Ari

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Ari

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Palacios ni siquiera nos había revelado aquel detalle. Si compartían trabajo, resultaba factible que se conocieran bien, pues habrían pasado muchas horas juntas. También cabría imaginar que hubiesen surgido problemas en esa relación de amistad. Puede que alguna disputa profesional se interpusiese entre ellas o que la brillante carrera de una despertara los celos de la otra. Sí, la perspectiva de hablar con Nuria Aguilar me resultaba muy atractiva de repente. Llamarla se convertiría en mi prioridad, en cuanto dispusiera de un par de minutos.

—¿Durante cuánto tiempo trabajaron juntas?

—No sabría decirle con exactitud, pero desde luego, como mínimo, dos o tres años. Después Nuria se marchó a Córdoba, si no me equivoco. Ella nació allí, en un pueblo llamado La Carlota. Una vez, hace ya unos años, almorzamos en casa de sus padres.

—¿Tuvieron Nuria y Olivia algún enfrentamiento, algún problema serio entre ellas? —intervino Mediavilla.

Temí que esa nueva pregunta comprometida provocara otro cambio de humor en nuestro interlocutor, que se encerrase en sí mismo o escapara mentalmente a algún punto indeterminado del espacio exterior. Para mi sorpresa, no sucedió nada de eso. Contestó con total naturalidad.

—¿Problemas Olivia y Nuria? Desde luego, que yo sepa, tenían una buena relación.

—¿Sabe si han seguido manteniendo el contacto?

—Diría que no. No recuerdo que Olivia la haya mencionado últimamente, pero eso es algo habitual. Yo también he tenido compañeros en la oficina con los que he compartido una buena amistad y, al cambiar de empresa —y, además, de ciudad—, poco a poco se van desligando los lazos. Cada cual se zambulle en su propia rutina y lo que se sale de ella acaba perdiendo importancia. Parece un poco triste, ahora que lo pienso, pero así funciona.

Desde luego tenía toda la razón. La rutina lo envolvía todo. Te mantenía con vida en situaciones adversas, pero a la vez te distraía de lo importante, te hacía peor persona. Sin ella yo no hubiese sido nada, y a la vez, gracias a su existencia, me había convertido en nada. La rutina se transforma en la manera que todos disponemos de pasar la vida de un modo gris, sin demasiados sufrimientos, sin demasiadas alegrías. Los que consiguen zafarse de ella viven de una forma más intensa, más real, pero tarde o temprano caen en el infierno de las emociones sobredimensionadas, como si recibieran una sobredosis de vida, tan pura, que te mata o te aliena para siempre. Resulta tan de locos vivir envuelto en su manto protector como apartarse de él. Mi solución, y con toda probabilidad la de una gran mayoría, consistía en aceptar la rutina mientras imaginaba romper con ella y ser feliz y valiente.

Puede que ahora, mientras escribo estas líneas, enfermo y viejo, cerca de mi final, haya conseguido traspasar esa barrera invisible que separa lo que uno es de lo que sueña con ser. Hoy me siento más cerca de mí de lo que nunca me encontré. Me comporto más como yo quiero y menos como los demás pretenden.

—Ya hemos terminado por el momento —dije—. Muchas gracias por venir, nos ha resultado de gran ayuda. Seguiremos en contacto.

Me ofrecí a acompañarlo hasta la salida, aunque Leire Mediavilla me fulminó con la mirada. Seguro que ella disponía de otras tres mil preguntas que efectuar, pero yo pretendía cuidarlo, que mantuviera la cordura y no se hundiera para siempre, presa de sus propios demonios. Ella no imaginaba hasta qué punto me identificaba con aquel extraño.

Me despedí de él entre tópicos bienintencionados, medias verdades y buenos deseos. Lo imaginé solo, abatido en la interminable y árida llanura de su salón; agazapado, escondido de un mundo hostil que le mostraba las fauces por primera vez y amenazaba con depredarlo como a un cervatillo indefenso en mitad de la sabana.

