. Gané una confianza que juzgué muy útil para el inicio de la investigación sobre Ariadna. Comencé a cuestionarme las ideas de Palacios, y a cada minuto me parecían menos brillantes. Desde luego mi punto de partida, que la niña continuara en el interior del ascensor, resultaba absurdo, pero sus suposiciones, que en un principio nos habían dejado boquiabiertos a Corrales y a mí, ya no me satisfacían. El comisario disfrazado de mago nos había presentado un truco impactante, pero tan burdo que, tras la admiración inicial, no se sostenía ante el más mínimo análisis.

Si alguien la esperaba dentro, me preguntaba cuánto tiempo llevaría ahí. ¿Bajaba y subía con otros vecinos que utilizasen el ascensor? ¿Con el techo desmontado? Un domingo la niña no tenía un horario concreto de salida. Ese plan resultaría más creíble, más sensato, cualquier otro día de la semana, en que, tanto el padre como Ariadna, tenían horarios y obligaciones que cumplir, pero el fin de semana nadie podía saber de antemano a qué hora abandonarían la casa, y no me imaginaba a unos secuestradores esperando horas con el ascensor preparado, arriesgándose a ser descubiertos por un buen número de personas.

Quizás el planteamiento de Palacios ofreciese mayor verosimilitud que el mío, pero nada más, no dejaba de constituir otro palo de ciego, que partía el aire sin impactar en nada.

Debíamos avanzar, como él había sugerido, antes de lanzar aquella hipótesis; sin una idea previa, y confiando en que los indicios nos ayudaran a ir construyéndola, eso supondría replantearse a diario qué camino tomar hasta que alguno se abriera definitivamente paso. En el fondo, el método no cambiaba demasiado, pues a menudo los planteamientos iniciales quedaban superados ante el empuje de nuevas pruebas o testimonios que los demostraban equivocados. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, nos sentíamos más seguros disponiendo de una ruta ya trazada sobre la pizarra.

Me pregunté cuántos días tardaría Duende en llamarme otra vez, y si cuando lo hiciera escogería algún momento inconveniente para mí. Notaba que mi situación en el trabajo se había vuelto precaria por mis repentinas e injustificables espantadas. La relación profesional con Corrales se hallaba herida de muerte. Lo peor para un compañero era no tener confianza en el otro. En una actividad como aquella, en la que podías jugarte la vida en cada esquina, formar un buen equipo podía resultar tan importante como respirar y, a esas alturas, estaba convencido de que Corrales ya no se sentía seguro a mi lado. Que yo supiera, aún no había solicitado un cambio de compañero, pero seguro que valoraba seriamente esa posibilidad. Al menos, cualquiera en su sano juicio, con un mínimo aprecio por su propia integridad física, lo haría. Yo lo habría hecho ya, o al menos hubiera intentado hablar con él. Tal vez Corrales, a su manera, también emitía señales en esa dirección, solo que yo procuraba no recibirlas.

La medianoche y el viento desplazaron a la lluvia hacia otro lugar, pero la humedad persistía en el ambiente. Me desvelé. En algún punto entre las dos y las tres de la madrugada tuve la clara conciencia de que no sería capaz de dormir. Lo asumí sin contrariedad. Tantos acontecimientos para un solo día, me desbordaban.

Cogí un viejo discman Sony con sus auriculares rojos y busqué un buen álbum. Sopesé las diferentes opciones y me decanté por la poesía de «los barones»:

Y tú, tormenta de truenos y luz,

eres símbolo de libertad.

Yo nunca podría vivir

sin tus cuerdas de acero tocar.

A la postre, el sueño me venció mientras yo permanecía En un lugar de la marcha.

VIII

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