Mientras lo contemplaba, ensimismado, partir desde la puerta, Mediavilla me trajo de vuelta al mundo de los vivos.

—Me disponía a hacerle una pregunta crucial, ¿sabes?

—Ya se la harás mañana —le respondí mientras la estupefacción se dibujaba en su rostro.

La clave no residía en José Alberto del Cid. Su papel en la historia se encontraba por definir; pero el de víctima encajaba mejor que ningún otro por el momento, así que ni siquiera me molesté en averiguar lo que mi compañera pretendía plantearle.

—Avisa a Corrales y a Santos —le pedí—. Nos reunimos en cinco minutos.

X

Pat Santos encendió un cigarrillo en el interior de una sala cerrada, sin ventanas y acompañado por tres no fumadores. Dio una profunda calada y paseó su mirada por las nuestras, aguardando a que cualquiera se lo reprochase para lanzarse ferozmente sobre él. Pero nadie lo hizo. No porque el humo no nos molestase, sino porque conocíamos lo suficiente a nuestro compañero como para adivinar que seguiría haciendo exactamente lo que le diese la gana, ni más ni menos. Encarnaba un espíritu libre atrapado en un cuerpo de policía y, a veces, se manifestaba de aquella forma, desafiando pequeñas normas o burlando ciertas convenciones, sagradas para los demás.

Yo había empleado los minutos anteriores para describir, casi milimétricamente, la conversación con José Alberto del Cid. Mediavilla, pese a haber participado conmigo, permaneció en silencio, aturdida todavía por mis últimas palabras en la puerta, lo que hizo que me sintiera culpable por cómo me había comportado con ella.

Mientras Corrales y Santos parecían agitarse en sus asientos, nerviosos, deseando ponerse en marcha, yo esperaba a que alguien rompiera el silencio y se atreviera a opinar. Nos encontrábamos en un punto muerto tras otra sorpresa y nadie se arriesgaba a tomar la iniciativa, a proponer algo que pudiese quedar en agua de borrajas en unas pocas horas.

—El juego ha cambiado —intervino al fin Corrales—. Ahora tenemos una sospechosa.

—¿Sospechosa? —replicó Santos mientras aplastaba el cigarrillo contra la superficie de la mesa, se ponía en pie y gesticulaba con sus manos en el aire—. Venga, hombre, aquí no ha cambiado nada.

—Pero, ¿cómo puedes decir eso? —le interpeló Corrales, elevando el tono—. Ha mentido sobre lo que iba a hacer el fin de semana y ha desaparecido justo el mismo día que su hija.

—Te equivocas —afirmó Santos con firmeza—. No se encuentra desaparecida.

—¿Qué dices, Pat?

Al fin alguien había conseguido que Mediavilla despertase de su letargo y se uniera al grupo.

—Sostengo que no ha desaparecido, ni poseemos evidencia alguna de lo contrario.

—O sea, que el marido miente. Se ha inventado que no ha acudido al congreso, que ha intentado contactar con ella, etc. Tú no lo has visto, ese hombre estaba destrozado. Eso no se finge. Llevaba muchas horas sin dormir. Además, lo que nos ha dicho puede comprobarse fácilmente. Es cuestión de llamar al hotel de Toledo.

—No digo que mienta. De hecho, basándome en sus propias palabras, vuelvo a afirmar que su mujer no ha desaparecido.

—Deja de tocarnos las narices y explícate de una puñetera vez —intervine, con ánimo de zanjar el asunto.

Santos sonrió triunfante mientras encendía otro pitillo. Había conseguido alterarme y atraer la atención del grupo. Iba a desvelarnos lo que solo él se mostraba capaz de descubrir, pero antes pretendía disfrutar del momento, regodearse alimentando nuestra impaciencia. Por un instante me recordó a Palacios; eso sí, en una versión canalla y despeinada.

—El marido os contó que ella volvería el lunes a mediodía. Pues bien, son las diez de la mañana del lunes, ¿qué os hace pensar que Olivia Madueño incumplirá su palabra? Ayer se comunicó con su marido y su hija a primera hora. Como una buena ama de casa, se interesó por su familia, y el resto de la jornada anduvo tan ocupada que no pudo atender el teléfono. Cuando al fin acabó el congreso médico, se encontraba tan cansada, y era ya tan tarde, que decidió no llamar de nuevo, quizás para no despertar a nadie.

—Una gran historia, y una señora muy considerada con su familia, la doctora Madueño —ironizó su compañera—. Salvo por el pequeño detalle de que no asistió a ese congreso, entre otras razones, porque ni siquiera se celebraba ningún congreso y porque, suponiendo que se hubiese celebrado, ella no se encontraba en ese hotel.

—Sí, sin duda se trata solo de eso, de un pequeño detalle. Sobre todo si consideramos que ella lo desconoce.

—¿Ella no sabe que no asistió al congreso?

—Ella no sabe que su marido sabe que no asistió.

—Debo andar muy torpe hoy —confesó Corrales—, pero me estoy perdiendo.

—Creo que todos estamos perdidos —corroboré yo.

—Por si no lo sabéis, mentir es algo muy diferente a secuestrar. Puede que la señora Madueño no participase en ningún congreso en Toledo, que se lo inventase todo. Puede incluso que no haya salido de la provincia de Málaga, ¿y qué? Lo único que demuestra eso es que engaña a su marido, nada más. No sabemos cuántos congresos ha inventado, cuántas ciudades no ha visitado, cuántos viajes no ha hecho. No sabemos si tiene una aventura u oculta algo más tras esa fachada de brillante cirujana; pero lo que sí sabemos es que no ha desaparecido. Al menos, no aún.

Una tapadera descubierta por casualidad y no dos desapariciones en un mismo día, eso sugería Santos. Una probable infidelidad prolongada en el tiempo como causa de la inexplicable ausencia de Olivia Madueño. Resultase o no cierta, a aquella suposición le quedaba poco tiempo. Muy pronto sabríamos si Pat se equivocaba o había dado en la diana.

—Interesante teoría —admití—. Aunque, desde luego, yo no la comparto. Para empezar no creo en las casualidades, y que una desaparición destape una infidelidad, puede suceder, pero no deja de ser una coincidencia muy sospechosa. Por otra parte, olvidas que su desaparición no es lo único que tenemos contra la doctora Madueño.

—¿Ah, no? —Se sorprendió.

Entonces el que compuso una sonrisa triunfal fui yo. Atraje la expectante mirada de todos, pero al contrario que Santos, no me hice de rogar, pues odiaba convertirme en el centro de atención.

—Palacios sostuvo, textualmente, que «esa mujer era una hija de puta». No nos aclaró el motivo, pero supongo que si se mostró tan contundente, no aplicaría ese calificativo a alguien por hacer trampas jugando al parchís.

—Así es —confirmó Corrales.

—No descarto que lo que dices pueda resultar cierto, Pat —continué—. De hecho, no creo que debamos descartar nada todavía, pero disponemos de señales que nos sugieren que Olivia Madueño no es trigo limpio, y no podemos obviarlas.

—¿Nos centraremos, pues, en ella? —quiso saber Mediavilla.

Me tomé unos instantes para responder mientras reflexionaba sobre la conveniencia o no de alterar nuestros planes. Algo me impulsaba a sospechar que la madre se encontraba en el centro de todo, pero puede que dedicar tan pronto todos los esfuerzos a ella, sin ni siquiera haber escarbado un poco en otras direcciones, resultase precipitado.

—Todavía no —respondí—. Al menos, no hoy. Santos, ayudarás a Corrales con las grabaciones, así nos las quitaremos de encima hoy mismo, y yo iré al hospital para hablar con los compañeros de la madre. Al final del día, nos volveremos a reunir y decidiremos qué camino tomar.

Todos se mostraron de acuerdo y estimaron que aquella forma de actuar parecía la más prudente. La reunión se prolongó por espacio de otro cuarto de hora, en el que pudimos definir flecos tales como qué teléfonos intervenir o si otorgar más importancia a la vida personal o profesional de los padres.

Recordé que debía llamar a Nuria Aguilar de inmediato y que, si el señor Del Cid estaba en lo cierto, debería viajar hasta Córdoba ese mismo día. Así que, mientras abandonábamos la sala, le pedí a Mediavilla que se quedase un instante.

—Puede que me vaya a Córdoba para hablar con Nuria Aguilar. En ese caso, me gustaría que te ocupases también de ir al Clínico y hablar con los compañeros de Olivia.

—No hay problema. Ahora mismo salgo para el despacho en el que trabaja el padre. Si te vas, llámame, y a la vuelta me paso por el hospital.

—Puede que antes fuera un poco brusco —me disculpé.

—¿Puede?

Me reí abiertamente.

—Tú no crees que el padre guarde relación con el secuestro, ¿verdad?

—Exacto, pero, por supuesto, puedo equivocarme. En cualquier caso, decidí que no debíamos presionarlo más por el momento. Se encontraba a punto de derrumbarse, y si lo hubiera hecho, lo hubiésemos perdido para siempre.

Mientras me dirigía a mi despacho, juzgué como positiva la primera reunión del equipo de investigación. Formábamos un grupo heterogéneo y lleno de iniciativa. Las ideas, aunque alguna pudiera considerarse cercana al disparate, surgían con relativa fluidez y eso me daba ánimos para encarar la desaparición de Ariadna. Por otra parte, habían pasado más de dos horas desde que había llegado a la comisaría y todavía no nos habíamos puesto en marcha de verdad. Dos horas más en las que una niña de nueve años no se encontraba con su familia... ¿O quizás sí estuviera con su familia? Al menos con una parte, en el supuesto de que se encontrase retenida por su madre.

Una vez más, me sentí sobrepasado por aquello. Sospechaba que la señora Madueño estaba implicada de alguna forma, pero no sabría explicar muy bien el motivo por el que no me imaginaba a la niña junto a ella en esos momentos. ¿Qué posibilidad me dejaba esa intuición? ¿Había prestado ayuda para que secuestrasen a su hija? Decidí que mis suposiciones carecían de sentido y, sin embargo, persistían en mi mente. No lograba apartarlas, por mucho que reconociera que, por el momento, solo servirían para ayudarme a conseguir un gran dolor de cabeza.

Suspiré profundamente antes de marcar el número de Nuria Aguilar.

XI

Permaneció no menos de diez minutos en la rampa de entrada al aparcamiento, aguardando a que fueran saliendo vehículos y la barrera se alzara para ella. Una vez dentro, empleó otros tantos en encontrar un hueco para alojar su pequeño, pero elegante, Fiat 500 de color blanco en el vetusto parking situado bajo la plaza de La Marina.

Subió unos pocos peldaños, esquivando un montón de goteras provocadas por las últimas lluvias, y emergió en el mismo corazón de la capital malagueña. Enfrente de ella, una amplia calzada dividida en tres partes, separadas por una hilera de árboles, que unían la Alameda Principal con la avenida Andalucía. Detrás, el paseo del Parque, con las siluetas de la Alcazaba y el castillo de Gibralfaro presidiéndolo. A su izquierda, la plaza de La Marina, el puerto y el mar. Y, por último, a su derecha, el lugar al que se dirigía, la calle Marqués de Larios, con seguridad la más importante de Málaga, y una de las de mayor valor comercial de toda España.

El tiempo había mejorado algo con respecto al día anterior. Persistían las nubes amenazando con descargar en cualquier momento, pero al menos el viento de levante perdía empuje con el paso de las horas. La temperatura resultaba fría para la Costa del Sol y la humedad tan elevada como de costumbre. A pesar de todo, pasear por aquella calle tan amplia, entre sus dos filas de farolas, sin la molestia del tráfico de vehículos, le resultaba delicioso. Tanto que no pudo resistir la tentación de recorrerla entera, hasta la plaza de La Constitución, aunque eso supuso dejar atrás el portal del edificio en el que se encontraba el despacho de asesores en el que trabajaba José Alberto del Cid.

La longitud de la calle rondaba apenas los trescientos metros, por lo que aquella pequeña licencia que se había tomado no la retrasó más de un par de minutos. Ella vivía en Benalmádena, y rara vez se acercaba hasta la capital, así que cuando recorría esta calle percibía una sensación muy especial. Disfrutaba con cada paso como si de repente abandonase el lugar en el que habitaba y se trasladase a un entorno de vacaciones perpetuas. A pesar de que habían pasado ya unos años desde su peatonalización, continuaba sorprendiéndose, notando grandeza y orgullo en su acerado, en sus farolas o en sus bancos. El centro de Málaga, al fin, se encontraba a la altura de cualquier gran ciudad europea por la que hubiese paseado.

La asesoría Del Cid, Márquez y Rengel se situaba, tal y como rezaba la placa, en el portal, en la segunda planta. La entrada estaba compuesta por una gran puerta de doble hoja, que permanecía abierta de par en par. Tras la puerta, una sala de unos veinte o veinticinco metros cuadrados, con unos cuantos sillones y mesitas repletas de revistas, y el mostrador de recepción, con un par de jovencitas vestidas con traje de chaqueta y generosamente maquilladas. Tras ellas, como si se tratase de un hotel, un montón de casilleros colgaban de la pared.

Aunque dudó bastante al respecto, Mediavilla no avisó previamente de su visita. Corría el riesgo de que los socios del señor Del Cid no se encontraran en la oficina, pero, a cambio, dispondría del factor sorpresa. Las reacciones de los compañeros de trabajo del padre resultarían más naturales y las impresiones que recibiera ella más ajustadas a la realidad. Si no conseguía conocer a los jefes, hablaría con los empleados y ya regresaría en otro momento. Eso no le preocupaba en exceso. Tan solo pretendía obtener una idea general sobre las relaciones, el tipo de clientes y el comportamiento del padre de Ariadna en su entorno diario. Si merecía la pena profundizar más o no, lo decidirían en el transcurso de la investigación.

A la vez que se dirigía hacia el mostrador, reparó en que a su izquierda se abría un pasillo por el que imaginó se accedería a los diferentes despachos. El suelo de tarima flotante, los grandes cuadros y la abundancia de maderas nobles ofrecían una impresión lujosa, pero a la vez tradicional en exceso. Si los socios rondaban la edad del señor Del Cid, intentarían compensar con la decoración la falta de años en sus Documentos Nacionales de Identidad. Dio por sentado que en una calle así habría que observar una serie de normas no escritas para obtener el respeto que te permitiese sobrevivir en un entorno como aquel.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla? —La recibió una de las recepcionistas que, según calculó, no debía contar con más de veinticinco años.

—Buenos días. Me gustaría hablar con los señores Márquez y Rengel.

—¿Dispone de cita previa?

La indisimulable sonrisilla de la muchacha, le hizo suponer a la subinspectora que ella misma controlaba la agenda de los socios y que sabía perfectamente que no contenía ninguna cita con ella, pero antes de otorgarle la posibilidad de espetárselo y buscar un improbable hueco en la agenda de señores tan importantes y ocupados, Leire Mediavilla sacó su placa y la depositó con cuidado sobre el mostrador.

—Dígales que la subinspectora Mediavilla desea hablar con ellos de un asunto oficial y muy delicado —aclaró con seriedad.

La recepcionista se encontraba todavía en esa edad postadolescente en la que la capacidad de sorpresa sobrevive y mantiene una pujanza casi infantil, por lo que la revelación de identidad y propósitos de la agente demudó su rostro. Se quedó tan pálida que Mediavilla temió que se desmayara. Tardó unos segundos en recomponerse y pedirle que esperara mientras avisaba a los socios.

La vio salir por una pequeña portezuela de madera que comunicaba con el pasillo que había observado antes y, a juzgar por el ruido que provocaban sus tacones al golpear el suelo de madera, parecía recorrerlo a toda velocidad, tanto que temió que se cayera en cualquier momento. Desde luego, ella sería incapaz de correr con unos zapatos como aquellos.

Mediavilla se sentó en uno de los cómodos sillones de piel ante la atenta mirada de una pareja madura. Se preguntó si aquel indisimulado interés obedecería a que la hubieran observado mostrar su placa o, simplemente, a que el notorio cambio de expresión de la joven empleada los hubiera alarmado. En cualquier caso, se sintió incómoda.

Buscó entre revistas y periódicos hasta encontrar un ejemplar del diario Sur. El resto de la colección lo componían periódicos financieros, tanto españoles como internacionales, así como publicaciones del ámbito empresarial: Cámara de Comercio, asociaciones de comerciantes, colegios profesionales, etc.

Tras cinco minutos sin que los socios diesen señales de vida, comenzó a impacientarse. La chica de recepción ni siquiera había regresado a su puesto. Supuso que sus jefes la retenían mientras intentaban adivinar el propósito de su visita sorpresa. Tal vez contasen en cartera con algún cliente de dudosa reputación a quien responsabilizaban en ese momento de que una policía aguardase en la sala de espera. El señor Del Cid no les había dicho nada sobre la desaparición de su hija, y la noticia no saldría en los medios hasta dentro de unas horas, cuando remitieran la nota informativa; así que, por mucho que especularan, no darían con el motivo que la traía hasta ellos.

Se levantó con la intención de dejarle claro a la otra recepcionista que no estaba dispuesta a perder la mañana leyendo periódicos, cuando un hombre de unos cuarenta años, impecablemente trajeado, de abundante pelo moreno y ojos verdes, surgió del pasillo y la invitó a seguirlo, tras estrecharle la mano con fuerza, y presentarse como Leopoldo Rengel.

Recorrieron un amplio pasillo, dejando puertas cerradas a diestra y siniestra. Al final del mismo penetraron en una sala amplia, cuadrada y con un enorme ventanal que la iluminaba por completo, en la que cuatro personas, tres mujeres y un hombre, trabajaban sentados frente a sus monitores. Ni siquiera levantaron la cabeza aunque, por supuesto, conocían su presencia y el gesto de concentración que componían resultaba tan forzado como poco creíble.

Torcieron a la derecha, por otro pasillo no tan largo como el anterior, y rápidamente tomaron la segunda puerta, también del lado derecho.

Lo que parecía la sala de reuniones de la empresa se hallaba presidida por una gran fotografía de su majestad don Juan Carlos de Borbón. Las paredes estaban cubiertas de madera oscura, y una enorme mesa ocupaba el centro de la estancia. No le costó ningún esfuerzo imaginar la sala repleta de elegantes trabajadores discutiendo sobre cómo obtener un mayor beneficio o aumentar la clientela.

Su anfitrión la invitó a tomar asiento.

—Me temo, subinspectora, que mis dos socios están ausentes. Márquez se encuentra de viaje de negocios en Dusseldorf y Del Cid ha telefoneado hace unas horas para decir que no se encontraba bien y no acudiría a la oficina. Espero poder ayudarla.

—Seguro que sí.

Leopoldo Rengel encajaba en el arquetipo del perfecto vendedor. Lo suficientemente mayor como para inspirar confianza por su experiencia, pero no tanto como para parecer anticuado o poco audaz. Cercano, íntegro, inteligente, austero, señorial... Todo en él se mezclaba en las proporciones adecuadas para seducir al cliente. Si aquello constituía solo una fachada o, por el contrario, la verdadera cara del personaje, estaba todavía por determinar. Por el momento, lo único que no le cuadraba era el detalle de haberla hecho pasar a la sala de reuniones y no a su despacho, sobre todo teniendo en cuenta que iban a estar los dos solos.

—Dígame, señor Rengel, ¿desde cuándo se conocen el señor Del Cid y usted?

—A Pepe lo conozco desde que nació, prácticamente. Nuestros padres ocupaban cargos en la junta directiva de la hermandad de Mena. Mantenían una buena relación. A menudo las dos familias se reunían con cualquier motivo relacionado con la Semana Santa, y allí acudíamos nosotros, junto con otros cuantos niños, corriendo e incordiando todo lo posible a nuestros mayores.

—¿Y desde entonces mantienen la amistad?

—No exactamente. Verá, yo soy un par de años mayor que él. En realidad, no teníamos una relación muy estrecha hasta que él acabó los estudios y se me ocurrió proponerle que se uniera, a Márquez y a mí, en la asesoría que íbamos a inaugurar.

—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué, si no era alguien muy cercano a usted, le pidió que se convirtiera en su socio?

—Finalizó su licenciatura como el tercero de su promoción en la Facultad de Económicas. Aunque no fuera un íntimo, yo le conocía lo suficiente como para confiar en él. Lo consideraba de la familia.

—Entiendo —asintió Mediavilla—. Y ahora, ¿cómo definiría su relación con él? ¿Le cuenta sus problemas personales, o solo mantienen una relación profesional?

Rengel se encogió de hombros. Por primera vez en el transcurso de la conversación dudó durante un breve instante. Ella imaginó que nunca, hasta ese momento, se habría planteado qué tipo de vínculo le unía a José Alberto del Cid.

—Diría que una relación profesional. Eso no significa que, en ocasiones, no hayamos compartido algunas copas o algunas confidencias, pero por regla general no existe mucho contacto, más allá de lo estrictamente laboral, entre nosotros.

Mediavilla volvió a asentir. Le gustaba la sinceridad que desprendía aquel hombre. No se encontraba ante la típica persona adinerada, altiva o repelente, sino ante alguien sensato y reflexivo. Escondería debilidades, como cualquier hijo de vecino, pero a medida que la conversación se prolongaba, más buenas impresiones recibía. Su fe en el genero masculino, tan devaluada con el discurrir de los años, ganaba algunos enteros en compañía de aquel caballero.

—Subinspectora, ¿puedo preguntarle por qué se muestra tan interesada en mi socio?

—Desde luego que puede —sonrió ella.

—Pero usted no va a contestarme, claro.

—Todo a su debido momento.

—Quiere tomar algo —propuso, y sonó como si la invitara a dar una vuelta al mundo en un lujoso velero, o a tumbarse en una playa lejana, en un paraíso oculto y soleado, lejos de todo lo que pudiera representar una molestia.

—No, gracias —respondió la agente, algo turbada ante la mirada de su interlocutor.

—De acuerdo.

—¿Conoce usted a la esposa del señor Del Cid?

—Por supuesto.

—¿Y qué opinión le merece?

—La verdad, no dispongo de ninguna opinión.

Leire Mediavilla no esperaba una respuesta tan imprecisa.

—¿Qué significa eso?

—Es una mujer un poco distante, diría. Sinceramente, no sabría definirla.

—Yo creo que sí sabe, pero que no se atreve a decírmelo.

—En absoluto. Digamos que no me da buenas sensaciones, pero sin que exista ningún motivo especial que lo justifique. No es más que una intuición que tuve la primera vez que hablamos, y que no ha cambiado con el tiempo.

—¿Ha mantenido algún enfrentamiento con ella?

—Para nada. De hecho, apenas intercambiamos unas cuantas frases de cortesía en cada encuentro.

—Antes ha dicho que resultaba «distante», pero quizás quisiera decir «fría».

Leopoldo Rengel enarcó las cejas y sopesó el significado de las palabras antes de pronunciarse de nuevo.

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